martes, 21 de enero de 2020

Historia de un lapicida que sabe mirar


A la pregunta ¿es posible escribir sin saber leer?, casi todos coincidiríamos en responder que no. Pero una vez más la vida nos sorprende por medio de lo sucedido a Michel Tournier.
Hace poco, en Arles, me encontré con un fenómeno curioso: alguien que escribía sin saber leer. Había recogido a un autostopista de regreso de Fontvieille, el pueblo de las Cartas de mi molino de Daudet. Cuando llegamos a casa, le regalé un ejemplar mío dedicado. Mientras tanto, me había contado que trabajaba como “lapicida” en la empresa de un marmolista. Eso significa que se dedicaba a grabar nombres y fechas en las lápidas sepulcrales. Aquel oficio me encantó por su lúgubre romanticismo.
Al día siguiente, llamó a la puerta de mi casa. Era, según me dijo, para devolverme el libro. En su casa, todo el mundo se había burlado de él, porque no sabía leer.
Entonces le pregunté cómo podía ejercer el oficio de lapicida.
-Hombre, pues me dan el modelo y yo lo copio, ¡cómo va a ser! Yo no sé leer, pero sé mirar.
Al compartir lo que le había acontecido, Tournier descubrió que era algo bastante habitual en el gremio.
Hablé de esta curiosidad epigráfica en presencia de Jean-Maurice Rouquette, conservador de los museos de Arles. Me confirmó que los lapicidas y los sepultureros pertenecían a una clase de artesanos demasiado modesta para saber leer. Sin embargo escribían, y sus textos siguen sorprendiéndonos.
Permítasenos enunciar una moraleja que esta historia trae servida en bandeja: a diferencia de aquel lapicida muchos somos los que sabiendo leer no sabemos mirar.

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