A la
pregunta ¿es posible escribir sin saber leer?, casi todos coincidiríamos en
responder que no. Pero una vez más la vida nos sorprende por medio de lo
sucedido a Michel Tournier.
Hace
poco, en Arles, me encontré con un fenómeno curioso: alguien que escribía sin
saber leer. Había recogido a un autostopista de regreso de Fontvieille, el
pueblo de las Cartas de mi molino de
Daudet. Cuando llegamos a casa, le regalé un ejemplar mío dedicado. Mientras
tanto, me había contado que trabajaba como “lapicida” en la empresa de un
marmolista. Eso significa que se dedicaba a grabar nombres y fechas en las
lápidas sepulcrales. Aquel oficio me encantó por su lúgubre romanticismo.
Al día
siguiente, llamó a la puerta de mi casa. Era, según me dijo, para devolverme el
libro. En su casa, todo el mundo se había burlado de él, porque no sabía leer.
Entonces
le pregunté cómo podía ejercer el oficio de lapicida.
-Hombre,
pues me dan el modelo y yo lo copio, ¡cómo va a ser! Yo no sé leer, pero sé
mirar.
Al
compartir lo que le había acontecido, Tournier descubrió que era algo bastante
habitual en el gremio.
Hablé de
esta curiosidad epigráfica en presencia de Jean-Maurice Rouquette, conservador
de los museos de Arles. Me confirmó que los lapicidas y los sepultureros
pertenecían a una clase de artesanos demasiado modesta para saber leer. Sin
embargo escribían, y sus textos siguen sorprendiéndonos.
Permítasenos
enunciar una moraleja que esta historia trae servida en bandeja: a diferencia
de aquel lapicida muchos somos los que sabiendo leer no sabemos mirar.
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