Podría
suponerse que en las altas esferas del trabajo intelectual todo es armonía y
colaboración y que no se presentan actos de mezquindad propios de otros
entornos.
Se
trata de una falsa suposición y Oliver Sacks nos cuenta sus vivencias al
respecto.
En el
verano de 1967, después de trabajar un año en la clínica de cefaleas, regresé a
Inglaterra de vacaciones, y para mi gran sorpresa escribí un libro sobre la
migraña en el curso de un par de semanas. Surgió de repente, sin una planificación consciente.
Le mandé
un telegrama a [Arnold P.] Friedman desde Londres contándole que, sin saber muy
bien cómo, me había salido un libro, que lo había llevado a Faber & Faber,
un editor británico (que había publicado un libro de mi madre), y que estaban
interesados en su edición.
Párrafo aparte merece
la crítica formulada por uno de los dictaminadores. “Un lector de Faber, sin
embargo, realizó un comentario peculiar. Dijo: ‘El libro es demasiado fácil de
leer. Hará que la gente lo vea con recelo; dele un enfoque más profesional’.”
Pero
volvamos al tema. Sacks esperaba que el maestro se alegraría ante los logros de
su discípulo. “Esperaba que a Friedman pudiera gustarle el libro y me escribiera
un prefacio.” Pero los hechos tomaron otra dirección. “El telegrama que me
mandó de respuesta decía: ‘¡Basta! Interrúmpalo todo’.” Los acontecimientos
siguieron su curso.
Cuando
volví a Nueva York, a Friedman no se le veía muy amistoso, sino más bien
agitado. Casi me arrancó el manuscrito de las manos. ¿Quién me había creído que
era para escribir un libro sobre la migraña?, me preguntó. ¡Menudo atrevimiento! Le dije: “Lo siento,
simplemente ocurrió.” Dijo que daría a revisar el manuscrito a una de las
máximas eminencias en el mundo de la migraña.
Aquellas
reacciones me desconcertaron. Unos días más tarde vi que uno de los ayudantes
de Friedman fotocopiaba mi manuscrito. No le presté mucha atención, pero tomé
nota mental. Al cabo de tres semanas, Friedman me entregó una carta de la
persona que había revisado el texto, de la cual se habían eliminado todas las
características que pudieran identificarla. La carta carecía de cualquier
sustancia crítica constructiva y real, y estaba llena de críticas personales y
a menudo envenenadas referidas al estilo
del libro y a su autor. Cuando se lo comenté a Friedman, me contestó: “Al
contrario, tiene toda la razón. En eso consiste su libro: básicamente es
basura.” Siguió diciendo que en el futuro no me permitiría acceder a las notas que yo mismo tomaba
acerca de mis pacientes, que todo quedaría cerrado con llave. Me advirtió que
no se me ocurriera volver a pensar en el libro, y dijo que si lo hacía no sólo me despediría, sino que
jamás volvería a conseguir trabajo de neurólogo en los Estados Unidos. En
aquella época, Friedman era presidente de la sección de cefaleas de la
Asociación Neurológica Americana, y me
habría sido imposible conseguir otro trabajo sin su recomendación.
Pero la
situación aún guardaba otras desagradables sorpresas para el doctor Sacks.
Cuando se
publicó Migraña, me llegaron un par
de cartas de algunos colegas perplejos que me preguntaban por qué había
publicado versiones anteriores de algunos capítulos con el seudónimo de A. P.
Friedman. Les contesté que de ninguna manera había publicado esos capítulos, y
que debían formularle esa pregunta al doctor Friedman de Nueva York. Friedman
había apostado estúpidamente a que no publicaría el libro, y cuando se editó
debió de darse cuenta de que estaba metido en un lío. Yo no le dije nada, y no
volví a verlo.
Cuestiones
de ego, poder y envidia pueden ayudar a entender estas actitudes tan reñidas
con la ética. “Creo que Friedman no sólo creía poseer la propiedad exclusiva
del tema de la migraña, sino también la propiedad de la clínica y de todos los
que trabajaban en ella, y que eso le granjeaba el derecho a apropiarse de sus
pensamientos y su trabajo.”
Concluye
Sacks citando otros casos similares que se han presentado en la élite de
académicos e investigadores.
Esta
desagradable historia -desagradable por ambas partes- no es infrecuente:
una figura paternal y anciana, y su
joven protegido, ven invertidos sus papeles cuando el hijo comienza a eclipsar
al padre. Lo mismo les ocurrió a Humphry Davy y a Michael Faraday. Al principio
Davy le prestó todo su apoyo a Faraday, y posteriormente intentó obstaculizar
su carrera. También ocurrió con Arthur Eddington, el astrofísico, y su joven y
brillante protegido Subrahmanyan
Chandrasekhar. Yo no soy Faraday ni Chandrasekhar, y Friedman no era
Davy ni Eddington, pero creo que entre nosotros funcionó la misma dinámica
letal, aunque a un nivel mucho más humilde.
Quiero
suponer que alertados por tantos ejemplos, los jóvenes académicos actualmente
toman providencias antes de compartir los hallazgos de sus investigaciones con
los superiores.
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