jueves, 27 de febrero de 2020

Celos profesionales y robo entre académicos


Podría suponerse que en las altas esferas del trabajo intelectual todo es armonía y colaboración y que no se presentan actos de mezquindad propios de otros entornos.

Se trata de una falsa suposición y Oliver Sacks nos cuenta sus vivencias al respecto.

En el verano de 1967, después de trabajar un año en la clínica de cefaleas, regresé a Inglaterra de vacaciones, y para mi gran sorpresa escribí un libro sobre la migraña en el curso de un par de semanas. Surgió de repente, sin una planificación  consciente.
Le mandé un telegrama a [Arnold P.] Friedman desde Londres contándole que, sin saber muy bien cómo, me había salido un libro, que lo había llevado a Faber & Faber, un editor británico (que había publicado un libro de mi madre), y que estaban interesados en su edición.

Párrafo aparte merece la crítica formulada por uno de los dictaminadores. “Un lector de Faber, sin embargo, realizó un comentario peculiar. Dijo: ‘El libro es demasiado fácil de leer. Hará que la gente lo vea con recelo; dele un enfoque más profesional’.”

Pero volvamos al tema. Sacks esperaba que el maestro se alegraría ante los logros de su discípulo. “Esperaba que a Friedman pudiera gustarle el libro y me escribiera un prefacio.” Pero los hechos tomaron otra dirección. “El telegrama que me mandó de respuesta decía: ‘¡Basta! Interrúmpalo todo’.” Los acontecimientos siguieron su curso.

Cuando volví a Nueva York, a Friedman no se le veía muy amistoso, sino más bien agitado. Casi me arrancó el manuscrito de las manos. ¿Quién me había creído que era para escribir un libro sobre la migraña?, me preguntó. ¡Menudo  atrevimiento! Le dije: “Lo siento, simplemente ocurrió.” Dijo que daría a revisar el manuscrito a una de las máximas eminencias en el mundo de la migraña.
Aquellas reacciones me desconcertaron. Unos días más tarde vi que uno de los ayudantes de Friedman fotocopiaba mi manuscrito. No le presté mucha atención, pero tomé nota mental. Al cabo de tres semanas, Friedman me entregó una carta de la persona que había revisado el texto, de la cual se habían eliminado todas las características que pudieran identificarla. La carta carecía de cualquier sustancia crítica constructiva y real, y estaba llena de críticas personales y a menudo  envenenadas referidas al estilo del libro y a su autor. Cuando se lo comenté a Friedman, me contestó: “Al contrario, tiene toda la razón. En eso consiste su libro: básicamente es basura.” Siguió diciendo que en el futuro no me permitiría  acceder a las notas que yo mismo tomaba acerca de mis pacientes, que todo quedaría cerrado con llave. Me advirtió que no se me ocurriera volver a pensar en el libro, y dijo que  si lo hacía no sólo me despediría, sino que jamás volvería a conseguir trabajo de neurólogo en los Estados Unidos. En aquella época, Friedman era presidente de la sección de cefaleas de la Asociación Neurológica  Americana, y me habría sido imposible conseguir otro trabajo sin su recomendación.

Pero la situación aún guardaba otras desagradables sorpresas para el doctor Sacks.

Cuando se publicó Migraña, me llegaron un par de cartas de algunos colegas perplejos que me preguntaban por qué había publicado versiones anteriores de algunos capítulos con el seudónimo de A. P. Friedman. Les contesté que de ninguna manera había publicado esos capítulos, y que debían formularle esa pregunta al doctor Friedman de Nueva York. Friedman había apostado estúpidamente a que no publicaría el libro, y cuando se editó debió de darse cuenta de que estaba metido en un lío. Yo no le dije nada, y no volví a verlo.

Cuestiones de ego, poder y envidia pueden ayudar a entender estas actitudes tan reñidas con la ética. “Creo que Friedman no sólo creía poseer la propiedad exclusiva del tema de la migraña, sino también la propiedad de la clínica y de todos los que trabajaban en ella, y que eso le granjeaba el derecho a apropiarse de sus pensamientos y su trabajo.”

Concluye Sacks citando otros casos similares que se han presentado en la élite de académicos e investigadores.

Esta desagradable historia -desagradable por ambas partes- no es infrecuente: una  figura paternal y anciana, y su joven protegido, ven invertidos sus papeles cuando el hijo comienza a eclipsar al padre. Lo mismo les ocurrió a Humphry Davy y a Michael Faraday. Al principio Davy le prestó todo su apoyo a Faraday, y posteriormente intentó obstaculizar su carrera. También ocurrió con Arthur Eddington, el astrofísico, y su joven y brillante protegido Subrahmanyan  Chandrasekhar. Yo no soy Faraday ni Chandrasekhar, y Friedman no era Davy ni Eddington, pero creo que entre nosotros funcionó la misma dinámica letal, aunque  a un nivel mucho  más humilde.

Quiero suponer que alertados por tantos ejemplos, los jóvenes académicos actualmente toman providencias antes de compartir los hallazgos de sus investigaciones con los superiores.

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