En el transcurso de la infancia a
la vida no se le pide que tenga sentido, no lo necesita, ya viene dado. Pero a
partir de la adolescencia las cosas cambian cuando, como dice Andrés Trapiello,
“a veces uno se pregunta lo impreguntable: y todo esto, ¿para qué?”
La gran mayoría de los mortales somos
simples aficionados en el tema pero también existen los profesionales; cuenta Juan
Villoro que un día tuvo el siguiente diálogo con su padre
-¿A qué
te dedicas?
-Soy
filósofo.
-Y, ¿eso
qué es?
-Busco el
sentido de la vida.
Entonces
cuando en la escuela le preguntaban:
-¿Qué
hace tu papá?
Se
limitaba a contestar:
-Busca el
sentido de la vida….
La
pregunta sobre el sentido de la vida se hace presente a lo largo de la
historia. Montaigne decía: “Nous n’allons pas: on nous emporte” (No vamos: somos llevados). La cuestión está estrechamente vinculada al tema
de la libertad. En la opinión de Azorín las cosas –con salvedades- nos dominan; “el hombre es su circunstancia”.
Por ello hay quienes hablan del “circunstancialismo” propio de la vida.
Claro
está que las respuestas son muy variadas, entre ellas la de quienes no le ven
ningún sentido. Según Juan José Millás: “Si se habla tanto del sentido de la
vida, es porque no lo tiene. (…) El lenguaje se inventó para nombrar lo
ausente. Lo presente está ahí, al alcance de las manos o de la vista.” Por su
parte Philip Roth –citado por Rodrigo Fresán- reconoce: “Había aprendido la
peor lección que la vida puede enseñarte: que no tiene ningún sentido.”
Así
las cosas, al percibirnos deshabitados de sentido corremos en varias
direcciones para encontrarlo. De acuerdo con Félix de Azúa: “El sexo, el
turismo y el deporte son hoy los constituyentes del sentido de la existencia.”
En este contexto la sociedad consumista hace su agosto, ofreciéndonos todo tipo
de productos que, nos promete, llenarán nuestro vacío.
Pero
todo parece indicar que las cosas son más complejas y la respuesta no va por
ahí o no va únicamente por ahí. Paul Watzlawick aborda el tema e ilustra su
opinión con situaciones que proceden del trabajo en clínica. “He tenido la
oportunidad de trabajar profesionalmente también con millonarios y he podido
comprobar una y otra vez que el cuarto coche de lujo o el tercer abrigo de piel
de la consorte no representan, sin embargo, el sentido de la vida.”
Tampoco
faltan quienes pretenden encontrar el sentido jugándose la vida en situaciones
más que temerarias; Raffaele Mantegazza narra una historia a ese respecto.
Entre los juegos preferidos por los jóvenes alemanes
destaca uno que goza de gran popularidad. Nos lo cuenta Stefano Pistolini en su
hermosísimo libro sobre los adolescentes [Gli
sprecati]: se trata de robar un coche provisto de airbag y conducirlo a
gran velocidad contra un muro o una barrera; si el airbag se abre, se gana, en
caso contrario, se pierde. Nada nuevo se puede decir si recordamos el desafío
al tren de la película Stand By Me (Cuenta conmigo). ¿Típicas modalidades
adolescente de relacionarse con el sentido del límite? Más trágicamente,
¿juegos perdedores para generaciones perdidas? (…)
Es el completo sinsentido lo que distingue al juego
del airbag de los ritos iniciáticos.
Sin
embargo el escepticismo en relación al sentido de la vida desemboca en
distintos caminos, como el de fortalecer otras actitudes en la persona. José
Jiménez Lozano se refiere a ello.
L.
Durrell habla de un aristócrata griego, amigo suyo y amigo de la filosofía, que
decía espléndidamente que “la filosofía es una duda que vive en uno como una
lombriz que causa palidez y falta de apetito. De pronto, un día despierta uno y
comprende con total certeza que el noventa y cinco por ciento de las
actividades de la especie humana… no tienen sentido alguno para uno mismo. ¿Qué
va a ser de uno?”.
De
ordinario, que queda absolutamente potenciado el sentido del humor. Pero
también el de un amor más intenso a este extraño y admirable mundo.
Y
contrariamente a lo que pudiera suponerse la fe no entra en contradicción con
la incertidumbre de sentido; Thomas Moore –citando a Nicolás de Cusa- alude al
punto.
Nicolás
de Cusa, ciertamente uno de los teólogos más profundos del Renacimiento, nos
cuenta cómo viajando en un barco comprendió súbitamente, en una especie de
visión, que debemos reconocer nuestra ignorancia de las cosas más profundas.
Descubrir que no sabemos quién es Dios ni qué es la vida, dice, es el
aprendizaje de la ignorancia: de la ignorancia del sentido y el valor de
nuestra vida.
Recuerdo la entrevista realizada,
hace ya unos cuantos años, por un periodista español al padre Mateo, salesiano uruguayo
que narraba las condiciones muy difíciles en que desempeñaba su labor junto a
personas en situación de calle. Al final de aquel encuentro el periodista
preguntó: “¿Y si Dios no existe?, ¿y si no existiera otra vida?” El padre Mateo
reflexionó unos segundos y respondió con una pregunta: “¿Y a usted quién le
dijo que yo lo hago por ello?”
La seguimos
mañana. Hasta entonces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario