lunes, 24 de febrero de 2020

El (sin) sentido de la vida


En el transcurso de la infancia a la vida no se le pide que tenga sentido, no lo necesita, ya viene dado. Pero a partir de la adolescencia las cosas cambian cuando, como dice Andrés Trapiello, “a veces uno se pregunta lo impreguntable: y todo esto, ¿para qué?”

La gran mayoría de los mortales somos simples aficionados en el tema pero también existen los profesionales; cuenta Juan Villoro que un día tuvo el siguiente diálogo con su padre

-¿A qué te dedicas?
-Soy filósofo.
-Y, ¿eso qué es?
-Busco el sentido de la vida.
Entonces cuando en la escuela le preguntaban: 
-¿Qué hace tu papá?
Se limitaba a contestar:
-Busca el sentido de la vida….

La pregunta sobre el sentido de la vida se hace presente a lo largo de la historia. Montaigne decía: “Nous n’allons pas: on nous emporte” (No vamos: somos llevados). La cuestión está estrechamente vinculada al tema de la libertad. En la opinión de Azorín las cosas –con salvedades- nos dominan; “el hombre es su circunstancia”. Por ello hay quienes hablan del “circunstancialismo” propio de la vida.

Claro está que las respuestas son muy variadas, entre ellas la de quienes no le ven ningún sentido. Según Juan José Millás: “Si se habla tanto del sentido de la vida, es porque no lo tiene. (…) El lenguaje se inventó para nombrar lo ausente. Lo presente está ahí, al alcance de las manos o de la vista.” Por su parte Philip Roth –citado por Rodrigo Fresán- reconoce: “Había aprendido la peor lección que la vida puede enseñarte: que no tiene ningún sentido.”

Así las cosas, al percibirnos deshabitados de sentido corremos en varias direcciones para encontrarlo. De acuerdo con Félix de Azúa: “El sexo, el turismo y el deporte son hoy los constituyentes del sentido de la existencia.” En este contexto la sociedad consumista hace su agosto, ofreciéndonos todo tipo de productos que, nos promete, llenarán nuestro vacío.

Pero todo parece indicar que las cosas son más complejas y la respuesta no va por ahí o no va únicamente por ahí. Paul Watzlawick aborda el tema e ilustra su opinión con situaciones que proceden del trabajo en clínica. “He tenido la oportunidad de trabajar profesionalmente también con millonarios y he podido comprobar una y otra vez que el cuarto coche de lujo o el tercer abrigo de piel de la consorte no representan, sin embargo, el sentido de la vida.”

Tampoco faltan quienes pretenden encontrar el sentido jugándose la vida en situaciones más que temerarias; Raffaele Mantegazza narra una historia a ese respecto.

Entre los juegos preferidos por los jóvenes alemanes destaca uno que goza de gran popularidad. Nos lo cuenta Stefano Pistolini en su hermosísimo libro sobre los adolescentes [Gli sprecati]: se trata de robar un coche provisto de airbag y conducirlo a gran velocidad contra un muro o una barrera; si el airbag se abre, se gana, en caso contrario, se pierde. Nada nuevo se puede decir si recordamos el desafío al tren de la película Stand By Me (Cuenta conmigo). ¿Típicas modalidades adolescente de relacionarse con el sentido del límite? Más trágicamente, ¿juegos perdedores para generaciones perdidas? (…)
Es el completo sinsentido lo que distingue al juego del airbag de los ritos iniciáticos.

Sin embargo el escepticismo en relación al sentido de la vida desemboca en distintos caminos, como el de fortalecer otras actitudes en la persona. José Jiménez Lozano se refiere a ello.

L. Durrell habla de un aristócrata griego, amigo suyo y amigo de la filosofía, que decía espléndidamente que “la filosofía es una duda que vive en uno como una lombriz que causa palidez y falta de apetito. De pronto, un día despierta uno y comprende con total certeza que el noventa y cinco por ciento de las actividades de la especie humana… no tienen sentido alguno para uno mismo. ¿Qué va a ser de uno?”.
De ordinario, que queda absolutamente potenciado el sentido del humor. Pero también el de un amor más intenso a este extraño y admirable mundo.

Y contrariamente a lo que pudiera suponerse la fe no entra en contradicción con la incertidumbre de sentido; Thomas Moore –citando a Nicolás de Cusa- alude al punto.

Nicolás de Cusa, ciertamente uno de los teólogos más profundos del Renacimiento, nos cuenta cómo viajando en un barco comprendió súbitamente, en una especie de visión, que debemos reconocer nuestra ignorancia de las cosas más profundas. Descubrir que no sabemos quién es Dios ni qué es la vida, dice, es el aprendizaje de la ignorancia: de la ignorancia del sentido y el valor de nuestra vida.

Recuerdo la entrevista realizada, hace ya unos cuantos años, por un periodista español al padre Mateo, salesiano uruguayo que narraba las condiciones muy difíciles en que desempeñaba su labor junto a personas en situación de calle. Al final de aquel encuentro el periodista preguntó: “¿Y si Dios no existe?, ¿y si no existiera otra vida?” El padre Mateo reflexionó unos segundos y respondió con una pregunta: “¿Y a usted quién le dijo que yo lo hago por ello?”

La seguimos mañana. Hasta entonces.

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