lunes, 17 de febrero de 2020

La ascesis, sendero de ida y vuelta


Ya nos hemos referido en este espacio –y lo seguiremos haciendo- al tema de quienes en los primeros siglos d.C. abandonaron su lugar de residencia para dirigirse al desierto en búsqueda de purificación; J. Lacarriére sintetiza el objetivo perseguido.

“Morir en el mundo”, meta fundamental de las ascesis en el desierto, significa, pues, morir en cuerpo y en espíritu. El cuerpo debe estar muerto, debe cesar de  reaccionar normalmente a las necesidades de la carne, debe dominar la sed, el  hambre, la fatiga, el sueño. “Yo mato mi cuerpo porque él me mata”, responde san  Doroteo a Paladio, un día en que éste le interrogaba acerca de las razones de su ascesis. Y si él “mata” su cuerpo, evidentemente, es para forjarse otro para “hacer  purísima la tierra de su cuerpo”; en una palabra, para alcanzar ese estado que los textos ascéticos llaman  apatheia.

Actualmente la apatía está caracterizada por connotaciones negativas pero conviene aclarar que no siempre fue así, tal como lo señala el mismo Lacarriére

En su primera acepción, la apatheia (del griego a y pathos) significa literalmente:   insensibilidad. Se trata de un estado físico que conduce naturalmente a igual  estado de alma. La insensibilidad se convierte entonces en impasibilidad. El  apático no conoce ya la cólera, el miedo ni los deseos; ha excluido de sí mismo  todo el universo emocional; deja de vivir de acuerdo con los dictados del corazón.  Porque el corazón, dice Macario, “es un  sepulcro. Cuando el Príncipe del Mal y  sus ángeles lo habitan, cuando las potencias de Satán se pasean en vuestro espíritu y pensamientos, ¿no estáis muertos para Dios?”. Las  emociones,  según  su bella expresión, encuentran su alimento en “los pastos del corazón”. Es  necesario, pues, para rechazar las emociones e impedir al corazón “regir y gobernar todo el  cuerpo”, prestarse “atención  a    mismo”,  impedir  al  pecado   “pasar a través del corazón y de los pensamientos como el agua discurre a través de un canal”.

Lo que no sabía era que el camino al desierto en algunos casos tuvo regreso, sin que ello significara una derrota espiritual. Nuevamente J. Lacarriére nos ilustra

La ascesis tiene también sus paradojas. Porque un asceta que a fuerza de ayunos  y de oraciones está totalmente “muerto en el mundo”, nada tiene ya entonces que  temer o desear de este mundo. Ya no tiene que huirle. Y aquel desprecio y miedo  del mundo que originaron al principio las primeras partidas para los desiertos,  acabaron por purificarse, por agotarse en su propia realización. Así concluye ese ciclo prodigioso nacido con la aversión al mundo, proseguido por el amor a la  soledad y que encuentra su fin en la extinción de todos los sentimientos. El hombre alcanza entonces ese estado supremo de la ascesis, donde su desposeimiento interior llega a tal punto que puede, añade aún Diadoco de Fotice, “darse a la buena mesa, a la relajación, sin pecado, e incluso sin peligro, puesto que ya no está sujeto a ninguna pasión, y por tanto puede darse a las pasiones  prohibidas”. Por lo mismo, después de años de soledad, puede retornar a las ciudades, a su familia, a sus amigos; abandona el desierto y se mezcla a la muchedumbre.

La radical transformación vivida por la persona durante su estadía en el desierto lleva a que Lacarriére se pregunte si al momento de su retorno al grupo sería reconocido. Su respuesta es contundente: “No” y para dejar las cosas en claro concluye con un ejemplo

(…) ved a san Alejo, de retorno al seno de su propia familia, después de diecisiete años de ausencia: nadie le reconoce, ni su madre ni su mujer; es él mismo y a la vez es otro. En adelante puede vivir donde se le antoje. ¿Qué  importa que esa mujer que le habla como a un extraño sea en realidad su esposa? Ahora es un asceta que ha rebasado los límites de la propia ascesis y puede, sin romper la hesiquía, reír, cantar, darse a los recuerdos. 

Así el asceta, al decir de Lacarriére, “es él mismo y a la vez es otro”.

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