Ya nos
hemos referido en este espacio –y lo seguiremos haciendo- al tema de quienes en
los primeros siglos d.C. abandonaron su lugar de residencia para dirigirse al
desierto en búsqueda de purificación; J. Lacarriére sintetiza el objetivo
perseguido.
“Morir en
el mundo”, meta fundamental de las ascesis en el desierto, significa, pues,
morir en cuerpo y en espíritu. El cuerpo debe estar muerto, debe cesar de reaccionar normalmente a las necesidades de
la carne, debe dominar la sed, el hambre,
la fatiga, el sueño. “Yo mato mi cuerpo porque él me mata”, responde san Doroteo a Paladio, un día en que éste le
interrogaba acerca de las razones de su ascesis. Y si él “mata” su cuerpo,
evidentemente, es para forjarse otro para “hacer purísima la tierra de su cuerpo”; en una
palabra, para alcanzar ese estado que los textos ascéticos llaman apatheia.
Actualmente
la apatía está caracterizada por connotaciones negativas pero conviene aclarar
que no siempre fue así, tal como lo señala el mismo Lacarriére
En su primera
acepción, la apatheia (del griego a y
pathos) significa literalmente: insensibilidad. Se trata de un estado físico
que conduce naturalmente a igual estado
de alma. La insensibilidad se convierte entonces en impasibilidad. El apático no conoce ya la cólera, el miedo ni
los deseos; ha excluido de sí mismo todo
el universo emocional; deja de vivir de acuerdo con los dictados del
corazón. Porque el corazón, dice
Macario, “es un sepulcro. Cuando el
Príncipe del Mal y sus ángeles lo
habitan, cuando las potencias de Satán se pasean en vuestro espíritu y
pensamientos, ¿no estáis muertos para Dios?”. Las emociones,
según su bella expresión,
encuentran su alimento en “los pastos del corazón”. Es necesario, pues, para rechazar las emociones
e impedir al corazón “regir y gobernar todo el
cuerpo”, prestarse “atención
a sí mismo”,
impedir al pecado
“pasar a través del corazón y de los pensamientos como el agua discurre
a través de un canal”.
Lo que
no sabía era que el camino al desierto en algunos casos tuvo regreso, sin que
ello significara una derrota espiritual. Nuevamente J. Lacarriére nos ilustra
La
ascesis tiene también sus paradojas. Porque un asceta que a fuerza de
ayunos y de oraciones está totalmente
“muerto en el mundo”, nada tiene ya entonces que temer o desear de este mundo. Ya no tiene que
huirle. Y aquel desprecio y miedo del
mundo que originaron al principio las primeras partidas para los
desiertos, acabaron por purificarse, por
agotarse en su propia realización. Así concluye ese ciclo prodigioso nacido con
la aversión al mundo, proseguido por el amor a la soledad y que encuentra su fin en la
extinción de todos los sentimientos. El hombre alcanza entonces ese estado
supremo de la ascesis, donde su desposeimiento interior llega a tal punto que
puede, añade aún Diadoco de Fotice, “darse a la buena mesa, a la relajación,
sin pecado, e incluso sin peligro, puesto que ya no está sujeto a ninguna
pasión, y por tanto puede darse a las pasiones
prohibidas”. Por lo mismo, después de años de soledad, puede retornar a
las ciudades, a su familia, a sus amigos; abandona el desierto y se mezcla a la
muchedumbre.
La
radical transformación vivida por la persona durante su estadía en el desierto lleva
a que Lacarriére se pregunte si al momento de su retorno al grupo sería
reconocido. Su respuesta es contundente: “No” y para dejar las cosas en claro
concluye con un ejemplo
(…) ved a
san Alejo, de retorno al seno de su propia familia, después de diecisiete años
de ausencia: nadie le reconoce, ni su madre ni su mujer; es él mismo y a la vez
es otro. En adelante puede vivir donde se le antoje. ¿Qué importa que esa mujer que le habla como a un
extraño sea en realidad su esposa? Ahora es un asceta que ha rebasado los
límites de la propia ascesis y puede, sin romper la hesiquía, reír, cantar,
darse a los recuerdos.
Así el
asceta, al decir de Lacarriére, “es él mismo y a la vez es otro”.
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