Hay historias que nos dejan sin
palabras, tal como esta que cuenta James Rhodes.
Hace años,
una madre roció a sus dos hijos con gasolina y les prendió fuego. Quizá se dio
cuenta tarde de que no estaba preparada para la maternidad. Mientras los regaba
con gasolina, el líquido le salpicó en los brazos. Cuando prendió la cerilla,
ella y sus hijos empezaron a arder.
Uno de
los niños ha sobrevivido. Está cubierto de quemaduras, de la cabecita a los
pies, tumbado en la cama de un hospital. Su madre, arrestada y con los brazos
quemados, puede pasar el resto de su vida entre rejas. Tiene permiso para
visitarle. Su hijo sabe lo que ella le ha hecho a él y a su hermano, mira sus
vendajes y lo primero que pregunta es: “Mamá, ¿estás bien?”.
Mamá.
¿Estás
bien?
Rhodes, reconocido pianista británico, intenta entender.
Todos
necesitamos proteger aquello que amamos. Tanto si ese amor es correspondido
como si no. Los padres lo sienten por sus hijos y los hijos por sus padres,
incluso si son unos monstruos. Quizás es una necesidad que nos imbuyó Dios al
ser concebidos para obligarnos a ser mejor personas. Para poner amor donde hay
odio.
En lo dicho al inicio, sin
palabras.
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