En
diversas ocasiones hemos citado, con la admiración debida, en este mismo
espacio algunos trabajos de Oliver Sacks. Ahora el tema es otro y para ello
tomamos como fuente su testimonio en relación al consumo de anfetaminas.
No sé
hasta qué punto la propensión a la adicción es algo “innato” o hasta qué punto
depende de las circunstancias o del
estado de ánimo. Lo único que sé es que
después de esa noche me enganché a los porros empapados en anfetamina, y me
quedé enganchado durante los cuatro años siguientes. Cuando estás bajo la
influencia de las anfetaminas, no hay manera de dormir, rechazas la comida, y
todo queda subordinado a la estimulación de los centros de placer del cerebro.
Fue
mientras combatía la adicción a la anfetamina -rápidamente había pasado de la
marihuana con speed a la
metanfetamina por vía oral o venosa- cuando leí los experimentos de James Olds
con ratas. Implantaban unos electrodos en los centros de recompensa del cerebro
de las ratas (el núcleo accumbens y otras estructuras profundas subcorticales),
y éstas eran capaces de estimular esos centros apretando una palanca. Entonces
lo hacían sin parar, hasta que morían de agotamiento. En cuanto iba cargado de
anfetamina, me sentía tan irremediablemente enganchado como las ratas de Olds.
Las dosis que tomaba eran cada vez más altas, y el corazón se aceleraba y la
presión sanguínea llegaba a un extremo
letal. Este estado se caracterizaba por su insaciabilidad: nunca tenía suficiente.
El éxtasis de las anfetaminas era mecánico y autosuficiente -no necesitaba nada
ni a nadie para “completar” mi placer-, y esencialmente completo, aunque
completamente vacío. Todos los demás motivos, metas, intereses, deseos,
desaparecían en la vacuidad del éxtasis.
No me
paraba a pensar demasiado en lo que aquello le estaba haciendo a mi cuerpo y
quizá a mi mente. Conocía a algunas personas de Muscle Beach y Venice Beach que
habían muerto por ingerir enormes dosis de anfetaminas, y tuve mucha suerte de
no sufrir un ataque al corazón o un ictus. No me daba cuenta de que estaba
jugando con la muerte.
Durante
esta temporada no era cuestión sencilla para el doctor Sacks presentarse al
trabajo y cumplir con sus obligaciones.
Los lunes
por la mañana volvía al trabajo agitado y casi narcoléptico, pero creo que
nadie se daba cuenta de que había pasado el fin de semana en un espacio
interestelar, o reducido a una rata con electrodos.
Cuando la
gente me preguntaba qué había hecho durante el fin de semana, yo decía que
había estado “fuera”, pero probablemente no se imaginaban lo “fuera” que había
estado, ni en qué sentido.
Las
cosas llegaron a extremos muy peligrosos tal como lo reconoce el propio Oliver Sacks.
En
diciembre de 1965 había empezado a perder días de trabajo seguidos con la
excusa de que estaba enfermo. Tomaba anfetaminas constantemente y comía muy
poco; había perdido mucho peso –treinta y cinco kilos en tres meses- y apenas
soportaba ver mi cara demacrada en el espejo.
Y fue
en ese momento cuando llegó a un punto crucial que le cambió la vida.
En
Nochevieja experimenté un repentino momento de lucidez en medio del éxtasis de
las anfetaminas, y me dije: “Oliver, si no consigues ayuda no llegarás al año
que viene. Tienes que hablar con alguien.” Mi impresión era que sufría problemas
psicológicos muy profundos subyacentes a mi adicción y a mi pulsión
autodestructiva, y que si no abordaba estos problemas siempre volvería a las
drogas y tarde o temprano me acabaría matando. (…)
No volví
a tomar anfetaminas, a pesar del intenso deseo que a veces me invadía (el
cerebro de un adicto o un alcohólico cambia de por vida; la posibilidad, la
tentación de regresión nunca lo abandona).
Así
fue como en este caso –lamentablemente no en todos- la historia tuvo un buen
final. “En 1966 mis amigos no creían que llegara a los treinta y cinco, y yo tampoco.
Pero a base de psicoanálisis, buenos amigos, la satisfacción del trabajo
clínico y la escritura, y, por encima de todo, buena suerte, contra todas las
expectativas he conseguido rebasar los ochenta.”
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