La
costumbre de encuadernar libros ha caído en desuso (tal vez alguien podría
acotar: leer libros es lo que en realidad ha caído en desuso…) Existen pocas
profesiones –medicina, abogacía- en que todavía es uso frecuente. Durante mucho
tiempo entre quienes desempeñaban esta labor hubo verdaderos maestros
encuadernadores cuya labor era muy apreciada. Aun quedan, casi como especies en
extinción, algunos pequeños negocios que a ello se dedican.
No
es tan conocida la parte tenebrosa, que también la tuvo, de esta actividad.
Álvaro Armero –basándose en la obra de Jorge Ordaz Confesiones de un bibliófago- aborda la cuestión.
(…) El bibliófago glosa más adelante un tema realmente
terrorífico: el de las encuadernaciones con piel humana, y se refiere en
particular al coronel Céspedes, una noche en la que estaba inspiradamente
locuaz. Lo que dijo entre pulgarada y pulgarada de rapé, fue, en esencia, lo
siguiente: Se contaba que en tiempos de la Revolución francesa, los mismísimos pellejos
de aristócratas guillotinados eran llevados a una curtidoría en Meudon, de
donde salían convertidos en cueros para encuadernaciones y otros usos no
especificados.
En
caso que el lector aun no nos haya abandonado, puede dar otro paso en el
conocimiento –siguiendo a Armero- de esta perversidad estrechamente vinculada
al mundo de los libros.
Si bien esto no pudo probarse nunca, es cierto que
durante años se comentó la existencia de un ejemplar del Contrato Social de Rousseau, cuyas cubiertas estaban forradas con
la piel de un destacado aristócrata del ancien
régime, el cual en vida ¡se había carcajeado públicamente de las teorías del
ginebrino! También había oído hablar Céspedes de una Constitución del 1793,
encuadernada con la piel de un fanático sanscoulotte.
¡De
no creer!
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