jueves, 12 de marzo de 2020

Frigyes Karinthy. Algo raro está pasando/2


Todo transcurría con normalidad hasta que –como dice Juan Forn- sucedió lo inesperado. “Un día, en el Café Central, Karinthy estaba haciendo un crucigrama y delineando mentalmente una de sus comedias teatrales cuando empezaron a partir los trenes”. Aquello que en principio no tendría nada de raro, en realidad era muy extraño y el protagonista da cuenta de ello.

En ese mismísimo momento empezaron a partir los trenes. Con una exactitud ferroviaria, a las siete y diez minutos.
Levanté la cabeza extrañado. ¿Qué había sido eso?
Era el inconfundible gruñido de esfuerzo cuando las ruedas de una locomotora se ponen en movimiento de a poco, y empiezan a chirriar, y los vagones van pasando lentos a nuestro lado, con una trepidación que va disminuyendo a medida que el tren adquiere velocidad y se aleja.
Tal vez habría sido el motor de un camión. Volví al (…) crucigrama. Pero un minuto después, salió el segundo tren, con la misma trepidación y estridencia. Giré nerviosamente la cabeza hacia la calle. ¿Desde cuándo pasaban trenes por ahí? ¿O era que estaban probando algún vehículo nuevo? El último tren que vi por las calles de Budapest fue cuando tenía siete años: era un tren de vapor que pasaba por la calle Baross, donde vivíamos en aquella época. Desde entonces, sólo existían tranvías eléctricos, y el más próximo pasaba bastante lejos, por la calle Egyetem. Miré por la ventana: tan sólo circulaban unos cuantos automóviles y los peatones habituales. Volví al crucigrama pero levanté bruscamente la cabeza tres veces más: recién con el sexto tren, me di cuenta de que estaba alucinando. (…)
Puesto que no experimentaba ningún otro síntoma, no me asusté en lo más mínimo; sólo encontré el fenómeno de lo más extraño. Y me dije que no había perdido la cabeza, no estaba alucinando, porque en ese caso sería incapaz de pensar que se trataba de alucinaciones. El problema era otro.

Así fue como quiso restarle importancia al acontecimiento pero -continúa Juan Forn- se fueron presentando otras situaciones extrañas.

Como la trepidación ferroviaria cesó a los quince minutos, Karinthy siguió con su vida cotidiana (“Estamos haciendo vida de solteros con mi hijo porque mi esposísima está estudiando freudismo en Viena”), que ese día consistía en ir a los mataderos a hacer una nota (“Al recibir el mazazo, el buey se desploma como un montón de ropa al que se le quita la percha”), de ahí al cementerio para otra nota, sobre cremación (“El cadáver no es algo tan muerto como suponemos”) y luego al ensayo de una de sus obritas (“He decidido titularla Enfermos sonrientes, me convencieron los actores”). Pero, a su paso por el Café Central, nota que en el gran espejo las figuras ondulan, y cuando lleva a su hijo a la escuela éste le dice: “¿Por qué te desvías a la derecha todo el tiempo?”, y por la noche recibe una carta de su esposa Aranka que dice: “¿Y a ti qué te pasa? Has cambiado tu caligrafía, no puedo descifrar tu letra”.

Alucinaciones auditivas, deterioro en la visión, dificultades para escribir…, los síntomas se iban acumulando sin embargo, señala Forn, los médicos amigos (tal vez precisamente por serlo) le restaban importancia. “Los médicos amigos que encuentra a su paso lo toman a la chacota: “Es una intoxicación de nicotina. Deja los cigarrillos egipcios y la vida de café por unos días. No confundas enfermedad con malas costumbres.” El propio Karinthy lo cuenta de esta manera.

El médico al que voy a consultar (…) ni siquiera me ausculta. No alcanzo a explicarle ni la mitad de los síntomas cuando me interrumpe con ademanes de suficiencia: “Querido amigo, no tiene usted ni inflamación del oído ni apoplejía. Y dejemos por el momento a aquel buen señor psicoanalista. Lo que usted padece es una intoxicación de nicotina. Alcanza con que deje inmediatamente de fumar esos cigarrillos egipcios que tanto le gustan”.

Los diagnósticos equivocados, tal como narra Karinthy, se suceden.

Después de mucho aplazar para el día siguiente lo que debiera haber hecho ahí mismo, me presenté en la clínica de un conocido especialista en oído. (…) colocó en mi nariz un largo hilo metálico provisto de un algodoncito que se deslizó a través de mi trompa de Eustaquio hasta lo más recóndito de mi oído. (…)
El facultativo diagnosticó como al pasar que yo padecía una inflamación del conducto auditivo, lo que explicaba suficientemente el traqueteo alucinatorio.

Entre que él evitaba o posponía la visita a los médicos y que los galenos amigos no querían encontrar nada malo, continuaron –dice Karinthy- los diagnósticos equivocados.

Así van pasando los días. De tanto en tanto voy a hacerme limpiar el oído, pues los trenes no dejan de ponerse en marcha en mi cabeza desde aquel famoso día, todas las tardes, a las siete y diez en punto. Ya me he acostumbrado y me importa poco; a veces casi me divierte y me tiene sin cuidado que no cese el asunto. A alguna parte irán esos trenes, algún día acabarán por llegar a su destino. 
Cenamos en casa de H, con mi viejo amigo el noble poeta y un curioso médico neuropsiquiatra que acaban de presentarme. (…) Después de cenar, ya en la calle, me quedo solo con el neuropsiquiatra. (…)
El neuropsiquiatra y yo nos sentamos en un bar; estamos los dos solos en el salón. Bebemos vino tinto. (…)
Me quejo entonces de los “trenes de las siete” y confieso que, desde hace algún tiempo, padezco frecuentes jaquecas. Esto le interesa mucho, me formula misteriosas preguntas y luego, de modo inesperado, me ofrece un atrevido diagnóstico psicoanalítico, en el que aparecen orgánicamente relacionados el zumbido de mis oídos, la jaqueca, mis anhelos, mis decepciones, mis recuerdos infantiles y hasta cierto cuento mío escrito veinte años atrás, en el cual hablaba de una pala para juntar basura. Regreso a casa de buen humor. “El psicoanálisis sirve para algo”, me digo, no sin cierto remordimiento por haberme burlado tanto de sus fanáticos.

Karinthy, como tantos otros pacientes, insiste en ir con aquellos médicos que seguramente le dirán lo que él espera.

Me di cuenta entonces de que desde hacía tiempo me encontraba practicando esa extraña estratagema que los locos ejercen a veces cuando, en vez de quejarse, prefieren negar la existencia de los síntomas de su mal, sobre todo a sí mismos. Tuve que reconocer que evitaba a los médicos serios, dignos de confianza, porque  me molestaba que no quisieran aceptar mis hipótesis más bien fantásticas. Buscaba, en cambio, el contacto de quienes se prestaban a charlar de temas “trascendentes” adaptándose a mi lógica: halagaba mi vanidad que lograra interesarles más que un paciente vulgar. A unos y a otros les iba sugiriendo lo que debían decirme, y salía contentísimo de la consulta, orgulloso de poseer un instinto médico tan bueno. De esta manera, se fue formando en mi fuero interno la convicción absoluta de que la intoxicación de nicotina se había complicado con un nerviosismo del estómago, y que bastaría una escapada a las termas de Karlsbad, en cuanto tuviera tiempo y dinero.

No deja de llamar la atención que el primer diagnóstico certero provino del propio Karinthy en ocasión de acompañar a su esposa médica en una visita a una clínica en Viena.

(…) acompaño a Aranka, mi mujer, a la clínica Wagner de Jauregg. (…)
El pasillo huele espantosamente a éter y desinfectante, nuestros pasos resuenan contra las paredes desnudas. Pasamos a la sección neurología (…) 
Mi mujer me está llamando con impaciencia desde la puerta, pero yo sigo delante de una cama como si hubiera echado raíces. ¿Qué me pasa? Llegaremos tarde.
-Y este, ¿qué tiene? –pregunto por tercera vez.
-Déjalo, no tengo tiempo para explicártelo. Es un caso grave, ¿no lo ves
-No veo gran cosa. Tiene una expresión muy rara.
-Está en fase terminal. Le quedan pocos días de vida. Tumor cerebral, inoperable.
-¡Como mi amigo Havas! Él murió de un tumor así. ¿Por eso tiene la cara…?
-¡Por Dios! –murmura mi mujer-. ¿Cuántas veces debo rogarte que no demuestres tus sentimientos delante de los enfermos? Está terminantemente prohibido; puedes provocarles trastornos anímicos.
-Pero si no comprende, estamos hablando en húngaro –contesto en susurros.
-Es igual. Comprende la mímica, sólo que simula que no ha comprendido. Hay que tener más tacto. Vámonos ya.

Pero a Karinthy le había quedado marcado el rostro del enfermo de la cama 3 y no lo olvidaría.

Aranka me precede por la amplia escalera. Yo la sigo lentamente. Afuera nos cruzamos con un médico amigo de ambos, hablamos de cosas de Budapest, nos reímos. Seguimos nuestro camino. De repente me interrumpo. ¿En qué pensaba un momento antes? ¿Qué era lo que no debía olvidar? ¡Ah, ya sé! La expresión de aquel enfermo, el de la cama número 3, a la derecha. ¿A quién me recordaba?
-¡Vamos, apresúrate!, ¿por qué caminas arrastrando los pies?
No sólo arrastro los pies, sino que me he detenido por completo, como el buey que se resiste a entrar en el matadero. Porque en ese mismísimo instante, como un relámpago, brota la idea: la expresión de aquel enfermo me hizo pensar en mi propia cara, pálida y distraída, tal como se me aparece cada mañana en el espejo, al afeitarme.
Doy dos pasos, me detengo otra vez y le digo a mi mujer, simulando ligereza:
-Aranka, creo que yo también tengo un tumor cerebral.

El diagnóstico fue rápidamente desestimado y Karinthy -tal como él mismo lo narra- regañado.

-No digas sandeces, ¿no te da vergüenza? Eres tan tonto como uno de esos estudiantes de medicina de primer año.
-¿Qué quisiste decir con eso de “estudiante de medicina de primer año”?
-Es una experiencia clásica. El alumno de medicina cree padecer inevitablemente todas las enfermedades que estudia durante la carrera. Se descubre síntomas de viruela, de cólera, de tuberculosis y de cáncer, en el mismo orden en que va estudiando esas enfermedades en los libros de texto y en sus horas de clínica. Se trata de una “hipocondría profesional” muy frecuente, es una fase que forma parte de la carrera casi, nadie la toma en serio. Tú también podrías ser víctima de ella, no  olvides que estudiaste un semestre de medicina.

Lamentablemente el diagnóstico del estudiante de primer año de medicina en esta ocasión sería preciso.

No hay comentarios: