Todo
transcurría con normalidad hasta que –como dice Juan Forn- sucedió lo
inesperado. “Un día, en el Café Central, Karinthy
estaba haciendo un crucigrama y delineando mentalmente una de sus comedias
teatrales cuando empezaron a partir los
trenes”. Aquello que en principio no tendría nada de raro, en realidad era
muy extraño y el protagonista da cuenta de ello.
En ese
mismísimo momento empezaron a partir los trenes. Con una exactitud ferroviaria,
a las siete y diez minutos.
Levanté
la cabeza extrañado. ¿Qué había sido eso?
Era el
inconfundible gruñido de esfuerzo cuando las ruedas de una locomotora se ponen
en movimiento de a poco, y empiezan a chirriar, y los vagones van pasando
lentos a nuestro lado, con una trepidación que va disminuyendo a medida que el
tren adquiere velocidad y se aleja.
Tal vez
habría sido el motor de un camión. Volví al (…) crucigrama. Pero un minuto
después, salió el segundo tren, con la misma trepidación y estridencia. Giré
nerviosamente la cabeza hacia la calle. ¿Desde cuándo pasaban trenes por ahí?
¿O era que estaban probando algún vehículo nuevo? El último tren que vi por las
calles de Budapest fue cuando tenía siete años: era un tren de vapor que pasaba
por la calle Baross, donde vivíamos en aquella época. Desde entonces, sólo
existían tranvías eléctricos, y el más próximo pasaba bastante lejos, por la
calle Egyetem. Miré por la ventana: tan sólo circulaban unos cuantos
automóviles y los peatones habituales. Volví al crucigrama pero levanté
bruscamente la cabeza tres veces más: recién con el sexto tren, me di cuenta de
que estaba alucinando. (…)
Puesto
que no experimentaba ningún otro síntoma, no me asusté en lo más mínimo; sólo
encontré el fenómeno de lo más extraño. Y me dije que no había perdido la
cabeza, no estaba alucinando, porque en ese caso sería incapaz de pensar que se
trataba de alucinaciones. El problema era otro.
Así
fue como quiso restarle importancia al acontecimiento pero -continúa Juan Forn-
se fueron presentando otras situaciones extrañas.
Como la
trepidación ferroviaria cesó a los quince minutos, Karinthy siguió con su vida
cotidiana (“Estamos haciendo vida de solteros con mi hijo porque mi esposísima
está estudiando freudismo en Viena”), que ese día consistía en ir a los
mataderos a hacer una nota (“Al recibir el mazazo, el buey se desploma como un
montón de ropa al que se le quita la percha”), de ahí al cementerio para otra
nota, sobre cremación (“El cadáver no es algo tan muerto como suponemos”) y
luego al ensayo de una de sus obritas (“He decidido titularla Enfermos sonrientes, me convencieron los
actores”). Pero, a su paso por el Café Central, nota que en el gran espejo las
figuras ondulan, y cuando lleva a su hijo a la escuela éste le dice: “¿Por qué
te desvías a la derecha todo el tiempo?”, y por la noche recibe una carta de su
esposa Aranka que dice: “¿Y a ti qué te pasa? Has cambiado tu caligrafía, no
puedo descifrar tu letra”.
Alucinaciones
auditivas, deterioro en la visión, dificultades para escribir…, los síntomas se
iban acumulando sin embargo, señala Forn, los médicos amigos (tal vez
precisamente por serlo) le restaban importancia. “Los médicos amigos que
encuentra a su paso lo toman a la chacota: “Es
una intoxicación de nicotina. Deja los cigarrillos egipcios y la vida de café
por unos días. No confundas enfermedad con malas costumbres.” El propio
Karinthy lo cuenta de esta manera.
El médico
al que voy a consultar (…) ni siquiera me ausculta. No alcanzo a explicarle ni
la mitad de los síntomas cuando me interrumpe con ademanes de suficiencia:
“Querido amigo, no tiene usted ni inflamación del oído ni apoplejía. Y dejemos
por el momento a aquel buen señor psicoanalista. Lo que usted padece es una
intoxicación de nicotina. Alcanza con que deje inmediatamente de fumar esos
cigarrillos egipcios que tanto le gustan”.
Los diagnósticos
equivocados, tal como narra Karinthy, se suceden.
Después
de mucho aplazar para el día siguiente lo que debiera haber hecho ahí mismo, me
presenté en la clínica de un conocido especialista en oído. (…) colocó en mi
nariz un largo hilo metálico provisto de un algodoncito que se deslizó a través
de mi trompa de Eustaquio hasta lo más recóndito de mi oído. (…)
El
facultativo diagnosticó como al pasar que yo padecía una inflamación del
conducto auditivo, lo que explicaba suficientemente el traqueteo alucinatorio.
Entre
que él evitaba o posponía la visita a los médicos y que los galenos amigos no
querían encontrar nada malo, continuaron –dice Karinthy- los diagnósticos
equivocados.
Así van
pasando los días. De tanto en tanto voy a hacerme limpiar el oído, pues los
trenes no dejan de ponerse en marcha en mi cabeza desde aquel famoso día, todas
las tardes, a las siete y diez en punto. Ya me he acostumbrado y me importa
poco; a veces casi me divierte y me tiene sin cuidado que no cese el asunto. A
alguna parte irán esos trenes, algún día acabarán por llegar a su destino.
Cenamos
en casa de H, con mi viejo amigo el noble poeta y un curioso médico
neuropsiquiatra que acaban de presentarme. (…) Después de cenar, ya en la
calle, me quedo solo con el neuropsiquiatra. (…)
El
neuropsiquiatra y yo nos sentamos en un bar; estamos los dos solos en el salón.
Bebemos vino tinto. (…)
Me quejo
entonces de los “trenes de las siete” y confieso que, desde hace algún tiempo,
padezco frecuentes jaquecas. Esto le interesa mucho, me formula misteriosas
preguntas y luego, de modo inesperado, me ofrece un atrevido diagnóstico
psicoanalítico, en el que aparecen orgánicamente relacionados el zumbido de mis
oídos, la jaqueca, mis anhelos, mis decepciones, mis recuerdos infantiles y
hasta cierto cuento mío escrito veinte años atrás, en el cual hablaba de una
pala para juntar basura. Regreso a casa de buen humor. “El psicoanálisis sirve
para algo”, me digo, no sin cierto remordimiento por haberme burlado tanto de
sus fanáticos.
Karinthy,
como tantos otros pacientes, insiste en ir con aquellos médicos que seguramente
le dirán lo que él espera.
Me di
cuenta entonces de que desde hacía tiempo me encontraba practicando esa extraña
estratagema que los locos ejercen a veces cuando, en vez de quejarse, prefieren
negar la existencia de los síntomas de su mal, sobre todo a sí mismos. Tuve que
reconocer que evitaba a los médicos serios, dignos de confianza, porque me molestaba que no quisieran aceptar mis
hipótesis más bien fantásticas. Buscaba, en cambio, el contacto de quienes se
prestaban a charlar de temas “trascendentes” adaptándose a mi lógica: halagaba
mi vanidad que lograra interesarles más que un paciente vulgar. A unos y a otros
les iba sugiriendo lo que debían decirme, y salía contentísimo de la consulta,
orgulloso de poseer un instinto médico tan bueno. De esta manera, se fue
formando en mi fuero interno la convicción absoluta de que la intoxicación de
nicotina se había complicado con un nerviosismo del estómago, y que bastaría
una escapada a las termas de Karlsbad, en cuanto tuviera tiempo y dinero.
No
deja de llamar la atención que el primer diagnóstico certero provino del propio
Karinthy en ocasión de acompañar a su esposa médica en una visita a una clínica
en Viena.
(…)
acompaño a Aranka, mi mujer, a la clínica Wagner de Jauregg. (…)
El
pasillo huele espantosamente a éter y desinfectante, nuestros pasos resuenan
contra las paredes desnudas. Pasamos a la sección neurología (…)
Mi mujer
me está llamando con impaciencia desde la puerta, pero yo sigo delante de una
cama como si hubiera echado raíces. ¿Qué me pasa? Llegaremos tarde.
-Y este,
¿qué tiene? –pregunto por tercera vez.
-Déjalo,
no tengo tiempo para explicártelo. Es un caso grave, ¿no lo ves
-No veo
gran cosa. Tiene una expresión muy rara.
-Está en
fase terminal. Le quedan pocos días de vida. Tumor cerebral, inoperable.
-¡Como mi
amigo Havas! Él murió de un tumor así. ¿Por eso tiene la cara…?
-¡Por
Dios! –murmura mi mujer-. ¿Cuántas veces debo rogarte que no demuestres tus
sentimientos delante de los enfermos? Está terminantemente prohibido; puedes
provocarles trastornos anímicos.
-Pero si
no comprende, estamos hablando en húngaro –contesto en susurros.
-Es
igual. Comprende la mímica, sólo que simula que no ha comprendido. Hay que
tener más tacto. Vámonos ya.
Pero a
Karinthy le había quedado marcado el rostro del enfermo de la cama 3 y no lo
olvidaría.
Aranka me
precede por la amplia escalera. Yo la sigo lentamente. Afuera nos cruzamos con
un médico amigo de ambos, hablamos de cosas de Budapest, nos reímos. Seguimos
nuestro camino. De repente me interrumpo. ¿En qué pensaba un momento antes?
¿Qué era lo que no debía olvidar? ¡Ah, ya sé! La expresión de aquel enfermo, el
de la cama número 3, a la derecha. ¿A quién me recordaba?
-¡Vamos,
apresúrate!, ¿por qué caminas arrastrando los pies?
No sólo
arrastro los pies, sino que me he detenido por completo, como el buey que se
resiste a entrar en el matadero. Porque en ese mismísimo instante, como un
relámpago, brota la idea: la expresión de aquel enfermo me hizo pensar en mi
propia cara, pálida y distraída, tal como se me aparece cada mañana en el
espejo, al afeitarme.
Doy dos
pasos, me detengo otra vez y le digo a mi mujer, simulando ligereza:
-Aranka,
creo que yo también tengo un tumor cerebral.
El
diagnóstico fue rápidamente desestimado y Karinthy -tal como él mismo lo narra-
regañado.
-No digas
sandeces, ¿no te da vergüenza? Eres tan tonto como uno de esos estudiantes de
medicina de primer año.
-¿Qué
quisiste decir con eso de “estudiante de medicina de primer año”?
-Es una
experiencia clásica. El alumno de medicina cree padecer inevitablemente todas
las enfermedades que estudia durante la carrera. Se descubre síntomas de
viruela, de cólera, de tuberculosis y de cáncer, en el mismo orden en que va
estudiando esas enfermedades en los libros de texto y en sus horas de clínica.
Se trata de una “hipocondría profesional” muy frecuente, es una fase que forma
parte de la carrera casi, nadie la toma en serio. Tú también podrías ser
víctima de ella, no olvides que
estudiaste un semestre de medicina.
Lamentablemente
el diagnóstico del estudiante de primer año de medicina en esta ocasión sería
preciso.
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