Mi padre
no entendía los nuevos métodos. ¿Por qué no podían los maestros seguir
enseñando en sus propias casas como lo habían hecho durante generaciones? ¿Por
qué razón no podía un joven con deseos de aprender, sencillamente entrar en un Beit Hamidrash, bajar una Guemará de la
estantería y ponerse a estudiar? Y ¿dónde se había oído hablar de enseñarles la
Torá a las chicas? Mi padre temía que todo aquello fuese obra de Satán.
Comenta
el escritor que la manera tan diferente de ver las cosas entre su padre y él
(así como también sucedía respecto a sus hermanos) se ponía claramente de
manifiesto en el ámbito literario.
Salí a
pasear con él por la calle Franciszkanska y nos pusimos a mirar los escaparates
de las librerías especializadas en libros sagrados. Casi todas se encontraban
desiertas. La Torá había dejado de estar de moda. ¿Quién necesitaba tantos comentarios,
interpretaciones, exégesis, libros de sermones y de moral? (…) Mi padre era
plenamente consciente de que sus hijos, Israel Yehoshúa y yo, habían acabado
involucrándose en la literatura laica. Mi hermano había publicado varios libros
y mi nombre también había aparecido en ocasiones en alguna revista literaria o
incluso en el periódico. No obstante, mi padre no hablaba del tema, y creo que
ni siquiera se permitía pensar en ello. Según él, todos los libros del
pensamiento ilustrado, tanto los escritos en hebreo como en yiddish,
constituían un veneno para el alma. Los autores eran una banda de payasos,
libertinos y sinvergüenzas. ¡Qué oprobio y qué vejación sentía por haber engendrado
semejante descendencia! Mi padre culpaba de todo ello a mi madre, la hija de un
misnaguid, un oponente del jasidismo.
Ella era quien había plantado en nosotros las semillas de la duda y la
apostasía. Sólo un consuelo le quedaba a mi padre: que no habíamos crecido
ignorantes. Habíamos estudiado la Torá, y cualquiera que haya probado alguna
vez el sabor de la Torá, jamás olvidará que Dios existe.
Para
el padre bastaba con ver los títulos de los libros y concluir que el mundo, y
en particular los jóvenes, habían perdido el rumbo.
En
ocasiones, mi padre se detenía por error delante del escaparate de una
librería laica, donde se exhibían obras
como Crimen y castigo, El muchacho polaco, Anna
Karenina, Los peligros del onanismo,
La colonización judía en Palestina, El papel de la mujer en la sociedad moderna,
La historia del socialismo, Nana. Las portadas de algunos de los
libros mostraban fotografías de mujeres medio
desnudas.
Concluye
Isaac Bashevis Singer: “Mi padre se encogía de hombros y yo podía leer sus pensamientos:
que los gentiles se entregasen a esa basura era comprensible, al fin y al cabo
habían sido idólatras y seguían siéndolo; pero ¿los judíos?...”
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