En horas
previas a la Navidad de este año 2020 en el que -al decir del poeta Ramón López
Velarde- han soplado “los vientos del infortunio” (¡y vaya de qué manera!)
rescato el siguiente texto de José Jiménez Lozano en su libro Un cristiano
en rebeldía (Salamanca, Ediciones Sígueme, 1963).
Me
permito tomar algunos fragmentos del artículo que titula “Los benditos
infelices”.
Siempre
me he imaginado la muerte de los niños judíos de Belén y su comarca, decretada
por el rey Herodes, a esta prima hora de las mañanas de invierno en las que el
sol se anuncia con un resplandor rojizo que va levantando la bruma. El pelotón
de soldados, destinado a aquel asesinato que los políticos de nuestro tiempo
llamarían “operación de limpieza”, o “tareas de seguridad”, irrumpiría aún de
noche en las casas y sorprendería a los pequeños durmiendo o tomando el pecho
de sus madres; quizá llorando los dolores de los primeros dientes.
Pero, al
poco tiempo, todo el poblado de Belén y sus alrededores eran solamente un
grito, mil gritos de mujeres enloquecidas y manchadas de sangre. Y desde
entonces para acá, en las últimas horas de la noche y primeras de la mañana,
todos los fusilados, los torturados, los perseguidos sacados de sus lechos y
sus casas, de prisa porque el sol debe encontrarles ya muertos o humillados,
han conocido millones de veces los mismos temblores y lanzado los mismos
gemidos. Todos ellos forman el cortejo del Cristo ensangrentado del que son las
primicias aquellos niños que aún olían a leche y todavía no balbucían.
Los
tiranos, como Herodes, temen siempre que se les arrebate su poder y sieguen
asesinando sospechosos y revoltosos. (…)
Son una
fila interminable tras aquellos pequeños de Belén que siguen al Cordero, al
Inocente, al Gran Niño, en quien persistió la niñez hasta la muerte, como dice
[Carlos] Péguy.
Y el
poeta hace luego decir a Dios que Él prefiere a estos infantes de Belén, entre
otras razones, porque son “de la promoción de Jesús”, de su edad, como el padre
de familia ama a los compañeros de escuela y juegos de sus hijos. Pero Dios,
además, les prefiere porque pagaron por su Cristo, porque murieron en lugar de
Él. Como siguen pagando y muriendo los inocentes de hoy. El mundo no puede ya
asesinar a Jesús y entonces asesina y estruja y desprecia a sus testigos: a los
pequeños inocentes, niños o pobres, a todos los que no tienen defensa y no
entienden nada del juego de la vida. Y cada amanecer cuenta así con el
resplandor rojizo del sol que se anuncia y el terrible esplendor de la sangre
de los inocentes. Una sangre por la que será juzgado este mundo y cada uno de
nosotros.
Por esos
mismos inocentes sentados en sus tronos junto al Inocente. Son ellos los reyes
y no nos faltarán nunca aquí abajo. Conservan en el mundo el olor a leche, a
gracia, a evangelio, a retama. Son la sal por la cual este mundo no estará
nunca podrido del todo, ni sin posibilidad de salvación y alegría. Son los
bienaventurados tontos, los benditos infelices, los tiernos inocentes, la
promoción de Cristo.
Esto
escribía José Jiménez Lozano en 1963.
¡Feliz
Navidad!
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