martes, 12 de enero de 2021

Perfiles

 

Hay escritores que se distinguen por muchas razones, es el caso de Andrés Trapiello. Ahora nos vamos a detener en su arte para trazar perfiles. Alcanza con una pequeña muestra y en esta arbitraria selección iniciemos por Gerardo Diego.

Yo le veía a Diego pasar delante de mi casa muchas tardes y cruzar la plaza de las Salesas, camino de la calle Covarrubias. Iba despacio y arrastraba los pies. Andaba a pasitos muy cortos, como las geishas viejas. Las mangas de la gabardina que llevaba siempre, de un corte antiguo, le colgaban a uno y otro lado como dos tubos rígidos de chimenea. Al andar levantaba la cabeza no se sabía adónde, como buscando aire en un estrato superior que no alcanzaba apenas. Respiraba siempre por la boca. Eso le daba aspecto de salmonete fuera del agua, en las últimas boqueadas.

Iba siempre muy sonrosado y tenía una nariz muy fina y afilada, terminada en punta. Algunos meses le veía hasta tres o cuatro veces. Nunca le saludé. ¿Para qué? De haberle dicho algo se habría roto el cristal de la campana donde iba metido.

En sus diarios se refiere a las personas por la primer inicial de su nombre, tal como sucede con D.

He estado hoy en casa de D. por primera vez. Luego, ya de vuelta, M. me ha preguntado: “¿Cómo es él?”. He comprendido que decir que le gusta Flaubert, Velázquez y Mozart, sería como no decir nada, de modo que he tenido que recurrir a insignificancias, a cosas casi banales: “Le apasionan –le he dicho- John Field y Mario Praz. Llevaba unos gemelos de malaquita. Todos los años veranea en un pueblecito de Portugal, un pueblo de nombre muy pequeño y lo que más le gusta es componer relojes viejos”.

La conclusión nos parece de antología: “Sólo entonces he comprendido que nos reconocen mejor en la calderilla que en los billetes grandes.”

En otro momento de su obra, Andrés Trapiello nos presenta a quien identifica simplemente como “una vieja”.

Venía vestida con uno de esos hábitos pardos que se ponen las beatas cuando han prometido algo a la Virgen o al Cristo de Medinaceli. Llevaba también la correa de cuero negro preceptiva. El pelo, blanco y pegado de grasa, lo traía tan mal cortado, que recordaba a una monja sin toca, a una exclaustrada. En el ojo izquierdo llevaba un parche de algodón sucio, cruzado a la manera de los bucaneros y sujeto a la cara por dos esparadrapos en aspa y repugnantes. Era como si se lo acabaran de vaciar.

La vieja, muy pequeña, levantaba y torcía la cabeza para mirarnos con el ojo sano, al tiempo que su boca sin dientes parecía mascullar una maldición.

Como veremos, la maestría de Trapiello en este terreno no se limita a las personas.

Bajar a la Plaza de París a leer un rato los periódicos es uno de eso placeres impagables.

Se ven algunos perros correteando (…) Mi preferido es un mastín viejo. Apenas puede sostener su cabeza, que es grande como un tonel, y su pellejo, polvoriento y grisáceo, le cuelga por todas partes, lo que le da aspecto de una cama mal hecha, con las mantas mal remetidas.

No tiene dientes ya y deja tras de sí una estela de babas. Mira con misericordia el mundo y con grandeza. De vez en cuando ladra. Un solo ladrido suficiente para hacerse respetar por el universo pero. Luego vaga errante por la plaza. A veces se le acerca algún niño que juega con él como jugaría con un poney. El mastín se deja y le mira con los ojos llenos de lágrimas, enrojecidos por la muerte y las risas del niño.

Y es que el que sabe, sabe.

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