Hay escritores que se distinguen por muchas razones,
es el caso de Andrés Trapiello. Ahora nos vamos a detener en su arte para trazar
perfiles. Alcanza con una pequeña muestra y en esta arbitraria selección
iniciemos por Gerardo Diego.
Yo le veía a Diego
pasar delante de mi casa muchas tardes y cruzar la plaza de las Salesas, camino
de la calle Covarrubias. Iba despacio y arrastraba los pies. Andaba a pasitos
muy cortos, como las geishas viejas. Las mangas de la gabardina que llevaba
siempre, de un corte antiguo, le colgaban a uno y otro lado como dos tubos
rígidos de chimenea. Al andar levantaba la cabeza no se sabía adónde, como
buscando aire en un estrato superior que no alcanzaba apenas. Respiraba siempre
por la boca. Eso le daba aspecto de salmonete fuera del agua, en las últimas
boqueadas.
Iba siempre muy sonrosado y tenía una nariz muy fina y afilada, terminada en punta. Algunos meses le veía hasta tres o cuatro veces. Nunca le saludé. ¿Para qué? De haberle dicho algo se habría roto el cristal de la campana donde iba metido.
En sus diarios se refiere a las personas por la
primer inicial de su nombre, tal como sucede con D.
He estado
hoy en casa de D. por primera vez. Luego, ya de vuelta, M. me ha preguntado:
“¿Cómo es él?”. He comprendido que decir que le gusta Flaubert, Velázquez y
Mozart, sería como no decir nada, de modo que he tenido que recurrir a
insignificancias, a cosas casi banales: “Le apasionan –le he dicho- John Field
y Mario Praz. Llevaba unos gemelos de malaquita. Todos los años veranea en un
pueblecito de Portugal, un pueblo de nombre muy pequeño y lo que más le gusta
es componer relojes viejos”.
La
conclusión nos parece de antología: “Sólo entonces he comprendido que nos
reconocen mejor en la calderilla que en los billetes grandes.”
En
otro momento de su obra, Andrés Trapiello nos presenta a quien identifica
simplemente como “una vieja”.
Venía vestida
con uno de esos hábitos pardos que se ponen las beatas cuando han prometido
algo a la Virgen o al Cristo de Medinaceli. Llevaba también la correa de cuero
negro preceptiva. El pelo, blanco y pegado de grasa, lo traía tan mal cortado,
que recordaba a una monja sin toca, a una exclaustrada. En el ojo izquierdo
llevaba un parche de algodón sucio, cruzado a la manera de los bucaneros y
sujeto a la cara por dos esparadrapos en aspa y repugnantes. Era como si se lo
acabaran de vaciar.
La vieja, muy pequeña, levantaba y torcía la cabeza para mirarnos con el ojo sano, al tiempo que su boca sin dientes parecía mascullar una maldición.
Como veremos, la maestría de Trapiello en este terreno no se limita a las personas.
Bajar a
la Plaza de París a leer un rato los periódicos es uno de eso placeres
impagables.
Se ven
algunos perros correteando (…) Mi preferido es un mastín viejo. Apenas puede
sostener su cabeza, que es grande como un tonel, y su pellejo, polvoriento y
grisáceo, le cuelga por todas partes, lo que le da aspecto de una cama mal
hecha, con las mantas mal remetidas.
No tiene
dientes ya y deja tras de sí una estela de babas. Mira con misericordia el
mundo y con grandeza. De vez en cuando ladra. Un solo ladrido suficiente para
hacerse respetar por el universo pero. Luego vaga errante por la plaza. A veces
se le acerca algún niño que juega con él como jugaría con un poney. El mastín
se deja y le mira con los ojos llenos de lágrimas, enrojecidos por la muerte y
las risas del niño.
Y es
que el que sabe, sabe.
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