miércoles, 25 de mayo de 2022

Julio Verne y los misterios de la vida

 

Durante algunos años Wislawa Szymborska se desempeñó como crítica literaria en la prensa polaca dando muestra de lucidez, conocimientos, ironía, creatividad, etc.  

La reseña del libro Julio Verne de Herbert R. Lottman decidió iniciarla con una larguísima pregunta.

¿Puede alguien que escribió ochenta novelas fantásticas y de aventuras (y eso que solo empezó a escribir a partir de los treinta y cinco años de edad); alguien que creó centenares de personajes, otorgándoles, al menos a algunos, una personalidad sugestiva, consiguiendo que dos de ellos le auparan incluso al Olimpo de la mitología literaria (estoy pensando en el misterioso capitán Nemo y en el cautivador Phileas Fogg); alguien que siempre que tenía un rato libre leía montones de relatos de viajes y se mantenía al corriente de cualquier innovación tecnológica; pues, bien, puede alguien así tener aún tiempo para cuidar de sus más íntimos sentimientos: simpatías, amistades y amores?

Sabido es que en algunas preguntas ya viene la respuesta, como el caso que nos ocupa.

La biografía de Julio Verne no otorga una respuesta afirmativa a esa pregunta. Seamos francos: en su desmesurado trabajo, Julio Verne era un individuo repulsivo, un egoísta sin miramientos, un tirano del hogar e, incluso, un lisiado emocional.

Para nadie es novedad que algunos personajes valorados, admirados, y hasta reverenciados por su obra, sean merecedores de juicios muy diferentes cuando se trata de su vida, de sus relaciones; este fue el caso -según Szymborska- de Julio Verne.

Varias generaciones de lectores de todo el mundo lloraron su muerte; sin embargo, en Amiens, donde vivía, nadie vertió ni una pequeña lágrima sincera por él. Su familia respiró y los habitantes de esa, dicho sea de paso, próspera ciudad, no se apresuraron a reunir el dinero necesario para construirle, al menos, un modesto monumento…

Por si ello no bastara para construir el perfil del célebre escritor, Wislawa Szymborska -a partir del análisis del libro de Herbert R. Lottman- se detiene en el vínculo padre-hijo.

Pero mucho peor aspecto tenían las relaciones del escritor con su propio hijo. Era más que evidente que el vástago no era de su gusto. Verne, siempre que pudo, lo mantuvo a distancia. Finalmente se las arregló para ingresar al muchacho de quince años en un horroroso reformatorio, y un año después lo cargó por la fuerza, como si fuese un galeote, en un barco que zarpaba en dirección a la otra punta del mundo. No se sabe exactamente de qué era culpable el adolescente. Y si era culpable, entonces la razón principal era su propio padre, alguien que sencillamente nunca debió ser el padre de nadie…

De esta manera lo que comenzó con una pregunta desembocará en otras tantas.

Vaya… ¿Acaso no hemos escudriñado ya suficientemente? ¿Acaso todo esto nos sirve para explicar algo? Por ejemplo, ¿cómo consiguió ese frío y tétrico individuo conmover y hacer reír con sus libros? O ¿qué milagro consiguió que ese convencido conservador en su vida privada (y chovinista, además) acabase convirtiéndose en el bardo de la infatigable invención humana y fuese capaz de describir –y de un modo primoroso- la amistad entre representantes de países diferentes? Y, finalmente, ¿cómo pudo suceder que ese espantoso padre llegase a ser considerado en su tiempo como el autor más popular y apreciado por la juventud?

Y llegados a este punto, Szymborska concluye aceptando la imposibilidad de arribar -en este tema como en tantos otros, pudiéramos agregar- a la tierra firme en que viven las respuestas “Así es: por más que indaguemos e indaguemos, un misterio siempre es un misterio…“                                           

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