Provengo de un lugar en que la gente es extrovertida en
temas que tienen que ver con la vida política e introvertida en lo que hace al terreno
personal y familiar. Al llegar a México me encuentro con lo opuesto: muchas
personas son introvertidas en lo político al tiempo que extrovertidas en lo
personal y familiar. Me parece que en este terreno la mujer lleva una considerable
delantera sobre el varón quien además de que -por lo general- es más reservado, no agrega mayor gracia en el
proceso de edición del relato.
En México existe un verdadero arte de la conversación. A la
menor provocación el diálogo queda instalado (o cuando menos el monólogo
disfrazado de diálogo: encuentro de un gran hablador con un gran escuchador). Los
requisitos (conocimiento previo, hallarse en un lugar con cierta privacidad,
tener confianza en la otra persona, etc.) que se deberían cubrir en otros
lugares para acceder a la plática, aquí no tienen por qué. Solo se requiere que
alguno de los interesados o una situación de momento disparen la chispa convocadora
del palabrerío. La gama de posibilidades es muy amplia: el frío, el calor, el tener
que viajar apretujados en metro, el costo del kilo de tortillas, las lluvias,
un accidente de tránsito, un enfrenón del metrobús, el precio de la consulta
médica, el último escándalo de una actriz de notoriedad, la escasez de
medicinas, los jóvenes de hoy, las modas, las elecciones, los maestros y las
escuelas, etc., etc.
Joaquín Antonio Peñalosa señala que el mexicano sufre de incontinencia
verbal. “No puede tener la boca cerrada ni cuando trabaja ni cuando estudia.
Con decirles que no es capaz de guardar ni siquiera un minuto de silencio
cuando en los estadios y plazas de toros lo pide, a nombre de un pobre
difuntito, una fúnebre voz en el sonido local. Lo más que ha podido conseguirse
es un cuarto de minuto de silencio.” Según Peñalosa aún no se ha inventado ni el
lugar ni la circunstancia que inhiba la conversación.
El mexicano halla modo y razón para
bisbisear en la sacrosanta homilía de la misa del domingo; nadie puede contener
el chorro destapado de la plática mientras está viendo una película en el cine;
y ni qué decir cuando asiste a una conferencia. Como la conferencia es monólogo
tedioso y lo que el mexicano busca es diálogo entretenido, se compensa
susurrando palabras al compañero de al lado que está en iguales condiciones.
Por lo que al cabo de un rato todos los oyentes se convierten en conferencistas
y el verdadero conferencista en oyente. Santo remedio para la plaga de
conferencias que últimamente se ha desatado (…)
Otro aspecto a tener en cuenta es la temática sobre la
que versan los diálogos. Situaciones que en otros lugares se reservarían para
ámbitos de secrecía (intimidad, confesionario, consulta psicológica) aquí son hiperventiladas
en el pesero, el trolley o la tienda de abarrotes de la esquina. Da lo mismo
que el asunto tenga que ver con que el marido se fue con la comadre, que la
nena se comió la torta antes del recreo o que al día siguiente se tiene cita
con el doctor para ver cómo sigue el tema de las hemorroides. Al fin lo que
piensen los demás, es lo de menos. Tanta transparencia atenta contra el oficio
de los psicoterapeutas, tal como lo señala Joaquín Antonio Peñalosa.
Fuera de algunas señoras ricas y
maniáticas, enfermas de puro aburrimiento por no hacer nada, que tienen su
psicoanalista de planta con quien sesionan periódicamente, la gente del pueblo,
limpia de afecciones mentales, no acude jamás con el psiquiatra, ni el analista
tiene que andar hurgando en los bajos fondos de su espíritu, porque el pueblo
no tiene subconsciente a fuerza de trasladar, con la interminable locuacidad de
las pláticas, todo lo que es fondo a todo lo que es superficie. Mucho antes de
Freud, el mexicano viene practicando la terapia verbal. De la conversación ha
hecho descongestionante y alivio, consuelo y dulzura de la vida.
Toda buena conversación es labor de verdaderos artesanos
de la palabra: descripciones muy vivas, representación de los personajes
aludidos, relevancia del tema, estímulo de los sentidos, preguntas e
intervenciones adecuadas por parte del interlocutor, buena dosis de suspenso,
desenlaces no esperables, modismos, etc. La prueba de que se está frente a uno
de estos casos, es cuando el escucha involuntario se resiste a bajar en la
parada que le corresponde ante la frustración de quedarse sin el fin del
relato.
Nada nuevo bajo el sol (o la luna), estamos ante una versión
libre y adaptada de las “Mil y Una Noches”.
1 comentario:
Una vez más un maravilloso texto que ahora me explica porque poco se de la gente de por acá y también porque todos ponen cara de asombro cuando sin mayor reflexión esta mexicanita les cuenta toooda su vida de un jalón.
Saludos hasta allá en la nostalgia del 'chisme' de la tiendita.
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