miércoles, 12 de febrero de 2020

Se precisan afiladores


Hace ya muchos años que veo circular por las calles de la colonia Santa Cruz Atoyac a un afilador que parece haberse dedicado toda su vida a ello y conserva el mismo equipo de siempre. El silbato con el que se anuncia es inconfundible y forma parte del acervo sonoro de la ciudad.

Aun cuando en otra ocasión nos hemos referido al oficio (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2013/01/el-afilador.html), la evocación de Andrés Trapiello es razón suficiente para reincidir en el tema.

Qué bonita es la rueda de un afilador, qué surrealista de verdad, antes de los surrealistas. Afilaba cuchillos y arreglaba paraguas. La gente llegaba con los cuchillos y tijeras en la mano, se los dejaba, y se iban. Traían también paraguas negros, grandes, viejos, grandes buitres negros, con las varillas fuera de lugar, descoyuntadas, como si se tratase de un saludador que fuese a recomponer sus articulaciones. Yo me quedé a un lado mirando. La piedra esmeril, conectada a un sistema de poleas, daba vueltas impulsada por el estribo que el hombre movía con el pie. Este impelía una rueda grande, de madera, con radios de madera, rodeada de una badana que abrazaba igualmente al torno donde estaba la pequeña piedra esmeril. A un lado, colgando, tenía un cuerno de vaca muy grande y lleno de curvas armoniosas, en el que había agua, con la que mojaba la piedra de vez en cuando, para hacer más fino el vaciado. Creo que me quedé allí tanto tiempo porque estaba arrobado por las centellas que nacían del filo de las navajas y cuchillos al contacto con la muela, como un surtidor de estrellas.

Para los niños de antaño la visita del afilador era acontecimiento que no pasaba desapercibido. “Cuando llegaban los afiladores anunciándose con sus caramillos a nuestro barrio en León, corríamos los chicos y nos disputábamos el lugar en el que pudiéramos recibir aquel chorro de chispas en nuestras manos.”

En cierta ocasión en que Trapiello se encontraba de viaje por Portugal volvió a sorprenderse con su presencia y descubrió que las similitudes son mucho más que las diferencias entre quienes desempeñan este arte.  

El afilador era un hombre ni joven ni viejo, vestido pobremente, con las manos negras, taciturno, ensimismado en su trabajo, que realizaba de modo concienzudo. No le contrariaba interrumpir su labra cuando llegaba alguien a dejar o recoger un cuchillo o un trabajo. Si iban a llevárselo, se lo mostraba antes y lo ponía en sus manos para que comprobasen si había quedado a su satisfacción. Le pagaban unas monedas y se iban, apenas sin hablar. Me quedé hasta que se le acabó la tarea en aquella plaza, sólo por ver cómo plegaba el artilugio, dándole la vuelta y haciendo que la rueda que le había servido para impulsar la muela, se convirtiera en la que le iba a permitir arrastrar su tinglado por aquellas pendientes, y por saber si en Portugal los afiladores se hacían anunciar también con un silbato. Y sí, así fue. Metió la mano en el bolsillo de su americana y sacó el pequeño peine musical que se llevó a los labios, y lo deslizó a uno y otro lado como una flauta de Pan. El sonido que salió era, sin embargo, diferente al que oíamos en nuestra infancia, y al mismo tiempo muy parecido como puede serlo el castellano respecto del galaicoportugués o a la inversa.

¿Dónde encontraremos afilador que saque filo nuevamente a tantas cosas -¡ay, tantas!- que lo fueron perdiendo en el transcurso de nuestras vidas?

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