martes, 29 de septiembre de 2015

Muerte de angelitos

La memoria es frágil y más aún lo era en tiempos anteriores a la fotografía en que no era nada fácil guardar la imagen de aquella persona que se dejaba de ver por una temporada. Ni se diga en caso de muerte en que, ante la imposibilidad de volver a ver al ser querido, se procuró el consuelo de conservar su imagen en la máscara mortuoria o el retrato de la persona fallecida. En el retrato de un niño muerto, sus padres homenajeaban al angelito fallecido al tiempo que hallaban cierto alivio a la propia aflicción.
 
En el rito funerario de los niños, Eulalio Ferrer advierte la influencia tanto de la raíz indígena como de la española.
 
(...) En la diversidad de estos ritos funerarios, existía una región del Tlalocan llamada Chichihualpa, que era la morada a donde iban los recién nacidos, difuntos, para alimentarse del Chichihuacuauhco, un gran árbol hinchado de leche. Transcurridos cuatro años, los pequeños podían regresar a completar su ciclo interrumpido en la tierra, pero ahora convertidos en pajaritos. A partir de esta concepción primigenia nahua, amalgamada en los siglos de la Colonia con la creencia católica de que los difuntos niños, bautizados pero todavía sin uso de razón, en realidad no mueren sino que se convierten en angelitos, se tejería uno de los capítulos más emotivos de la cultura fúnebre mexicana: los velorios blancos. Éstos estimularon en los siglos XVIII y XIX todo un género pictórico, que Alberto Ruy Sánchez llama la "Muerte niña", nombre inspirado en el poema Muerte sin fin de José Gorostiza.
 
Un pequeño trabajo titulado Somos el instrumento de Dios. Música y muerte en el Valle de Oaxaca sostiene que
 
En España, y por consiguiente en México, al infante fallecido se le denominaba “angelito” y era considerado un ser inmaculado que, al igual que la Virgen, entraría directamente al cielo porque era libre de pecado. En el siglo XIX era generalizada la celebración de angelitos, la cual incluía una expresión literario-musical denominada “despedimento de angelitos”. Estos funerales adquirieron un matiz festivo a raíz de la creencia en un supuesto privilegio de entregar un ángel a Dios. La música para estas ocasiones era de carácter alegre tales como jarabes, sones y poleas, entre otros.
 
Según Joaquín Antonio Peñalosa el toque de campanas que anuncia la muerte de un niño se denomina “doble de angelito” y es “más presuroso y alegre que el de los adultos”. Un dato curioso que añade Peñalosa tiene que ver con que “en otras partes del país, como en Guanajuato, angelito significa también el adulto que ha muerto sin haberse casado. Ventajas de la soltería, angelitos de ochenta años”. Por su parte, José N. Iturriaga retoma la crónica de Manuel Domenech en que describe los velorios infantiles

Capellán del ejército francés y después jefe de prensa de Maximiliano, el galo Manuel Domenech escribió un duro libro que tituló México tal cual es. Habla, entre otros temas, de velorios infantiles, en los cuales se adornaba al pequeño cadáver con unas alas de ganso y una corona de flores de papel o de cintas de colores; se le paseaba por la calle sentado en una sillita o acostado sobre una tabla. Por último, se le enterraba con estruendo de cohetes y música. (…)
Domenech agrega que, a veces, el cadáver era alquilado a pulqueros como una atracción para sus establecimientos: se les rezaba y se bebía, hasta que se enterraban en avanzada descomposición.

De acuerdo con Eulalio Ferrer, la costumbre del retrato de los niños difuntos tuvo su origen en los niveles sociales acomodados y luego se difundió a nivel popular.
 
En aquellos siglos, las familias adineradas encomendaban retratos de sus pequeños difuntos, ataviados con ropajes lujosos. Unos, durmiendo el sueño eterno; otros, con una flor roja en la mano y una leyenda escrita en donde se explicaban los detalles de su deceso. Herederos de una tradición hondamente hispana, los retratos de la Muerte niña desaparecieron poco a poco de los círculos aristócratas y se desplazarían, a principios del siglo XX, a las comunidades campesinas del Bajío. En lugar de retratos se encargaban fotografías de los niños amortajados con vestidos blancos, requisito indispensable en los velorios de angelitos. Especialista en el tema, Gutierre Aceves describe que en estas ceremonias los niños son amortajados con un traje blanco, huarachitos de cartón con papel dorado, corona de azahares y, entre las manos, una palma de azucenas o nardos, símbolo mariano de la inmortalidad. En la procesiones de angelitos truenan los cohetes y resuenan los mariachis con canciones elocuentes: "Morir soñando", "Así es la vida", "Viva mi desgracia" o "Dios nunca muere". La tradición mexicana dice que los padres no deben nunca llorar a sus hijos muertos, porque sus lágrimas impiden su ascensión a la Gloria. Por lo mismo, en México, los velorios infantiles son alegres y festivos.

Por aquellos entonces en que la muerte de niños era algo frecuente, no resultaba extraño que al preguntársele cuántos hijos tenía alguna madre contestara: “tuve ocho pero me viven cinco” (es posible, por tanto, que en algunos casos haya existido cierto cálculo demográfico en función de las probabilidades de sobrevivencia). Afirma Eulalio Ferrer que existen cementerios en que los niños tienen su propio espacio

En San Fernando se encuentra un cuartel -dicho en argot cementerial- dedicado a los niños fallecidos entre los 25 días y los siete años, un espacio que sólo puede ser resistido por gente que a pesar de tener un espíritu sensible llegue a conservar la entereza: "Aquí duerme mi querido hijo; hablad bajo... No lo despertéis".
           
Al dolor no es fácil acostumbrarse y menos aún con el añadido del sentimiento de injusticia que se manifiesta en muertes tan prematuras.
 
Una parte de la pintura de niños muertos fue obra de artistas que permanecieron en el anonimato. El arte mortuorio se ha hecho presente en muy diversos países y en México adquirió características muy propias; al respecto, señala Elena Poniatowska
 
En el siglo XVIII surge una pintura dedicada a los retratos de niños muertos que muestra cómo a los niños los vestían de angelitos, les pintaban chapitas, y metían en su ataúd sus juguetes favoritos. Ese día los niños vestían su mejor ropa para lucir el día de su velorio y amortajarlos con un atuendo celestial. A las niñas las vestían como la Virgen María y a los niños como San José.
 
Con el surgimiento de la fotografía, la tradición se fue transformando y muchas familias en vez de recurrir al pintor, buscaron al fotógrafo que pudiera registrar la imagen del niño muerto. Nuevamente Poniatowska aborda la cuestión.
 
Todavía en pleno siglo XX, en Guanajuato, los padres llevaban a sus hijos muertos a retratar, y el extraordinario fotógrafo Romualdo García imprimió infinidad de placas estrujantes y conmovedoras de madres con su hijito en brazos mirando fijamente a la cámara. No lloran para no quitarle la gloria a su angelito.
Con el invento de la fotografía, personas como Juan de Dios Machain retrataron velorios de niños, especialmente en Oaxaca. La costumbre permanece sobre todo entre la gente del campo. Colocan a su criatura inerte en una cama de flores y la coronan con azahares. La visten de satín blanco. Aunque parezca extraño, son fotos de álbum de familia. El niño difunto es el celebrado, aunque ya no forme parte de este mundo.

No es un hecho muy conocido la participación del prestigioso muralista David Alfaro Siqueiros en este ámbito y las circunstancias en que lo hizo son narradas por el propio artista.
 
“Señor fotógrafo, señor fotógrafo, venga usted conmigo, mi papá quiere que usted venga a retratar a mi hermanita, que se murió ayer, porque mañana temprano tienen que enterrarla. Ya le pusieron su vestido nuevo y está tan bonita que parece que estuviera viva.”
Cuando le dije que por qué había venido a caballo, me dijo que a pie se tardaba uno mucho, “porque estaba lejos” y que yo debería ensillar mi caballo. Ensillé, efectivamente, a Quienandaí y salí con el muchacho rumbo a la parte de atrás de Taxco (...) Al llegar a la casa convenida pude ver el siguiente espectáculo: en una silla de las habituales del campo mexicano, silla policromada y decorada, estaba bien colocada, en postura natural, el cadáver de una niña de dos años y medio, vestida de verde claro, con una gorrita o sombrerito color de rosa. Y su hermanita, de un año y medio mayor que ella, abrazaba el cadáver con la misma naturalidad con que lo haría si su hermanita estuviera viva.
En torno de ellas, los familiares comentaban tranquilamente si la colocación había sido bien hecha por el papá de la criatura. Por lo visto todos me estaban esperando. Y todos lo hacían pensando que yo era un fotógrafo. Les dije que mi procedimiento era más tardado, pero mejor. Que primero haría yo un dibujo a lápiz y ayudándome de colores que se llamaban acuarelas marcaría yo los tonos generales de la niña, de las ropas, del sombrero, etcétera, para después pintarla y ya verían como quedaría muy bien. Y así lo hice. Trabajé en esa obra durante varias semanas, primero en un dibujo coloreado a la acuarela, y después en una obrita formal al óleo. Después llamé a los parientes de la niña para mostrarles el indicado dibujo coloreado. Se presentaron algo más de treinta familiares. Y todos ellos convinieron en que el retrato era muy bonito, la niña muy parecida y sobre todo los colores de la ropa igualitos a los de ella. Se ve que habían hecho una colecta entre todos para pagarme, porque antes de recibir el trabajo estaban empeñados en que yo aceptara diez pesos cincuenta centavos. Les dije que no, que se los regalaba y eso pareció ofenderlos. El más viejo de todos, creo que el bisabuelo de la niña muerta, me dijo terminantemente que si yo no recibía el dinero, ellos no se llevaban la “fotografía”. Y entonces no me quedó más recurso que aceptar posiblemente la más baja retribución que he recibido en mi vida por una obra de esta naturaleza, después del retrato de la primera madre campesina.

Estos retratos pueden impresionar a quienes viven en otros rumbos en que se desconoce la tradición. Una muestra de ello la ofrece el propio Siqueiros quien fue increpado en el transcurso de una de sus exposiciones en los Estados Unidos.
 
El retrato de la niña muerta (...) figuró en mi exposición en 1930 en Los Ángeles, California, y fue motivo de toda clase de comentarios, buenos y malos; los malos se referían concretamente al tema mismo. En la referida exposición de Los Ángeles, ese tema motivó un escándalo que trajo consigo posteriores y violentos ataques en contra mía y también en contra de México. Una señora de gran corpulencia, típica representativa del sur racista de los Estados Unidos, tanto por su tipo físico como por su mentalidad, con la voz descompuesta y a grandes gritos lanzados desde el extremo opuesto de la sala, me interrogó frente a un numeroso público de la manera siguiente: “¿Son los mexicanos tan salvajes que hagan retratar a los cadáveres de sus niños muertos y hay en México pintores tan sádicos que se atrevan a ejecutar encargos de esa naturaleza?”

Probablemente la señora no sabía con quién se metía y dejemos que el mismo Siqueiros relate su reacción.

A lo cual yo con voz tan sonora como la de ella, le respondí: “Es, en efecto, muy primitiva la costumbre que hay en algunas zonas lejanas de las ciudades de México, de retratar a los niños muertos como si estuvieran vivos, costumbre que por otra parte fue también griega, pero en todo caso es mucho más salvaje y brutal asesinar a los negros vivos”. Mis palabras motivaron el aplauso de la mitad de los asistentes y el retiro precipitado de la otra mitad. Pero más tarde los periódicos se encargaron de los insultos, diciendo que yo no tenía por qué haberme referido a los linchamientos de los negros en los Estados Unidos, porque aquello era un intento de afrentar a todo un país. Que con la primera parte de mi respuesta hubiera bastado...
 
En ocasión del festejo (por raro que ello parezca, es la palabra adecuada) del Día de Muertos,  las primeras almas en venir –de acuerdo a las creencias imperantes- son la de los niños y así lo describe la revista Crónicas y leyendas mexicanas
 
Son las 12 del día del 31 de octubre y en el ex convento de Mixquic ya repican doce campanadas (…) Ahí vienen los difuntitos (…) En su casa, a los muertitos, ya les espera una ofrenda con frutas, dulces y juguetes para que se entretengan. Es una ofrenda especial, los niños difuntos saben que no encontrarán alimentos picosos, ni alcohol, ni nada que les pueda hacer daño. (…)
Ya se escuchan las últimas campanadas de “la venida de los niños” y las madres de los muertitos abren de par en par las puertas de las casas y echan a correr a la entrada, toman un sahumerio con copal e incienso, para llenar de fragancia el aire y para recibir a los difuntitos. (…)
Por la tarde, las madres de los difuntitos les vuelven a ofrecer el pan y el chocolatito caliente. Ellas saben que las ánimas de los angelitos sólo permanecerán 24 horas…hasta el mediodía del primero de noviembre, hora en que van llagando las ánimas de los adultos. En el camino unos se van, otros vienen… Los niños difuntitos van con sus rostros felices, los adultos van buscando la luz de la casa que los espera.

Hay regiones en que aún se conservan ciertas tradiciones en el ritual fúnebre de los niños; ejemplo de ello es lo anotado por José N. Iturriaga: “En algunos pueblos de Veracruz, todavía en la actualidad, en pleno siglo XXI, se invita al velorio a los amiguitos del difunto y la desconsolada madre les organiza juegos para acompañar a su hijo, de cuerpo presente.”
 

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