jueves, 30 de junio de 2016

Importancia de la estatura en la historia de la poesía


Hace pocos días nos referimos en este mismo espacio a la influencia que llegaron a adquirir los hongos de la papa en la migración y la literatura (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2016/06/papa-migracion-y-literatura.html). Ahora toca el turno de considerar lo que acontece con el tema de la estatura y para ello seguiremos tanto el testimonio como el análisis de Augusto Monterroso.

Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño. Ni mi padre ni mi madre fueron altos. Cuando a los quince años me di cuenta de que iba para bajito me puse a hacer cuanto ejercicio me recomendaron, los que no me convirtieron ni en más alto ni en más fuerte, pero me abrieron el apetito. Esto sí fue problema, porque en ese tiempo estábamos muy pobres.

Es uso y costumbre de la convivencia el señalar un rasgo peculiar de alguna persona y hacer chistes originados en ello (sucede a los muy gordos, a los excesivamente flacos, a los tartamudos, a quien tiene muchos granos, orejas grandes y un largo etcétera). Esto acontece también a los bajitos (petisos en Uruguay, chaparros en México) lo que permite al escritor dar cuenta de su propia experiencia.  

Con regularidad suelo ser víctima de chanzas sobre mi exigua estatura, cosa que casi me divierte y conforta, porque me da la sensación de que sin ningún esfuerzo estoy contribuyendo, por deficiencia, a la pasajera felicidad de mis desolados amigos. Yo mismo, cuando se me ocurre, compongo chistes a mi costa que después llegan a mis oídos como productos de creación ajena. Qué le vamos a hacer. Esto se ha vuelto ya una práctica tan común, que incluso personas de menor estatura que la mía logran sentirse un poco más altas cuando dicen bromas a mi costa. Entre lo mejorcito está llamarme representante de los Países Bajos y, en fin, cosas por el estilo. ¡Cómo veo brillar los ojos de los que creen estarme diciendo eso por primera vez! Después se irán a sus casas y enfrentarán los problemas económicos, artísticos o conyugales que los agobian, sintiéndose como con más ánimo para resolverlos.

Dejando de lado la cuestión de los chistes, Monterroso apunta para otra parte cuando señala que “la escasez de estatura, conduce a través de ésta, nadie sabe por qué, a la afición de escribir versos” de tal manera que “cuando en la calle o en una reunión encuentro a alguien menor de un metro sesenta, recuerdo a Torres, a Pope o a Alfonso Reyes, y presiento o casi estoy seguro de que me he topado con un poeta”. Lo anterior le permite concluir que

(…) parece que la musa se encuentra más a sus anchas, valga la paradoja, en cuerpos breves y aun contrahechos, como en los casos del mencionado Pope y de Leopardi. Lo que Bolívar tenía de poeta, de ahí le venía. Quizá sea cierto que el tamaño de la nariz de Cleopatra está influyendo todavía en la historia de la humanidad; pero tal vez no lo sea menos que si Rubén Darío llega a medir un metro noventa la poesía en castellano estaría aún en Núñez de Arce.

Pero en toda tendencia es posible advertir la existencia de casos atípicos como el que suscita la curiosidad de Augusto Monterroso: “Con la excepción de Julio Cortázar, ¿cómo se entiende un poeta de dos metros?”      

martes, 28 de junio de 2016

Cuando "esto" dura para siempre

Comenta Fernando Fernán Gómez que en tiempos de su adolescencia durante la Guerra Civil Española, era usual que las personas se refirieran a ella evitando mencionar la palabra maldita.

(…) Pero a la guerra no se le llamaba la guerra, aunque ya lo era. No se le llamaba de ningún modo, nadie quería saber lo que estaba sucediendo. Se la llamaba esto, simplemente.
-Cuando esto acabe…
-Cuando empezó esto… (…)
Los bombardeos de Madrid cada vez son más intensos, más frecuentes. Estamos refugiados en el sótano de la casa. Hay allí picos y palas, por si una bomba derriba la escalera, obstruye la puerta. También hay imágenes de santos en escayola, aún sin policromar, porque el casero, escultor religioso, utiliza el sótano como almacén. Cuando más cercano es el sonido de las explosiones, alguien dice algo así como:
-¡Cuándo acabará esto!
O también:
-A esto no se le ve el fin.

Fue en aquel angustioso entorno que en una ocasión la casera hizo un comentario que acompañó a Fernán Gómez durante muchos años y que evoca en sus memorias.

La casera, la mujer del escultor religioso, afirma convencida:
-Esto está prácticamente terminado. Los militares van a ganar la guerra de un momento a otro.
Al oír aquello se me paralizó la mirada sobre el libro que estaba leyendo. Me sorprendió la seguridad con que a los sublevados, a los nacionales, a los monárquicos, a los de derechas, a los fascistas, a los facciosos, la casera los llamaba los militares. Aquélla podía ser una guerra de monárquicos contra republicanos, de fascistas contra comunistas, de ricos contra pobres, de ateos contra creyentes... Pero si se afirmaba que la iban a ganar los militares, ¿significaba esto la aceptación de que era una guerra de los militares contra los civiles? Los militares eran unos hombres como los demás, que habían elegido determinada profesión. Y en un momento histórico, los miembros de una profesión encuentran razones suficientes para hacer la guerra a los de las demás profesiones. A los de las profesiones inermes, podríamos decir. ¿Pensé esto entonces, cuando se detuvo mi mirada sobre el libro al oír a la casera? ¿Lo pensé años después o lo estoy pensando ahora?

Eran años desoladores para toda la población y claro que para los jóvenes aquella vida –tal como lo describe el mismo autor- no era la existencia anhelada.

La vida en el Madrid de aquellos años fue muy distinta a la de antes de la guerra; y de ninguna manera fue la vida real, la vida normal que los jóvenes esperábamos para lanzarnos a ella y gozarla. Con luto en infinidad de hogares, con familiares presos o exiliados en otros tantos, con cartillas de racionamiento, con restricciones de luz y de agua, sin nombres extranjeros en los establecimientos, salvo los italianos y alemanes, con militares exhibiendo sus uniformes por todas partes, con muchas cervecerías -había una de cuatro pisos, en la plaza de Santa Ana, que se llamaba Cóndor, como la célebre legión alemana-, Madrid era una ciudad ocupada. Durante muchos años en ella convivieron, muy diferenciadamente, los vencedores y los vencidos.

Pero como hemos señalado en otro momento las guerras no terminan cuando se acaban (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2012/03/porque-las-guerras-no-terminan-cuando.html). Y ello queda de manifiesto en un simple acontecimiento que describe Fernando Fernán Gómez.

Meses después de acabada la guerra, al ver que mi madre estaba fumando un cigarrillo le recordé la promesa que había hecho a san José de estar unos meses sin fumar.
-Yo le prometí a san José -me respondió- que estaría tres meses sin fumar cuando “esto” terminase. Pero ¿tú crees que “esto” ha terminado?

Esto permite a Fernán Gómez llegar a una conclusión devastadora. “Para ella no terminaría nunca. La guerra había coincidido con los años en que perdió su juventud, y al cerrarse el paréntesis no volvería para ella el tiempo pasado; desde entonces viviría siempre con la absurda ilusión de que un día terminase ‘esto’.”   

jueves, 23 de junio de 2016

Papa, migración y literatura

Según Wimpi durante mucho tiempo la papa fue considerada comida de pobres (a quienes atraía dada su imposibilidad de llevar otros alimentos a su mesa) y añadía  que “excepción hecha de los irlandeses (…) cuyo suelo no muy rico impedíales gustar cosas mejores, todo el mundo despreció, al principio, la papa”.

Homero Alsina Thevenet, por el contrario, afirma que el tubérculo contaba con el aprecio de un buen grupo de europeos que podían darse el gusto de saborearla gracias a la lentitud del transporte de época.
Como suele ocurrir en la Naturaleza, la patata tenía también sus enemigos. En Perú existía un hongo (Phytophthora infestans) que manifestaba tanta atracción por las patatas como la que sentían los comensales europeos. Durante tres siglos (aproximadamente entre 1540 y 1840) el hongo de la patata fue inofensivo para los cargamentos que se enviaban desde Perú a Europa. Simplemente el hongo no resistía un viaje tan largo, parte del cual se hacía a través de los calores del trópico.
Sabido es que el progreso implica costos y Alsina Thevenet lo deja en claro. “Pero como lo señala el historiador y médico William H. McNeill, esa situación fue modificada con los progresos de la navegación en el siglo XVIII. Se redujo la permanencia a bordo, con lo que el hongo llegó activo a Europa.” Ello provocó efectos considerables.
Fue así como la Revolución Industrial produjo indirectamente los grandes fracasos en las cosechas irlandesas de patatas (especialmente durante 1845 y 1846), lo que a su vez derivó a una crisis alimenticia general, a episodios críticos de “hambruna”, al progreso del tifus y de otras enfermedades que se agravan con la desnutrición. El enorme avance demográfico de la población irlandesa, a lo largo de tres siglos, se vio detenido de pronto con la muerte de medio millón de personas. La década pasó a ser conocida como los hungry forties (los “cuarentas hambrientos”) y durante ella el primer ministro inglés Robert Peel terminó por dejar sin efecto las leyes tradicionales que regulaban la importación de cereales y que ya eran objeto de enorme controversia, por el choque de intereses distintos.

Esto originó un proceso migratorio de grandes dimensiones, según lo consigna el propio Alsina Thevenet. “La crisis alimenticia provocó a su vez la emigración de un millón de irlandeses, que cayeron sobre Inglaterra, Estados Unidos, Canadá y Australia, generando una diáspora que duró más de un siglo.” Este fenómeno tuvo -siempre siguiendo a Alsina Thevenet- amplias repercusiones en la vida literaria porque “entre los emigrantes irlandeses y sus descendientes se contarían después los escritores Oscar Wilde, George Bernard Shaw, James Joyce, Sean O’Casey, Eugene O’Neill, Liam O’Flaherty”. Y concluye invitando a incursionar en una línea de investigación inédita ya que “la influencia de los hongos sobre la vida literaria no ha sido estudiada a fondo”.

Solucionado el problema se detuvo la oleada migratoria; Julio Camba afirma que al desaparecer “la enfermedad de la patata (…) la emigración irlandesa disminuyó en un 80 por 100.” En opinión de Camba los pueblos celtas tienen tanta predisposición a la aventura como gusto por la papa y de allí su sugerencia. “Amigo lector: cuando vea usted a un celta migratorio, ofrézcale una patata y, acto continuo, lo convertirá usted en un europeo sedentario.” Concluye que las oleadas migratorias están ocasionadas “por falta de patatas, por falta de pan, por falta de libertad”.

Todo ello, junto a la falta de paz, puede explicar lo que acontece en nuestro tiempo en relación a los masivos procesos migratorios.      
                                                                                                  

martes, 21 de junio de 2016

Historias sorprendentes


Quien más quien menos todos hemos sido protagonistas o sabemos de situaciones reales que se sitúan entre lo que va de lo raro a lo francamente asombroso. ¿Destino o improbable coincidencia?, el debate permanece –y permanecerá- abierto. Jorge Ibargüengoitia refiere un par de casos de los que tuvo conocimiento por medio del libro The case for Astrology -En defensa de la astrología- de John Anthony West y Jan Gerhard Tooner, al que le reconoce “partes muy interesantes”.

(…) como lo referente a los “Gemelos Cronológicos” entre otras; aparece el caso de Samuel Hemming, que nació el mismo día y a la misma hora que Jorge III de Inglaterra. Entre ambos había un parecido físico notable, Hemming inauguró su herrería el mismo día en que Jorge III ascendió al trono, ambos se casaron el 8 de septiembre de 1761, tuvieron el mismo número de hijos de cada sexo, se enfermaron y tuvieron accidentes simultáneos y murieron el mismo día y de lo mismo.

La otra historia, en su opinión, es aún mejor.

Al rey Umberto I de Italia le presentaron al dueño de un restaurante que se le parecía muchísimo. Platicando descubrieron que habían nacido el mismo día, a la misma hora y que sus respectivas mujeres se llamaban igual. El dueño del restaurante había abierto su negocio el mismo día que el rey había ascendido al trono.
La amistad, tan propicia, duró poco. Al día siguiente, el rey iba a entregar los premios en un concurso de tiro en el que iba a participar el otro. El dueño del restaurante murió durante el concurso cuando se le disparó accidentalmente el rifle. Cuando el rey iba caminando hacia el lugar del accidente fue asesinado de un tiro por un anarquista.

Como afirma el singular dicho: creer o reventar.

Por cierto que en otra ocasión nos referiremos a un extraño suceso que seguramente habría llamado la atención del escritor guanajuatense y del que fue principal protagonista.

jueves, 16 de junio de 2016

Reivindicación del derecho al enojo


Es un sentimiento inevitable en la convivencia con otros (y también con uno mismo), por lo que debería estar incluido en toda Declaración de Derechos Humanos. No se trata solamente de reconocer su existencia, de darle su lugar, sino de la posibilidad de expresarlo por sus cauces naturales, evitando siempre la violencia física. Hay culturas que esto lo tienen muy claro, lo que se pone de manifiesto en la narración de Isidro Más de Ayala.

En la vieja India, tan rica de sabiduría en todas sus manifestaciones, existe una secta de los Vedas que practica una extraña e higiénica costumbre. El día final del año, todos los miembros de una misma familia se reúnen en una habitación, se tapan bien los oídos y así se dicen, unos a otros, todos los insultos e improperios que creen deben decirse y que han ido acumulando durante un año de vida en común. Terminada la ceremonia, inician el nuevo año con el ánimo tranquilo, aliviados de aquellas tensiones trabajosamente retenidas, con un cariño familiar renovado, fresco, como sin estrenar.

La celebración del carnaval es también una forma de catarsis colectiva que permite dejar de ser uno mismo por un rato, darse vacaciones de sí mismo.

Carlos González Vallés describe un caso en que se llega al extremo de respetar (así sea por propia conveniencia) el derecho que tiene el animal de enojarse con la persona con la que convive: es lo que sucede en la India entre el camellero y el camello.

El camellero,  a veces, tiene que frenarlo [al camello] o al contrario hacerle andar un poco más de prisa para llegar al sitio antes de que oscurezca; frenarlo ante un paso nivel o no dejarle comer la paja del carro delantero; esto lo hacen con mucha tranquilidad. Naturalmente el resentimiento (…) se va acumulando, en la joroba del camello y va subiendo; no es nada pero va subiendo; el camello quiere a su camellero (…) pero también tiene este resentimiento: el te amo, te odio es universal. Está en toda la creación y es peligroso. Si realmente el camello llega a enojarse, pobre camellero, pero éste lo conoce muy bien y antes de que llegue al tope limpia los sentimientos negativos del camello. Aparca su carro, desata al camello, lo deja libre donde puede moverse y entonces toma su turbante, que es su símbolo; está incluso impregnado de sus olores, de su personalidad y generosamente lo arroja a los pies del camello; y éste se lanza a cuatro patas a pisotearlo, lo agarra, lo hace trizas; lo destroza todo con locura. El camellero lo observa con toda tranquilidad desde lejos. El camello desahoga todos sus malos sentimientos, disfruta. Por fin se cansa, deja el turbante hecho trizas, el camellero sabe que ha pasado la crisis, se compra otro turbante, naturalmente, porque ya no le sirve y vuelve tranquilamente a los caminos del Guyerat con el camello uncido a su carro. Aquí no pasó nada.

Sin embargo, con mucha frecuencia la represión del enojo es entendida como indicador de buena educación, de alta cultura, lo que puede ser perjudicial porque sabido es que la furia que no se expresa por sus cauces naturales, más temprano que tarde terminará manifestándose por otros que son poco recomendables y que incluso podrían llegar a comprometer el propio estado de salud.

El enojo muchas suele salir en forma de vituperios, insultos, palabra soeces. Y hay gente sumamente correcta que jamás expresó mala palabra alguna. Esto no quiere decir que no las supieran, tal como aconteció con Bertha Jensen según el relato de Eduardo Galeano.

La abuela Bertha Jensen murió maldiciendo.
Ella había vivido toda su vida en puntas de pie, como pidiendo perdón por molestar, consagrada al servicio de su marido y de su prole de cinco hijos, esposa ejemplar, madre abnegada, silencioso ejemplo de virtud: jamás una queja había salido de sus labios, ni mucho menos una palabrota.
Cuando la enfermedad la derribó, llamó al marido, lo sentó ante la cama y empezó. Nadie sospechaba que ella conocía aquel vocabulario de marinero borracho. La agonía fue larga. Durante más de un mes, la abuela vomitó desde la cama un incesante chorro de insultos y blasfemias de los bajos fondos. Hasta la voz le había cambiado.
Ella, que nunca había fumado ni bebido nada que no fuera agua o leche, puteaba con voz ronquita. Y así, puteando, murió: y hubo un alivio general en la familia y en el vecindario.
Murió donde había nacido, en el pueblo de Dragor, frente al mar, en Dinamarca. Se llamaba Inge. Tenía una linda cara de gitana. Le gustaba vestir de rojo y navegar al sol.

martes, 14 de junio de 2016

Consideraciones en torno a los seudónimos


En otra ocasión nos hemos referido al tema de los seudónimos (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2015/11/seudonimos-la-identidad-elegida.html). En el caso de México el campeón de la categoría –y cabe acotar que con mucha diferencia a su favor- es Ireneo Paz, tal como lo comenta José de la Colina.
(…) Y está un campeón de la seudonimia, un rompedor de todos los récords: don Ireneo Paz, abuelo del poeta Octavio (que nunca se seudonomizó, tal vez porque ya lo había hecho su antepasado, y cuán abundantemente); y este don Ireneo, que por cierto era hombre aguerrido y peleón a pesar de su apellido y su nombre propio (pues Ireneo significa “pacífico” en griego), era un ser nominalmente multitudinario, una verdadera explosión demográfica de seudónimos: se vistió con unos trescientos nombres de pluma, entre los cuales abundan (siendo él liberal y nada amigo de la clerigalla) los de frate: desde Fray Albérchigo hasta Fray Zumba, pasando por Fray Caramba, Fray Chorizo, Fray Culantro, Fray Chilaquile, Fra Diábolo, Fray Guamazo, Fray Pichilingüe, Fray Trompetilla...

Los seudónimos no sólo sirven para jugar a ocultar la identidad del escritor sino que también, en algunos casos, para darse un recreo personal permitiéndose ser por un rato aquél que no se es, porque como dice Juan José Millás “no hay nada tan agotador como ser uno mismo todo el rato. Y es por eso que Millás considera que “el éxito de las drogas, del cine o las novelas estriba en que te permiten durante algún tiempo descansar de tu propia identidad”. También se podría agregar a esa lista el éxito de los seudónimos.

José de la Colina realiza una pertinente observación al afirmar que algunos seudónimos parecen querer enturbiar más aún el campo literario.

Aunque, todo hay que decirlo, este asunto del nombre de bautizo y el nombre de pluma a veces introduce cierta confusión en el terreno de la literatura, que ya en sí mismo es asaz confuso. ¿No juraríamos que Próspero Miró era el nombre original de cierto escritor, y Antonio Pompa y Pompa su seudónimo? (pero el caso resultaba al revés). (…) ¿No hemos sospechado alguna vez que el poeta Gabriel Zaid se apellida así porque un día leyó el apellido Díaz reflejado en el espejo?

Algunos casos merecen ser destacados por la confusión a que dieron lugar y Víctor Roura proporciona un ejemplo de ello.

Una vez, un periodista cercano a la Presidencia de la República escribió artículos bajo un cuidadoso seudónimo en determinada publicación para denostar, criticar e insultar a los partidos de oposición. Al final del sexenio, como viera que su labor de periodista del régimen llegaba a su término, pagó su propia esquela en el periódico donde publicó su columna diaria para despedir a su seudónimo, deseándole una vida eterna en el más allá. Hubo gente, entonces, que se creyó que el columnista fallecido era en verdad un periodista de carne y hueso. Pocos sabían quién estaba detrás de ese seudónimo.

jueves, 9 de junio de 2016

Alegatos contra la naturaleza


Sin duda estas notas serán ecológicamente incorrectas cuando el elogio y cuidado de la naturaleza ocupan actualmente un lugar prioritario. Pero sucede que hay quienes elevan su voz en contra de ella. Un ejemplo de ello se pone de manifiesto en la obra “La decadencia de la mentira” de Oscar Wilde, cuando uno de los personajes reacciona con vehemencia frente a la naturaleza; se trata de Vivian quien dialoga con Cyril  en la biblioteca de una casa de campo en el condado de Nottingham  

Vivian: ¡Gozar de la Naturaleza! Tengo el gusto de comunicarle que he perdido esa facultad por completo. (…) A mi juicio, cuanto más estudiamos el Arte, menos nos preocupa la Naturaleza. Realmente lo que el Arte nos revela es la falta de plan de la Naturaleza, su extraña tosquedad, su extraordinaria monotonía, su carácter completamente inacabado. La Naturaleza posee, indudablemente, buenas intenciones; pero como dijo Aristóteles hace mucho tiempo, no puede llevarlas a cabo. Cuando contemplo un paisaje, me es imposible dejar de ver todos sus defectos. A pesar de lo cual, es una suerte para nosotros que la Naturaleza sea tan imperfecta, ya que en otro caso no existiría el Arte. El Arte es nuestra enérgica protesta, nuestro valiente esfuerzo para enseñar a la Naturaleza cuál es su verdadero lugar. En cuanto a eso de la infinita variedad de la Naturaleza, es un puro mito. La variedad no se puede encontrar en la Naturaleza misma, sino en la imaginación, en la fantasía, en la ceguera cultivada de quien la contempla.

Vivian continúa con sus argumentos mientras sostiene que las limitaciones de la naturaleza son las que han provocado el origen del arte y será por ello que se le deberán perdonar sus imperfecciones.

¡Es que la Naturaleza es tan incómoda! La hierba dura y húmeda está llena de asperezas y de insectos negros y repulsivos. ¡Por Dios! El obrero más humilde de Morris sabe construir un sillón perfectamente cómodo como no podrá hacerlo nunca La Naturaleza. (…) No me quejo de ello. Con una Naturaleza cómoda, la Humanidad no hubiera inventado nunca la arquitectura; y a mí me agradan más las casas que el aire libre. En una casa se tiene siempre la sensación de las proporciones exactas. Todo en ella está supeditado, dispuesto, construido para uso y goce nuestros.

Este personaje de Oscar Wilde no fue el único en expresar su antipatía hacia la naturaleza. En este mismo tenor Max Jacob se pregunta “¿El campo, ese lugar donde los pollos se pasean crudos?”

En México también se encuentran representantes de esta corriente. Así el Padre Ignacio Gómez Robledo confiesa sus sentires: “Siempre me he clasificado a mí mismo como hombre de ciudad (…) No soy ni marino ni silvestre: el mar y la selva o el bosque me aburren sin remedio al tercer día.” Caso extremo el de mi colega y querida amiga Lula Graf Ibargüengoitia. Hace muchos años junto a su familia hizo un viaje en crucero que visitó lugares insólitos. A su regreso me contó lo bien que le había ido, las dimensiones del barco, la comida, la bebida, los shows de a bordo, etc. A la hora de preguntarle qué tal eran esas islas exóticas de nombre impronunciable que había visitado el barco, me contestó que no se había bajado del barco, que se quedó a bordo leyendo y tomando algún vinito. Y sin aplicarme anestesia, concluyó: “Mira, así nos la llevamos bien: que la naturaleza no se meta conmigo que yo no me meto con ella”.

martes, 7 de junio de 2016

Héroes cotidianos


En diversas oportunidades nos hemos referido en este mismo espacio a los héroes (por ej. en http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2010/12/los-heroes-y-sus-dificultades-para.html). Pero ahora es diferente ya que nuestro interés se orienta hacia los héroes cotidianos, esos a quienes les falta reconocimiento social pero no fortaleza para afrontar el día a día. Edmundo González Llaca, en un artículo de ya hace unos cuantos años, profundizaba en el tema y, como se verá, algunas de sus consideraciones siguen vigentes.

Cuando leo que una de las principales razones de la decadencia de Occidente es la falta de héroes, me entra la duda de que nuestro país se encuentra efectivamente en ese lado del planeta, pues en México no sólo no nos faltan sino que tenemos todo un problema demográfico al respecto. (...)
¿Qué pero le ponen los poetas o los historiadores para darle el presuntuoso título de héroe al ciudadano común que ha vivido en el Distrito Federal en los dos últimos sexenios? Recordemos que ha padecido congestionamientos de tránsito en el periférico, cortes de luz en el metro, trámites burocráticos, crisis, devaluaciones, tolvaneras, rumores, alzas de precios, agentes de la DIPD (policía política), derrotas de la selección de futbol. Si ha sido empleado público, su heroísmo raya en lo mitológico, pues ha asistido a todos los informes del primero de septiembre, juntas de la Comisión Nacional Tripartita, mítines de desagravio, reuniones de la República, desfiles del 20 de noviembre, descuentos para el Fondo de Solidaridad y una que otra valla en un día lluvioso, en espera de no sé qué mandatario extranjero, para testimoniar la tradicional hospitalidad mexicana.

Entre tantos tipos de héroes citadinos, González Llaca destaca a los vacacionistas de Semana Santa.

Quien todavía dude de la muchedumbre de nuestros héroes “calidad de exportación”, que lea el reportaje de Fernando Meraz sobre nuestros vacacionistas de Semana Santa. Sin la más mínima vanidad de ocupar líneas ágata en algún texto gratuito o recibir alguna medalla, los capitalinos resisten dormir sobre sus maletas en los lugares de transporte; soportan las ofensas de los empleados de aeropuertos y terminales de autobuses; se mantienen impertérritos con sus niños llorando en las colas y el hacinamiento. Además, esto es únicamente el principio; al llegar a los lugares de recreo hasta el más mínimo acto tiene una heroicidad esférica: dormir, comer, ir al baño, estacionarse, desplazarse y hasta pagar. Ni Ulises en el sitio de Troya hubiera aguantado tanta incomodidad y violencia. Ya de colofón, la estampida del regreso con el Jesús en la boca para conseguir boletos o que se los respeten, y rezando para no formar parte de esa fría y anónima estadística que aparece en la prensa los lunes: “71 muertos y 315 heridos en accidentes” o en su caso no integrar la otra estadística que aparece los martes: “Saquearon 37 casas de vacacionistas”.

Todo lo anterior le permite concluir a Edmundo González Llaca que “en México la pregunta no es por qué no tenemos héroes, sino la razón de que seamos capaces de producir tantos.”

jueves, 2 de junio de 2016

Testamento


Hacer el testamento, momento especial de la vida, en que en un acto de libre albedrío se dejan disposiciones precisas para la distribución de los bienes (que a los males nadie aspira) que se posean al momento de la muerte. Y como más tarde o más temprano de que llega, llega, es necesario tomar las providencias del caso a sabiendas de los altos costos que siempre se pagarán (aunque no de cuerpo presente) y que de esta manera describe Santiago Rusiñol: “Quien muere sin haber hecho testamento es un irresponsable para quienes no heredan nada; y quien sí lo ha hecho es una mala persona para quienes creían que iban a heredar algo.” Por su parte, Enrique Jardiel Poncela llega al extremo de sugerir la inconveniencia de dar a conocer el contenido del testamento antes de tiempo porque “nadie está en mayor peligro de muerte como aquel que ha hecho testamento a favor de los que lo rodean”.

Una vez fallecida la persona, la lectura pública del testamento adquiere una alta dosis de suspenso, tal como lo caracteriza Rusiñol: “No hay ningún drama tan emocionante como la lectura de un testamento. Y eso que ya no está el protagonista.” De tal forma que un tema clásico en la convivencia es el relativo a las colosales disputas por cuestiones de herencia: que si la persona no estaba en sus cabales cuando hizo el testamento, que si uno de los familiares o allegados torció a su favor la voluntad del hoy occiso, que si el principal beneficiario adulteró el documento con la anuencia del notario, etc.

Otro problema se origina en las grandes herencias dado que hay ocasiones en que, en pocos años, los herederos dilapidan la fortuna que con mucho trabajo reunió su ancestro y sin ningún esfuerzo recibieron ellos. A esto se le ha identificado como el síndrome de los herederos tontos (este concepto se ha extendido, y no tan metafóricamente, a aquellos gobernantes que en pocos años desgraciaron el capital social y económico de sus países).

No son pocos (mi padre estaba entre ellos) los que opinan que sólo se debería poder testar un porcentaje de lo que se posee al momento de la muerte (por ejemplo un máximo del 40 por ciento, dependiendo del monto de la fortuna) y el resto pasaría a las arcas del estado para ser utilizado en diversas obras de prioridad social (por supuesto que esto último exigiría una gran transparencia en el manejo de los dineros públicos). Por cierto que algunos grandes millonarios de la actualidad se han aproximado a esta postura, lo que los ha llevado a heredar a sus hijos una pequeña parte de sus fortunas (que quede claro que esa pequeña parte no da para condolerse del infortunio de sus vástagos) mientras que el resto irá a dar a diversas fundaciones comprometidas con la acción social. Warren Buffett es uno de ellos y fue muy claro a la hora de dar a conocer sus motivaciones: “Darle [a los hijos] lo suficiente para que sientan que pueden hacer cualquier cosa, pero no tanto como para que sientan que no tienen que hacer nada.”

Ahora bien, la mayoría de las personas no tienen mucho que legar, como es el caso de Ramón Gómez de la Serna “testamento: dejo el último cansancio de mis pies al transeúnte desconocido”.

Sin embargo en tema tan serio como el que nos ocupa no escasea el humor; muestra de ello es lo narrado por Jorge Mejía Prieto.

No fue muy feliz en su matrimonio el escritor y poeta alemán Heinrich Heine. Por eso, cuando murió en 1856, su testamento reveló que nombraba a su mujer heredera universal de sus bienes, a condición de que ésta volviera a contraer nupcias, aduciendo esta razón:
"Pues de esa manera tendré la certeza de que por lo menos un hombre en el mundo lamentará de todo corazón mi muerte".

En otro orden de cosas, esto último recuerda un exvoto citado por Eduardo Galeano (y al que nos hemos referido en otra habladuría http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2010/12/en-torno-los-exvotos.html ): “Infinitas gracias doy a la Virgencita de los Dolores porque antenoche mi mujer se juyó con mi compadre Anselmo y con eso él va a pagar todas las que me ha hecho.”