jueves, 28 de noviembre de 2013

Condiciones para el amor apasionado

No cabe duda que la gran prueba de amor está dada por el roce, la rutina, la permanencia, la cotidianidad. Quienes resisten y salen fortalecidos de tales vicisitudes, son amores de buena madera que no se dan al por mayor.
Es así que algunos autores han descubierto las enormes ventajas que tiene la distancia que separa a los amantes para la permanencia del vínculo; Aldoux Huxley aborda esta cuestión.
(…) la presencia física del ser amado puede ser, en alguna medida, una desventaja para el amor. El ser de carne y hueso eclipsa, digámoslo así, al radiante ideal concebido por la imaginación; la imagen fantaseada del amado que los amantes tan asiduamente decoran con los colores más brillantes a su disposición, y que es el verdadero objeto de su pasión.
Sentado a solas en su mesa de trabajo, el amante puede contemplar la imagen idealizada del ser amado sin ser distraído por las irrelevantes imperfecciones de su realidad física.
En esta misma línea hay quienes han observado que los grandes amores de la historia lo han sido precisamente por su imposibilidad para concretarlos. A ello se refiere Manuel Vicent.
(...) el amor siempre nace de una impotencia. Todos los grandes creadores que han escrito sobre el amor son gente que no lo han conocido. El ejemplo clásico y manido es el de Dante y Beatriz. Dante no consiguió nunca hablar con Beatriz. Si hubiera conseguido hablar con ella, y no digamos si se hubieran casado, se habría acabado todo, incluida La Divina Comedia. Dante, que veía pasar a esa adolescente, casi una niña, se encontró con Beatriz por primera vez cuando ella tenía 8 años y él 15, y ni siquiera hablaron. Después la ve pasar hacia la misa en una capilla de Florencia. Más tarde la ve, ya casada y, por último, se produce ese juego de miradas en la iglesia. Es precisamente esa dificultad la que crea el amor.
Por su parte Edmundo González Llaca sostiene que el amor apasionado de Romeo y Julieta tuvo mucho que ver con la brevedad de sus vidas.
Sin tener mayor idea de sicología creo que en Romeo, como todo aquel que llega al martirio por amor, hay una personalidad romántica y escéptica. El amor, y más aún el apasionado, dura muy poco, y no hay camino más seguro para preservar su idealización que morir rápidamente.
Romeo, quizá, estaba consciente de que la rutina con sus dientes húmedos y terribles acabaría con la flama brillante y espectacular de la pasión y dejaría los leños pálidos de la vida. Esto era demasiado para él. Mejor morir en la cumbre sagrada de la muerte, que esperar a que Julieta engordara y un día de tantos se quejara de lo mucho que había subido el espagueti en Verona.

martes, 26 de noviembre de 2013

El tiempo que transcurre en otro tiempo

Es posible caer en el error de considerar que la cronología proporciona unidades que rigen de la misma manera en toda circunstancia y lugar. Esto no es así: todos sabemos que una hora de dolor no tiene nada que ver con una de amor; un mes de vacaciones transcurre en forma muy diferente a uno laboral; etc.
 
Otro tanto sucede con los países, en donde la concepción del tiempo varía en forma considerable. La singularidad que este tema adquiere para el caso mexicano ya tiene su historia y Alejandro Rosas presenta un ejemplo de ello.
 
La alta sociedad mexicana no estaba preparada para formar parte de una corte imperial. Ni siquiera Juan Nepomuceno Almonte -hijo del insurgente José María Morelos-, nombrado gran chambelán de la corte, pudo cumplir con ciertos detalles de protocolo. El día que llegaron los emperadores a Veracruz, el 28 de mayo de 1864, debía estar en el puerto listo para recibirlos, y sin embargo, muy a la usanza mexicana, llegó tarde.
 
Ángel de Campo ofrece una mirada sobre este tema en un artículo publicado en El Universal el 14 de abril de 1896 en el que subraya la incompatibilidad del mexicano con el reloj.
 
El tenemos tiempo... es una de las fórmulas más breves pero más expresivas de este buen pueblo mexicano, pue­blo de lentitudes y de indolencias.
Aquí se adelantan los relojes cinco minutos, no para llegar antes a la cita sino para robarse esos trescientos se­gundos de dulce far niente; en las escuelas se conceden esperas al profesor, y si la cátedra no ha concluido antici­padamente se corta el discurso a toque de campana; se llega a las oficinas, a los despachos, a los bufetes, donde quiera, con algunas fracciones de hora de retardo, pero eso sí, se abandonan la misma porción de tiempo antes del plazo que marca el reglamento.
No hay, pues, relojes que valgan para nosotros; somos así, a ello nos hemos acostumbrado (…) Somos partidarios del último ins­tante y del último toque y del último aviso.
(…) se oye misa de doce y cuarto porque es la última, metiendo codazos y con suspiros de sofocación, no sin decir por lo bajo: ¡al fin vale desde el evangelio!; se entra al teatro cuando ya Fausto comienza a maldecir la vejez, y al concierto cuando el andante a la sordina se pierde en un rumor celestial (ruido de sillas, risas, ceceos) (…) por esta convicción de raza, hereditaria, congénita, como un vicio de conformación, que asoma a nuestros labios en esta for­ma... Todavía tenemos tiempo... (…) son trasuntos de nuestro modo de ser en un siglo en el que no se anda sino se vuela; en una época que el que no viaja en ferrocarril se trepa en una bi­cicleta; se escribe con taquígrafo o en máquina; se habla por teléfono y se muere repentinamente, y tenemos toda­vía valor de encararnos con el progreso y decirle en la conversación y en el editorial y en el aula y en la tribuna...
—Espérate para que te alcancemos... ¡al fin tenemos tiempo! —nuestro reloj social anda adelantado.
 
Por su parte Artemio de Valle-Arizpe refiere una anécdota en la que intervienen destacados personajes de su época.
 
Recuerdo ahora que (Amado) Nervo le dijo (a José F. Elizondo): -“Hombre, Pepe, ayer llegaste otra vez tarde a la oficina. Ya supe que entraste corriendo en la Secretaría y que te metiste de rondón en el elevador y allí, de manos a boca, te encontraste con don Justo (Sierra), quien te reprochó sonriente: “Qué tarde viene usted a su trabajo, amigo”, y que tú le dijiste muy azorado: “No, señor, el que llega temprano al suyo es usted”.
 
Mucho tiempo después Joaquín Antonio Peñalosa deja constancia que el tema mantiene vigencia.
 
La informalidad es vicio nacional. Lo que tienen de bien hechos, lo tienen de incumplidos, mecánicos, albañiles, pintores, fontaneros, costureras, toda la gama variopinta de oficios y artesanías, y aún el gremio caudaloso de los profesionistas.
Se comprometen con un trabajo, aceptan las condiciones, piden el inevitable adelanto y el trabajo no sale a flote, atascado como está de retrasos y peripecias. "Dése una vueltecita la semana entrante. Vamos a hacer todo lo posible. Mañana sin falta". (…)
La impuntualidad nos define, conforme el reloj nos estorba. El sentido del tiempo en el mexicano consiste en que el tiempo no tiene sentido. Da lo mismo mañana que pasado, el lunes que el martes, las siete o las ocho de la noche. "A ver cuándo, un día de estos". La imprecisión no puede ser más precisa. La palabra "mañana" nos brota a borbollones. Todo lo dejamos para mañana. Y como en verso de Lope de Vega, "para lo mismo repetir mañana".
Si el norteamericano, para quien el tiempo cobra un sentido económico, se ha apropiado, como tantas otras cosas ajenas, el viejo refrán español "no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy"; el mexicano, para quien el tiempo es ocio y anticipo de la eternidad, ha alterado el orden de la palabra del refrán, es decir, el orden de las realidades: "No dejes para hoy, lo que puedes hacer mañana".
Mansa tranquilidad para ver las cosas; sin fiebres ni carreras, que "no por mucho madrugar amanece más temprano" y “para qué dar tantos brincos estando el suelo tan parejo”.
El mexicano no siente el paso del tiempo como tampoco siente la distancia. Y puesto que lo vive anchamente sin pruritos de relojes y calendarios, apenas nota la diferencia entre noche y día. Por eso a cada momento se sorprende con éstas o parecidas exclamaciones: “Pero si ya se hizo tarde, ya es mediodía, ya es sábado, ya es noviembre". Toda una sorpresa descubrir la hora, el día, el mes, el año en que se vive.
 
Es así como la impuntualidad forma parte de la cultura nacional. El mismo Peñalosa profundiza en la cuestión.
 
Las siglas internacionales del "p.m." que el pueblo traduce "pasado meridiano", nacionalmente significan "puntualidad mexicana", es decir impuntualidad mexicana. (…)
Cuando uno llega a tiempo a una fiesta, una junta, una cita cualquiera, se encuentra con que los preparativos están a medias y los anfitriones desprevenidos.
"Llegó usted muy temprano". Llegar a tiempo es una descortesía y una notoria falta de educación. "En otras partes del mundo, pide disculpas quien llega tarde. En México se excusa el que ha sido puntual".
Del propio Marco A. Almazán, en su delicioso libro El rediezcubrimiento de México, es esta otra sagaz observación.
"A usted, por ejemplo, lo citan a las cinco de la tarde y a priori se hace el propósito de llegar a las cinco y media, sabiendo que la persona que lo ha citado no llegará antes de las seis. Y esta persona, al suponer que usted está pensando lo anterior, decide llegar entre seis y media y siete. O sea, que de cualquier manera uno de los dos tiene que soportar un plantón de una hora cuando menos. A pesar de que ambos arriban deliberadamente con retraso. De ahí que las citas en México se concierten de la forma más vaga posible: Te espero entre diez y once. Nos vemos a la tardecita. Ven alrededor del mediodía. De esta manera ninguna de las dos partes se compromete rígidamente, y ambas tienen un plazo bastante flexible para llegar tarde. De cualquier modo, una de las dos llegará más tarde que la otra, o sencillamente no llegará".
Es curioso, mientras el mexicano es impuntual en lo formal, es puntualísimo en lo informal. Lo único que empieza a tiempo en México son las corridas de toros, el fútbol y el cine. Todo lo demás, el trabajo, las clases, la boda, las juntas de negocios, las conferencias, todo va marcado con siglas de p.m.
 
Por otra parte Germán Dehesa identifica algunas singularidades de las que está hecha la imprecisión en el manejo del tiempo.
 
Elemento importantísimo en este sistemático descuacharrangue de la lógica cartesiana y el sentido racional de realidad es el manejo que los aguerridos aztecas hacemos del tiempo. Frente al tiempo pragmático de horas, minutos y segundos propio de los sajones, nosotros hemos concebido el vagaroso y poético tiempo mestizo implícito en locuciones como las siguientes: “te veo en la tardecita”, “no vuelvas muy noche, mijo”, “dése una vueltecita en unos diyitas”, “te hablo un día de éstos”, “nueve o diez te caigo, o tirándole a las once”.
 
Esta marcada ambigüedad tiene lugar también en lo que hace a las invitaciones y al respecto dice Peñalosa:
 
-A ver qué día vienes a comer a casa. (Son ganas de no invitar, porque no te precisan siglo, año, mes, día y hora).
A lo que el ingenuo invitado responde por las mismas:
-A ver cuándo. (…)
Y así pasan los días y ruedan las noches del mexicano hasta desembocar en la muerte, después de una vida entre relojes sin manecillas y calendarios sin hojas. A ver si hoy. A ver si mañana. A ver cuándo.
 
No es posible pasar por alto una unidad de tiempo que ha adquirido suma notoriedad, nos referimos al ahorita que es analizado por Dehesa.
 
De todas estas desquiciantes expresiones hay una que merece mención aparte: “orita vengo”. Es maravillosa. No compromete a nada y no significa nada, pero cumple cabalmente con esa formal cortesía que supuestamente nos caracteriza. Todos la hemos usado para abandonar una junta aburrida, para darle largas a un asunto que no nos interesa o para dejar a los amigos colgados con la cuenta en céntrico restaurante. Si además de decir “orita vengo” añadimos “no me dilato” todos deben entender que, por lo menos, durante varios meses no nos volverán a ver. Así le dijo a mi amiga Cuca su marido y coautor de las dos criaturas: “voy por cigarros. Orita vengo. No me dilato”. Diez años después reapareció de lo más formal y dispuesto a subsanar la falla. Fueron dos meses idílicos. Al cabo de ellos, me la encuentro con el rostro descompuesto y me dice “ya se volvió a ir”. Pues sí, le contesté, ha de haber ido por los cerillos.
 
Como no podía ser de otra manera el humor se hace presente por medio de un chiste muy conocido.
 
Un señor encuentra en el bolsillo de un saco que hacía mucho tiempo no usaba, el recibo correspondiente a unos zapatos que había dejado seis años atrás para reparar y a los que había olvidado recoger.
Con mucho escepticismo respecto a la posibilidad de reencontrarse con aquellos zapatos, llamó por teléfono a la zapatería y le respondieron:
-¿Eran unos zapatos negros a los que había que cambiarle la suela?
-Sí, esos mismos.
-No se preocupe, la próxima semana ya van a estar prontos.

jueves, 21 de noviembre de 2013

La torre Eiffel


Ir a París y no sacarse una foto junto a la torre Eiffel es como no haber estado en París. Al igual que la catedral de Notre Dame y el museo del Louvre, constituye uno de los más característicos emblemas de la ciudad luz.

Gregorio Doval proporciona una serie de pormenores de su construcción así como especificaciones en cuanto a su estructura.

El 31 de marzo de 1889, la construcción de la torre Eiffel se dio por acabada. La torre fue levantada cerca del Campo de Marte en veintiséis meses por un equipo permanente de sesenta obreros, siguiendo las indicaciones de los 5.300 planos elaborados por el equipo de ingenieros. Su altura inicial fue de 312,27 metros, aunque con la antena que posteriormente se añadió a su cúspide alcanzó los 320,75. Esta altura varía, de acuerdo con la temperatura y las condiciones ambientales, hasta en 18 centímetros. Su peso total es de 10.000 toneladas, 7.300 de las cuales pertenecen a su esqueleto metálico, lo que para sus dimensiones supone una estructura sumamente ligera (se ha calculado que, si se redujera a una escala 1:1.000, tendría 30 centímetros de altura y pesaría 7 gramos). Por centímetro cuadrado, la torre sólo ejerce una presión de 4,5 kilos sobre sus cimientos. La acción del viento hace que su cúspide metálica oscile en un arco de hasta 6 o 7 cm. Los pilares están orientados a los cuatro puntos cardinales y se inscriben en un cuadrado de 125 metros de lado. En total, la torre tiene 1.792 escalones y contiene 1.050.846 remaches metálicos. En 1980, la torre fue aligerada en 1.343 toneladas de peso, mediante recortes practicados en el suelo del primer piso, puesto que había engordado aproximadamente esos mismos kilos a causa de la batería de antenas y de los ascensores incorporados al diseño original.

 
Su construcción originó reacciones encontradas entre defensores y detractores por lo que a lo largo de su historia despertó controversia respecto a su valor artístico. Una nota de prensa da cuenta de las resistencias que en su momento provocó.

El 14 de febrero de 1887 apareció en le Temps una “Protesta de los artistas”, dirigida al director de los trabajos de la Exposición Universal, el Sr. Alphand. Las mayores figuras del mundo de las letras, de la música y de la pintura manifestaban su indignación ante el proyecto de Gustave Eiffel. Alexandre Dumas hijo, Francois Coppée e incluso Charles Gounod, denunciaban: “una torre vertiginosamente ridícula (...) que con su bárbara masa aplastará a todos nuestros humillados monumentos, todas nuestras arquitecturas empequeñecidas desaparecerán en este pasmoso sueño”. En otros lugres, la crítica adquiría pronto el cariz de un catálogo de insultos. Para Leon Bloy, la torre era “un candelabro verdaderamente trágico”; para Huysmans, un “supositorio lleno de hoyos”; para Verlaine, un “esqueleto de atalaya”. Guy de Maupassant hablaba de “un formidable monumento de Cíclopes que culmina en un ridículo y delgado perfil de chimenea de fábrica”...

                                              
Este último escritor al perder las esperanzas en la efectividad que pudieran lograr las protestas colectivas, decidió asumir una actitud de resistencia personal, tal lo narrado por Edward Said.
 
Se dice que poco después de construida la torre Eiffel -para la Exposición Universal en París, en la segunda mitad del siglo XIX-, el célebre escritor Guy de Maupassant solía andar por toda la ciudad quejándose de lo mucho que le desagradaba la gran estructura. Sin embargo, invariablemente iba a comer al restaurante de la torre todos los días. Cuando alguien le hizo notar esa conducta paradójica, Maupassant respondió sin inmutarse: "Voy ahí porque es el único lugar en todo París desde el que no se ve, y ni siquiera se percibe, la torre".

 
En un mundo tan pragmático como el que habitamos no han faltado impugnadores por su falta de utilidad. Sin embargo, de acuerdo a los cálculos de Pierre Sansot, ha servido como instrumento de medida. “Gracias a nuestra constitución física, el conjunto de Francia produce diariamente ocho millones cuatrocientos mil kilos de excrementos, es decir, más o menos el peso de la torre Eiffel.”

                                                                      
Aunque pensándolo bien, estimaciones como la precedente dejan la duda de si en realidad no se trata de una (poco) sutil crítica a tan famosa estructura...

martes, 19 de noviembre de 2013

La vida en los mercados

Desde hace muchos años desempeño mi trabajo en muy diversas ciudades y localidades por diferentes rumbos del país. Al iniciar mis viajes uno de mis maestros de referencia me sugirió que cuando llegara por primera vez a una población no dejara de ir al mercado para conocer algo de sus gentes, de su idiosincrasia, de sus producciones, de sus alegrías y de sus tristezas. Ello me permitiría -añadía mi maestro- saber con quiénes estaba trabajando. Sus consejos subrayaban la condición de que viviera esos mercados desde una mirada libre de prejuicios (o como diría Janusz Korczak con los ojos libres de las telarañas de la rutina).
 
Y es que México tiene vocación de tianguis y ésta le viene del pasado remoto. José N. Iturriaga retoma el asombro de la crónica de Bernal Díaz del Castillo a este respecto.
 
El más famoso y destacado cronista de la Conquista, Bernal Díaz del Castillo, soldado de Hernán Cortés, hace minuciosas descripciones del mercado de Tlatelolco, en la capital mexica, y de los cotidianos banquetes que le servían al emperador Moctezuma II, lo cual permite asomarnos a las mesas de muy diferentes clases sociales. Con relación al primer asunto, hemos seleccionado algunas citas de su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España:

Desde que llegamos a la gran plaza, que se dice TIatelolco, como no habíamos visto tal cosa, quedamos admirados de la multitud de gente y mercaderías que en ella había […] Pasemos adelante y digamos de los que vendían frijoles y chía y otras legumbres y yerbas. Vamos a los que vendían gallinas, gallos de papada [guajolotes], conejos, liebres, venados y anadones, perrillos y otras cosas [por supuesto, para comer] […] y también los que vendían miel y melcochas y otras golosinas que hacían como muéganos […] Pues pescaderas y otros que vendían unos panecillos que hacen de una como lama que cogen de aquella gran laguna, que se cuaja y hacen panes de ello que tienen un sabor a manera de queso [aquí Bernal se refiere al ahuautle o hueva de mosca acuática, que desova sobre el agua ese caviar, hoy cada vez más escaso].
 
En los murales de Palacio Nacional, Diego Rivera dejó su versión de estos mercados prehispánicos que tuvieron tantas similitudes con los actuales.
 
Gonzalo Celorio presenta una extraordinaria descripción del mercado que queda por sus rumbos de Mixcoac y que provoca a los diversos sentidos con sus colores, aromas, texturas, sonidos. “El mercado se oye: los que invitan a comprar, pásele marchante, ¿va a querer aguacate?, ¿qué va a llevar?, y los que todavía pregonan el gas, el agua, la miel de colmena. Y los discos de música ranchera o guapachosa que a todo volumen se anuncian a sí mismos.” Los mercados ajustan su vida propia de acuerdo al calendario festivo y el de Mixcoac, de acuerdo con Celorio, no es excepción alguna.
 
En la época navideña, que año con año hace sus vísperas más dilatadas por aquello de que «La Navidad es la venganza de los mercaderes contra Jesús por haberlos expulsado del templo», según reza el aforismo de Edmundo O'Gorman, la calle de Tiziano alberga una abigarrada sucesión de puestos de esferas y de luces para los árboles de Navidad, de figuras de nacimiento de muy desiguales tamaños entre las que los niños Jesús, cuestión de jerarquías, son más grandes que las vírgenes que los parieron, como si el misterio de la madre virgen no fuera suficiente, de musgo y de heno y de portales y, en alternancia con los nacimientos y toda su parafernalia, los santacloses de plástico y los renos y los trineos en la calurosa altiplanicie mexicana.
Después de Navidad, cuando uno todavía no está repuesto de tantos festejos acumulados -porque en la ciudad de México sí hay carnaval, cómo no, aunque dura los cuarenta días que dura la cuaresma, desde el 10 de diciembre hasta el 10 de enero-, adviene la gran venta del juguete para la noche de los Reyes Magos. Desde tres días antes, la calle se llena de bicicletas, de carritos, de muñecas, y la industria del juguete electrónico, con sus sonoridades de ráfaga y su agresividad de ametralladora láser e intergaláctica, desplaza año con año a los juguetes tradicionales de trapo, vidrio o madera: el balero, el trompo, el yo-yo y las canicas, cuyas temporadas configuraban las cuatro estaciones de los años de mi infancia.
Después de Reyes, la calle toda se convierte en una sastrería celestial donde se visten niños dioses para la fiesta de la Candelaria. Los que han sufrido lastimaduras en codos, dedos o rodillas se someten al quirófano de los restauradores y todos estrenan sus ropones albos de encaje y sus huarachitos de cuero, sus resplandores de hojalata y se sientan, por primera vez, en sus sillitas faraónicas de palo.
Y de ahí hasta septiembre, cuando el mercado celebra las fiestas patrias con banderas mexicanas de todos los tamaños, que se desplazan en sus carros de madera como si la patria fuera de juguete, tan íntima y tan suave como la quería López Velarde; y con nuestros héroes de independencia estampados en bandas tricolores de plástico: Hidalgo un poco asustado, Allende sonriente y valeroso, la Corregidora, siempre de perfil, enigmática como la luna.
Después, a finales de octubre, la celebración de los muertos: las flores de cempasúchil, las calaveritas de azúcar en espera de su nombre, los anafres con incienso y copal, los dulces de ocasión: la calabaza en tacha, el camote, los higos... todo en alternancia con el pujante Halloween y sus máscaras de monstruos de televisión y sus brujas de mentira.
Hasta que vuelve la Navidad con sus dulces de colación y sus piñatas, las cañas, las limas, las mandarinas, los perones y los cacahuates de a montón.
De marzo a agosto no hay otra fiesta que los mangos. Los mangos petacones primero, verdes, para comerlos con su salecita, su limoncito y su chilito piquín, y los portentosos mangos de Manila después, que son el mejor invento de Dios y prueba irrefutable de su existencia.
Las celebraciones del mercado llegan hasta mi casa y se meten por puertas y ventanas. En Navidad oigo los villancicos españoles y El niño del tambor hasta perder el espíritu navideño. La noche de Reyes no puedo salir de casa porque los juguetes llegan hasta mi puerta y la clausuran, al menos por esa noche de regateo y de bochinche. Los días de muertos chicos y de muertos grandes llega hasta la cocina el olor del copal y todo lo que en ella se prepara necesariamente se vuelve ofrenda.

Además de los mercados situados en lugares que fueron construidos para tal fin, están los tianguis sobre ruedas a cuya instalación alude José Joaquín Blanco.
 
(…) en Pachuca y Agustín Melgar (…) un centenar de hombres vacían camiones de carga y empiezan a montar un “mercado sobre ruedas”, tan nostálgico de esencias rurales y nacionalistas. Se descargan primero cantidades de tubos armables (pintados, ¡oh! de rosa mexicano) que hombres (…) emplayerados y entenisados (…) distribuyen, atornillan, atan rápidamente como si jugaran al mecano, hasta construir puestecillos y techarlos con tela (también rosa mexicano).
                                                                      
El reconocido poeta chileno Pablo Neruda, quien vivió una temporada en México, no fue ajeno a su seducción.

Porque México está en los mercados. No está en las guturales canciones de las películas, ni en la falsa charrería de bigote y pistola. México es una tierra de vasijas y cántaros y de frutas partidas bajo un enjambre de insectos. México es un campo infinito de magueyes de tinte azul acero y corona de espinas amarillas.
Todo esto lo dan los mercados más hermosos del mundo. La fruta y la lana, el barro y los telares, muestran el poderío asombroso de los dedos mexicanos fecundos y eternos. 

Al decir de Salvador Novo, “un mercado retrata el estómago nacional, de lo que se alimenta el mexicano, lo que lo nutre y lo que le da la diversidad y el sabor”.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Fichados por la publicidad

Vivimos tiempos complicados para la intimidad dado que es virtualmente imposible –literalmente hablando- mantener la discreción en lo que hace a nuestras vidas. El tema del espionaje entre países se lleva todos los créditos pero no es conveniente olvidar la vigilancia con que la publicidad doblega nuestro derecho a reservar información propia. Y es así que todos formamos parte de un sinfín de listas, nóminas, bases de datos, etc. A este respecto señala Homero Alsina Thevenet
En la práctica, las sociedades tienden a fichar al individuo cada vez que éste hace su declaración para el censo o para el impuesto, cada vez que abre una cuenta bancaria o que pide un crédito, cada vez que compra una casa o un automóvil. Después los datos fichados se intercambian entre empresas, lo cual explica que el suscriptor a una revista reciba ofertas para suscribirse a otras. Las aplicaciones políticas de esas listas pueden ser temibles. Como lo cita (Arthur R.) Miller en ese libro (Assault on Privacy), "Solamente los ermitaños pueden evitar ser incluidos en listas, pero en ese caso probablemente ingresarán a la lista de ermitaños que haga alguien".

Las listas que uno integra son dinámicas y van cambiando con la edad. Prueba de ello es que hace algún tiempo recibía en mi dirección electrónica propaganda no solicitada de autos modernos, viajes a lugares exóticos, equipos deportivos, tarjetas de crédito y condominios en la riviera maya.

De unos años a esta parte el cambio fue notorio cuando comenzaron a llegar ofertas en planes de seguro de retiro, viagra con un 30% de descuento y residencias especializadas en el cuidado de adultos mayores (sic). Lo que me preocupó más aun fueron los anuncios que respondían a necesidades personales más específicas: pelucas, implante de cabello, reuniones de fin de semana para conocer mujeres de más de cincuenta que andan en búsqueda de un señor maduro porque “también” quieren rehacer su vida. ¡Ah, caray! Confieso que hago lo posible por evitarlo pero a veces me gana la paranoia y empiezo a desconfiar de personas muy cercanas que me están traicionando al pasar información personal al gran hermano publicitario.

Ayer en la mañana pensaba que mi siguiente escala en esto de la publicidad no solicitada sería recibir ofrecimientos de previsión en servicios fúnebres... Parece que fue telepático: parece que me identificaron como nicho de mercado y en la tarde allí estaba la invitación que ponía énfasis en evitarle problemas a mi familia que de esa manera guardaría un buen recuerdo de mí. Por tanto debería estar agradecido ante la amabilidad de quienes se preocupan por mí al ofrecerme un excelente servicio mortuorio, digno de personas de mi categoría.

martes, 12 de noviembre de 2013

Efectos especiales


Al preguntar qué tan buena es determinada película es posible recibir la siguiente respuesta: “Regular, pero los efectos especiales son excelentes”. Quien ande corto de memoria o carezca de información puede suponer que esto de los efectos especiales es algo de nuestro tiempo, sin embargo alcanza con asomarnos a la historia para ver que sus antecedentes son remotos.
 
En la época del cine mudo era usual que los propios espectadores emitieran los sonidos adecuados para las diversas imágenes. Por ejemplo, en escenas de peleas la platea emitía con diverso énfasis expresiones como: ¡zás!, ¡baf!, ¡puf! Como la necesidad orienta al mercado fue surgiendo el oficio del explicador quien con sencillez iba narrando la secuencia del film así como también el de creador de ruidos que era desempeñado por alguien que conocía las películas de memoria e iba desplegando diversos efectos sonoros adecuados a la escena. Hubo quienes solo se valían de sus propios recursos fonéticos y también aquellos que se acompañaban de apoyos adicionales como latas, maderas, monedas, campanas, etc.
 
Con el transcurso del tiempo el oficio fue ganando jerarquía y a quienes lo desempeñaban se les comenzó a identificar con el nombre de ambientadores; se cuenta que cuando su actuación era destacada, el público reconocía su trabajo con un aplauso prolongado. Todo parece indicar que no cobraban por su labor, siendo su único beneficio poder entrar gratis al cine y seguir la película desde alguna butaca situada en lugar privilegiado. Claro que tampoco faltaron los espontáneos. Un ejemplo de ello es narrado por Guillermo Sheridan.
 
El más conmovedor suceso registrado en la historia del cine provinciano sucedió en Saltillo. Inauguraban el «Cinema Encanto, un encanto de cinema» y estaban presentes las autoridades civiles, militares y religiosas. A media función un señor tuvo a bien soltar un pedo verdaderamente gargantuesco. Se tuvo que suspender la función y la ira generalizada obligó a que se encendieran las luces. Los vecinos del meteórico lo delataron sin piedad y fue expulsado oprobiosamente de la sala. Se reanudó la función. Diez minutos más tarde se oyó una voz en la sala que gritó esta solicitud discreta y a todas luces esperanzada: «Que dice el que se peyó que si lo perdonan». Como es previsible, lo perdonaron, pues ¿quién puede tener tan duro el corazón para privar a alguien de un final feliz?
 
En ocasiones se agregaba otro tipo de efectos especiales originado en las precarias condiciones de los locales cinematográficos. El mismo Sheridan evoca una de estas situaciones.
 
Una vez veíamos en Monterrey Lawrence de Arabia: miles de guerreros perecían de sed en el desierto. De pronto, cayó una catarata del techo del cine: se había roto una tubería que había anegado el plafón azul añil hasta vencerlo. Era conmovedor: los ingleses chillaban pidiendo «¡water, water!» detrás de una cortina de agua que bañó a cuatro filas incrédulas.                      
 
Por aquellos entonces las salas de cine podían devenir en campo de batalla de tal forma que la realidad de la platea se ponía mucho mejor que la ficción de la pantalla. Un ejemplo de ello lo narra Refugio Bautista Zane al citar al capitán Juan González Hurtado quien cuenta que
 
en una función de cine a la que asistieron soldados carrancistas y zapatistas en la ciudad de Toluca, los primeros se sentaron en la planta baja y los segundos en la parte superior. Los de esta última posición, tiraban basura y escupían a los de abajo. Cuando comenzó la función, había una escena donde el villano arremetía a la muchacha. Al ver esto, los zapatistas sacaron sus pistolas disparando sobre la pantalla para matar al agresor. Los carrancistas, al oír los disparos, sacaron sus armas generándose una balacera.
 
¡Esos eran efectos especiales!
 
Las diferencias sociales se ponían de manifiesto en que los cines más elegantes y exclusivos contaban con un pianista que iba siguiendo las diversas escenas de la película con una melodía adecuada; por supuesto que los tonos de fondo de una persecución o instante de suspenso no eran los mismos que acompañaban los muy discretos romances propios de la época.
 
Como es de suponer, la llegada del cine sonoro significó una verdadera revolución y originó no pocas resistencias por parte de un público habituado a ambientadores y pianistas. Ni se diga el temor que ello generó en los actores del cine mudo que sabían que la irrupción de la banda sonora exigía otro estilo de actuación. Paco Ignacio Taibo I señala que el epitafio al cine silencioso que se despedía lo propuso Salvador Novo: “Hay algo que jamás se le podrá quitar al cine mudo; en sus salones se dormía mejor”.
 
Un problema complicado que se presentó en los cines de antaño estuvo ocasionado  por la moda del sombrero femenino. Mil veces se les pidió a las damas que se quitaran sus sombreros dentro de la sala y mil una ellas se negaron: con la cabeza descubierta se sentían como desnudas.
 
Las molestias para los cinéfilos han variado en forma notoria: aquellos sombreros típicos de los grandes cines de antaño se han ido, pero a las pequeñas salas de la actualidad han llegado refrescos y cubetas de palomitas que a juzgar por su tamaño deberían resistir no sólo la duración de una película sino de un festival entero. 

jueves, 7 de noviembre de 2013

Cuando el revisionismo apunta a los refranes


Los refranes están revestidos de un aire de infalibilidad que, cuando menos en muchos casos, les queda demasiado grande. Es por ello que diversos autores proponen una mirada crítica sobre algunos enunciados del saber popular.

Noel Clarasó recuerda que Hemingway cuestiona el proverbio “dime con quién andas y te diré quién eres” y que en su argumentación propone el siguiente ejemplo: “Los once amigos de Judas eran todos irreprochables, y ya sabéis él lo que hizo.” Añade Clarasó que cierto humorista se permitió modificar el dicho: “Dime con quién andas y te diré quién te acompaña.”

Por su parte Paul Tabori busca desmentir al proverbio turco que afirma: “Si Alá te da autoridad, también te dará la inteligencia necesaria para que sepas mandar”. Concluye Tabori: “Como muchos proverbios, éste es al mismo tiempo peligroso y falso. Por lo que se refiere a la burocracia, la adquisición de autoridad muy frecuentemente determina la pérdida de la inteligencia, la atrofia de la mente y un estado crónico de estupidez.”

Para Jorge Ibargüengoitia el dicho de que “al que madruga Dios le ayuda” carece de fundamento histórico y a este mismo respecto Perich sostiene que “las empresas han tenido que colocar un reloj marcador a la entrada, porque con eso de la libertad religiosa hay mucho ateo entre los obreros”.

El conservadurismo se hace presente en el decir popular; Fernando Mirza alude a ello.

Incluso en nuestro idioma un refrán es testigo sonoro de lo profundo que está arraigado en nuestra cultura la invitación a evitar el riesgo que supone lo nuevo: “más vale mal conocido que bien por conocer”. Nuestra inteligencia debería haberse indignado mil veces con este refrán.

También hay afirmaciones populares discriminadoras como la que limita las posibilidades en el sentir de quienes tienen problemas de visión. En relación a ello Gustavo Fierros señala que “(...) en el más sólido reino del prejuicio, un difundido e inapelable refrán otorga a la mirada los derechos de la pasión: ‘Ojos que no ven, corazón que no siente’.”

Acerca de que “perro que ladra no muerde”, Luis Melnik sugiere no olvidar que “hay quienes recomiendan tener cuidado, porque suele ocurrir que el perro que ladra no muerde... mientras ladra”.

Y ya que hablamos de perros no olvidemos a los gatos. El de la voz en este caso es Max Aub para quien el dicho de “pasar gato por liebre” que tiene tan mala fama, en realidad alude a un negocio del modelo ganar-ganar.

¿Qué mejor y más provechoso que vender gato por liebre? ¿Quién pierde? ¿El gato? No, que pasa por liebre. ¿La liebre? No, que sigue viviendo, gracias a la treta. ¿El que se lo come? Tampoco, que se figura comer liebre y la saborea como tal. ¿El que la vende? Menos, que gana por lo menos doble.

En otro orden de cosas Antonio Muñoz Molina cuestiona duramente el uso que se ha dado a un refrán de connotación religiosa.

A Dios rogando, dice un refrán terrible, y con el mazo dando, y yo siempre que lo oigo me estremezco al pensar que el mazo siempre acaba dando en la cabeza de alguien, y que el fragor público y amenazante de ciertas oraciones deja siempre un rastro de descalabrados y descabezados, de infieles o herejes a los que es lícito exterminar, o que por lo menos no merecen la protección de la misericordia divina. El mazo, el hacha, la hoguera, la espada de filo herrumbroso, el fusil automático, la lluvia de azufre o de radiactividad, no han dejado de flagelar a los seres humanos en el nombre de Dios desde hace milenios. Da la melancólica impresión de que el único progreso irreversible es el de las técnicas de exterminio, o el de la difusión de las exhortaciones a la matanza, que antes se hacían a gritos roncos en las plazas, y ahora se multiplican en teléfonos móviles y en conexiones vertiginosas de Internet.
Dios nos coja confesados, sobre todo a los que, como decía Luis Buñuel, son ateos por la gracia de Dios.
 
Por último pocos refranes tan políticamente incorrectos como el de “matar dos pájaros de un tiro”. ¿De qué se trata?, ¿de ahorrar en balas o cartuchos? No cabe duda que dicha afirmación debe contar con muy poca simpatía por parte de los movimientos ecologistas.                                

martes, 5 de noviembre de 2013

Un padre difícil


La relación entre padres de familia y maestros no siempre tiene lugar en términos de armonía y cordialidad. Hay quienes señalan que este desencuentro se ha vuelto cada más frecuente en años recientes que se caracterizan por un fuego cruzado de mutuas acusaciones y disputas por el origen de los problemas educativos. Sin negar lo anterior, es importante destacar que siempre han existido padres difíciles que no comulgan con los usos y costumbres propios de la llamada disciplina escolar. O que existen reglamentos escolares que son muy injustos en la opinión de algunos padres.

Tal fue el caso, hace ya muchos años, de Alejandro Jodorowsky quien inscribió a su hijo Brontis (en ese entonces de 8 años de edad) en un colegio considerado como progresista en la ciudad de México. Poco tiempo después de iniciados los cursos, el niño comenta a su papá que lo han expulsado de la escuela por tres días. Interrogado acerca de cuál fue el motivo, respondió: “Bueno, en el baño recién pintado de blanco había un bote de pintura negra. Metí ahí una mano y la estampé en la pared. El director me llamó, me dijo que era un niño malo y como castigo me expulsó. Dice que tú tienes que pagar el volver a pintar.”

Para las pocas pulgas del multifacético artista aquello fue demasiado, por lo que envió la siguiente carta al director de la institución escolar:


Un baño es menos importante que la mente de un niño. Si un baño se daña, puede repararse. La mente de un niño si se daña, difícilmente puede repararse. Cuando usted dijo a Brontis que era “malo” por haber estampado la huella de su mano entintada de negro sobre un muro blanco, cometió un error. ¿Qué es “un niño malo”? Cuando ponemos etiquetas es porque tememos enfrentar la realidad. Un niño no es malo. Puede tener problemas, faltarle una vitamina, no amar las materias que se le enseñan o bien estar tratando de romper los límites de una educación caduca. Quizás Brontis quiso expresarse artísticamente. Comprendo lo aburrido que debe de ser cagar todos los días en una sala de baños blanca. (Si usted ha leído los trabajos de Jung sobre el significado creativo de la defecación en el niño, estará de acuerdo conmigo en que los retretes infantiles deberían estar adornados con todo tipo de dibujos y colores.) Una mano llena de pintura que se estampa en una pared o en una tela es la manifestación más pura del instinto pictórico. Usted puede encontrar una huella de mano en los grabados prehistóricos y también en Miró, Picasso y muchos otros pintores célebres. Para serle franco, aplaudo que el niño se exprese imprimiendo su mano con el color que sea sobre un muro del color que sea. El que la «mancha» sea negra y el sitio «ensuciado» blanco, es probable que le haya hecho caer en un juego mental lleno de símbolos que agravan el caso: blanco igual a novia-leche-himen-asepsia-hospital; negro igual a mancha-sucio-pobreza-enfermedad-muerte. Para un taoísta, que acepta la muerte como algo bello y no como algo terrible, un poco de negro sobre una extensión blanca es una manifestación normal de la vida. En fin, le propongo una solución. Si usted la acepta no retiraré a mi hijo de su digna escuela: debemos continuar la obra artística de Brontis. En vez de pagar el volver a pintar de blanco, le enviaré muchos botes de pintura diferentes. Usted le dará permiso a sus alumnos para que llenen el baño de manos estampadas de todos los colores.

 
A juzgar por la conclusión del mismo Jodorowsky da la impresión que el director no estuvo de acuerdo con su propuesta: “por supuesto, tuve que inscribir a Brontis en otro colegio”.