martes, 31 de julio de 2018

Anna y Fedia o las preguntas que no se hacen


Sin pretensiones de originalidad podemos partir de que el amor es un misterio, que hay tantas razones distintas para enamorarse como seres humanos existen. Es comprensible que desde diversas disciplinas se aborde el tema buscando explicaciones pero tanto las que proceden de culturalistas como de organicistas, se quedan muy cortas, constituyen simples aproximaciones a su objeto de estudio.

Vistos desde fuera muchos amores son incomprensibles; Wislawa Szymborska alude a uno de ellos.

La primavera de 1867, casi inmediatamente después de contraer matrimonio, Dostoyevski, que entonces contaba cuarenta y seis años, partió desde Rusia en dirección a Alemania junto a su joven esposa de veinte años. Resulta difícil tildar a esta partida de viaje de novios o de luna de miel. En realidad, el escritor huía de sus acreedores, y la principal motivación de su marcha eran los casinos almenas, en donde pensaba amasar una gran fortuna. (…) Anna lo amaba de veras, con admiración, ciega y humildemente. (…) Desde un punto de vista objetivo, Anna vivió junto a su Fedia un infierno de miedo, incertidumbre y humillaciones. Desde el subjetivo, experimentó también junto a él la felicidad: solo le bastaba con una sonrisa o una buena palabra y las lágrimas se secaban. Anna se quitaba de buen ánimo la sortija de su dedo, los pendientes de sus orejas, y el último chal de sus hombros para que Fedia pudiese venderlo todo, jugárselo y perderlo de nuevo. Todo lo que pudiese, aunque fuese por un solo instante, producirle placer o servirle de consuelo en sus fracasos era también un consuelo y una satisfacción para ella. Veía el mundo a través de los ojos de él, asimilaba sus opiniones, compartía sus complejos e imitaba su desagradable desprecio por todo lo que no fuese ruso. Con el corazón en un puño, velaba por él cuando Fedia tenía –y por entonces tenía muy a menudo- ataques de epilepsia; soportó con perseverancia sus súbitos cambios de humor o sus escándalos en las tiendas, restaurantes o casinos. Anna estaba embarazada por aquel entonces y lo pasó especialmente mal, quizá, a consecuencia de las constantes tensiones nerviosas. Pero, como ya he dicho, era feliz a pesar de todo, quería serlo, se las arreglaba para serlo y era incapaz de imaginar una felicidad mayor que la suya… Tenemos ante nuestros ojos uno de esos grandes amores.

Como en tantas otras ocasiones aquel amor resultaba inexplicable a ojos y corazones ajenos, por lo que –continúa Szymborska-:

“Ante tales circunstancias, los observadores ajenos se preguntaban: “¿Qué debe de ver ella (él) en él (ella)?”.

Frente a estos investigadores de amores ajenos, Wislawa Szymborska reacciona con vehemencia:

Mejor no hagamos ese tipo de preguntas: los grandes amores nunca tienen explicación. Al igual que un arbolillo en una ladera rocosa, uno nunca sabe cómo crecerá, qué es lo que lo sostiene, de dónde saca su sustento o qué milagro es el que hace que broten esas verdes hojas. Pero ahí está con su verdor; es evidente que ha hallado en ese lugar lo necesario para vivir.

O sea que al decir de doña Wislawa el amor acampa allí donde encuentra lo necesario para vivir.

jueves, 26 de julio de 2018

El peligro de los regresos


Ciudades que nunca se han abandonado, ciudades que un día se dejaron atrás, ciudades de llegada, ciudades entrañables, ciudades hostiles, ciudades con balcón al mar, ciudades de interior y serranía… En otra ocasión nos hemos referido al vínculo tan especial que mantenemos con el lugar en donde nacimos (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2014/12/la-ciudad-en-que-nacimos.html). Ahora iremos por otros rumbos.

Regresar es un verbo muy complicado. Tanto que hay quien dice que uno nunca regresa a ningún lado. Así las cosas, cuando después de mucho tiempo se vuelve a una ciudad entrañable, el resultado puede ir de lo extraordinario a lo desolador. Algo muy próximo a esto último le sucedió a Robert Walser (la traducción y compilación es de Francisco Uzcanga Meinecke).

Un día, en pleno verano, llegué a una ciudad en la que había vivido hacía tiempo pero que llevaba ya varios años sin visitar. Tenía la ciudad un aspecto tan pálido, tan desangelado, que temí por ella. Recorrí las callejuelas conocidas de antaño con la vaga esperanza de que su vista me recreara y deleitara, pero sucedió todo lo contrario; me deprimí, y un abatimiento extraño, indescriptible, se apoderó de mi ánimo desengañado.

Transcurría el comienzo del siglo. En aquel año de 1908 la divergencia entre lo recordado y la realidad no pudo ser mayor; continúa Walser

Todo me parecía tan muerto, las personas semejaban fantasmas. Las pálidas fachadas me contemplaban hostiles y yo les devolvía la mirada lleno de desconfianza. Las mujeres no me parecían mujeres, los hombres no me parecían hombres, y yo mismo me había convertido en un triste fantasma en este entorno triste y fantasmal.  

Caminar por lugares conocidos que ya no lo eran, visitar la casa de la infancia que ahora resultaba ajena, fue sumiendo a Robert Walser en la nostalgia, en la tristeza, en el desánimo.

Deambulé de un lado a otro como si estuviera herido, habría deseado sentarme en la acera y empezar a llorar como un animal, como un pobre perro que acaba de perder a su amo querido y bondadoso. Era una ciudad sin estrellas, sin luna, sin sol. Seguí apesadumbrado mi camino. Y me vi arrastrado hasta una casa, ¡oh!, una casa a la que había ido muchas veces. En esa casa había vivido antes, y ¡con qué alegría solía entrar y salir! Ahora me era imposible concebirlo. Subí temeroso las escaleras en mal estado. La congoja me acompañó hasta arriba del todo, y volví a ver entonces el cuarto oscuro en el que viví antaño, pero era un cuarto diferente. No lo reconocí. Semejaba un féretro, y un gélido escalofrío me recorrió la espalda.

¿Sería posible que este panorama mejorara por medio del reencuentro con la mujer amada del ayer? Todo lo contrario: su ausencia hizo aún más profundo el dolor.

Fui luego en busca de una mujer a la que había querido mucho, pero la gente me miraba con extrañeza e incomprensión, como si preguntara por una mujer que hubiera vivido hacía mil años. Qué dulce y bondadosa era. Todavía sentía las suaves caricias de su mano en mi frente, y al proseguir mi camino imaginé que se iba a presentar delante de mí y besarme. Pero no se presentó nadie, ningún conocido.

Aquel regreso tan deseado, terminó como jamás se hubiese esperado. “Todo, todo era extraño. Nada tenía ya valor para mí, y para ellos, las personas extrañas, yo tampoco tenía ningún valor.” Para Robert Walser ya no hubo otra opción: “Di la espalda a la ciudad y seguí caminando.”

En fin, antes de regresar parecería recomendable el pensarlo muy, muy bien.


martes, 24 de julio de 2018

Preguntas pertinentes


En donde uno se descuide tantito es posible que caiga en el error de suponer que lo que hoy es indispensable en nuestra vida, existió desde siempre. Y en caso que nos enfoquemos al gremio de los escritores, cabría preguntarnos cómo acometerían su obra cuando no existía la máquina de escribir (menos aún la computadora), Internet, Google, Wikipedia, Amazon, libros electrónicos...

Por otra parte muchos han sido (y son) los escritores aficionados -si no es que adictos- al té o al café así como al tabaco, hasta el extremo de considerar que el consumo de estos productos atrae su inspiración. A Wislawa Szymborska le intrigó el punto.

Si en otro tiempo no se conocían estas benditas bebidas, ¿cómo se las arreglaba la literatura sin ellas? ¿Cómo se escribían todas esas grandes obras? ¿Con qué se activaba Platón cuando se despertaba medio atontado por las mañanas? ¿Qué hacían los miembros de la ekklesía cuando la presión atmosférica se hacía insoportable? ¿Cómo se las arreglaban los hipotensos, entre los que probablemente se contaban Teócrito, Horacio o Tácito? ¿Qué bebían para avivar el desfallecimiento de la vena creadora? (…) Habrá que hacerse a la idea de que  cuando a los Tucídides, Aristóteles y Virgilios les invadía el sueño mientras trabajaban, hundían la cabeza en agua fría y, después de eso, resoplaban y volvían al trabajo. Algo que nos resulta extraño e inconcebible…

Una vez que Szymborska exceptúa de estas consideraciones a los autores chinos (que utilizaron el té desde el pasado remoto), continúa con sus reflexiones.

Los creadores de la cultura europea aún esperarían algunos siglos para gozar de tal suerte. Las musas ya no ayudaban a san Agustín, y por entonces no había aún Lipton. Compadezcámonos de Dante, quien, en su recorrido a través de los círculos del infierno, debió de ser presa de una desalentadora fatiga de vez en cuando, pero ni siquiera en sus mejores sueños podía aparecer Satán con un café espresso en la mano. Pensemos en ese manuscrito con las Lamentaciones de Jan Kochanowski sobre el que no cayó ni una sola gota de té, ni siquiera oolong… Pensemos en El Quijote, escrito sin una sola cuchara de café, ni siquiera de chicoria…

Hasta que

(…) ¡al fin!, llegarían tiempos más comprensibles para nosotros, es decir, la época del café, el té y –digámoslo también- el tabaco. La comedia humana nadó en un mar de café. En un lago de té, Los papeles póstumos del Club Pickwick. Y en una emulsión de humo de tabaco vinieron al mundo Pan Tadeusz, El corazón de las tinieblas, La montaña mágica

Para poder inspirarse, algunos escritores no sólo dependían del café sino también de la cafetería; Luis Fernández Zaurín ejemplifica el punto.


Para escribir, el italiano Claudio Magris, autor de El danubio o Utopía y desencanto, prefiere la soledad en compañía:
-En casa no puedo escribir, necesito aislamiento, y la cafetería es un aislamiento especial, es el sitio donde la soledad se verifica en medio de los demás. (…)
José Luis Sampedro explica que, para captar historias, se provee de un audífono y se sienta en una cafetería dejando sobre la mesa el aparato. Para disimular saca un libro y hace como si leyera, aunque lo que realmente hace es escuchar las conversaciones de las personas, que hablan sin imaginar que nadie les oye. Mientras escucha, toma notas que más tarde utilizará para elaborar sus novelas. Al final el escritor concluye que las señoras mayores son sus preferidas porque son las que cuentan más anécdotas.

En opinión de Szymborska los escritores que desconocieron el té y el café se han hecho merecedores de un reconocimiento muy especial por parte de sus lectores. “Pero deberíamos rendir mayor homenaje a los autores antiguos, quienes tuvieron que arreglárselas sin todo eso y consiguieron unos resultados igualmente buenos.” Eso sí –especula la autora- a quienes trabajaron para ellos la convivencia no les habrá resultado cosa fácil aun cuando tuvieran menor carga laboral. “Seguro que para la servidumbre (si la había) no era sencillo vivir con ellos, pero al menos entre sus obligaciones no se encontraba la de moler café a todas horas, limpiar con agua hirviendo las teteras y vaciar los ceniceros llenos.”

Finalmente Wislawa Szymborska, con aire de confidencia, pone punto final: “Y con eso terminaré, sin haber llegado a ninguna conclusión.”

Lo que por cierto nos tiene tan sin cuidado a numerosos lectores para quienes sus artículos nos resultan tan indispensables como el té, el café y el tabaco.

jueves, 19 de julio de 2018

Desconectarse para poder comunicarse


No es novedad para nadie el que muchos cambios históricos suelen presentarse en forma pendular, de tal forma que de un extremo se pasa al otro. A los momentos de represión le siguen etapas caracterizadas como de “destape”. Después de mucho bregar para tener una vida más cómoda y confortable, los avances tecnológicos condujeron a una existencia sedentaria con todos los efectos negativos para la salud que ello conlleva. Así que luego de hacer todo lo posible para no moverse han proliferado los gimnasios donde hay que pagar para hacer ejercicio y evitar los daños ocasionados por la inmovilidad.

Algo parecido es lo que comienza a suceder de un tiempo a esta parte con los dispositivos tecnológicos que nos obligan a vivir conectados día y noche. Una nota de prensa publicada por el periódico Clarín en junio de 2016 daba cuenta de diversas iniciativas que buscan frenar este proceso.

La tecnología hizo posible un poder que siempre fue exclusivo de los superhéroes: estar en más de un lugar al mismo tiempo. Y mientras que algunos lo disfrutan, otros extrañan las épocas pasadas y bregan por la desconexión, al menos por un rato. Ese es el caso de Jeb Koogles y Andrés Wind creadores de Disconnect, una iniciativa que propone “un modo de vida más balanceado entre el mundo tecnológico y el mundo real”. Bajo esa premisa realizan Silent Reading Parties. Se trata de encuentros de lectores en un espacio público –centros culturales, hoteles, bares- en el que cada uno asiste con un libro en papel para dedicarse a una lectura silenciosa, sin la interrupción de dispositivos electrónicos.

Estas propuestas también han llegado al terreno del turismo y la administración del tiempo libre.

La “desconexión” también llegó a la industria del turismo. En Estados Unidos, “Digital Detox” organiza campamentos de verano para adultos en los que las pantallas están prohibidas. Los encuentros duran cuatro días y los asistentes hacen yoga, practican deportes o participan de talleres de escritura, música y cocina.
También hay hoteles tradicionales que ofrecen programas para desintoxicarse del mundo digital (…) Los huéspedes que quieren participar dejan el celular o la tablet en una caja fuerte ubicada en la recepción y a cambio reciben un listado con sugerencias de actividades anti tecnológicas: material de lectura, un juego de mesa (…) Todo para relajarse y disfrutar de una estadía offline.
Otros establecimientos eligen no brindar Wi-Fi.

Continúa la nota informando que existen iniciativas de este tipo en el sector restaurantero, donde es habitual que la tecnología genere incomunicación entre los comensales.

Los restaurantes también dan batalla. Es que, a la hora de las comidas, se da una postal clásica de la era del smartphone: dos personas se sientan a la mesa y en lugar de conversar, se dedican a chatear, contestar mails y chequear las actualizaciones de las redes sociales. (…) Por eso ofrecen descuentos sobre el total de la factura o invitan un postre o un café si los comensales se desprenden de sus celulares durante la comida.

La conclusión es paradójica cuando los promotores de estas propuestas procuran desconectar… para poder conectar. “Pero estas iniciativas encierran una paradoja: ¿por qué quieren desconectarse sus defensores? Para conectarse… No es un juego de palabras, ellos consideran que la tecnología entorpece el encuentro con sí mismos y con el otro, y que sólo es posible restablecerlo en modo offline.”

Y hay quienes dicen que esto recién está en sus inicios…

martes, 17 de julio de 2018

Y la Doña tenía razón


En este mismo espacio ya hemos referido diversas situaciones que tuvieron a María Félix como protagonista. Una nota de prensa publicada en estos días nos invita a evocar nuevamente a la Doña. Fue ella misma quien describió el vínculo tan estrecho que durante la niñez y la adolescencia la unió a su hermano Pablo, tal como lo narra Enrique Krauze:

(...) me contó, me reveló, la historia de su primer amor. Recordó los paseos a cabaIlo abrazada a él, como soldadera, recordó su voz y su guitarra, su lunar en la mejilla, sus ojos claros, los rizos de su pelo rubio, su apostura cuando llegó a Guadalajara vestido con su riguroso uniforme militar. Las piernas le temblaban al verlo. Le decía el Gato y sobre su sentimiento acuñó una frase memorable: "El perfume del incesto no lo tiene otro amor".

Esta delicada situación no pasó inadvertida para sus padres, quienes optaron por actuar en forma preventiva. “María, en efecto, ‘abría sus entretelas’. Me refirió que al advertir el embrión amoroso entre ella y su hermano Pablo, sus padres decidieron cortar por lo sano. Enviaron a Pablo al Colegio Militar.”

Y fue algunos años después que en el Colegio Militar de Popotla encontraron el cuerpo sin vida de Pablo. El parte oficial hablaba de suicidio; para María nunca hubo dudas al respecto: su hermano fue asesinado. Ese dolor inmenso tocaría su vida para siempre, tal como –continuando con el relato de Krauze- quedó de manifiesto en la película La Generala.

En la vida de María, ficción y realidad se han confundido frecuentemente pero nunca con la carga de significación de su última película: La Generala. En ella aparecen dos hermanos: Manuel y Mariana San Pedro. "Entre ellos existe -según la sinopsis de la productora Churubusco- un gran cariño y algunas actitudes que permiten suponer un amor incestuoso." Manuel muere asesinado. Mariana lo llora, abre su ropero y se pone su ropa, sus pantalones negros, y opera una transfiguración. Desde ese instante será la "Generala". Más adelante conoce a Alejandro Escandón, que es la viva estampa de su hermano. Él le pide que se casen, que abandone su vida revolucionaria. Ella acepta, y se hubiesen casado de no ser porque en la última escena la Generala muere acribillada. En la vida real es Pablo, el hermano de María, el que muere. Se sabe que María Félix, sobre todo en sus últimas películas, ajustaba los diálogos e incluso la trama a su gusto. Es como si hubiese hecho cuarenta y siete películas para decir eso, que ella hubiera preferido morir en vez de su hermano. Como no fue así, se calzó los pantalones y se lanzó al mundo a buscar una imagen que la reconciliara con su biografía, que fundiera a los dos hermanos en uno. La última imagen de María Félix en el cine es ésa: acribillada poco antes de casarse con Alejandro, que es como decir su hermano. “Sólo he sido una mujer con corazón de hombre”, una mujer con el corazón de Pablo, su hermano.

Enrique Krauze quedó intrigado respecto a las circunstancias en que tuvo lugar la muerte de Pablo, por lo que decidió investigar el caso y con ese objetivo recurrió a una fuente que consideró altamente confiable.

Saliendo de su casa me comuniqué con un historiador y militar que quiero y respeto: el general Luis Garfias. Le pedí que gestionase la búsqueda del expediente de Pablo Félix Güereña, de quien sólo tenía el nombre y la certeza de que había pasado por el Colegio Militar en los años treinta. Días más tarde me llamó para decirme que lo había localizado.
Al recibir el documento comprobé el parecido impresionante entre los hermanos -el mismo clarísimo lunar en la mejilla- y apuré nerviosamente las páginas para confirmar la hipótesis que como una ráfaga me había cruzado al escuchar la narración de María. Guiado como por un imán la encontré.

La revisión de esos documentos le permitió al historiador confirmar que se trató de un suicidio e interpretó que María Félix se había construido una visión de los hechos totalmente distanciada de lo acontecido. “María negó la versión del suicidio. No quise mostrarle el documento. Lo hubiera negado también. Su hermano ‘había sido asesinado, punto’.”

Y aún más, Enrique Krauze concluye con una reflexión en torno a las limitaciones insalvables para escribir una biografía tomando como base el testimonio del protagonista.

Fue entonces cuando comprendí que escribir su biografía era, en sentido estricto, imposible. Como género hermanado a la historia, la condición primera de la biografía es la búsqueda de la verdad. Por definición, la verdad no puede emanar del sujeto mismo de la biografía, así tenga la "sesera" prodigiosa de María Félix.

Por lo tanto la negación del suicidio de su hermano por parte de la actriz parecía ser una forma de resistencia, un autoengaño para atenuar el sufrimiento.

Y así quedó la cosa.

Hasta hace unos días en que apareció una nota en el periódico El País (13 julio de 2018) firmada por Almudena Barragán que retoma el caso.

La información hasta ahora conocida cuenta que José Pablo Félix Güereña se suicidó después de ser enviado al Colegio Militar de Popotla en la Ciudad de México. Durante muchos años se insistió en que el joven tenía una fuerte depresión que le empujó a quitarse la vida. Según la versión oficial, el cadete se disparó en la sien en 1929.

A continuación la nota de Barragán aporta nuevos datos que surgen de la investigación llevada a cabo por la escritora Martha Zamora.

Sin embargo, un nuevo descubrimiento apunta a que los hechos no sucedieron tal y como se habían contado hasta ahora. Una investigación realizada por la escritora Martha Zamora –incluida en su próximo libro Heridas. Amores de Diego Rivera- revela que el hermano de María Félix fue asesinado en la Navidad de 1937 dentro de la escuela militar. Ochenta años después, nuevos documentos demuestran que a José Pablo le dispararon y su asesinato fue ocultado de la manera más sigilosa.

Seguramente hay un error en la nota dado que la diferencia en las fechas de la muerte son significativas: según la versión oficial habría sido en 1929 mientras que de acuerdo a la nueva información habría acontecido en 1937. Pero sigamos con el artículo de Almudena Barragán

“Para investigar la verdad es preciso dudar de todas las cosas”, dice Martha Zamora, quien tardó 11 meses en encontrar la prueba que confirmara sus sospechas: el acta de defunción del joven. "Cadete del Colegio Militar de 24 años, muerto el 26 de diciembre de 1937 por herida de proyectil de arma de fuego", se lee en el documento. “La causa de la muerte en el acta era poco precisa. No especifica dónde recibió el disparo. Si la herida de bala fuera en la sien, así se hubiera especificado”, relata Zamora, quién empezó a sospechar del misterio que envolvía esta muerte y que en la actualidad sigue guardándose con celo. Pese a las solicitudes de información de la escritora, el Ejército mexicano no ha ofrecido ninguna respuesta, argumentando que no pueden proporcionar esa información. (…)
Martha Zamora se dio cuenta que el informe forense arrojaba mucha más información que el acta de defunción del muchacho. El médico forense lo describió como un "homicidio", algo que omitieron en el acta de defunción. El papel dice además que José Pablo tenía un golpe en un ojo y un disparo en el pecho a corta distancia, "lo que induce a asumir que el agresor era una persona conocida de la víctima", explica Zamora. Pese a las evidencias demostradas por el Ministerio Público, el procurador de justicia en el Distrito y Territorios Federales (equivalente al Fiscal General del país) ordenó que no se le realizara la autopsia al cadáver. "Fue solicitado por un alto personaje del Gobierno y el cadáver se llevó al Hospital Militar, según lo que dice un artículo de prensa esa misma noche, sin firma. De ahí, a enterrarlo", detalla la escritora, quien desmiente con su investigación cómo se había contado la muerte de Pablo Félix hasta ahora. Entre ellas, la versión de Sergio Almazán autor de la novela biográfica de la actriz Acuérdate María (2014), que sostiene que el joven se suicidó.

Muchos indicios llevan a Martha Zamora –siempre citada por Barragán- a sospechar en este asunto.

"Llama la atención la premura con que se llevó a cabo todo el trámite, su entierro inmediato pese a la muerte por herida de arma de fuego", dice Zamora. "Al no tener examen postmorten no conocemos la trayectoria de la bala ni su calibre. No se hizo examen de pólvora en sus manos, ni se sabe si el cuerpo se movió de lugar, nada que aclare lo que sucedió. Las fotografías tomadas en el levantamiento del cadáver no están en el expediente", analiza la escritora.
El cadáver de José Pablo apareció en el depósito del Escuadrón de Cadetes, un lugar poco transitado del Colegio Militar, en un momento en el que la escuela estaba prácticamente vacía por tratarse de las vacaciones de fin de año.

En su nota Almudena Barragán comenta -que de acuerdo con las investigaciones realizadas por Zamora- entre las muchas irregularidades del caso se encuentra la explicación oficial de los hechos que rápidamente se hizo circular en la prensa.

La escritora sospecha que igual que alguien aceleró el entierro de Pablo, también se encargó de enviar una versión "fabricada" de lo sucedido al periódico más importante de México. El artículo que publicó el Excélsior daba más detalles que el propio forense: "Se privó de la vida el cadete P. Félix Güereñas. No dejó ninguna carta (...) por lo que el móvil que lo impulsó a matarse está en el misterio", dice el artículo. "Algunos compañeros dicen que aunque se le veía con mujeres, sabían bien que de ninguna de ellas estaba enamorado y para él constituían amoríos pasajeros, por lo que no consideran que se trate de una decepción amorosa".
"El periódico dice que Pablo tenía 21 años, en realidad tenía 24. También cuenta el tipo de arma que fue utilizada y que esta se encontraba junto al cadáver, sin embargo el Ministerio Público nunca documentó tal cosa", replica Martha Zamora mientras enumera las inconsistencias del caso.
Por último, el lugar donde fue enterrado el hermano de María Félix fue una fosa perteneciente al Gobierno de la Ciudad de México en el Panteón Sanctórum cerca de Toreo y la Calzada México Tacuba. Del lugar donde reposa Pablo y el Panteón Francés de San Joaquín, donde está la capilla de la familia Félix, hay solo una tapia que les separa. "Ella enterró ahí a sus padres y a su hijo pero, aunque declaraba no haber dejado de pensar nunca en el hermano, aparentemente no visitó su tumba", cuenta Zamora. Pese a todo estaba muy cerca del resto de la familia. "Probablemente no se pudo lograr la exhumación del cadáver de Pablo debido a que la familia Félix no contaba con documentos de propiedad de la fosa", argumenta la autora de la investigación.

Las preguntas no se hacen esperar: ¿por qué María Félix estaba tan segura de que su hermano había sido asesinado?, ¿alguien le proporcionó esa información?, ¿quién mató a Pablo Félix?, ¿por qué encubrieron el acto?, ¿quiénes ordenaron difundir la versión oficial?, etc.

Así pues, al cabo de los años descubrimos que la Doña tenía razón.

Cuando menos hasta hoy. Ya se sabe cómo es esto de la historia que siempre está abierta a revisionismo. Bien pudiera suceder que en un tiempo apareciera una nueva investigación que…

jueves, 12 de julio de 2018

La inevitable subjetividad


Hay quienes tienen fama en cuanto a que las versiones de sus relatos están bastante apegadas a la realidad, mientras que en el otro extremo se encuentran quienes son conocidos porque sus narraciones tienen poco, muy poco, que ver con lo acontecido. Sabido es que por lo general las versiones libres resultan mucho más entretenidas e interesantes que las que son fieles al original. Así, cada quien cuenta –entre familiares, amigos y conocidos- con un capital de dominio público por lo que hace a su credibilidad. Ahora bien, ni aun el relato más austero y sosegado es totalmente fidedigno. Y nada menos que Carmen Martín Gaite, reconocida experta en estos menesteres, será quien aclare la cuestión.

La versión de lo escuchado, al elaborarse de acuerdo con preferencias y circunstancias personales, modifica siempre, en mayor o menor medida, el acontecer real del discurso tal como se produjo, aun cuando exista la sincera pretensión de estarlo transcribiendo de modo fidedigno, y en eso estriba la estimulante levadura del material narrativo en perenne variación, así como las dificultades que opone al análisis. Quien se pone a dar cuenta de un relato a cuyo nacimiento asistió, se siente tentado simultáneamente a dar noticias de esa gestación y proceso introduciendo su propio personaje de narrador, en el cual le resultará difícil no complacerse. Si este elemento de complacencia se desorbita -y se desorbita muchas veces- puede llegar a erigirse en protagonista de la historia escuchada quien pudo o debió quedarse en mero soporte de ella.

Uno de los medios por los que la subjetividad, o versión editada del relato, se pone de manifiesto es el tono de voz. Continúa Martín Gaite

Nos hacía mucha gracia, por ejemplo, reparar en que, cuando alguna de aquellas señoras -eran casi siempre señoras- introducía en la narración un “y entonces me dijo ella”, la voz que recitaba a continuación el texto escuchado no solamente se volvía ahuecada y fingida, como en una representación teatral, sino que solía adquirir un retintín airado para subrayar el tono cruel o de mala crianza que en general se atribuía a las frases pronunciadas por la persona sustituida, mientras que los “y yo le dije” eran casi indefectiblemente precursores de mansas y pacientes razones acompañadas de angelical cuando no martirizada sonrisa.

Avisados (que ya los otros deberán avisarse en cuanto a nosotros…)

martes, 10 de julio de 2018

Si esto es religión, entonces, Señor, líbranos…


Uno de los temas clásicos en el ámbito religioso es el excesivo cuidado que tienen algunos creyentes en todo lo que tiene que ver con el rito y la normatividad, al mismo tiempo que reaccionan con indiferencia –y en casos extremos, con intenciones acomodaticias- ante acontecimientos muy graves de su tiempo.

Muchos son los autores que se han referido a ello y en esta ocasión presentaremos una muestra de ellos. Aldous Huxley en 1939 –año de inicio de la Segunda Guerra Mundial- reaccionó vehementemente ante esta escandalosa contradicción.

En rigor, casi podría decirse, con verdad, que la preocupación con los ritos y las ceremonias religiosas, contribuye a separar efectivamente a las personas de las sociedades en que viven. Existen demasiados hombres y mujeres que creen que pueden despreocuparse de todo, una vez que han repetido escrupulosamente las frases prescriptas, o que han hecho los gestos adecuados y que han observado los “tabús” tradicionales. Para estas personas, la realización de una costumbre tradicional, se ha convertido en un sustitutivo del esfuerzo moral y de la inteligencia. Huyen de los problemas que les plantea la vida real y se refugian en el ceremonial simbólico; descuidan sus deberes para consigo mismo, para con su prójimo y para con su Dios (…)

Con intención de aclarar aún más su punto de vista, Huxley toma en consideración una situación vivida poco tiempo antes.

Permítasenos citar un ejemplo reciente de estas cosas. A principios del Otoño de 1936, el “Times”, en Londres, anunciaba que quedaba prohibido, en adelante, por consideración a los sentimientos religiosos, que los hidroaeroplanos bajasen sobre el Mar de Galilea. (…) He aquí, un “sentimiento religioso” que se siente profundamente agraviado, porque los aeroplanos puedan posarse sobre la lisa superficie de aguas reverenciadas, pero que (…) no encuentra nada que sea particularmente ofensivo, en la idea de que estas mismas máquinas, puedan arrojar fuego, tóxicos y explosivos sobre los habitantes de ciudades indefensas.

Algunas décadas después, el sacerdote jesuita Luis Pérez Aguirre también abordaba la cuestión desde una perspectiva teológica.

Un Dios que se desinteresa del hambre, que permanece impasible ante el analfabetismo, la tortura, los genocidios y que se preocupa por el contrario de la religiosidad, de la regularidad del culto y de la pureza legal es imposible que exista, es un ídolo, es un abominable fetiche. Sólo cabe desembarazarnos de él.

A manera de conclusión, Aldous Huxley imploraba: “Si esto es religión, entonces, Señor, líbranos de toda criminal estupidez semejante.”

Así sea.

jueves, 5 de julio de 2018

Leer no es garantía para ser mejor persona


En otra ocasión hemos visto que leer no necesariamente nos hace más felices (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2018/06/literatura-y-felicidad.html). Ahora al preguntarnos si enriquece el desarrollo personal concluimos en un famoso lugar común: depende, ya que la lectura no asegura en todos los casos ser mejor persona. Para  abordar el punto citaremos a diversos autores, comenzando con Miguel Ángel Serna quien niega que leer constituya una verdadera necesidad.

Está por verse eso de que los libros sean necesarios. Conozco a mucha gente estupenda, mejor que yo, que vive sin leer y a la que no le pasa absolutamente nada. Igual los que tenemos un problema somos los que tenemos que depender de unos objetos raros en los que otra gente ha ido poniendo cosas para estar vivos.

Aun así, concluye aceptando que en su caso es cuestión de sobrevivencia: “Una vez dicho eso, yo sé que si no tuviera libros me tiraría por un puente.”

Por otro lado Fernando Savater discrepa con la afirmación que sostiene que el hombre culto (en sentido libresco) es más sabio. “Conozco a hombres totalmente carentes de espíritu, en el sentido fuerte de la expresión, que frecuentan a Shakespeare y traducen de corrido a Homero, mientras que hay auténticos sabios que nunca han sentido interés ni por uno ni por otro.” Pero no sólo es cuestión de sabiduría; José Luis Melero –reconocido experto en cuestiones bibliográficas- también aborda el tema de la confianza.

Los libros no nos hacen necesariamente mejores. Más cultos y más libres (dependiendo de cuáles sean nuestras lecturas) tal vez sí, pero no mejores personas. Todos conocemos a gentes de gran calado intelectual en las que no confiaríamos nunca (ya decía Connolly, como nos recordó Daniel Gascón, que con los hombres que hablan de ética todo el tiempo no puedes dejar a tu mujer ni media hora) y a gentes que no han leído un solo libro con las que nos iríamos al fin del mundo y a las que daríamos confianzudamente la espalda sabiendo que no van a traicionarnos jamás.

Daniel Pennac también le entra al debate asumiendo que el vínculo con los libros incide -por lo general- positivamente en el desarrollo personal; sin embargo no deja de reconocer que se presentan excepciones. “La idea de que la lectura ‘humaniza al hombre’ es justa en su conjunto, aunque experimente algunas deprimentes excepciones. Se es sin duda algo más ‘humano’, y entendemos por ello algo más solidario con la especie (algo menos ‘fiera’), después de haber leído a Chéjov que antes.”

Por su parte Juan Domingo Argüelles va aún más allá al sostener que la actividad lectora tiene una buena prensa que a todas luces es inmerecida. “Estamos llenos de creencias que no resisten el menor análisis. Una cosa es saber leer y otra muy distinta ser persona de bien o siquiera inteligente. Sería extraordinario que en el espíritu del lector siempre habitara una conciencia noble, pero darlo por hecho está más en el terreno de la superstición que de la razón.” Y ya en este terreno son varias las voces que coinciden en que la lectura no mejora a las personas; una de ellas es la de Víctor Cabrera

Proclives a mitificar cualquier malentendido, hemos conferido al libro y la lectura poderes ilusorios o, cuando menos, exagerados. ¿De verdad leer nos vuelve buenas, mejores personas? Entre grandes lectores –no es un secreto- abundan la mezquindad y la hipocresía, el chisme, la envidia y la maledicencia. No sería aventurado, entonces, postular que, amén de todas sus virtudes conocidas, la lectura también tenga el defecto de convertirnos en cretinos. Eso sí, cretinos ilustrados.

Sabido es que los regímenes totalitarios promueven publicaciones que les son favorables al tiempo que prohíben autores y títulos que estimen adversos. Muchos son los ejemplos que la historia proporciona a este respecto. Sin embargo George Steiner –citado por Juan Domingo Argüelles- afirma que la lectura en particular y la cultura en general no bastaron para enfrentar a esos regímenes.

En Lenguaje y silencio, George Steiner se muestra perplejo ante el hecho, por todos conocido, de que ni la alta cultura ni la educación superior hayan constituido, en la Alemania nazi, barreras infranqueables contra la barbarie. Si la cultura y la educación son fuerzas humanizadoras que –generalmente se admite- transfieren su mejoría a la conducta, ¿cómo fue posible que en esa gran nación alemana, plena de cultura, con universidades tan extraordinarias, haya surgido la inhumanidad de Hitler?
Steiner es incisivo en su perplejidad:
No se trata sólo de que los vehículos convencionales de la civilización –las universidades, las artes, el mundo del libro- fueran incapaces de presentar una resistencia apropiada a la brutalidad política, sino que a veces se levantaron para acogerla y para tributarle sus ceremonias y su apología.

José Luis Melero profundiza en esta línea al detenerse en el caso concreto de Hitler en tanto aficionado a la lectura y poseedor de una selecta biblioteca.

(…) Viene esto a cuenta de la biblioteca de Adolf Hitler, uno de los hombres más justamente detestados en la historia de la humanidad. Hitler fue un lector voraz y compulsivo y reunió una biblioteca importante de unos 16.000 volúmenes distribuida entre Berlín y su residencia de verano en Berchtesgaden. Leyó mucho a Schopenhauer (a la directora de cine Leni Riefenstahl le confesaría que fue su maestro) y a Nietzsche, pero también a Goethe, Dante, Ibsen, Tagore… y disfrutaba con novelas clásicas como Los viajes de Gulliver, Robinson Crusoe, La cabaña del tío Tom o el Quijote (…) Hoy se conservan 1.244 volúmenes de su biblioteca, repartidos entre la Biblioteca del Congreso de EE.UU. y la John Hay Library de la Universidad de Brown, confiscados por el ejército norteamericano en Berchtesgaden, la Cancillería de Berlín, el archivo central del Partido y el domicilio privado de Hitler en Múnich, según ha contado recientemente Juan Baráibar en Libros para el Führer. Entre esos libros se encuentra el Oráculo Manual y Arte de Prudencia de Baltasar Gracián, que, a la vista está, leyó sin ningún aprovechamiento.

En próximos artículos daremos amplia respuesta a la pregunta -tan presente en esta sociedad utilitaria- de ¿para qué sirve la lectura? Pero por lo pronto permítasenos citar una pequeña muestra de quienes, aun reconociendo limitaciones, destacan la importancia de la lectura; tal es el caso de José Israel Carranza

Parece más sensato, en lugar de esperar efectos mágicos (que, por leer, alguien llegue a ser mejor persona), dejar sencillamente que los libros sean, antes que ninguna otra cosa, lo que tienen que ser: un mero gusto, una forma de procurarse un placer, a la disposición de quien sea que le dé la gana, cuando sea y sin que la experiencia tenga que reportarle nada más.

Finalmente Tania Tagle concluye: “Estoy harta de que digan que leer te hace mejor persona, es absolutamente falso. Pero qué feo ser mala persona y además ser ignorante.”

martes, 3 de julio de 2018

La ingenua confianza


Hay quienes viven desconfiando permanentemente de todos de tal manera que a sus ojos nadie es lo suficientemente probo como para depositar la confianza en él. Difícil vivir así.

En el reverso de la cuestión se encuentran aquellos que confiaron en quienes no debieron hacerlo. Los costos son enormes, en particular en el ámbito de la política. Uno de estos casos, muy doloroso por cierto, tuvo como protagonistas a Salvador Allende y Augusto Pinochet. El presidente confiaba en el jefe militar, uno de sus hombres de confianza quien a la postre lo traicionaría y -como veremos- todo parece indicar que Allende ni se enteró de ello. Sostiene Miguel Ángel Campodónico que

(…) según Mauricio [Rosencof], es muy posible que Allende, debido a su condición de masón, confiara en hombres del ejército que integraban su misma logia, que equivocadamente hubiera depositado en ellos una confianza que al final resultó trágicamente excesiva. En tal sentido, Mauricio señala que en pleno bombardeo de La Moneda, Allende preguntaba insistentemente “¿dónde está Augusto?, ¿dónde está Augusto?”, reclamando por Pinochet en quien, aparentemente, confiaba todavía para que pudiera enfrentar con éxito la grave situación.

En otra versión del mismo momento, Carlos Caillabet afirma que según algunas versiones el presidente Salvador Allende hasta poco antes de morir se condolía por la situación que pudiera estar sufriendo Pinochet en aquel aciago 11 de septiembre de 1973. “Y cuenta uno de los sobrevivientes del asalto a La Moneda que el presidente Allende, antes de ir a la muerte, dijo: ‘Pobre Pinochet, dónde lo tendrán’.”

En relación a este tema Caillabet añade que “Karl Marx decía que el error más perdonable es confiar en los hombres. Yo agregaría que puede ser el más caro. Aún así vale la pena equivocarse.”
Sin embargo las dudas allí están: “Pero mi padre me enseñó que siempre se debe desconfiar pues para confiar hay tiempo. No sé.”