Tiempos hubo en que la censura (tanto política
como moral) ejerció un rígido control sobre todo material filmográfico que
pretendiera exhibirse al público, recayendo en el censor el deber de “proteger”
a la población de todos los excesos que pudieran afectarla. Según Jorge
Ibargüengoitia la actitud del censor respecto al público “es la de un médico lleno
de salud convencido de que todo lo que el paciente come le hace daño: considera
que lo ideal es tenerlo a suero”. El cine (al igual que los libros, el teatro,
las artes plásticas, etc.) puede constituir un peligro de consideración para la
sociedad a la que hay que defender. Continúa Ibargüengoitia: “Siguiendo este
razonamiento hasta sus últimas conclusiones (…) lo ideal, también, sería que no
hubiera libros o que nadie supiera leer, y todavía mejor sería que nadie
entendiera lo que dicen los demás para no transmitirnos malas ideas en la
conversación.”
En opinión de Carlos Monsiváis el
principio de la censura deviene de un concepto paternalista y actúa frente el
supuesto “libertinaje” (excesivamente confianzudo ante los poderes), por lo que
en esta forma de ver las cosas “las libertades son un regalo y no una
obligación primordial del Estado”. Claro está que en ese entorno tanto directores
como productores -muy cuidadosos de su dinero- se guiaron con estrictos
criterios de autocensura, pero aun así fueron muchas las películas que quedaron
enlatadas durante décadas.
En la historia de la censura hubo algunos
momentos especiales como el origen de la Oficina de Cinematografía al que se
refiere Jorge Ibargüengoitia.
Las circunstancias
en que nació este organismo fueron muy especiales. Según parece, durante la
segunda Guerra Mundial, el cine mexicano tuvo un crecimiento notable, debido en
parte a que invadió mercados que en tiempos normales estaban saturados con
películas extranjeras. Al terminar la guerra, la tendencia cambió. Aumentó la
competencia, el cine mexicano perdió mercados y la industria se contrajo. Esto
significó que quedara sin trabajo parte del personal y ociosas numerosas
instalaciones. Para salvar la situación a alguien se le ocurrió el negocio:
consistía en alquilar el personal y las instalaciones que tenemos, a compañías
extranjeras, que vinieran a hacer sus películas en México, con un ambiente
exótico y a un costo menor que el que hubiera causado hacerlas en Estados
Unidos.
Aquí vuelve a
entrar la imagen cinematográfica que tienen los extranjeros de los mexicanos. A
alguien en el gobierno se le ocurre: "No vamos a facilitar el personal y
las instalaciones que tenemos, el paisaje mexicano, tan rico en contrastes, el
calor de nuestra hospitalidad, etc., para que vengan gringos a filmar inditos
dormidos debajo de un nopal, corriendo despavoridos delante del general
Pershing, revolcándose en un basurero o robándose una cartera. Eso no lo
permitiremos jamás. Hay que supervisar a las compañías extranjeras".
Así nació una
nueva forma de la censura. Cada compañía extranjera que venía a México a filmar
una película tenía obligación de dedicar una partida para pagar el sueldo de un
individuo que a su vez tenía por obligación vigilar que no se filmaran escenas
que nos denigraran o que presentaran una imagen falsa de México.
Nótese que esta
tarea que parece sencilla es en realidad casi imposible. Gran parte de las
escenas que vemos cualquier día en la calle -por ejemplo, familias comiendo
helados de la "Siberia"- si las vemos en el cine, en una película
extranjera, creemos que fue hecha con intención de denigrar al pueblo de
México.
Otro aspecto
interesante de esta época inicial de la Oficina de Cinematografía es que el personal que
empleaba, es decir, los censores, eran en su mayoría escritores, jóvenes
entonces, liberales, que hubieran rechazado furiosos una cortapisa a su
"creación". Regresaban después de veinte días en Acapulco con todos
los gastos pagados a decirnos a los que no habíamos ido: "¿Sabes qué me
dijo Orson?" -por Wells.
Desde imaginar hasta
dónde actuaba la censura por aquellos tiempos en que “las malas palabras” no debían
pronunciarse en recintos públicos. Al respecto señala Carlos Monsiváis
En
los cuarentas, en una película como Charros
contra gángsters, el jefe de la banda Juan Oriol, avisado del fracaso de un
asalto, podía decir: “Me lleva la…” para verse interrumpido por una voz
temperante: “Cálmese, jefe, no llegue a esos extremos.” Todavía Viento negro (1965) de Servando González
aturdió y sorprendió con un “¡carajo!” que resonaba triunfal y aplastante, del
mismo modo en que aparecía casi blasfema la frase de María Félix –Dior en la
línea de fuego- en La Cucaracha
(1958): “Échales mentadas que también duelen.”
Agrega Monsiváis que los desnudos
llegaron más tarde, “(…) el cuerpo aún no tiene existencia reconocida como lo
prueba la paciencia del cine mexicano que esperará la década de los sesentas
antes de incluir la visión (relámpago) de dos seres desnudos en la misma cama.”
No siempre la censura prohibía la exhibición,
tal como sucedió con algunas películas que aun con muchos reparos pasaron el
control. Para esos casos la Iglesia tenía (¿tiene?) comisiones especializadas
en clasificar los filmes en diversas categorías y desaconsejar a sus fieles de asistir
a determinadas funciones. Al respecto señala Gumaro Morones
Aún no hace mucho tiempo,
existía en todo el país -y todavía hoy se observa en algunos rincones de
provincia- una sana costumbre. Consistía en colocar cada semana, junto a las
puertas de las iglesias, una hoja de papel pegada en una tabla. La hoja, en
mecanografía rudimentaria de beata bienintencionada pero incapaz, pregonaba la
opinión de la iglesia sobre las películas que se exhibían en los cines de la
localidad.
Vestigio tal vez del Santo
Oficio, pretendía dictar la conducta cinematográfica de la población,
clasificando nada menos que en seis renglones la moralidad de cada cinta:
A
Para niños
B-1
Para adolescentes
B-2
Para adultos
B-3
Para adultos con inconvenientes
C-I
Desaconsejable
C-2
Prohibida por la moral cristiana
El resultado, naturalmente,
era el contrario al propuesto.
Adolescentes inquietos y
viejos rabo-verde encontraban allí las mejores indicaciones sobre lo más
estimulante de la cartelera.
Desde luego, también se corría
a veces el riesgo de llevarse un chasco, porque el criterio de moralidad se
basaba en ocasiones -aparentemente- tan sólo en qué tan "feo" sonaba
el titulo. Así pasó, por ejemplo, con dos célebres películas que en México se
llamaron: Pasión de los fuertes y Pasiones secretas. La primera resultó
ser un western de las buenas épocas, ingenuo y heroico. La segunda recreaba una
parte importante de la vida de Freud. Y claro, en ninguna de las dos pudieron
ciertos aficionados presenciar las escenas "a la francesa" que
prometía la clasificación.
Pero fuera de esos casos -más
bien raros-, la tablita junto a la puerta de la iglesia solía ser un seguro y
certero informador que despertaba calenturientas expectativas a medida que
avanzaba en el abecedario y la numeración. De suerte que una de las mejores
recomendaciones era comentar: "¡Está en C!".
Con lo cual el diseño del
enemigo alcanzaba una perfección pocas veces lograda en eso de conseguir lo
contrario de lo que supuestamente se desea. En todo caso, es una verdadera
lástima que costumbre tan sana esté en vías de extinción.
Claro está que la censura no se limitaba
al cine y Carlos Monsiváis recuerda lo acontecido con el libro Los hijos de Sánchez.
Los escándalos
enconan periódicamente esta filantropía, como sucede en 1965 al republicar el
Fondo de Cultura Económica Los hijos de Sánchez
de Oscar Lewis. El argumento de quien acusa, la Sociedad Mexicana de Geografía
y Estadística, es indivisible: el libro denigra
a México porque muestra una pobreza corrupta, promiscua y mal hablada. Si el
pueblo se expresa así, es una limitación culpable y ocultable y un extranjero
no tiene derecho a exhibir nuestras lacras.
Por su parte Emilio García Riera
menciona, sin confirmar el dato, que ha tenido noticias acerca de que la
censura también alcanzó a la ópera.
Se me ha dicho que
está prohibida en México —no sé si es cierto— la ópera de Giacomo Puccini La
fanciulla del west, basada a su vez en la pieza teatral norteamericana de
David Belasco The Girl of the Golden West (cuatro veces llevada al cine
por Hollywood; la última, en 1938, con Jeanette MacDonald y Nelson Eddy). El
héroe de la pieza —no sé si de la ópera— es un falso bandido mexicano que en
ningún libro de cine escrito en inglés logra llamarse Ramírez, sino Ramerez,
Rimarrez o Rimarriz. En la ópera se cantan cosas como: Banditti messicani!”,
pero creo que bastaría con hacer sonar más fuerte a la orquesta para que
inconveniencias como ésa no se oyeran y se podría en cambio disfrutar el aria
del tenor (...), que nada tiene de ofensiva.
El tiempo ha transcurrido pero el tema
no está cancelado. ¿Cuáles son las formas actuales de censura?, ¿qué organismos
y de qué manera la ejercen?, ¿no deberían existir algunos límites mínimos?,
¿quiénes y con qué criterios deberían establecerlos?, la tendencia contemporánea
a lo políticamente correcto (o la ultracorrección, como le llaman algunos), ¿no es una nueva forma de censura?
Con estas y otras tantas preguntas la
cuestión permanece vigente.