Hace
unos días un matrimonio amigo me invitó a cenar. Buena parte de la plática que
acompañó al deleite gastronómico giró en torno a su duda –existencial, ya a esa
altura- entre la forma de viajar al destino que desde hace mucho tiempo
anhelaban: ¿por la suya o unirse a un grupo? Como suele acontecer en estos
casos, argumentos iban y venían, ventajas y desventajas de ambas modalidades,
para regresar cíclicamente al punto de inicio. A la cena siguió una larga
sobremesa que también resultó un tanto monotemática.
Al día
siguiente fui al Almacén en busca de un texto que sabía que allí estaba y que
aborda el tema en cuestión. Es nada menos que de Stefan Zweig quien ya en 1926
bajo el título “Viajar o ser viajado”
(traducción y compilación de Francisco Uzcanga Meinecke) se planteaba la
cuestión. A modo de introducción se refiere a su predilección por los lugares
donde se congregan viajeros.
Me
apasionan los puertos y las estaciones. Me puedo quedar horas y horas parado
delante de ellos, contemplando cómo una nueva e impetuosa ola de personas y
mercancías se abalanza sobre la que acaba de romper; disfruto con los enigmáticos
signos que marcan la hora y el destino, con los gritos y ruidos, confusos y
broncos, que se entremezclan en sonidos reveladores. Cada estación es única,
cada una de ellas arrastra una lejanía diferente, cada puerto y cada barco trae
un flete distinto. Representan el mundo en nuestras ciudades, la diversidad en
nuestro día a día.
Transcurría
el período de entreguerras y Zweig observaba cambios en la forma de viajar.
Pero he
descubierto un nuevo tipo de estaciones, en París por primera vez: están en
medio de la calle, sin cochera ni cubierta, carecen de distintivos y sufren sin
embargo el mismo flujo incesante. Son las sedes de las grandes compañías de
autocares, que tal vez suplanten algún día al vagón de tren; con ellas se
instaura una nueva forma de viajar, el viaje en masa, el viaje por contrato, lo
que yo llamo el “ser viajado”. Las nueve: el primer tropel baja del bulevar,
cuarenta, cincuenta pasajeros, la mayoría norteamericanos e ingleses, un guía
con gorra de colores los carga en el vehículo, los van a llevar a Versalles, a
los castillos del Loira, al Mont Saint-Michel, a la Provenza incluso. Una
organización matemática les ha planificado y preparado todo el viaje: ellos no
necesitan buscar nada ni hacer números. El motor arranca, pone rumbo a una
ciudad desconocida, allí les espera el almuerzo (incluido en el precio) y, por
la noche, la cama; las atracciones turísticas y los museos están abiertos de
par en par a su llegada, no hace falta llamar al portero ni dar propina alguna.
La duración de las visitas está programada con antelación, la calle escogida
según experiencias anteriores. ¡Qué cómodo es todo esto! No hay que ocuparse
del dinero, ni prepararse, ni leer libros, ni informarse sobre alojamientos
–detrás de los viajados (no digo viajeros) espera el guarda con la gorra de
colores (y es que sin duda es una especie de guarda o vigilante) y les aclara
de forma mecánica cualquier contingencia-. No hay que hacer nada, basta con ir
a una agencia de viajes, seleccionar un destino, pagar el importe –es como
suscribir por quince días un título de viaje de renta fija, y ya rueda el equipaje
por delante, laboriosos duendecillos preparan mesa y cama en un entorno nunca
visto-, y así, sin mover un dedo, viajan hoy en día cientos de miles de
turistas desde Inglaterra, desde Norteamérica, hasta aquí. O, más bien, los
llevan de viaje.
Como
en el caso de mis amigos en la cena referida, Stefan Zweig se planteaba las
ventajas de viajar en grupo.
He
intentado ponerme por una vez en la situación de esta riada humana; es
innegable que ofrece muchas comodidades. Todos los sentidos quedan libres para
observar y disfrutar: se evita el estorbo de tener que ocuparse de cuestiones
liliputienses, pero a la vez imprescindibles, como buscar alojamiento y
reservar en un restaurante; tampoco hace falta consultar el horario de los
trenes, no acaba uno vagando por callejuelas equivocadas, no se es víctima de
engaños y estafas, no hay que chapurrear una lengua extranjera; todos los
sentidos se concentran exclusivamente en absorber la novedad. Y esta novedad ha
sido además tamizada a lo largo de muchas décadas de experiencia; en estos
viajes organizados tan sólo se visita lo realmente importante; no les falta
compañía a quienes necesitan compartir el placer para disfrutarlo de verdad.
Además, es algo barato, práctico y, sobre todo, cómodo, de ahí que
probablemente sea la fórmula del futuro. No se viajará más, lo viajarán a uno.
Y
también como mis amigos, enunciaba las muchas desventajas que esa opción –por aquellos
años en sus inicios- representaba.
Ahora
bien: ¿no se pierde con este agrupamiento arbitrario precisamente lo más
fascinante del viaje? La misma palabra viaje
viene envuelta, ya desde tiempos remotos, por un aroma de aventura y peligro,
por un hálito de azar veleidoso y de seductora incertidumbre. Cuando viajamos,
no lo hacemos sólo para buscar la lejanía sino también para abandonar lo
propio, el mundo doméstico cotidiano y metódico, para disfrutar del no estar en
casa y, por ello también, del no ser uno mismo. Deseamos interrumpir el simple
ir viviendo por medio de vivencias. Pero
aquellos que prefieren que los lleven de viaje sólo llegan a conocer lo
novedoso de forma superficial, sin penetrar en su interior; se pierden
irremediablemente todo lo peculiar y propio de un país al dejar que sus pasos
sean conducidos por un guía y no por el verdadero dios del viajero: el azar.
Estos ingleses y norteamericanos que se desplazan en autocares no salen en
realidad de Inglaterra ni de Norteamérica, no oyen la lengua extranjera, no
perciben (por falta de contacto) la singularidad, las costumbres del lugar. Ven
lo que merece ser visto, cierto, pero en veinte descargas diarias; todos juntos
presencia idénticas atracciones turísticas, todos tienen exactamente las mismas
vivencias y en mayor medida, si cabe, al venir las explicaciones de la misma
persona. Y nadie las vive a fondo, porque se acercan a los valores y a los
mundos seleccionados en compañía, conversando y charlando, sin contemplar nunca
a solas lo novedoso, sin absorber con devoción y en solitario las maravillas
que se les ofrecen; lo que se lleva cada uno de vuelta no es sino el simple
orgullo de haber tenido ante sus ojos esta iglesia o aquel cuadro (más una
gesta deportiva que el sentimiento propio de un aprendizaje interior y de un
enriquecimiento cultural).
Reconocido
por su espíritu aventurero, no había muchas dudas de por dónde irían sus preferencias.
De ahí
que sea mejor lo incómodo, lo molesto, lo desagradable incluso: forma parte de
todo verdadero viaje, porque siempre hay un contrasentido entre lo confortable,
lo que se ha conseguido sin esfuerzo, y lo que se ha experimentado de verdad.
Todo lo esencial en la vida, todo lo que consideramos provechoso, nace del
esfuerzo y de la superación, todo lo que aumenta de verdad nuestra capacidad de
entender el mundo tiene que partir de alguna forma de lo más íntimo de uno
mismo. La mecánica cada vez más refinada del viaje se me antoja por ello más un
peligro que una ventaja para quien no se conforma con acercarse a lo extraño de
modo tangencial, sino que prefiere alimentar su espíritu con imágenes vivas e
intensas de los nuevos paisajes. (…) Pero en este traslado pasivo y mecánico se
echa de menos un estímulo anímico, un orgullo singular y turbador: el
sentimiento de conquista. Y de este sentimiento, ciertamente peculiar y
privativo de las auténticas vivencias, adolecen todos aquellos que “son
viajados” en vez de viajar ellos mismos, aquellos que en algún mostrador pagan
con la cartera el precio de un trayecto, pero no abonan el otro precio, el más
caro, el más valioso, y que se paga con la voluntad interior, con el ánimo
inquieto. Curiosamente es esta última inversión la que se recupera a posteriori
con mayor margen de ganancia. Porque sólo las impresiones que se adquieren tras
sufrir molestias, incomodidades y equivocaciones, permanecen luego en la
memoria de forma duradera e intensa, nada se recuerda con más agrado que los
pequeños contratiempos, las penalidades, los descuidos y los extravíos de un
viaje, de igual modo que, ya en la edad madura, uno se regocija sobre todo con
las boberías más pueriles de su juventud. Que nuestra vida diaria sea cada vez
más mecánica, que circule por los pulidos raíles de un siglo tecnificado, es
algo que no podemos evitar, y tampoco queremos hacerlo, ya que así nos
ahorramos muchos esfuerzos. Pero el viaje debe seguir siendo derroche, sumisión
del orden al azar y de lo cotidiano a lo excepcional, debe seguir siendo la
expresión más personal y auténtica de nuestras inclinaciones; de ahí que
tengamos que protegerlo frente a la nueva, burocrática y mecánica forma de
turismo masivo e industrializado.
Stefan
Zweig concluye con un exhorto a la comunidad para no sucumbir a las comodidades
de los grupos de viaje.
Salvemos
este pequeño reducto aventurero de nuestra vida en exceso ordenada, no nos
dejemos transportar como si fuéramos fletes de agencias utilitarias, sigamos
viajando al modo de nuestros antepasados, según nuestra voluntad y eligiendo
los destinos: sólo así se convertirá cada uno de nuestros viajes en un
descubrimiento no sólo del mundo exterior sino de nuestro propio mundo
interior.
La
proclama -para decirlo en sus palabras- se sintetiza en: sigamos viajando y no
nos prestemos a ser viajados.
¿Qué si
le pasé el texto a mis amigos? No, bastantes problemas tiene uno como para además
tomar parte en los ajenos.