viernes, 29 de noviembre de 2019

Impuesto a la gordura


Diversos autores han señalado que vivimos en medio de la tiranía de la delgadez por lo que hacia los gordos se dirige una de las tantas formas de discriminación que existen en nuestras sociedades. En este contexto, hace algunos años surgió una iniciativa que podría convertirse en una nueva forma de violencia –en este caso impositiva- contra los gordos; la nota periodística que da cuenta de ello es de Cardo Moreno.

Jens Bonke, un economista danés ha levantado revuelo en su país con una original propuesta, la de que los gordos deben pagar una tasa impositiva extra por poseer esa condición. “Tenemos un millón y medio de obesos en nuestro país”, dice Bonke fundamentando su posición. “La mitad de ellos personas adultas. Los problemas de salud que resultan de ello son enormes, para no hablar del costo que supone para la sociedad”, añade.

La propuesta de Bonke se basa en la injusticia que representa, en su opinión, que los flacos y los pesos medianos además de hacer los esfuerzos por mantener tal condición física, todavía encima tengan que subsidiar el gasto extra que representa para la salud pública la atención especial que necesitan los gordos por las complicaciones de diversa índole que presentan. Como era de suponer “Bonke declara que pesa 74 kilos repartidos en 180 centímetros de altura, lo que lo deja al margen de la eventual tasa impositiva suplementaria.”

De acuerdo con el economista danés –siempre en base al artículo de Moreno- la gordura suele estar asociada a la pobreza.

Según Bonke el problema afecta principalmente a las clases de menores recursos, ya que los ricos tienen medios para pagar algunos de los innumerables y costosos métodos que el mercado ofrece para bajar de peso. Esta comprobación significa que se cumple el dicho popular de que “las desgracias nunca vienen solas” ya que además de gordos y pobres, si la propuesta prospera, muchos tendrán además que pagar un impuesto extra.

No sabemos sí la propuesta recibió el apoyo de los flacos pero sí que los gordos rechazaron la medida y se lo hicieron saber por distintos medios a su promotor. “Bonke (…) admitió haber recibido muchas cartas, no de felicitación precisamente, y algunas amenazas telefónicas.”

Ya no tuvimos noticias de qué sucedió con tan singular iniciativa.

jueves, 28 de noviembre de 2019

La diosa Fortuna


Es posible que la inexplicable e injusta distribución entre los hombres de los bienes y los males haya sido el origen de la diosa Fortuna. De ahí que quienes sean  beneficiados se les identifica como afortunados, mientras que a los perjudicados se les llama desafortunados. Sin duda que el azar, la suerte, ocupa un lugar importante e inexplicable en la vida de cada quien. 
Eso ha dado –y seguramente, dará- lugar a especulaciones y comparaciones de todo tipo. Hay quien sostiene que la vida es una partida donde se gana y se pierde, como en un juego de dados por eso afirma Marcial Fernández que “los dados son azar en cubos”. 
En eso estaba divagando cuando encuentro en el Almacén una nota de prensa titulada “Afirman que la mala suerte explica el 65% de los cánceres”, firmada por Valeria Román y publicada en Clarín el 3 de enero de 2014.
¿El cáncer también puede ser atribuido a la “mala suerte”? Investigadores de los Estados Unidos afirman que el 65% de los cánceres de adultos pueden ser causados por mutaciones genéticas por azar. El resto de los cánceres se debe a los factores hereditarios y a los ambientales, como fumar tabaco o exponerse al humo. 
Para defender su arriesgada hipótesis, Bert Vogelstein, y Cristian Tomasetti, que trabajan en el Centro del Cáncer Kimmel de la Universidad John Hopkins, en Baltimore, crearon un modelo estadístico que mide la proporción de la incidencia de cánceres en diferentes tejidos del cuerpo humano, y lo publicaron en la revista Science de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia. Tuvieron en cuenta las divisiones acumuladas de 31 tipo de cánceres, y postularon que el “factor suerte” puede estar asociado a 22 tumores, como el cáncer de pulmón en no fumadores, el glioblastoma (en el cerebro), la leucemia linfocítica cróncia o el cáncer de esófago. (…) Vogelstein sostuvo que el mejor modo de “erradicar” los cáncer por “mala suerte” es la temprana detección.
Aun con los enormes avances en ciencia y tecnología, hay hechos en la vida que permanecen en el ámbito de lo azaroso, tal vez en alusión a ello sostiene Marcial Fernández que “La diosa Fortuna existe. Eso lo saben los desafortunados.”

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Fotocopias


No me avergüenza reconocer -aunque tal vez debería- que soy anterior a las fotocopias. Tiempos duros aquellos en que utilizábamos papel carbónico o papel carbón como única forma de hacer las copias requeridas. Si bien en su momento fue una gran ayuda por lo que decir lo contrario sería caer en ingratitud, no es posible olvidar sus inconvenientes: ensuciaba las hojas así como las manos, borrar un error de dedo exigía una precisión de cirujano para no terminar borroneando todo y el peor de todos cuando al terminar de escribir una página descubríamos que lo habíamos colocado al revés por lo que no había copiado nada…  
Luego fue la información que los países desarrollados ya contaban con este recurso, nos costaba creerlo. Luego, y con unos años de atraso, aquella tecnología aterrizó por nuestros rumbos, todavía recuerdo la algarabía y novelería que suscitó la entrada de la fotocopia en el mercado. Conservo aun algunos documentos fotocopiados por aquel entonces con sus manchas de tinta en los márgenes y partes casi ilegibles, ¡qué diferencia con las copias de hoy, tan difíciles de distinguir del original!
Con estos recuerdos en la mente, en esta ocasión traigo del Almacén un breve fragmento del artículo de Alejandro Zambra titulado “Elogio de la fotocopia”.
Ensayos de Roland Barthes rayados con destacadores fosforescentes, poemas corcheados de Carlos de Rokha o de Enrique Lihn, novelas anilladas o precariamente empastadas de Witold Gombrowicz, de Clarice Lispector: es bueno recodar que aprendimos a leer con esas fotocopias que esperábamos impacientes, fumando, al otro lado de la ventanilla. Unas máquinas enormes e incansables nos daban, por pocos pesos, la literatura que queríamos. Leíamos esos tibios legajos y luego los guardábamos en las repisas como si fueran libros. Porque eso eran para nosotros: libros. Libros queridos y escasos. Libros importantes. 
Pero hace unos años se declaró la guerra a las fotocopias, una especie de cruzada que limitaba el número de copias que se podían sacar de un libro, en que los negocios del ramo debían contar con autorización de los autores, etc. Más allá de que fuera comprensible por el tema de los derechos de autor, no dejaba de ser –como lo refiere Zambra- una medida antipática.
Las campañas contra la fotocopia de libros de mediados de los noventa fueron para nosotros, en este sentido, una especie de agresión: querían quitarnos el único medio que teníamos para leer lo que verdaderamente queríamos leer. Decían que la fotocopia mataba al libro, pero nosotros sabíamos que la literatura sobrevivía en esos papeles manchados, tal como ahora sobrevive en las pantallas, porque los libros siguen siendo escandalosamente caros.
En fin, mucho que agradecer a los inventores de la fotocopiadora que seguramente, y como tantos otros inventos, fue el resultado del trabajo combinado de varios investigadores. Por curiosidad busco en internet (obvio que recurso también inexistente en aquellos tiempos a los que hemos aludido) y encuentro que en 1931 el inventor estadounidense Chester Floyd Carlson comenzó las investigaciones que culminarían con la fotocopiadora.
Solo por ejercer mi legítimo derecho a la aclaración es importante precisar que aquel proceso llevó muchos, muchos años. No fuera cosa que todavía encima me agreguen años a los muchos que ya de por sí poseo.

martes, 26 de noviembre de 2019

Accidente personal


Las historias personales también están hechas de acontecimientos que vistos retrospectivamente pudieran parecer menores pero que en su momento fueron significativos, tanto que la memoria -que ha olvidado cosas trascendente- al paso de los años pueda evocarlos con todo detalle. Miguel Gila será quien ejemplifique el asunto.

A pesar de haber tantos solares, un día, al volver del colegio, bajando por García de Paredes no pude llegar a ninguno. No puedo saber qué fue lo que me provocó aquellos retortijones, tal vez los altramuces, que los chicos llamábamos "chochos" y que había comido en cantidad, lo cierto es que de vez en cuando me tenía que parar y apretar las piernas con fuerza. El retortijón se paralizaba un instante, pero apenas había dado unos pasos, me volvía de nuevo. No lo pude evitar y antes de llegar a Zurbano me cagué.

Una vez sucedida la desgracia, el desafío consistiría en que aquello pasara desapercibido tanto ante los vecinos como en la propia casa.

Llegué hasta mi casa caminando con dificultad, tratando de evitar que la cosa no pasara de los calzoncillos y lo conseguí. Cuando mi abuela abrió la puerta notó que algo extraño me pasaba, pero no dije nada. En la casa no había nadie más. Me metí en mi habitación, me quité los pantalones y los calzoncillos. Los pantalones milagrosamente no se habían ensuciado, pero los calzoncillos olían que apestaban.
Como no me atrevía a decir nada, metí los calzoncillos en un paraguas con idea de lavarlos aprovechando que mi abuela saliera a hacer algún recado. Me puse unos calzoncillos limpios. 

Y claro que pasó lo que ya se puede suponer: “mi abuela no salió, dejé los calzoncillos dentro del paraguas”, lo que daría lugar a un problema mayor.

Ese día no pasó nada; pero el destino quiso que, al día siguiente, viniera de visita una amiga de mi abuela, que estaba casada con un senador. Cuando terminaron de hablar y la señora del senador se disponía a salir empezó a llover. Mi abuela le dio el paraguas. Cuando la señora del senador llegó al portal, abrió el paraguas para salir a la calle y los calzoncillos le cayeron en la cabeza. Se armó la de Dios es Cristo.

Miguel Gila concluye la narración de aquella historia haciendo un recuento de daños.

Aparte de la paliza, me hicieron lavar los calzoncillos. Y eso no fue lo más grave, lo peor fue que alguien que estaba en el portal cuando abrió el paraguas la señora, lo comentó y se enteró todo el barrio de que me había cagado en los pantalones.

Toda narración tiene moralejas y esta no es la excepción:

  • cuide lo que come y no se exceda en algunos alimentos de difícil digestión
  • no implemente soluciones momentáneas que al paso del tiempo puedan devenir en problemas de consideración
  • y… si ya la cagó, por lo menos tenga buena memoria.

lunes, 25 de noviembre de 2019

La difícil relación con la realidad


Claro está que uno no puede hablar por todos, lo que sería de una soberbia descomunal. Sin embargo, hay situaciones que podría suponerse que de una u otra manera son generales y nadie se salva de ellas.
Ejemplo de ello es el vínculo con la realidad, señora con la que hay que conducirse con sumo cuidado: si le damos la espalda, mala cosa; pero si terminamos aceptándola plenamente y renunciando a nuestros sueños, peor.
Esto viene a cuento por un breve texto de Giovanni Papini en el que evocando sus días de juventud comenta los serios problemas que tuvo con la realidad. 
En aquel tiempo yo sentí intenso disgusto por la realidad. No aprobaba ni aceptaba el mundo tal como era. Mi actitud era de despecho y orgullo, como la de un Capaneo confinado a un infierno terrenal. Y tendía a negar la realidad, a negar las manifestaciones de la realidad, a despreciar las reglas de la vida real, y a convertirme, a mi modo, en algo distinto y más perfecto. 
Los sueños de juventud poco tienen que ver con los estrechos límites que ofrece la realidad y suele acontecer que uno no esté dispuesto a ceder ante ella; continúa Papini
No aceptaba la realidad. No existen palabras más ásperas para expresar mis náuseas del mundo físico, humano, racional, que me oprimía y que no me proporcionaba suficiente aire y espacio para mis alas inquietas. Pero no son las que yo desearía: no dicen, no expresan todo. Yo no quería aquella realidad, porque ansiaba otra -más pura, más perfecta, más angelical, más divina-, e iba ingeniándomelas fatigosamente para que el ansiado mundo espiritual y armonioso   naciera semejante a la imagen que en mi cerebro se había forjado. Yo no aceptaba  la realidad común,  superficial, porque  quería una realidad  mejor,  más verdadera, más profunda; maldecía el pasado y maldecía el presente, para  aspirar y desear un futuro más digno y milagroso.
¿Qué sucedió con Giovanni Papini a lo largo de su vida? ¿Mantuvo con altivez su rebeldía juvenil o terminó negociando con ella? ¿Negoció con decoro manteniendo sus principios o renunció a ellos al considerarlos ardores de juventud?                                                                           

jueves, 21 de noviembre de 2019

La espera horrorosa


Por aquellos entonces Ramón Gómez de la Serna vivía en Buenos Aires; estaba preocupado y pendiente por el quebranto en la salud de su hermano José quien a su vez residía en Chile. Ello queda de manifiesto en lo que escribió con tristeza –tal vez  aunada a la carga de nostalgia que suele acompañar a los días feriados- el 25 de mayo de 1951 (no pasa inadvertido que precisa hasta la hora en que lo hace: las 12 de la noche). 
Estoy oyendo Radio Chile y tengo miedo de oír que mi hermano Pepe haya fallecido, pues velo hace ya muchos días el cáncer que fue inútil operar. Ahora sólo (…) esa espera de que se desmoronen las habitaciones interiores y apaguen ese fuego de hogar que hay en el corazón. Llevo viendo en esta última temporada muchas de esas esperas horrorosas. 
En otro momento Ramón Gómez de la Serna se refirió a esa enfermedad (amenaza tan cercana para su hermano y posiblemente también para él mismo) en los siguientes términos
Cáncer: Mientras, cada cual está cuidando su cáncer, mimándole, llevándole al teatro, dándole pan… El cáncer está escondido, con su geografía secreta, pero madurando como un moretón del pellizco que nos dio el destino al pasar, como poniéndonos el hierro, porque ya vamos teniendo edad. 
Aquella doliente espera ante la muerte inminente que amenazaba al otro lado de la cordillera de Los Andes se prolongaría dos años más.
En estos días de junio de 1953, mi pobre hermano Pepe está esperando morir del cáncer, esperando sin haberse enterado, por lo menos desconociendo que cada día que pasa le lleva a la muerte. Ese desmoronamiento del cáncer cuando después de operado el canceroso lo cierran con horror los médicos que saben que ya no hay nada que hacer, tiene el espantoso efecto de todas las paredes interiores, un día un ala del edificio interior y otro día otra, hasta que llega la hora del derrumbe esencial y los escombros caen sobre el corazón y lo paran. 
En ambos textos el cáncer es caracterizado como un desmoronamiento progresivo de la existencia hasta que llega el momento -como señala en el último- “del derrumbe esencial” en que “los escombros caen sobre el corazón y lo paran”.
Más adelante Ramón Gómez de la Serna nos permite conocer un poco más acerca de la vida de su hermano.
El “pobre Pepe”, que es como lo llamamos muchas veces por su modo de ser y de vivir en el mayor descuido y dándose gustos que no eran nada, pero llenaban y comprometían lenta y tontamente su vida, ha tenido esa sorpresa fatal que ha acabado –o va a acabar en días- con su vida. 
En estas escasas líneas quedan abiertas varias preguntas: ¿cuál era ese “modo de ser”?, ¿a qué alude con que vivía “en el mayor descuido”?, ¿cuáles fueron “esos gustos que no eran nada” pero que “comprometían lenta y tontamente su vida”?
Es posible añadir dos aspectos relevantes tomados de notas biográficas. 
Por un lado, durante su niñez los hermanos estuvieron internados en la misma escuela de la ciudad de Palencia lo que seguramente los unió en tantas vivencias compartidas. Por otra parte Ramón también era José dado que en las instancias legales fue anotado como Ramón Javier José y Eulogio.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Dorotea y Freud


No es infrecuente que personas sumamente preparadas coincidan en ciertos conceptos con quienes carecen de formación académica. Entonces queda planteada la duda, ¿será necesario tanto estudio? El ejemplo lo proporciona José Jiménez Lozano

En las estupendas memorias de Llorenç Villalonga (…) la mención de Dorotea, la niñera, que decía: “Un hombre no me espanta, lo que me da es asco”; y explica Villalonga: “Según supe más tarde, cuando siendo jovencita comprendió lo que era el acto sexual, vomitó”.

Será a partir de lo acontecido con Dorotea que el mismo Villalonga –citado por Jiménez Lozano- lo relacione con casos similares que tuvieron lugar en su consulta.

En el curso de mi carrera psiquiátrica, he conocido a una neurótica que reprochaba a la Creación lo mismo que Dorotea: la avaricia que ha provocado que dos funciones tan diferentes como la libidinosa y la urinaria hayan de valerse de un mismo dispositivo.

Tomando en cuenta lo anterior, Llorenç Villalonga concluye: “He aquí cómo una analfabeta coincidía con las elucubraciones de un judío genial que desde Viena empezaba a trastornar el mundo.” Al terminar de citar a Villalonga, será Jiménez Lozano quien reflexione al respecto

(…) lo más interesante en esta anécdota me parece el hecho que subraya Villalonga: que una niñera analfabeta pueda decir exactamente lo mismo que The Lady’s Dressing Room y Cassimus and Peter, de Swift, lo mismo que Freud y Bleuler. Y, desde luego, no ha estado influenciada por esas lecturas; es un aviso que un estudioso o crítico literario no debiera olvidar.

Lo del principio, sucede que consideraciones propias del mundo académico a veces no están tan lejos -como podría suponerse- del ciudadano de a pie.

martes, 19 de noviembre de 2019

El primer saludo de Mi Fu


Cuando toma posesión de su cargo, el nuevo funcionario debe seguir puntillosamente el orden señalado por el protocolo de saludos. Sin embargo, a fines del siglo XI, de acuerdo a lo narrado por Simon Leys, hubo quien prefirió rebelarse ante ello.

(…) el gesto ejemplar de Mi Fu (1051-1107), uno de los exponentes más típicos y admirables del esteticismo chino en su punto álgido. Mi, al llegar a la sede de su nuevo cargo en la administración provincial, se vistió con su atuendo cortesano, pero en vez de hacer primero una visita de cortesía al prefecto local, fue a presentar sus respetos a una roca que era célebre por su forma portentosa (Mi Fu inclinándose ante la roca sigue siendo, incluso hoy, un tema muy popular entre los pintores).

Agrega Leys que tal alteración en el ceremonial -¡y nada menos que en la cultura china!- por un lado truncaría la promisoria trayectoria de Mi Fu (“ni que decir tiene que esta iniciativa espectacular resultó gravosa para su carrera oficial”) y por otro dejó bien sentadas sus prioridades.

Sin embargo, con este mismo gesto, dejó claro a las generaciones futuras que, por encima de todas las convenciones y jerarquías sociales, había una serie de prioridades respecto a las que no se podían hacer concesiones. Aquella roca de extraña forma, cuyas circunvoluciones no habían sido talladas por manos humanas, mostraban en su perfil y en su pátina la huella directa del Creador cósmico; por esta razón, constituía también un modelo y criterio supremo para cualquier tarea creadora.

Nadie más apto que los artistas para mostrar, mediante su especial sensibilidad, lo que el común de los mortales no percibe. Así concluye Simon Leys

Los pintores son los intérpretes privilegiados que pueden descifrar y traducir la conciencia universal que está escrita en las rocas, en las nubes, en los giros de ramas y raíces, en las vetas de la madera, en las ondulaciones de la niebla y de las olas.

Podrá pensarse –y con justa razón- que a nadie interesará esta historia menor procedente del pasado remoto, sin embargo creo pertinente evocarla en estos tiempos de prioridades confundidas, de pleitesía a los poderosos y maltrato a la naturaleza.

lunes, 18 de noviembre de 2019

Oliver Sacks, el neurólogo que narraba


Si algo es aburrido, para quienes no estamos en el gremio pero sospecho que también para los propios médicos, son las historias clínicas. Nada bueno puede tener lugar con inicios como: “Pac., fem, 45, cursa con px de tr lat amnio deamb con tx de ml…”
Claro que hay excepciones, ¡grandes excepciones!, la de aquellos que descubren en ellas otras facetas tanto humanas como literarias. 
Uno de estos casos es el del doctor Oliver Sacks -protagonista frecuente de este espacio- que por medio de sus libros ha permitido que personas totalmente ajenas a la especialidad nos interesemos por la neurología (posiblemente su obra más conocido es “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”). Él mismo nos habla de sus inicios.
(…) en Nueva York encontré un trabajo que significaba algo para mí, en un hospital para enfermos crónicos del Bronx (en Despertares le di el nombre de “Monte Carmelo”). Los pacientes me fascinaban, me preocupaba mucho por ellos, y me tomé como una especie de misión contar sus historias: historias de situaciones prácticamente desconocidas, casi inimaginables para el público en general, y, desde luego, para muchos de mis colegas. 
Fue así como después de un largo proceso encontró lo que le apasionaría durante el resto de su vida. Claro que no fue fácil distanciarse del formato habitual de las historias clínicas al tiempo que recibió incomprensión por parte de muchos de sus colegas.
Había descubierto mi vocación y me entregué a ella en cuerpo y alma, con total determinación, y con  muy poco apoyo por parte de mis compañeros de profesión. Casi sin darme  cuenta, me convertí en un narrador en una época en que el relato médico casi había desaparecido. 
Los obstáculos no lo hicieron claudicar y encontró inspiración en figuras señeras de la investigación neurológica.
Aquello no me disuadió, pues sentí que mis raíces se hundían en las grandes historias neurológicas del siglo XIX (y para ello sí encontré el aliento del gran neuropsicólogo ruso A. R. Luria). 
El compromiso y cariño del doctor Sacks hacia sus pacientes, lo condujo a multiplicar sus horas de consulta, observación e investigación que lo alejaron del tipo de vida –muy desordenada, por decir lo menos- que él mismo nos permitió conocer en sus notas autobiográficas. A partir de este momento todo cambiaría. “Durante muchos años llevé una existencia solitaria, casi monacal, pero profundamente satisfactoria.”
¿Cómo fue su existencia antes de ello? Ya lo veremos en otro momento.

viernes, 15 de noviembre de 2019

De quienes no se dejan seducir por "arrebatos de sobriedad"


Entre los amantes de la buena mesa existen diversas categorías como la del sibarita y el goloso. Según B.A. Grimod de la Reynière -reconocido especialista en el tema- éste último

(…) no es sólo aquel que come con pasión, distinción, reflexión y sensualidad, aquel que no deja nada en el plato ni en el vaso, aquel que no inquieta jamás al anfitrión con una negativa, ni a su vecino con arrebatos de sobriedad.

El goloso en plenitud, en su opinión, no sólo debe distinguirse por la forma de comer sino también por el modo de relacionarse con los demás para que el simple acto de comer se convierta en un verdadero festín.

También debe aunar el más estridente apetito con cierto humor jovial sin el cual un festín no es más que una triste hecatombe. Con facilidad de expresión, debe afinar al límite su capacidad sensorial y adornar su memoria con multitud de anécdotas, historias y relatos divertidos con los que llenar el vacío entre los servicios, a fin de que las personas sobrias le perdonen su apetito.

Ahora bien, en el arte del buen comer existen diferencias que para los no entendidos pasan desapercibidas y para aclarar este punto Grimod de la Reynière remite a otro gran conocedor de la materia

El clérigo Roubaud en sus Synonimes (…) compara el Goloso con el Tragón, el Comilón y el Glotón y subraya cuánta distancia hay entre uno y otros. Según él: “Al Goloso le gusta comer, cocinar buena comida y seleccionarla bien. El Comilón es de un apetito tal, mejor dicho de un apetito tan brutal, que come a dos carrillos, se atraca, se atiborra de todo indiscriminadamente, come y come por comer. El Tragón come con tal ansiedad que más que comer engulle, no hace más que retorcerse y sorber, no mastica, traga. El Glotón se acelera comiendo y lo hace con un ruido desagradable y con tanta ansiedad que empieza un bocado sin haber acabado otro, pronto todo desaparece en torno a él, se diría que devora”.

Sin exceso de suspicacia es posible suponer que el padre Roubaud se sintiera mucho más cercano al goloso que a los otros grupos y de ahí que se aplicara en defender a los miembros de su cofradía.

jueves, 14 de noviembre de 2019

Noveleras


Mientras aparecen nuevas palabras otras se van perdiendo en el camino, seguramente es inevitable. Por más que se acepte que así son las cosas, no quita la existencia de cierta nostalgia que ello provoca. Muchos son los ejemplos de los términos que van cayendo en el olvido y Carmen Martín Gaite repara en uno de ellos. “Hoy ha caído en desuso el adjetivo de novelera con el que era costumbre calificar, siendo yo niña, a cierto tipo de mujeres”; aun cuando reconoce que no le resultó tarea sencilla entender a qué se refería la expresión, la forma en que lo caracteriza es magistral.
Tardé en captar el sentido que las personas mayores daban a este vocablo. No se lo solían aplicar, con gran sorpresa mía, a aquellas mujeres que mostrasen una particular afición a la literatura, entre otras cosas porque en Salamanca (ciudad en la que yo nací y me crié) ése era ciertamente un espécimen más bien escaso en aquel tiempo, sino -como pude ir sacando en consecuencia luego- a las que no se reconocían demasiado satisfechas en el seno de los argumentos rutinarios que formaban la trama de su vivir y, para paliar aquel descontento, o bien hablaban de lo mucho que les gustaría conocer gente nueva, viajar, asistir a fiestas maravillosas, casarse con un duque o ser artistas de cine, o bien desorbitaban la realidad al calor de sus sueños y narraban como una aventura excepcional los sucedidos más anodinos. 
Agrega Martín Gaite que el tono de la expresión variaba notablemente al referirse a una mujer casada, como que al pasar a ese estado civil se tenía que terminar por aceptar la vida tal cual es.
(…) recuerdo un dato curioso del que me di cuenta más tarde, y es que el tono despectivo con el que generalmente se pronunciaba aquella palabra tomaba acentos de reprobación si se trataba de mujer casada. Aún “es una chica novelera”, podía decirse con cierta condescendencia benévola, pero “lo que le pasa a esa señora es que es una novelera”, entrañaba ya un juicio más rígido.
También por aquellos entonces se usaba la palabra novelería para aludir al estado de fascinación momentánea que provocaba en las personas la irrupción de alguna novedad en la vida cotidiana.
Así concluye Carmen Martín Gaite la consideración del tema.
A mis paisanas no se las tachaba de noveleras porque leyeran pocas o muchas novelas, sino porque en su deseo de escapar de la realidad se adivinaban resonancias de aquellas otras heroínas de las novelas, que se perdieron por leer novelas y soñar con vivirlas.
¿Qué habrá sido de la vida de aquellas noveleras que conoció Martín Gaite?

miércoles, 13 de noviembre de 2019

Cuando el poder se hace presente en las librerías


Es habitual que se analice el totalitarismo por medio de sus características políticas. Ahora nos detenemos en otra mirada, la de Héctor Yánover –reconocido librero- que propone un acercamiento al sistema a través de lo cultural.

El totalitarismo busca no la dominación despótica de los hombres, sino un sistema en el que los hombres sean superfluos.
Y si la sociedad totalitaria tiende a lograr que todo ser humano se sienta superfluo, ¡qué no decir —en esta sociedad— lo inútil que resulta un libro que viene a decir precisamente lo contrario!: Toda vida es preciosa al universo, toda voz es preciosa, cada gesto. Confrontado con esta realidad, el libro vende una ficción, una mentira, se transforma en un objeto suntuario y —de pronto— peligroso. Entonces, porque el libro deja de servir, el lector deja de entrar a las librerías. Pero no todos pueden.

Y entonces se produce –según Yánover- un cambio abrupto en los temas que promueven las editoriales con el objetivo de ser exitosas en el mercado.

Rubros inútiles como sociología, antropología, etnología, desaparecen. Y aparecen, despiertan con fuerza inusitada los libros de cocina, el yachting, el surf, el vuelo a vela. ¿Usted hasta ahora navegaba sin médico a bordo? Pues ahora ya puede comprar “todo lo que debe saber un médico de a bordo”. Y caballos, cientos de caballos. Plantas de interior. Bonsai. Vida en el campo. Golf. Ajedrez. Han reemplazado curiosidades más sospechosas.

Con un dejo de nostalgia, concluye Héctor Yánover

Súbitamente Buenos Aires se ha llenado de gourmets, de clubes de gourmets integrados por gente a la que hasta ayer le interesaba la política, la demografía, las ciencias, las artes.

¿Sólo en Buenos Aires?

martes, 12 de noviembre de 2019

Nueva York en la mirada de Gay Talese


En diversas ocasiones hemos recurrido –y lo seguiremos haciendo- a Gay Talese, cronista como pocos, precursor del llamado nuevo periodismo (si bien aquí mismo vimos que la paternidad de tal propuesta es motivo de una interesante controversia).
Ahora nos enfocamos en algunas facetas del Nueva York de ya hace algunos años que llamaban la atención de Talese. En su opinión “en Nueva York suceden cosas que probablemente no suceden en ningún otro sitio”, es “una ciudad loca, cautivadora y extremadamente  insólita”.
(…) en la Calle Setenta Este, hay un “paseador” profesional de perros, un psicólogo de gatos en el 141 de Lexington Avenue, y una señora insignificante que comparte su piso de la Calle Cuarenta y Seis con dos palomas con patas de palo. En Sutton Place, un hombre pesca anguilas desde su ventana del decimoctavo piso, y en el número 880 de la Quinta Avenida, una mujer se ocupa de investigar fantasmas y otros sucesos paranormales para la Sociedad Norteamericana de Investigación Psíquica. En distintos puntos de la ciudad hay clubs para tipos raros e incluso una vez al año se organiza un baile en  un  hotel  en honor de los alcahuetes y ofrecido por las rameras. 
Podría suponerse que lo que no se encuentra en Nueva York, sencillamente no existe.
En el número 608 de la Calle Cuarenta y Ocho se puede alquilar un león por 250 dólares al día, y en el 410 de la Calle Cuarenta y Siete hay esqueletos auténticos  por 35 dólares al día. (…)
Una señora en Murray Hill se ha hecho enviar un barco destartalado de Florida y ahora lo tiene en el tejado de su casa. Cuando los vecinos le preguntan por qué guarda un viejo bote en el tejado, contesta sencillamente:
-Me gusta contemplarlo. (…)
Nueva York es la ciudad donde Moshe Pumpernickel, un plañidero profesional, cobra por llorar en los entierros (…)
Otro aspecto que causa asombro en Talese es que “Nueva York es la gran ciudad de los comités”. 
Hay un Comité de Estonia Libre, un Comité por una Sana Política nuclear, un Comité de Esposas Francesas de Norteamericanos, un Comité para la Protección de los Dientes de Nuestros Hijos, para la Preservación del Arte Norteamericano, para Ayuda a los Estudiantes de Heidelberg (…)
En esta selección de observaciones de Gay Talese no podía faltar alguna vinculada a mujeres que se mostraban ligeras de ropa así como a quienes las espiaban.
Hay mujeres en Nueva York que a veces se acercan a las ventanas con ropa interior azul, a veces con ropa interior blanca y a veces sin ropa interior. Nueva York es una ciudad de señoras ligeras de ropa en las ventanas. Y de “voyeurs” que las espían. Una mujer en la Calle Cuatro Oeste solía ser observada regularmente cuando en las noches calurosas se colocaba desnuda delante de la puerta abierta de su refrigerador... hasta que un día recibió por correo la fotografía suya en cueros tomada por un vecino.
No cabe duda que respecto a esta última situación los tiempos han cambiado cuando actualmente en las redes existe una tendencia a mostrarse sin que el vecino tenga que tomarse la molestia de sacar y enviar la foto.

lunes, 11 de noviembre de 2019

No sabíamos nada


Afirma Manuel Rivas que el oficio más antiguo del mundo es el de mirar para otro lado y se aplica cuando llegan los efectos negativos de acciones en las que el beneficio propio se logra a expensas del sufrimiento de otros. A la hora de los señalamientos de responsabilidades,  el argumento -a manera de autodefensa- es más que previsible: los culpables siempre son los otros. Lo que ciertos autores han identificado como la tentación de la inocencia. 
Pero este mirar para otro lado también viene en diferente presentación, cuando desviamos la mirada y con ello nos excusamos por no reaccionar ante  sufrimientos ajenos. 
Sí, está claro que uno no puede responder por todo los que sucede en el mundo y que en muchos momentos no podemos hacer casi nada, pero…
Vivimos instalados en la comodidad y el deseo de no saber. Es curioso que en la sociedad de la información, el alegato reiterado es que “no sabíamos nada” respecto a desgarradoras situaciones de actualidad. 
Hace algún tiempo José Jiménez Lozano se refería a todo esto partiendo de la pesadilla vivida por una familia.
En un pueblo de Jaén, la gente asiste impasible o incluso satisfecha al incendio de una casa donde se está quemando una familia de gitanos.
Para Jiménez Lozano se trata de un indicador de lo que sucede en nuestras sociedades.
Es una muestra horrenda del abismo antiético en que nos estamos despeñando de nuevo: un poco más, quiero decir. 
De allí pasa a conjeturas de mayor dimensión pero similar origen.
Si, mañana mismo, comenzasen a funcionar unos hornos crematorios, lo probable es que, con algún sentido estético mayor que de las gentes de ese pueblo y dado nuestro mayor refinamiento, todos nosotros miraríamos hacia otra parte y no querríamos saber. 
Esto nos permitiría alegar con el viejo argumento de que “no sabíamos nada” o “¿qué podíamos hacer?”
Y además, para tranquilizar nuestras conciencias podríamos, por un lado, revestir al acontecimiento de un carácter meramente anecdótico, que de tan pequeño se vuelve inexistente.
De momento nos tranquilizaríamos, afirmando: es un hecho aislado. 
La otra opción apaciguadora consiste en atribuir supuestas responsabilidades a las propias víctimas por medio de una vieja y conocida sentencia: “algo habrán hecho”.
O, analizando “fríamente” las cosas, comprobaciones que, con su modo de ser y su comportamiento, las víctimas también tenían su culpa.
Concluye José Jiménez Lozano: “Ni rastro del sentimiento bíblico y cristiano de que las víctimas no son culpables.”

viernes, 8 de noviembre de 2019

¿Viajar por la propia o en grupo?


Hace unos días un matrimonio amigo me invitó a cenar. Buena parte de la plática que acompañó al deleite gastronómico giró en torno a su duda –existencial, ya a esa altura- entre la forma de viajar al destino que desde hace mucho tiempo anhelaban: ¿por la suya o unirse a un grupo? Como suele acontecer en estos casos, argumentos iban y venían, ventajas y desventajas de ambas modalidades, para regresar cíclicamente al punto de inicio. A la cena siguió una larga sobremesa que también resultó un tanto monotemática.
Al día siguiente fui al Almacén en busca de un texto que sabía que allí estaba y que aborda el tema en cuestión. Es nada menos que de Stefan Zweig quien ya en 1926 bajo el título “Viajar o ser viajado” (traducción y compilación de Francisco Uzcanga Meinecke) se planteaba la cuestión. A modo de introducción se refiere a su predilección por los lugares donde se congregan viajeros.
Me apasionan los puertos y las estaciones. Me puedo quedar horas y horas parado delante de ellos, contemplando cómo una nueva e impetuosa ola de personas y mercancías se abalanza sobre la que acaba de romper; disfruto con los enigmáticos signos que marcan la hora y el destino, con los gritos y ruidos, confusos y broncos, que se entremezclan en sonidos reveladores. Cada estación es única, cada una de ellas arrastra una lejanía diferente, cada puerto y cada barco trae un flete distinto. Representan el mundo en nuestras ciudades, la diversidad en nuestro día a día.
Transcurría el período de entreguerras y Zweig observaba cambios en la forma de viajar.
Pero he descubierto un nuevo tipo de estaciones, en París por primera vez: están en medio de la calle, sin cochera ni cubierta, carecen de distintivos y sufren sin embargo el mismo flujo incesante. Son las sedes de las grandes compañías de autocares, que tal vez suplanten algún día al vagón de tren; con ellas se instaura una nueva forma de viajar, el viaje en masa, el viaje por contrato, lo que yo llamo el “ser viajado”. Las nueve: el primer tropel baja del bulevar, cuarenta, cincuenta pasajeros, la mayoría norteamericanos e ingleses, un guía con gorra de colores los carga en el vehículo, los van a llevar a Versalles, a los castillos del Loira, al Mont Saint-Michel, a la Provenza incluso. Una organización matemática les ha planificado y preparado todo el viaje: ellos no necesitan buscar nada ni hacer números. El motor arranca, pone rumbo a una ciudad desconocida, allí les espera el almuerzo (incluido en el precio) y, por la noche, la cama; las atracciones turísticas y los museos están abiertos de par en par a su llegada, no hace falta llamar al portero ni dar propina alguna. La duración de las visitas está programada con antelación, la calle escogida según experiencias anteriores. ¡Qué cómodo es todo esto! No hay que ocuparse del dinero, ni prepararse, ni leer libros, ni informarse sobre alojamientos –detrás de los viajados (no digo viajeros) espera el guarda con la gorra de colores (y es que sin duda es una especie de guarda o vigilante) y les aclara de forma mecánica cualquier contingencia-. No hay que hacer nada, basta con ir a una agencia de viajes, seleccionar un destino, pagar el importe –es como suscribir por quince días un título de viaje de renta fija, y ya rueda el equipaje por delante, laboriosos duendecillos preparan mesa y cama en un entorno nunca visto-, y así, sin mover un dedo, viajan hoy en día cientos de miles de turistas desde Inglaterra, desde Norteamérica, hasta aquí. O, más bien, los llevan de viaje. 
Como en el caso de mis amigos en la cena referida, Stefan Zweig se planteaba las ventajas de viajar en grupo.
He intentado ponerme por una vez en la situación de esta riada humana; es innegable que ofrece muchas comodidades. Todos los sentidos quedan libres para observar y disfrutar: se evita el estorbo de tener que ocuparse de cuestiones liliputienses, pero a la vez imprescindibles, como buscar alojamiento y reservar en un restaurante; tampoco hace falta consultar el horario de los trenes, no acaba uno vagando por callejuelas equivocadas, no se es víctima de engaños y estafas, no hay que chapurrear una lengua extranjera; todos los sentidos se concentran exclusivamente en absorber la novedad. Y esta novedad ha sido además tamizada a lo largo de muchas décadas de experiencia; en estos viajes organizados tan sólo se visita lo realmente importante; no les falta compañía a quienes necesitan compartir el placer para disfrutarlo de verdad. Además, es algo barato, práctico y, sobre todo, cómodo, de ahí que probablemente sea la fórmula del futuro. No se viajará más, lo viajarán a uno. 
Y también como mis amigos, enunciaba las muchas desventajas que esa opción –por aquellos años en sus inicios- representaba.
Ahora bien: ¿no se pierde con este agrupamiento arbitrario precisamente lo más fascinante del viaje? La misma palabra viaje viene envuelta, ya desde tiempos remotos, por un aroma de aventura y peligro, por un hálito de azar veleidoso y de seductora incertidumbre. Cuando viajamos, no lo hacemos sólo para buscar la lejanía sino también para abandonar lo propio, el mundo doméstico cotidiano y metódico, para disfrutar del no estar en casa y, por ello también, del no ser uno mismo. Deseamos interrumpir el simple ir viviendo  por medio de vivencias. Pero aquellos que prefieren que los lleven de viaje sólo llegan a conocer lo novedoso de forma superficial, sin penetrar en su interior; se pierden irremediablemente todo lo peculiar y propio de un país al dejar que sus pasos sean conducidos por un guía y no por el verdadero dios del viajero: el azar. Estos ingleses y norteamericanos que se desplazan en autocares no salen en realidad de Inglaterra ni de Norteamérica, no oyen la lengua extranjera, no perciben (por falta de contacto) la singularidad, las costumbres del lugar. Ven lo que merece ser visto, cierto, pero en veinte descargas diarias; todos juntos presencia idénticas atracciones turísticas, todos tienen exactamente las mismas vivencias y en mayor medida, si cabe, al venir las explicaciones de la misma persona. Y nadie las vive a fondo, porque se acercan a los valores y a los mundos seleccionados en compañía, conversando y charlando, sin contemplar nunca a solas lo novedoso, sin absorber con devoción y en solitario las maravillas que se les ofrecen; lo que se lleva cada uno de vuelta no es sino el simple orgullo de haber tenido ante sus ojos esta iglesia o aquel cuadro (más una gesta deportiva que el sentimiento propio de un aprendizaje interior y de un enriquecimiento cultural). 
Reconocido por su espíritu aventurero, no había muchas dudas de por dónde irían  sus preferencias.
De ahí que sea mejor lo incómodo, lo molesto, lo desagradable incluso: forma parte de todo verdadero viaje, porque siempre hay un contrasentido entre lo confortable, lo que se ha conseguido sin esfuerzo, y lo que se ha experimentado de verdad. Todo lo esencial en la vida, todo lo que consideramos provechoso, nace del esfuerzo y de la superación, todo lo que aumenta de verdad nuestra capacidad de entender el mundo tiene que partir de alguna forma de lo más íntimo de uno mismo. La mecánica cada vez más refinada del viaje se me antoja por ello más un peligro que una ventaja para quien no se conforma con acercarse a lo extraño de modo tangencial, sino que prefiere alimentar su espíritu con imágenes vivas e intensas de los nuevos paisajes. (…) Pero en este traslado pasivo y mecánico se echa de menos un estímulo anímico, un orgullo singular y turbador: el sentimiento de conquista. Y de este sentimiento, ciertamente peculiar y privativo de las auténticas vivencias, adolecen todos aquellos que “son viajados” en vez de viajar ellos mismos, aquellos que en algún mostrador pagan con la cartera el precio de un trayecto, pero no abonan el otro precio, el más caro, el más valioso, y que se paga con la voluntad interior, con el ánimo inquieto. Curiosamente es esta última inversión la que se recupera a posteriori con mayor margen de ganancia. Porque sólo las impresiones que se adquieren tras sufrir molestias, incomodidades y equivocaciones, permanecen luego en la memoria de forma duradera e intensa, nada se recuerda con más agrado que los pequeños contratiempos, las penalidades, los descuidos y los extravíos de un viaje, de igual modo que, ya en la edad madura, uno se regocija sobre todo con las boberías más pueriles de su juventud. Que nuestra vida diaria sea cada vez más mecánica, que circule por los pulidos raíles de un siglo tecnificado, es algo que no podemos evitar, y tampoco queremos hacerlo, ya que así nos ahorramos muchos esfuerzos. Pero el viaje debe seguir siendo derroche, sumisión del orden al azar y de lo cotidiano a lo excepcional, debe seguir siendo la expresión más personal y auténtica de nuestras inclinaciones; de ahí que tengamos que protegerlo frente a la nueva, burocrática y mecánica forma de turismo masivo e industrializado.
Stefan Zweig concluye con un exhorto a la comunidad para no sucumbir a las comodidades de los grupos de viaje.
Salvemos este pequeño reducto aventurero de nuestra vida en exceso ordenada, no nos dejemos transportar como si fuéramos fletes de agencias utilitarias, sigamos viajando al modo de nuestros antepasados, según nuestra voluntad y eligiendo los destinos: sólo así se convertirá cada uno de nuestros viajes en un descubrimiento no sólo del mundo exterior sino de nuestro propio mundo interior.
La proclama -para decirlo en sus palabras- se sintetiza en: sigamos viajando y no nos prestemos a ser viajados.
¿Qué si le pasé el texto a mis amigos? No, bastantes problemas tiene uno como para además tomar parte en los ajenos.           

jueves, 7 de noviembre de 2019

Nada como la canela


¡Qué distinta hubiese sido la historia universal si no hubieran existido los condimentos! Es curioso como algo tan pequeño pudo dar origen a movilizaciones tan grandes. 
Michel Tournier propone una clasificación de los condimentos que –sostiene- “(…) son de dos clases. Según vayan dirigidos a la nariz o a la boca, son aromas o especias. Los aromas valen por su olor, las especias por su sabor.” La diferencia no es menor porque –continúa- “esta distinción constituye una jerarquía, pues en el olor hay más espíritu, en el sabor más cuerpo.”
Con conocimientos propios de un especialista, Tournier prosigue con su exposición. “En lo más bajo de la escala se sitúa la pimienta, que se apodera con fuerza de la boca y sube débilmente a la nariz.” En las antípodas de la pimienta, encontramos a “la menta, el toronjil y el clavo de especia son todo perfume, pero por ello pierden la base maciza de la lengua y el paladar. Son sólo bellas evaporadas.” 
Cuando de lo anterior parecía deducirse –una vez más- que en la vida nunca se puede tener todo (si se posee carácter se pierde sutileza y si lo característico es la delicadeza se carece de fuerza), Michel Tournier nos saca de tamaño error con su “elogio de la canela, la sublime canela…”
La canela reina soberanamente en ambos dominios. Es la reina de las especias, pero también la emperatriz de los aromas. Sus estrechas virutas marrón claro, procedentes de Ceilán o de China, dan una doble dimensión –espiritual y carnal a la vez- a las confituras, compotas, tartas, vinos calientes y ponches, sin los cuales no hay comunión alrededor de una mesa en las noches de invierno.
De ahí, concluye Tournier que: “Los primeros cruzados no iban a Oriente sólo para liberar el Santo Sepulcro. Iban al país de los aromas, junto a la Arabia feliz, donde según La leyenda dorada se situaba el Paraíso terrenal. Les guiaba el olor de la canela.”

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Con la verdad (y la mentira) hay que andarse con cuidado


La verdad es todo un tema. En principio casi todos decimos militar en su causa pero la cosa tiene sus bemoles; no solo a veces la retaceamos frente a los demás sino también de cara a nosotros mismos porque de los cuentos que nos contamos, también está hecha la vida. 
Cuando la verdad no es completa deja de serlo y ello conspira contra la justicia que por eso pregunta a los testigos: “¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?” Ya entrados en tema, recurramos a Simon Leys.
Entre las tribus primitivas, idiotas y locos son objeto de un respeto especial y disfrutan de ciertos privilegios; dado que su condición les libera de las limitaciones normales de la prudencia y la sabiduría, son los únicos a los que se puede perdonar que digan la verdad, una actividad que no se toleraría naturalmente en una persona cuerda. 
Este privilegio según Leys tiene su razón de ser. “Porque la verdad, por su propia naturaleza, es fea, salvaje y cruel; perturba, asusta, hace daño y mata.” Y de ahí que recomienda dosificarla. “Si en algunas situaciones extremas puede llegar a utilizarse, debe ser sólo en pequeñas dosis, en condiciones de riguroso aislamiento y con las más estrictas precauciones profilácticas.” Quien no tenga este cuidado puede convertirse en un verdadero peligro para sí mismo y para los demás. “El que esté dispuesto a difundirla sin control o prodigarla, tal como llega, es una persona peligrosa e irresponsable a la que se debería poner coto por su propia seguridad, así como para preservar la armonía social.”
Por si fuera poco, Josep Pla –en entrevista de Salvador Pánikar- advierte sobre la existencia de muchas verdades. “Hay la verdad de usted, la verdad de su mujer, la verdad mía, la verdad de usted ayer, la verdad de usted mañana. Todo es un enorme mundo de verdades.”
Pero eso sí, sucede –continúa Simon Leys- que en ocasiones la verdad no se doblega ante los obstáculos y restricciones que la tenían bajo libertad vigilada. 
Sin embargo, a veces (…) la verdad se libera. Igual que un río que rompiese sus diques, desbarata todas nuestras defensas, irrumpe violentamente en nuestras vidas, inunda nuestros cómodos hogares y deja expuesto en medio de la calle, para que todos lo vean, el pez que habitaba en las profundidades.
Por tanto la mentira y la simulación nunca pueden sentirse tranquilas porque sabido es que en cualquier momento…

martes, 5 de noviembre de 2019

Recuerdos de la noria


Hay escritores de muy buena pluma que a partir de evocar un objeto entrañable de su infancia nos conducen a un recorrido sorprendente; tal es el caso de José Jiménez Lozano 
(…) el gran misterio de la noria estaba para nosotros, los chicos, en otra parte; en lo que se llamaba “el registro”: una puertecilla abierta en la cimbra del pozo en la base a ras de suelo del montículo en que la noria se asentaba por fuera, y a ras del agua que lograba almacenar el pozo por dentro. Se abría la puertecilla y era un espectáculo sobrecogedor. Por la cúpula de la cimbra donde giraba la máquina entraba la luz que iluminaba aquel oscuro recinto débilmente. La cadena de los arcaduces mostraba un brillo siniestro, y el pozo, si estaba casi vacío, era como una sima impresionante, y en sus paredes se veían a veces las horribles salamandras; si estaba lleno, era un agua negra, como una gran pupila. Y estaba luego el fragor que se oía allí dentro, en aquella oquedad con bóveda, causado por el agua que se derramaba de los cangilones.
Si el sol daba sobre la puerta del registro, proyectaba además, las sombras de los que allí nos asomábamos en aquella oscuridad, y las sombras se reflejaban en el agua, si la noria estaba parada en ese momento. Era como la caverna platónica. Aquel recinto era hermoso y terrorífico, como bajar al Hades. Sabías que si perdías pie y caías al agua, te ahogabas; y que perderíamos pie si nos adentrábamos un milímetro más allá del puro umbral de la puertecilla. “No pases –decíamos- que el agua te llama.” Y, si te llamaba, ya no tenías salvación.
Las gentes contaban todavía que en aquellas aguas vivían hermosas princesas moras, que a veces salían y habían deslumbrado a las lavanderas o a los hortelanos con su belleza del agua, que “llamaba” para fascinarnos y aterrorizarnos.

Lo de las princesas moras -víctimas del agua que llama- puede que no estuviera tan fuera de la realidad dada la enorme atracción suscitada por las norias en la cultura árabe; con su llanto característico posibilitaban el florecimiento de esos maravillosos jardines que les eran tan significativos. A ello se refiere Jiménez Lozano en otro pasaje.
Los poetas árabes han visto en las norias o máquinas hidráulicas elevadoras de agua una plañidera de lacerante gemido. Como Mahbub, un gramático del Al-Andalus que vive a fines del siglo X o principios del XI: “[Esta máquina], capaz de gemir (…)”
(…) el lamento de la noria, ese quejido que “hace llorar”, dice también el poeta árabe Mahbub; y, “gracias a las lágrimas de sus párpados, aparece un jardín con tapices de flores”, un prado lleno de verdor.
La erudición de Jiménez Lozano le permite traer a cuento nada menos que a Teresa de Ávila, para quien el agua era fuente de inspiración.

Teresa de Ávila, que dice que “no me hallo cosa más a propósito para declarar algunas de espíritu que esto de agua…, que la he mirado con más advertencia que otras cosas”, contrapone, sin embargo, dos fuentes con dos pilones que se llenan de agua de modo muy diferente: “El uno viene de más lejos por muchos arcaduces y artificio; el otro está hecho en el mismo nacimiento del agua y vase hinchendo sin ningún ruido…; ni es menester artificio ni se acaba el edificio de los arcaduces, sino procediendo agua de allí”. Y “es la diferencia –añade- que la que viene por arcaduces es, a mi parecer, los ‘contentos’ que tengo dicho que se sacan con la meditación; porque los traemos con los pensamientos, ayudándonos de las criaturas en la meditación y cansando el entendimiento; y, como viene en fin con nuestras diligencias, hace ruido… Estotra fuente viene el agua de su mismo nacimiento, que es Dios”.
Es ésta una página hermosísima de Las Moradas o Castillo encantado, que se refiere a la experiencia de la oración (…)

Sin embargo, para José Jiménez Lozano la reflexión de Teresa de Ávila no sólo tiene que ver con la experiencia religiosa sino también con la escritura.

(…) pero es claro que el símbolo de esas dos fuentes de agua: la noria y el manantial, es también valedero para la escritura. Esta escritura, que sacamos a veces a fuerza de muchas vueltas, pero otras de repente, se nos ofrece como un manantial. Aunque quizás, desde luego, porque hemos dado muchas vueltas a la noria y sacado, una y otra vez, arcaduces secos o cuyo agua no acertamos a verter.

De esta manera Jiménez Lozano nos condujo de la noria de su infancia, a la cultura árabe, a Teresa de Ávila y a la escritura.

En fin, cosas de la gente de letras.

lunes, 4 de noviembre de 2019

Desde la ventana de un café vienés


En otra ocasión hemos aludido a la importancia que adquirieron los cafés a fines del siglo XIX y comienzos del XX en la ciudad de Viena. En ellos se daban cita la vida social, política, artística así como la bohemia de su tiempo. Eduard Pötzl, en un texto de 1906 (traducción y compilación de Francisco Uzcanga Meinecke),  comparte sus observaciones desde la ventana de uno de estos cafés.  

Llovía por la tarde.
El cielo, de color plomizo y otoñal, parecía querer descender hasta los tejados de las casas. (…) 
A través del grueso vidrio de la ventana miré a la calle, que, estrecha y empinada, recorre buena parte de la vieja Viena. (…) 
Me llamó la atención que, al pasar por delante, muchos mirasen con ojos ausentes a través de mi ventana. Uno de ellos se quedó parado, dirigió hacia mí una mirada absolutamente vacía y enderezó su sombrero. Me di cuenta de que, debido a la posición del cristal y a la luz tenue del fondo, su imagen se reflejaba en la luna de la ventana. Pronto llegaron más personas que, según su grado de vanidad, se aprovechaban en mayor o menor medida de esta circunstancia.

Hasta que un concursante destacó en aquel desfile de vanidades reflejadas en el cristal de la ventana.

Un hombre joven comprobaba el efecto de su atractiva personalidad esbozando una pícara mirada ante el espejo. Parecía gustarse a sí mismo, ya que sonrió de diferentes maneras mientras se ponía tieso y se arreglaba el cuello del abrigo, como para dar a entender al resto de peatones que era ése el motivo real de su parada. Luego dio un paso atrás, echó un vistazo a su silueta reflejada y la cotejó con el original, temeroso de que la ventana se olvidara de reflejar algún bonito detalle. Satisfecho del resultado, se volvió para continuar su camino, pero no sin echar antes un último vistazo que le reafirmara la excelente impresión que le causaba su noble estampa, ahora en la transición del reposo al movimiento.

Por lo visto, de acuerdo a la descripción de Eduard Pötzl, aquel hombre joven encontró en su reflejo la imagen que esperaba. “Su gesto al retirarse exhibía una satisfacción tan plena que estoy seguro de que no se habría sonrojado si alguien le hubiera comparado con el Discóbolo de Mirón o con el Galo Moribundo.” Sin embargo -y asumiéndose como jurado de aquella pasarela citadina- para ese entonces Pötzl ya le había encontrado su lado flaco. “Aunque, en honor a la verdad –y dicho sea de paso-, el risueño joven no podría negar, puesto bajo juramento, que se libró del servicio militar a causa de sus exagerados pies planos. (…)”

Así esta breve estampa de época permite apreciar que el extremo cuidado por la apariencia personal no es exclusivo de nuestros tiempos.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Calavera


Entre las palabras que tienen varios significados –polisémicas, que les dicen- es posible mencionar a calavera tal como lo precisa Francisco Padrón.
[Al] cráneo se le llama calavera, calaca y jícara. Dicho símbolo se acostumbra usarlo para indicar la existencia de peligro en carreteras, almacenes de explosivos, de material inflamable, de combustible, y en las boticas particularmente, para indicar la naturaleza venenosa de las substancias.
Calavera es vocablo con que también se designa la luz roja trasera de los vehículos.
Un individuo que observe una vida disipada es un calavera.
Por cierto que vinculada a esta última encontramos la expresión popular usada en diversos países de “calavera no chilla”. Francisco Padrón también alude a otros significados de esta palabra.
Otra acepción de calavera, es la que se aplica a dulces que en forma de cráneo humano, se ponen a la venta con motivo de la celebración del Día de los Muertos, misma ocasión en la que se hacen versos que también se denominan calaveras. Estas manifestaciones poéticas son en tono festivo o mordaz, y generalmente se refieren a personas que supuestamente han muerto, haciéndose alusión a los atributos que caracterizan a la persona a la que se dedican. 
A ello también se refiere Joaquín Antonio Peñalosa
Aquí nos reímos de la muerte en las "calaveras", que son versos y caricaturas que el 2 de noviembre aparecen en periódicos y revistas con que el pueblo se burla de los personajes y personajillos vivos, a veces demasiado, del lugar. 
Entre las calaveras compiladas por Padrón, escogimos la siguiente
A un Farmacéutico
Ayudaba a los Doctores 
a llenar el camposanto.
Vendía agua de contraespanto 
y polvos vaciladores.
Hay muy fundados rumores 
que su muerte prematura
fue porque al buscarse cura, 
tuvo la negra desgracia 
de ir a dar a su farmacia, 
y hoy está en la sepultura.
Así cada cultura da un trato especial, tiene un vínculo peculiar con la muerte. En el caso de México existe coincidencia en cuanto a que el Día de Muertos es la festividad más presente a lo largo y ancho del país.