El 24
de diciembre de 1948 (desde Fortín de las Flores, Veracruz) Gabriela Mistral
presenta sus reflexiones con motivo de la Navidad; el texto fue publicado al
año siguiente en ábside. Revista de
cultura mexicana.
El
Nacimiento de Nuestro Señor ocurre en una ciudad pequeña, pero no en una casa –que
todas se le negaron-, sino en establo arrabalero. Así Cristo echa el primer
respiro cerca de majadas y entre los animales. El escándalo que dan las viejas
estampas es éste de un hato de bestias despertadas, el vaho de los belfos, y un
pasar y repasar de ángeles en ancho relampagueo, el coro de éstos baja vertical
como una presa soltada desde las alturas. (…)
Y allí,
en el lugar preciso y previsto, al medio de bueyes, y vacas, y asnos está la
cosa más ligera y endeble de este mundo que es un Niñito, y hay un viejo
barbado tan débil como Él mismo, y una mujer flaca como ambos en cuanto a “femina”.
Gabriela
Mistral caracteriza al acontecimiento como disparatado
a lo divino y por tanto difícil de comprender.
(A las
gentes de la Razón con mayúscula, el cuadro les revuelve el seso. Pero todo en
el Evangelio resulta una reversión del “Orden” y de la vieja Ley que va a caer
en pedazos.) (…)
Celebramos
eso, un Nacimiento el más absurdo y menesteroso que se haya visto. La escena de
la noche (…) de rara se pasa a grotesca: hay en aquel establo el estiércol
desparramado y el agua turbia, por servida, del abrevadero y brillan aquí y
allá unas copas llenas de incienso, mirra y oro.
(…) Este
suceso disparatado a lo divino no lo entienden mucho las ciudades; los rurales
sí, y los vagabundos, en cuanto gente habituada al milagro que brota del
planeta o baja de los cielos, a lo más natural y a lo más sorprendente.
(…) Lo
sobrenatural que manda en esa noche tiene un reverso natural y los asistentes
aparecen asombrados pero sin miedo, y se azoran sin dar gritos. Todo en lo
Cristiano se moverá dentro de esta manera parecida a la de los lagos que
maravillan sin agitarnos.
Sin
embargo -continúa la poetisa- hubo quienes no resultaron sorprendidos dado que
estaban en espera de un quiebre de semejante trascendencia en el devenir del
tiempo.
El buen
lector de Historia –el no torcido- entiende que Esto tenía que llegar. Había
habido ya reyes de más, capitanes de sobre, letrados greco-romanos y hasta
hechiceros egipcios. Faltaba Uno que reinase sin reino, mandase sin espada y
hablase recto, sin vicios ni culebreo de palabras.
Los que
están allí velando esperaban a Éste, cada uno a su modo y por eso creyeron de
golpe a los signos de la noche, a la estrella nueva, a los coros despeñados y
al “no sé qué” del Niño tiritador.
Así
fue como los convocados respondieron al llamado del nacimiento de Cristo desde
la obediencia radical.
Hay una
gran docilidad en este grupo nocturno, un saber y obedecer inmediatos, sin
preguntar ni discutir, y en el aire delgado y la tierra gruesa ha debido haber
este mismo acuerdo de aceptar y sentirse encantados. Nuestra lengua llama tal
cosa, con cierto desdén, “milagrería”, pero hasta los laicismos suelen vivir
por instantes tales “bodas del cielo con la tierra”, según la expresión de
Blake, y esto en cierto día o cierta noche en que todo se permea de algún licor
que no se probó con los labios pero que se paladea con el alma.
Gabriela
Mistral considera que el acontecimiento de la Navidad no es cuestión del pasado,
ni ajena a nuestras realidades.
Nos da
vergüenza menor un Niño de horas, con el rocío de la noche en los cabellos,
húmedo de tan tierno y de tan desnudo como Él está.
Y sin
embargo, este Cuerpecillo echado en establo, sin más pañal que la intemperie,
llegado y no recibido, con los animales en cuanto a hospedadores, nada tiene de
sucedido fabuloso para los ojos nuestros. En donde acaban las calles
enfiestadas, y se calla el tamborileo, y se corta la danza, existe un tendedero
de desnuditos, semejantes, puestos en cunas que no lo son, y resobándose contra
el pellejo del perro que los abriga, hambreados desde el vientre materno,
mostrando su estropeo en el hueso y la carne y mirando con ojos opacos a su
María y a su José que van y vienen por la pocilga oscura.
Eso de
encarnar un Dios en tallo de sangre y aceptar con el vagido y el batir de la
mano el aire y la Tierra y la infancia a medio pan y a medio techo, este
misterio que habla con palabra directa vale en cuanto a alegato eterno y a
quemante encargo sobre la infancia menesterosa y padecida. Sin palabras, con su
pura cinta de imágenes, el Pesebre de Belén nos encomienda a todos y a cada uno
de los niños que duermen bajo ramas de palmeras o planchas abolladas de zinc, y
también al raso, como las cabras y alimañas del monte. No es mera estampa de
yeso ni tarjeta de Noel lo del niño que duerme a la escarcha y a la ventisca. A
lo largo del Pacífico, del Atlántico y del Caribe, yo me he visto entredormir
de ese modo al chiquito indio, al mulato, al negro y al mestizo. Y pese a la
Geografía, aquellos pesebres criollos se me juntaron todos en torno de la cuna
judía y de aquella Madre de los albergues negados.
Finalmente,
la escritora chilena convoca a vivir la Navidad respondiendo a los muchos
pesebres que encontramos en el día a día.
Pongámonos
a cancelar la vieja deuda no pagada y crecida que ya nos abrasa la conciencia.
(…)
Allegarnos
al Dios-Niño sería buscar los pesebres nuestros de Cordillera y selva adentro,
por los caminos rurales y las playas no sospechadas, por todas partes de donde
se escape un llanto chiquito que es el mismo de aquella Medianoche y se oiga
además el rezo de la María indígena o mulata. (…) Y el lugar donde ocurre lo
que digo (…) es la América nuestra de la abundancia botánica, del bosque
maderero, del río amazónico y del sol más creador que conozcan los ojos
humanos.
Entendemos
que este texto, con muchos años en su haber, no ha perdido vigencia y es por
ello que ahora nos permitimos transcribirlo.
¡Feliz
Navidad!