Escribir
y dibujar en sitios arqueológicos, construcciones antiguas u otros lugares que
son emblemas de diversas ciudades, genera un consenso de rechazo. Arturo
Pérez-Reverte, con su filoso estilo habitual, resolvió encarar el tema en un
artículo titulado “Manolo estuvo aquí”.
Lo vi escrito con rotulador grueso, hace unos días, en
uno de los muros de El Escorial: Manolo y
Miriam estuvieron aquí el 6-8-93. Ignoro quiénes son los tales Manolo y
Miriam, y por qué el hecho de que estuvieran allí y no en otro lugar merecía
ser inmortalizado ensuciando estúpidamente una fachada de piedras venerables.
Sin embargo, basta echar un vistazo alrededor para comprobar que a cantidad de
personas armadas con rotulador, spray u objeto inciso-punzante, el hecho de
estar en tal o cual sitio, o en un sitio cualquiera, les parece solemnidad
suficiente como para que el resto de los mortales nos enteremos de su nombre o
de sus opiniones.
Pérez-Reverte
deja en claro su respeto a la libertad de expresión pero no considera que este
tipo de actos forme parte de ella.
Nada tengo contra la libertad de expresión, yo que además
soy periodista. Ni tampoco contra la libertad de afirmación personal. Pero amo
algunos edificios, algunas calles, algunas viejas piedras y algunos paisajes
por conservarse tal como son y tal como fueron. Por eso me fastidia sobremanera,
cuando voy a su encuentro, encontrarme sobreimpresos, a golpe de spray o
rotulador, los nombres, los pensamientos o las chorradas de individuos, a
menudo anónimos, que maldito lo que me importan. (…)
No hay justificación alguna para el hecho de que unas piedras,
un edificio, un cuadro, un lugar, hayan sobrevivido a los siglos y a los
hombres, y de pronto llegue alguien con su spray y nos cuente con letras de dos
palmos que a él Felipe González se la machaca, que Volkswagen está en lucha, o
que el imbécil de Manolo y su prójima estuvieron aquí. Todas ésas son opiniones,
pero no son cultura. Y que las pongan en mi conocimiento utilizando la fachada
de la catedral de Burgos, un fresco románico, el Parque Güell o el pedestal de
Felipe III, es algo que me repatea el hígado.
Finalmente
se adelanta a las críticas que su opinión pueda generar en algunos de sus
lectores.
En ese tipo de cosas, soy absolutamente conservador. Incluso
reaccionario: suelo reaccionar con un profundo cabreo. (…)
No se trata de que le pidan a uno el carnet de identidad
cuando va a comprar un bote de pintura, ni de que la Benemérita aplique la ley
de fugas a los virtuosos de la rotulación callejera y clandestina. Pero sí me
encantaría, por ejemplo, tropezarme un día a Manolo con lejía y estropajo de
alambre, dale que te pego a la fachada de El Escorial. Sentenciado a un mes de
trabajos forzados en una imaginaria -y deseable- brigada de limpieza por haber
sido sorprendido, in fraganti, en el acto de comunicar al mundo que acababa de
honrar el lugar con su presencia.
Esta
costumbre de marcar presencia en lugares históricos (así como la de llevarse
algún recuerdito) viene de lejos, según lo ilustra Verónica Murguía.
(…) El
padre Félix Fabri, otro medieval que también viajó a Jerusalén, sugiere a los peregrinos
que “no se debe arrancar pedazos del Santo Sepulcro, o romper las piedras que
hay allá so pena de excomunión”, y a los nobles les advierte que “no podrán
grabar sus escudos de armas o escribir sus nombres en el mármol para demostrar
que estuvieron de visita”.
Nada nuevo bajo el sol.