martes, 30 de diciembre de 2014

Premios y reconocimientos que se las traen


Para poder vender hay que saber lo que le gusta al personal. Y con pocas excepciones a todos nos gusta ser premiados, reconocidos, alabados, distinguidos y un largo etcétera. Conocedores de esto, hubo quienes pusieron manos a la obra y se dieron a la tarea de fabricar premios y reconocimientos varios. He tenido noticias directas de su existencia en el ámbito empresarial (líderes globales), educativo (premio a la excelencia) y  me consta la existencia de invitaciones para publicar un artículo o libro, en un texto o colección acompañado de “un grupo de selectos colegas”.

Hace ya unos años Luis Ignacio Helguera recibió una de estas invitaciones lo que le permitió narrar sus pormenores en un artículo titulado De cómo no fui el hombre de la década.

Al final de una cena deliciosa, un amigo me extendió un sobre con un remitente de los Estados Unidos y el sello de Urgent. La carta decía (traduzco): “¡Felicidades! Ha sido usted seleccionado para figurar en la vigésima edición del reconocido The International Dictionary of Distinghished Leadership, por su ya larga tarea como editor y escritor.” Firmado: “Mr. Evans”. Le pregunté a mi amigo qué demonios era eso. “No sé, a mi también me llegó –dijo-, por recomendación de X (un amigo suyo) y se me ocurrió recomendarte.” Se lo agradecí, encogiéndome de hombros, y me guardé el sobre en el saco.

Lo extraño de la forma en que le llegó la invitación coincidió con su gusto por ser reconocido y el mismo Helguera relata cómo siguió aquello.

Al día siguiente leí la carta con más detenimiento y desconcierto. Francamente, no me considero líder de nada (…)
Pero, como en el fondo de nuestro ser alimentamos la ilusión de que nuestro trabajo es valioso, nuestra capacidad digna de aplauso, nuestro talento irremplazable, merecedor todo esto de reconocimiento, en un santiamén respondí la carta, anexé la ficha bibliográfica que se me solicitaba y lo mandé todo por fax, y también al olvido.

La respuesta no tardó en llegar y en ella los convocantes comenzaron a mostrar la hilacha.

A la semana siguiente me llegó otra carta con sello de Urgent, firmada también por Mr. Evans, agradeciendo mi envío y pidiéndome, en resumidas cuentas y para ir al grano, que les dijera si mi ejemplar o ejemplares del diccionario lo quería o los quería en pasta dura, en piel, letras en oro o en simple rústica, y si les pagaría con cheque o con tarjeta de crédito. La edición más lujosa estaba más o menos en cien dólares (por ejemplar) y la más sencilla en veinticinco. Decepcionado de que valoraran el liderazgo de mi cartera por encima del de mi carrera, decidí devolverles la decepción, diciéndoles que se fueran al cuerno con todo y sus líderes, diccionarios, letras en oro y Mr. Evans. La negligencia se encargó de que no hiciera nada.
En cambio, a los quince días llegó otra carta con el sello de Urgent, firmada ahora no sólo por Mr. Evans, sino por otros tres líderes gringos igualmente distinguidos, Thomson, Smith y Bell, anunciándome que había sido elegido para recibir un raro honor: figurar en sus diccionarios como The Most Admired Man of the Decade. Para alcanzar esa cima sólo me faltaba remitirles doscientos dólares. Pero en ese preciso momento, en que sólo doscientos dólares me separaban de ser el Hombre Más Admirado de la Década, me sentí el Hombre Más Imbécil de la Década.

Luis Ignacio Helguera llega al fin de aquella historia. “Mientras rompía gozosamente los formularios alcancé a ver que me solicitaban la recomendación de otros de los Hombres Más Admirables de esta Década o de las Próximas. Pensé mandarles los nombres de mis enemigos (…) La negligencia se encargó de que no hiciera nada.”

Moraleja: cuando reciba una convocatoria de este tipo recuerde que pudiera suceder que no todos sus enemigos sean tan negligentes como Helguera… Asimismo tenga presente lo que afirma Juan Goytisolo: “Cuando me dan un premio siempre sospecho de mí mismo.” Y a veces también es conveniente sospechar de los demás.

martes, 23 de diciembre de 2014

La ciudad en que nacimos


Todo un tema (o mejor dicho varios) el de la identidad, ya que como decía Ortega y Gasset uno es uno y sus circunstancias. Y circunstancias fundantes son la familia, la ciudad y el país que “nos vieron nacer” (como lo señala el modismo con marcado egocentrismo). Nos detendremos en las dos últimas.

Parecen ser minoría aquellos que reniegan del país en que nacieron. Por el contrario, las mayorías se agrupan en torno al nacionalismo y no son pocos los que llegan al patriotismo (cuestiones a las que nos referiremos en otra ocasión). Esta apropiación del país en que se nació, que se va formando con diferentes ritos de lealtad desde la más tierna infancia, impide que la mirada sea objetiva; José García Mercadal ilustra el punto.

Inacabables soledades de hermosa tristeza, secos campos de patética languidez, abandonados caminos de polvoriento suelo, raquíticos arbolejos desnudos de hoja y vestidos con grisáceo ropaje polvoriento, míseros hacinamientos de terrosas viviendas, a las que el orgullo nacional llama pueblos, villas y ciudades, con la petulancia donairosa de un hambriento hidalgo fanfarrón.

Ni qué decir de lo que acontece, por lo general, en relación a la ciudad en la que uno nació; en este caso es Rosa Regás quien ejemplifica el tema.

(…) Algo así ocurre con el lugar donde hemos nacido. Se diría que lo juzgamos de otro modo y no podemos aplicarle los criterios de belleza o de fealdad que aplicamos a los demás lugares del mundo. Todos hemos conocido personas que han nacido en pueblos siniestros. Unos sin árboles, con los campos yermos por falta de agua, sin ríos cercanos, ni comunicaciones, abatidos por la miseria o por los especuladores; otros con las casas en ruinas por las lluvias con los hierbajos asomando entre las tejas; o pueblos agostados por un sol de justicia y unas sequías bíblicas que no tienen ni gracia ni sombra. Y, sin embargo, el que ha nacido allí, aun viendo todos esos desastres no sabe aplicarles la crítica que lo llevaría a considerar inhabitable otro pueblo en las mismas condiciones. Por el contrario, se le agrandan los ojos al pensar en él y no le caben las palabras en la boca para describirlo. “¡Oh!, mi pueblo! Eso es un pueblo, si lo viera usted. Mire lo que le digo, si este pueblo tuviera agua…”

(Entre paréntesis cabe señalar que la misma autora añade que otro tanto ocurre con los hijos dado que “somos incapaces de verlos como los vería otro y aplicarles los criterios de valoración física y moral que aplicamos, incluso sin malicia, a los demás”).

Para un final feliz en este proceso de valoración de la ciudad en que uno nació, es fundamental que se la pueda caracterizar, singularizar, distinguir, etc. por algo que la convierta en única y, por tanto, digna de ser recordada. Manuel Cruz lo deja en claro  

Ser de una u otra ciudad no es algo anecdótico. Ser de una u otra ciudad imprime carácter. Ello no significa, claro está, que todos los habitantes de una misma ciudad sean iguales (ni tan siquiera parecidos), sino sencillamente que no hay una ciudad igual a otra. O, mejor dicho, que no debiera haberla.

Mala cosa, muy mala, cuando ello no sucede; dice Cruz: “Pobre de la ciudad que no se distingue de otra. Tal vez el más triste destino que le puede aguardar a una urbe sea el de que, sistemáticamente, nos recuerde a otra.” Pero no es así –se corrige el mismo Manuel Cruz-; aun es posible que el panorama sea menos alentador: “Y el peor de todos, el de que ni siquiera alcancemos a precisar a qué otra nos está recordando.

martes, 16 de diciembre de 2014

La inseguridad tiene su historia

Uno de los grandes temas de nuestros días es el de la inseguridad y los medios de comunicación, en sus diversos formatos, dan cuenta un día sí y otro también de sucesos varios en los que se manifiestan diferentes niveles de violencia. La expresión delincuencia organizada se ha integrado al vocabulario contemporáneo. Nadie desconoce la emergencia del tema pero hay diversas opiniones en relación a la gravedad del asunto: desde quienes ven en ello la inminencia de un caos generalizado hasta aquellos que sostienen que la prensa exagera la nota, creando de esa manera una “sensación térmica” que reviste a la cuestión de mayor alarmismo del que ya de por sí tiene.
 
En este entorno social frecuentemente se alude con nostalgia a la existencia de un pasado armonioso, de convivencia apacible, al que se confronta con la actual inseguridad ciudadana. Sin embargo, es posible encontrar indicios de violencia a lo largo de la historia y Rafael Solana analiza lo que sucedía en México durante el siglo XIX.
(…) la situación de nuestro país era inestable; podríamos, sin exagerar mucho, llamarla caótica. Las autoridades imperiales no lograban hacerse respetar en todo el territorio, ni la República juarista tenía jurisdicción sobre toda la nación, en forma efectiva. Algunos lugares estaban en poder de las fuerzas de Maximiliano y los ejércitos extranjeros que lo apoyaban, y otros en el de las menguadas de don Benito; había también tierras de nadie, que cambiaban de manos a cada embestida de uno u otro bando. No era sino perfectamente natural que en estas condiciones prosperase el bandidaje en los caminos reales; aun en las etapas, en unos años anteriores al Imperio, en que se vivía bajo el régimen republicano, las pugnas entre centralistas y federalistas desgarraban al pueblo y creaban incertidumbre sobre cuál partido estaba en el poder, y ninguno conseguía imponer severamente el orden, ni daba garantías.
 
Por otro lado Ana María Cárabe también alude a este período y las drásticas medidas aplicadas con objeto de acabar con aquella inseguridad.
 
Los salteadores de caminos fueron un grave problema en el México del siglo XIX, ya que además de hacer imposible el comercio, tan necesario para consolidar una nación nueva, los “plateados” cometían crímenes horrorosos.
Para combatirlos, tanto Benito Juárez como Sebastián Lerdo de Tejada solicitaron al Congreso una Ley de Salteadores y Plagiarios que consistía en suspender las garantías constitucionales para quienes cometieran este delito, es decir, los salteadores no podían solicitar recurso de amparo y sus juicios eran sumarios. El delito se castigaba con la pena de muerte, según estaba previsto en el artículo 23 de la Constitución de 1857.
Aun así, en 1880 subsistía el problema y su gravedad era tanta que algunos periódicos de la época, como La Tribuna y La Libertad, sugirieron aplicar la Ley Lynch.
 
El robo y el secuestro formaban parte de la cotidianidad de por aquellos entonces y la credibilidad que se adjudicaba a los cuerpos policiacos no era mucho mejor que la actual, tal como lo sugiere la siguiente nota publicada en El Telegrama de Guadalajara el 14 de noviembre de 1885.
 
Policía poca y mala, ladrones muchos y buenos; hambre e impunidad superan delitos danles ocasión cometer cotidianos negocios, y por consiguiente se roba en coche, a pie y a caballo, dentro casas, en calles y a todas horas del día y de la noche (…)
 
Al año siguiente el mismo periódico (El Telegrama, Guadalajara, 4 de diciembre de 1886) daba cuenta -con su peculiar estilo de dar noticias en pocas palabras- de un ejemplo extremo de la inseguridad que se vivía.   
 
Familia vive por San Francisco, fue lunes pasado enterrar angelito camposanto Ángeles; y en esquina recodo San Sebastián Analco fue asaltada caravana por gavilla compuesta ocho o diez bandoleros dejando dolientes padre Adán; sin escaparse querubín a quien también desnudaron por no le valió estar muerto. Fue preciso esperar noche para volver casa por no a mano hojas higuera, cubrir carnes.
 
Un siglo después los problemas se seguían presentando tal como lo señala Rafael Solana.
 
Pero si ya todos sabemos, pues lo hemos leído en la más admirable de cuantas novelas ha producido la literatura hispanoamericana, en la caudalosa y riquísima Los bandidos de Río Frío, de don Manuel J. Payno, que ir de México a Veracruz en diligencia, al final de la primera mitad del siglo XIX, era aventurado e intrépido, porque se podía sufrir el asalto de aquellos terribles macutenos, pocos aceptarán, en cambio, que igualmente peligroso y audaz es a fines del segundo tercio del siglo XX pretender ir, en autobús urbano, de la avenida Bucareli a la de San Juan de Letrán, por la calle del Artículo 123 en esta metrópoli. Y, sin embargo, así es.
Apenas el domingo pasado, a las seis de la tarde, en pleno régimen constitucional, y en una ciudad que se apresta a recibir a los periodistas y a los atletas del mundo para la celebración de unos Juegos Olímpicos, en plena calle de Artículo 123, que antes se llamó de Nuevo México, ha sido asaltado un camión de pasajeros, de la línea Tlatilco Santa María, con una tan asombrosa impunidad, que sin duda causará pasmo en quienes lean la noticia. No puede decirse que la policía estuviera en los toros, porque en esa fecha no los hubo; que esté toda ella descifrando el crucigrama del asalto a la camioneta bancaria en pleno viaducto, tampoco sería una explicación. Solo podrá sospecharse o que no hay policía en México, o que toda ella ha caído bajo el sopor de una maldición hipnótica, como la de la bruja del cuento de La bella durmiente del bosque, o lo más probable, que se ha convertido en la irrisión del hampa, que ya se burla de ella en la forma más descarada y más cruel.
Iba el ómnibus atestado de viajeros, ya muy cerca de San Juan de Letrán, en tan diurnas horas, todavía con sol, cuando hizo la parada un grupo de rufianes, que abordó el vehículo, y de inmediato procedió a desvalijar a los pasajeros, mientras el camión seguía su marcha; en forma rápida y experta varios de los asaltantes fueron metiendo las manos en los bolsillos de los hombres y en los bolsos de las mujeres, se hizo con limpieza y velocidad la pizca de los relojes de pulsera y la cosecha de carteras, mientras alguno mantenía la amenaza de mayor violencia sobre el conductor, a quien también arrebataron las entradas del día, y sobre los estupefactos asaltados, que no se atrevieron a moverse; al llegar al término de la cuadra todo estaba consumado, y los bandidos descendieron tranquilamente; tal vez hasta, para colmo de escarnio, “pidieron su parada con anticipación”.
 
Cabe hacer notar que este artículo de Rafael Solana fue publicado el 4 de octubre de 1968 y muestra que a menos de 48 horas del asesinato de estudiantes, parte de la prensa abordaba otros temas -como en este caso el de la inseguridad- mientras guardaba silencio en relación a lo sucedido aquel día de triste memoria en la plaza de Tlatelolco.

martes, 9 de diciembre de 2014

Venganza a destiempo

Más allá del juicio que se tenga acerca de ella, no existen dudas de que la venganza es un sentimiento que se ha hecho presente a lo largo de la historia. El punto de partida está en reconocerse como víctima de la acción de otros (sean éstos países, bandos, partidos, personas) que ocasionaron daños irreparables o de consideración. Ello abre espacio para una reacción (frecuentemente acompañada de odio) que desea ver al victimario siendo castigado en forma similar -o peor, si es que ello fuera posible- a las heridas que él ocasionara. Muchas son las formulaciones refieren a ello: desde el lejano (y a veces no tanto) “ojo por ojo y diente por diente”, hasta aquello de que “el que las hace las paga”; allí parece residir una forma de consuelo.
 

Frente a ello hay quienes reivindican el perdón como la única acción que posibilita la convivencia. El perdón no sólo actuaría sobre el victimario sino en  la propia víctima, que de esa manera se cura de la afrenta recibida. También están aquellos que critican la actitud de vivir tan pendientes del pasado (“con los ojos en la nuca”). Aquí es posible encontrar personas bien intencionadas, así como quienes úniamente se parapetan en este argumento para evitar ser enjuiciados por los actos ilícitos que cometieron en el pasado. Por otra parte están quienes sostienen que lo mejor es el olvido (parecerían estar de acuerdo con Borges en cuanto a que el olvido es la mejor forma de venganza).
 

Claro está que existe una gran diferencia entre justicia con todo lo que ella asume de reparadora, y simple deseo de venganza, de revancha. La acción de la justicia es irrenunciable porque de lo contrario se estaría contribuyendo al desarrollo de sociedades impunes en las que “sigue pasando de todo porque nunca pasa nada”. Los costos de la impunidad.

 
Ahora bien aun para quienes buscan la venganza, ésta parece requerir tanto de un tiempo como de un escenario definido. Según esto el daño vengativo debería llegar en un lapso próximo a las heridas recibidas, cuando el victimario aun conserva su poderío. En caso que no se reunan estas condiciones la venganza llega fuera de tiempo y la situación cambia radicalmente; Paul Watzlawick proporciona un ejemplo de ello a través del relato de George Orwell.


En 1945, Orwell, en calidad de corresponsal de guerra, visitó, entre otras cosas, un campamento para criminales de guerra. Allí fue testigo de cómo un joven judío de Viena daba una descomunal patada al pie magullado, hinchado y deforme de un preso que había ocupado un cargo importante en el departamento político de la SS.
“Sin duda (el agredido) había tenido campos de concentración bajo su mando y había ordenado torturar y ahorcar. En pocas palabras, él representaba todo aquello que habíamos combatido durante cinco años...
Es absurdo reprochar a un judío alemán o austríaco que devuelva a los nazis el mal sufrido. Sabe el cielo las cuentas que este joven quería ajustar; es muy probable que toda su familia fuese asesinada; y, al fin y al cabo, hasta un fuerte puntapié a un preso es algo insignificante comparado con los horrores cometidos por el régimen de Hitler. Pero esta escena y muchas otras que vi en Alemania pusieron de manifiesto ante mis ojos que toda esta idea de represalias y castigos es una imaginación pueril. Propiamente no existe esto que llamamos represalia o venganza. La venganza es algo que uno quisiera realizar cuando y porque uno se siente impotente: tan pronto como se elimina esta sensación de impotencia, desaparece también el deseo de venganza.
¿Quién no habría saltado de alegría en 1940 sólo de pensar que podría ver a oficiales de la SS pisoteados y humillados? Pero cuando ello se ha convertido en posible, su puesta en práctica adquiere un aspecto patético y repugnante”.

 
No todos están de acuerdo con Orwell. La historia reciente presenta situaciones en que, al no creer suficiente el combustible de odio proporcionado por el presente, se fue al pasado en búsqueda de lumbre que permitiera atizar aún más el fuego; Pascal Bruckner relata una de estas situaciones: “[En la ex Yugoeslavia] (...) a finales de la década de los ochenta el clero ortodoxo y los poderes públicos iniciaron un recuento exhaustivo de los muertos, llegando incluso a desenterrar los cadáveres de la Segunda Guerra Mundial con el fin de extraer de ellos la energía para el desquite.

 
El debate entre venganza, olvido, justicia y  perdón, tiene lugar en un contexto en que no son pocas las situaciones del pasado que complican el presente y comprometen el futuro.

martes, 2 de diciembre de 2014

Trampas del lenguaje


En diversas oportunidades hemos aludido en este espacio a temas vinculados al lenguaje, como por ejemplo el del uso (y abuso) de diminutivos. La cuestión que ahora abordamos tiene que ver con lo que Joaquín Antonio Peñalosa identifica como “el sentido minusvalizador” de la palabra; para profundizar en ello sigue las huellas de Carlos A. Echánove Trujillo.

En su excelente Sociología Mexicana, Carlos A. Echánove Trujillo observa con finura cómo uno de los rasgos característicos de nuestro lenguaje es su sentido minusvalizador. Es decir, cada vez que el mexicano habla de sus cosas, de sus propiedades, de sus familiares, de cuanto le atañe y pertenece, lejos de darle su justo valor, lo disminuye, lo devalúa, lo rebaja de precio, lo pone en barata, le resta importancia. (…)
"Carcacha" es el nombre con que el señor gerente designa a su fabuloso convertible (…). El millonario alude en la tertulia a los "centavitos" que ha podido amasar con la ayuda del prójimo. (…)
Si al toparnos en la calle con el amigo saludable, risueño y mofletudo, le preguntamos qué tal le ha ido, nos resultará con que "ahí pasándola", "más o menos”, o de plano “tristeando”. ¿Qué decir del mexicano común y corriente, cuando nuestra máxima musa Sor Juana Inés de la Cruz, calificó a su poema soberano, El sueño, de simples "papelillos"?
Hasta el lecho en que agonizamos es un pobre "petate en que caernos muertos", así sea un box spring de holandas y plumas.

La enunciación de ejemplos es amplia y Joaquín Antonio Peñalosa proporciona otros.

Así por ejemplo, el recién casado nos presenta a la radiante, juvenil esposa como su “vieja”, cual asunto de la tercera edad. Al hijo vivaracho y consentido, algunos padres lo llaman cariñosamente “escuincle”, que en náhuatl significa perro, si no es que lo nombran “huerco”, voz de origen latino que equivale a infierno y por extensión diablillo.
Para la fiesta, los invitados aseguran que vestirán sus mejores “trapitos”, que luego resultan undosas sedas como aquéllas de la Nao de China o casimires “made in England” de legítimo contrabando. El millonario alude discretamente a sus “ahorritos” –así, en diminutivo-, que ha podido amasar a lo largo de la larga vida con el sudor del de enfrente; mientras los amigos nos invitan a comer, en su casa, “una comida informal”, “cualquier cosa”, unos “frijolitos”, un “pipirín”, un taco, que en realidad es un banquete de cinco tenedores, lino y platería. Don Fulano de Tal nos confía desde unos temblorosos dientes de oro que está construyendo su “casita” con mil sacrificios; pero jure usted que se trata de algún ostentoso Partenón con piscina techada, climatizada y sonorizada.

Una vez ilustrado el punto, Peñalosa presenta sus hipótesis acerca de la razón de este comportamiento idiomático.

Este lenguaje con que el mexicano apoca y disminuye cuanto es de su propiedad, en vez de que se vanagloriara de sus pertenencias, responde al sentimiento de inferioridad que en forma de inseguridad y autodesprecio, le viene por herencia de indios y mestizos en fuerza de los hechos históricos, desde la sumisión prehispánica del indígena a sus caciques, hasta la dominación española y otras dominaciones y caciquismos más recientes, actuales y feroces.

Y concluye sus consideraciones con un final oportuno: “Para no ser menos que cualquier mexicano, aquí concluimos estas paginillas.