jueves, 28 de febrero de 2013

Corrupción: variaciones sobre un mismo tema 2/4

Es importante destacar, a manera de valiosas excepciones, la trayectoria de quienes aun cuando detentaron cargos de primera importancia supieron defender su honestidad en tiempos de “simplicidad y pobreza republicana”. Manuel Payno, citado por Alejandro Rosas, deja constancia de ello.

Después de Guadalupe Victoria los presidentes de la república, cualesquiera que hayan sido su conducta y opiniones políticas, continuaron viviendo en una especie de simplicidad y pobreza republicanas a que se acostumbró el pueblo. El sueldo señalado al primer magistrado de la república ha sido de 36 mil pesos cada año, y de esta suma han pagado su servidumbre privada y sus gastos y necesidades personales. Para honra de México, se puede asegurar que la mayor parte de los presidentes se han retirado del puesto, pobres unos, y otros en la miseria.
En aquel tiempo haber ocupado el cargo de presidente no garantizaba la prosperidad personal y familiar para el resto de la vida. Alejandro Rosas describe lo que acontecía.

Por entonces el presidente de la república no gozaba de pensión vitalicia —que sería establecida en los últimos días del sexenio de Luis Echeverría—; al concluir su gobierno regresaba a su vida profesional o se dedicaba a escribir. Para muchos, la mayor riqueza que conservaban, luego de haber cumplido su mandato, era la de mantener limpia su reputación. No era concebible tampoco el enriquecimiento de la familia del presidente. En uno de tantos casos, al morir el presidente Miguel Barragán, en 1836, su hija sólo heredó su buen nombre y para sobrevivir estableció un estanquillo de tabaco.
Desde luego, la austeridad y la honradez no garantizaban el buen gobierno. (...)
La cultura de servicio tuvo su época de oro en el periodo de la República Restaurada (1867-1876). Junto al poder Ejecutivo, los miembros del Congreso y del poder Judicial gobernaron el país con apego irrestricto a la ley y con una moral política honesta e independiente, que difícilmente se puede encontrar en otro periodo de la historia mexicana.

Lo mismo sucedía en otros cargos de primera importancia. El mismo Alejandro Rosas cita a Ignacio Manuel Altamirano quien siendo magistrado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación escribió:

No tengo remordimientos. Estoy pobre porque no he querido robar. Otros me ven desde lo alto de sus carruajes tirados por frisones, pero me ven con vergüenza. Yo los veo desde lo alto de mi honradez y de mi legítimo orgullo. Siempre va más alto el que camina sin remordimientos y sin manchas. Esta consideración es la única que puede endulzar el cáliz, porque es muy amargo.
Al paso del tiempo diversas manifestaciones de corrupción fueron ganando espacio. En las postrimerías del porfiriato, Francisco I. Madero se refería “a la corrupción del ánimo, el desinterés por la vida pública, un desdén por la ley y una tendencia al disimulo, al cinismo, al miedo”. Y concluía que cuando “la sociedad abdica de su libertad y renuncia a la responsabilidad de gobernarse a sí misma” necesariamente tiene lugar “una mutilación, una degradación, un envilecimiento (…)”

En tiempos de la Revolución, los problemas continuaron. La administración dirigida por Venustiano Carranza tuvo fama de ser muy corrupta de lo que daba muestra el súbito (inexplicable, diríamos hoy) enriquecimiento de buen parte de los más destacados generales así como de algunos funcionarios del régimen. Tan es así que en la ciudad de México a la ya de por sí despectiva expresión de “carranclán”, se sumó el verbo “carrancear” como sinónimo de robar. En 1914 en lugar de constitucionalistas se hablaba de “consusuñaslistas”. Como en tiempos de Cortés las octavillas y los versos, citados una vez más por Alejandro Rosas, eran expresión del ingenio popular.

Impotente frente al autoritarismo carranclán, el pueblo se desquitó echando mano del ingenio y haciendo circular un verso que decía: “El águila carrancista/ es un animal muy cruel/ se come toda la plata/ y caga puro papel”. Encrespado, Carranza ofreció jugosa recompensa por el anónimo poeta. Todavía no firmaba la orden, cuando ya circulaba un nuevo verso: “¿Recompensa?/ ¿Y eso con qué se paga?/ ¿Con lo que el águila come/  o con lo que el águila caga?”.

Hasta cierto punto estas desprolijidades y travesuras eran consideradas como inevitables en el contexto que se vivía. A ello se refiere Luis Cabrera, citado por Enrique Krauze.

La Revolución es la Revolución”, había dicho Luis Cabrera: Carranza lo creía también. Difícil definirla, difícil embridarla. Quizá por eso no pretendió una acción moralizadora a ultranza. En su cautela había asimismo un dejo de fatalidad, la sensación de que la lucha no sólo significaba cambio sino también fango: botín, ambición depredación.

Una muestra de que la corrupción era vista como algo natural queda de manifiesto en el siguiente ejemplo aportado por Jorge Mejía Prieto.

Un paisano y amigo del Presidente Carranza fue nombrado por él administrador de la aduana del puerto de Veracruz, donde empezó a robar desenfrenadamente.
Alarmado, el ministro de Hacienda, licenciado Luis Cabrera, le envió varias reclamaciones oficiales, mismas que el administrador ignoró tranquilamente.
Ante la gravedad del caso, Cabrera decidió trasladarse al puerto, en donde se presentó ante el abusivo funcionario para exigirle cuentas y responsabilidades.
-¡Ahora mismo me muestra la lista de los ingresos que ha tenido esta aduana durante los cuarenta y tres días que tiene usted al frente de ella!
La respuesta fue:
-¡Ah, qué señor Cabrera tan metiche! ¡Qué lista ni qué sus narices le voy a mostrar! ¡Usted está loco, amigo! ¡Sépase que esta aduana me la dio Venustiano pa que yo me ayudara!
No faltó quien al ser designado para ejercer alguno de estos cargos que permiten ayudarse se limitara a decir: “¡Hasta que la Revolución me hizo justicia!" Tal vez fue por ello que los participantes en la bola se dividieron entre revolucionarios y robolucionarios. Al respecto señala Alejandro Rosas

Bajo la máxima popular “a mí lo mío y aleluya que cada quien agarre la suya”, muchos revolucionarios se hicieron justicia por mano propia, se autoindemnizaron, hicieron negocios, expropiaron, confiscaron y al final mejoraron su situación personal. Algunos generales obtuvieron sus “tierritas” a costa del pueblo. Otros hicieron “su agosto” dentro del sistema político mexicano. La mayoría no alcanzó a ver un México distinto al que los había llevado a tomar las armas.

El dispendio generoso de los recursos del Estado es lo que posiblemente condujo a que César Garizurieta, años después, afirmara: “Vivir fuera del presupuesto, es vivir en el error”.

También han quedado registrados en la historia los otros cañonazos del general Álvaro Obregón. Al respecto señala Refugio Bautista Zane

(…) durante la rebelión delahuertista, Obregón se ganó a muchos generales con los famosos cañonazos de 50 mil pesos (de los de ese tiempo, cuando el salario mínimo de los obreros era de un peso diario).  Se cuenta que Obregón justificaba estas fuertes erogaciones de las arcas públicas diciendo: "Con estos cañonazos ahorramos pólvora y soldados, y la guerra nos sale más barata".

Hay quienes arremetían con lo que encontraran, fuera mucho o poco. Ramón Llarena y del Rosario da cuenta de lo acontecido con un presidente municipal

(...) al inicio de una gestión existe la obligación popular de con una palabra o una frase definir el tipo de presidente municipal o administración que tendremos. Una vez calificado se queda el mote o frase para la posteridad. Pero hubo uno que cambió de nombre. Es la única y absoluta excepción a la regla.
Su nombre es Tomás y cuando llegó a munícipe acostumbraba temprano presentarse en la Tesorería y comenzaba por Catastro preguntando ¿Cuánto hay? A lo que le respondían: cien mil pesos. Entonces decía: "Me los llevo". Este fue su primer nombre: el "melollevo."
Pero los meses fueron transcurriendo y en el tercer y último año de su administración las arcas estaban magras y empobrecidas.
Entonces llegaba y preguntaba: "¿Cuánto hay?" Le respondían "dos pesos con cincuenta centavos". Entonces, se persignaba con el dinero y pronunciaba su mote definitivo: "Aunque sea".

martes, 26 de febrero de 2013

Corrupción: variaciones sobre un mismo tema 1/4

No tenemos datos acerca de cómo se la gastaban en este tema las culturas autóctonas pero sí de algunos sucesos en tiempos de la conquista. Al respecto señala Renato Leduc
 
[...] respecto a la corrupción, debe tomarse en cuenta que en México el primer corrupto fue el propio Hernán Cortés, porque si se lee a Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, se podrá observar que los mismos soldados españoles componían octavillas quejándose de las chingas que les paraba don Hernando cada vez que de repartir los botines se trataba.

Todo parece indicar que el asunto se origina en que, cuál correspondía a los usos y costumbres vigentes entre los conquistadores, una vez controlada la grandiosa ciudad de Tenochtitlan y aplacados los focos de resistencia entre la población nativa, fue necesario abocarse a la distribución del botín de guerra. No es difícil imaginar que el tema tendría su complejidad dado que se deberían contemplar diversas variables: normas acordadas desde antes de cruzar el océano, jerarquías existentes entre los invasores, desigual desempeño de cada quien en función de su arrojo y valentía, destreza individual para apropiarse de lo ajeno, y varios etcéteras. A lo anterior habría que agregar las disputas por haberse agenciado algo lo suficientemente pequeño como para guardárselo sin incluirlo en el inventario colectivo. Por otra parte es posible suponer la existencia de prebendas para quienes hicieran valer su amiguismo o compadrazgo con las principales autoridades. Además hay que tener en cuenta que la corona procuraba desempeñar funciones de contraloría a la distancia con el objeto de no ver mermados sus tesoros, considerando a los conquistadores como empleados a comisión. En fin, que la repartija no era cosa sencilla.

 Cuando la soldadesca concurrió a Coyoacán, uno de los lugares de residencia de Cortés, para ver de a cómo y de a cuánto les tocaba, rápidamente cundió el desaliento entre aquellos hombres que habían calculado para sí un botín mucho más generoso que el que efectivamente habían recibido. Por lo visto ya desde aquellas lunas y aquellos soles era de todos conocido que “el que parte y reparte se queda con la mejor parte”, por lo que poco a poco fue tomando cuerpo el rumor de que Cortés resultó el verdadero ganón y que había despojado a sus compañeros de armas de lo que en realidad les correspondía del tesoro de Moctezuma. Es posible suponer que la libertad para manifestar públicamente el descontento estaba limitada y que quien desafiara esa censura correría riesgos de que no solo le quitaran riquezas materiales sino la propia vida. Por tanto había que irse con cuidado sin dejar de denunciar la arbitrariedad.

En este contexto aparecieron los primeros graffiti de que se tiene noticia por estas latitudes. Protegidos por la noche y amparados en el anonimato hubo quienes escribieron en las paredes de la casa de Cortés los motivos de su agravio. Según el historiador Alejandro Rosas

Por la mañana, Cortés encontraba su propiedad pintada y ordenaba cubrirla de cal nuevamente. Al anochecer se repetía la escena y aparecían nuevas frases lacerantes: “Oh qué triste está la ánima mea hasta que todo el oro que tiene acomodado Cortés y escondido lo vea”. Cansado de las falaces acusaciones, Cortés escribió en su propio muro: “¡Pared blanca, papel de necios!”, creyendo que con eso sería suficiente; pero la respuesta fue ingeniosa: “Y aun de sabios y verdades”.
 
Rafael Barajas, El Fisgón, presenta otra versión de lo que acontecía por aquellos entonces

Uno de los primeros actos de gobierno de Hernán Cortés fue quemarle los pies a Cuauhtémoc para que le dijera dónde estaba el famoso tesoro de los aztecas; un soldado gachupín le reclamó a don Hernando su parte del reparto con estos versos:
Cortés, quemaste los pies
A Guatemoc por el oro
Y aqueste es el día que añoro
Que a este súbdito le des
Una brizna del tesoro
Aunque lo escondas después.

En tiempos de la Colonia la corrupción se hizo presente de muchas maneras y, de acuerdo con José N. Iturriaga, los propios virreyes se vieron implicados en la cuestión.

La corrupción de los virreyes a veces se iniciaba desde la obtención misma del cargo, «dándose los virreinatos a quien más dinero da, comprando este puesto por trescientos mil pesos y a veces por más» (Francisco de Seijas, 1650-?, pariente del arzobispo de México). La recuperación de lo invertido empezaba a planearse aun antes de viajar a México: tomaban en España «las providencias con los mercaderes» para poner aquí almacenes de importación, donde «se venden de ordinario los mayores contrabandos»; incluso hubo virrey que al efecto tenía sus propios barcos. Los cohechos que recibían con frecuencia estaban disfrazados de obsequios (como hoy en día) e incluían comestibles a tal grado que «suelen tener los criados tiendas particulares en que venden muchos de los regalos». Sólo en la Navidad de 1693 «ganó la virreina 78 500 pesos».
Además, los virreyes y otras autoridades solían vender los cargos públicos y asimismo los ceses de enemigos: «Con dar una suma de dinero al virrey, no ha menester más para que lo depongan y saquen. Para mantenerse en un puesto, es forzoso que en las Pascuas envíe cada uno su regalo y que lo reiteren todos los días de las fiestas de su santo y los de sus mujeres».
Como se ve, los tiempos no han cambiado: «No queriendo un virrey, un presidente o un oidor que una demanda o pleito civil o criminal se vea, no lo conseguirá ningún litigante si no es que compre la justicia a fuerza de plata y de oro y de regalos».
Todo esto se reflejaba también en un lujo y ostentación desmedidos por parte de los virreyes: «No hay rey en toda Europa que salga de su palacio real con más lucido acompañamiento».

Todo parece indicar que de aquellos entonces al presente han cambiado los caudales a repartir así como sus apropiadores, pero no la trama. Veamos algunos ejemplos.

José N. Iturriaga cita la opinión que expresa sobre este tema el aristócrata ruso Ferdinand Petróvich Wrangel quien viajó por México entre diciembre de 1835 y abril de 1836 recorriendo la ruta San Blas, en Nayarit a Guadalajara, ciudad de México y el puerto de Veracruz.

La raíz del mal reside en la absoluta inmoralidad que prevalece entre la población blanca (…) Esta generación no tiene la menor idea de lo que es honradez ni conoce el amor propio de un alma noble ni sabe nada de la religión ni del amor a la patria. El mexicano, comenzando por el presidente [Santa Anna] y terminando por el último oficial o empleado, siente tal avidez por la riqueza que es capaz de sacrificarlo todo en el mundo con tal de satisfacer ésta su ciega ambición. Se forman partidos, se representan dramas de ridículas revoluciones sin fin; se hacen leyes y ello con el único fin de saciar su codicia. Se roban el tesoro público con una desfachatez increíble. Los empleados de la aduana son los peores contrabandistas. Los jueces son los primeros en violar la justicia. A cualquiera se puede comprar (...) Los oficiales son cobardes y groseros (...) Con una dirección interna desordenada, con constantes motines, con la ambición desorbitada de los funcionarios encaminada hacia su enriquecimiento particular, es natural que a pesar de los inagotables recursos naturales que posee el país, favorecido en todos los aspectos por la naturaleza, el tesoro público esté pobre y no alcance el dinero para los gastos más indispensables (...) Así el país se hunde cada vez más en el abismo de la confusión y del vicio.

jueves, 21 de febrero de 2013

Los cómicos y su dudosa reputación


Buen oficio el de convocador de risas. Cómico, según el diccionario, es el autor y/o actor de comedias, aquél que hace reír. Se le llamaba cómico de la legua a quien actuaba en poblaciones pequeñas, muchas veces muy apartadas de los principales centros urbanos. No es difícil imaginar la alegría que suscitaba su llegada en aquellos pueblos donde tan difícil era encontrar la novedad en medio de la rutina. Dice Eduardo Haro Tecglen

El anuncio de “¡Que vienen los cómicos!” –alguien había visto la carreta levantando el polvo del camino- era una buena noticia cuidadosa: se iba a pasar bien con aquellos truhanes disfrazados y pintados, se iban a ver algunas pantorrillas, y hasta bailar con esas chicas en la plaza (…)

No es difícil imaginar las dificultades de quienes se dedicaban a este noble oficio. Una de ellas tenía que ver con la siempre dificultosa asistencia de público en sus espectáculos itinerantes y todo parece indicar que éste no fue un problema menor. De esta manera la inseguridad era una amenaza permanente para el cómico y se agudizaba en tiempos de crisis aunque, de acuerdo con Fernando Fernán Gómez, la crisis ha estado desde siempre.

(…) aunque no existen documentos que lo demuestren, es casi seguro que cuando Tespis en su famoso carro inventó el teatro, mientras recorría los caminos de la Hélade buscando donde detenerse a echar función, murmuraba: “¡Vaya crisis teatral que hay este año!”.

Ninguna persona sensata quería para sus seres amados un oficio tan inestable, pero contra la fuerza huracanada de la vocación no hay quien pueda. Fernando Fernán Gómez rememora la reacción de su abuela cuando él manifestó su interés por ser cómico.

Recuerdo que en tiempos de mi infancia y adolescencia, cuando en casa se planteaba la cuestión de mi dudosísimo porvenir, a mi abuela se le saltaban las lágrimas y suplicaba: “¡Cómico, no; cómico, no! Dale un oficio limpio, Carola (Carola era mi madre, actriz), ¡un oficio limpio!”.
Con esto mi abuela no quería decir que el de cómico fuera un oficio sucio, sino algo peor: no era ni oficio. (…)
Mi abuela no iba descaminada, porque el oficio de cómico siempre ha tenido mala fama, varias malas famas: oficio de vagos, de horteras, de vagabundos, de libertinos. Pero, por encima de todas las otras, fama de inseguro.

Sucedió que los cómicos tan queridos y esperados en los pueblos se fueron ganando (o les fueron atribuyendo, ¡vaya uno a saber!) fama de poco honestos. Experiencias previas llevaban a las personas mayores a recomendar que a su llegada se extremaran las precauciones, porque –como dice Haro Tecglen- “había que vigilar las gallinas”. Más allá del temor que siempre ocasiona el arribo de forasteros a comunidades muy cerradas, es posible que algún cómico con hambre pueda haber justificado aquel exhorto.

Hasta ahora nos hemos limitado al caso de España, pero esta mala fama trascendía fronteras. Groucho Marx se refiere a lo que acontecía al inicio de su trayectoria. “En aquella época, la posición de un actor en la sociedad estaba entre la de un gitano echador de cartas y un carterista. Cuando un espectáculo de cómicos ambulantes llegaba a una pequeña ciudad, las familias encerraban bajo llave a sus hijas, corrían los cerrojos y ocultaban los objetos de plata.”

Y México no fue la excepción. Emma Roldán, citada por Miguel Ángel Morales, señala que “(…) los cómicos tenían muy mala fama. En los hoteles ponían letreros que decían: Prohibida la entrada a perros y a cómicos...” (es importante reparar en el orden de exclusión).  Añade Morales que entre los años 1910 y 1920 un hotel exhibía el siguiente anuncio: "Aquí no se reciben ni cómicos ni toreros".

Con el paso del tiempo la palabra cómico fue cediendo espacio a la de actor. Sin embargo hubo casos, como el de Fernando Fernán Gómez, que resistieron al cambio. En relación a él, señala Eduardo Haro Tecglen, le gusta esa palabra que  “tiene en español algo de peyorativo, y algo de sorprendente alegría. (…) Le gusta a Fernando esa palabra para sí mismo (…)”

Y tanto que hizo su abuela por quitársela de la cabeza.

martes, 19 de febrero de 2013

María Félix: advertencias sobre el éxito

Es ampliamente reconocida la trayectoria de María Félix en el cine mexicano en tiempos en que no era fácil hacer las cosas bien. “(…) yo no puedo hablar más que del cine mexicano que me tocó vivir, un cine difícil, con pocos medios, donde todo estaba preparado para que una película saliera mal”. Ser la actriz que ella quiso ser le exigió mucha fuerza de carácter y profesionalismo. 
 
Y había que tener unas entretelas de acero para llevar una carrera como la que llevé, porque el espectáculo, como cualquier otra profesión, es duro y canijo si uno lo toma en serio, pero más canijo todavía con quienes lo toman a la ligera. Por casualidad se puede tener un acierto dos o tres días, un aplauso dos o tres meses, pero un éxito de varias décadas ya no es cuestión de suerte: es cuestión de agallas.

Una de sus grandes virtudes fue reconocer limitaciones y proponerse superarlas en base al esfuerzo. “Como yo estaba en desventaja por ser una improvisada, tenía que estudiar mucho para sentirme segura. Siempre llegué al rodaje con mis diálogos aprendidos, con toda la película en la cabeza.”

El trato de María Félix con el éxito fue, cuando menos, respetuoso: sin dejar de reconocerse como una verdadera diva del cine, la Doña no se dejó seducir por sus encantos aun cuando en muchos momentos parecía tener al mundo a sus pies.
 
Antes de viajar a Madrid rechacé una oferta de matrimonio de Jorge Pasquel, que puso a mis pies una de las mayores fortunas de México. Pasquel era de Veracruz y conocía desde la infancia a Miguel Alemán, quien le daba trato de hermano. Cuando me hizo la corte estaba en la cumbre de su poder, porque su amistad con el presidente le abría todas las puertas, dentro y fuera de México. Tenía un físico de atleta, pero su principal atractivo era el desprendimiento. No reparaba en gastos con tal de halagar a una mujer. Cuando hice Maclovia me llenó de atenciones. Una vez le dije por teléfono que se había acabado el hielo en el hotel de Pátzcuaro donde estaba hospedada con todo el equipo de filmación y a la mañana siguiente me mandó un hidroavión con un refrigerador. Le di las gracias impresionada y él quiso mandarme todos los días el hidroavión con manjares y golosinas. (…)
Otro detalle magnífico suyo fue sacarme de un aprieto cuando me quedé sin maletas en Nueva York. Estaba trabajando en un teatro latino, en un show en el que tocaba la guitarra y cantaba canciones de Lara. Yo no tenía voz pero era entonada para cantar bajito, y ganaba mis buenos dólares con esas presentaciones. Un sábado, cuando ya estaba por terminar mi temporada en el teatro, el equipo de ayudantes que me acompañó al viaje se fue al aeropuerto con mis cuarenta maletas, dejándome sin un triste vestido para el día siguiente. Al verme sin ropa llamé por teléfono a Jorge y le dije:
-Fíjate que estoy en un momento difícil. Se llevaron mis maletas y no sé qué hacer, es sábado y todas las tiendas están cerradas.
-No te apures –me tranquilizó-, en este momento llamo al Saks de la Quinta Avenida. Voy a pedir que te abran la tienda para que saques lo que necesites.
Minutos después me habló por teléfono la señorita de public relations de Saks para decirme que fuera de inmediato a escoger la ropa que me gustara porque lo había pedido mister Pasquel. Vino a recogerme una limusina, me abrieron la tienda para mí sola y esto fue que pieles por aquí, que vestidos por allá y docenas de zapatos, abrigos, sombreros.

“El éxito es traicionero, cambia a las personas. Hay que tener los pies en la tierra para asimilarlo y no dejar que nos gane la partida.” Para lograrlo, María Félix desarrolló una serie de estrategias que le permitieron mantenerse a buen recaudo. Decidió hacer frente a los elogios permanentes, a las ponderaciones sin límites y no creer en la imagen de sí misma que el público le devolvía. Y así fueron surgiendo las dos Marías.

Con la imagen que el público se ha hecho de mí no hubiera podido vivir. Tuve que hacerme mi propia imagen para no perder el equilibrio. Desde que empecé a triunfar hice una separación entre mi verdadero ser y la imagen que reflejo. Si yo me hubiera creído tan maravillosa como la gente decía de mí, hace tiempo que me hubiera vuelto loca o drogadicta o alcohólica. Todo el mundo me festejaba por cualquier cosa: ¡Oh, qué inteligencia! ¡Qué guapa! ¡Qué gran sentido del humor! ¡Cómo viste, qué elegancia! Nunca me creí tan guapa, ni tan simpática, ni tan inteligente, ni tan divertida. Yo siempre guardé mis distancias con la otra María sin dejar que su reflejo me encandilara.

Para María Félix no fue tan difícil convertirse en estrella de cine sino soportar los costos de la celebridad.

Ser una estrella de cine no es difícil. Lo difícil es aguantar el éxito. Emborracha, marea mucho más que una botella de aguardiente barato. Se necesita tener la tripa sonorense, la pata en la tierra, para seguir siendo más o menos normal. He conocido el gran éxito, me han llamado la mujer más hermosa del mundo en revistas internacionales de gran tiraje como Life, Paris-Match y Esquire, y para cualquiera resulta duro aguantar ese paquete. Yo no creo en mi propia imagen, pero me divierto mucho con ella.

A pesar de su prolongada trayectoria, María Félix nunca se sintió poseedora de todos los secretos del cine. “Hice cuarenta y siete películas a lo largo de mi carrera, pero mi aprendizaje nunca terminó. Cada papel me enseñaba algo nuevo. Todos me exigían transformaciones: cambios de ropa, cambios de lenguaje, cambios de mentalidad.” Existe una relación de mutua interdependencia entre el guión y el actor.  “Las historias que uno lee en el libreto varían al irse filmando. Nada es definitivo: hasta la trama puede modificarse a última hora y los personajes pueden ganar o perder importancia según la capacidad del actor.” Así en el cine como en la vida.

María no ocultó su temor ante el paso del tiempo y el deterioro físico, pero le atemorizaba aún más la posible pérdida del interés por la vida. “Yo no le tengo miedo a la vejez, le tengo miedo a algo más peligroso: al derrumbe de una mujer. No le temo a las canas ni a las arrugas, sino a la falta de interés por la vida. No le tengo miedo a que me caigan los años encima, sino a caerme yo misma.” Y para dar crédito a las palabras concluía su reflexión con un solemne juramento: “Yo no tengo la obsesión de que me caen los años, lo juro por los clavos de una puerta vieja”.

jueves, 14 de febrero de 2013

De los suplementos culturales a las páginas de sociales

Desde hace algún tiempo la separación entre ambas categorías se ha vuelto muy confusa. Existe un verdadero mercado cultural que se rige -¡faltaba más!- por los principios del consumismo y no sería raro que algunos escritores tengan a su servicio publicistas y asesores de imagen. Medios masivos, editoriales, críticos literarios, librerías y escritores suelen estar muy atentos al ranking de ventas; la competencia está en marcha. Gabriel Zaid se pregunta acerca de las bases que permite a la prensa elaborar el escalafón de escritores.
 
¿Cómo jerarquizan los periódicos a los autores? Por el espacio que les dedican los otros periódicos. Por su presencia en la radio y la televisión. Por los puestos que tienen, sobre todo en el aparato cultural. Por las solapas de los libros y los boletines de prensa. En los cielos de la buena prensa, lo que tiene resonancia sonará más (el ruido es noticia: genera ruido adicional), y lo que no hace ruido dejará de sonar (parece merecer el silencio).
 
Es tanta la presencia en los medios de ciertos autores que lo de menos es su obra, lo de más las circunstancias que rodean su vida. Y es allí en donde el periodismo cultural pierde su nombre; continúa Zaid

Pero, ¿dónde acontece la vida literaria sino en la página leída? De ese acontecimiento, casi no hay nada en las páginas culturales. No es noticia, no es chisme, no es imagen fotografiable. Además, toma tiempo. Es más rápido entrevistar a un escritor que leer sus libros. Hablar con él, grabarlo, fotografiarlo, es más interesante que pasarse horas, días y semanas leyéndolo. Publicar una entrevista es como invitar al público a las cenas íntimas de Establishment. Más aún, si el entrevistador logra colarse hasta las recámaras de lo inédito, con el periodismo Mata Hari: fingirle amor al entrevistado, hasta sacarle una declaración que lo hunda.
El periodismo cultural se ha vuelto una extensión del periodismo de espectáculos, y se administra en el mismo paquete: las soft news. Lo importante son los titulares, las fotos, las entrevistas y los chismes de las estrellas, para estar al día y tener de qué hablar como persona culta, sin necesidad de leer.
 
Difícil sabe que fue primero, si el huevo o la gallina. ¿Fue la existencia de un público interesado en los pormenores de la vida de los escritores el que determinó el surgimiento de un estilo de periodismo o fue éste último el que promovió a aquél? Mientras el tema se esclarece, vale la pena aludir a un tipo de entrevista que se ha hecho presente de un tiempo a esta parte. Con su ironía habitual es Jorge Ibargüengoitia quien lo caracteriza.

Claro que a algunos entrevistantes se les ocurren preguntas que nadie se hubiera atrevido, no a responder, sino a pensar que tuvieran respuesta. Como por ejemplo, en mi caso, una que ya varios me han hecho: ¿cuáles son los pasos que dio para alcanzar la espontaneidad?
Una señora me explicaba el otro día, al exponerle yo estas cuestiones, que una de las razones para entrevistar a escritores consistía en que a cierta clase de público le interesaba saber cómo eran ellos en la vida real. A esta clase de curiosidad se debe que ahora sepamos lo que dijo Borges al entrar en un mingitorio, acompañado de varias lumbreras; o bien, a qué horas le gustaba a Proust comer los huevos en salsa bechamel; o bien, que Hemingway escribía sus obras con lápiz y entre ocho y diez de la mañana.
Aunque esta clase de detalles se presta a la emulación, porque no ha de faltar un tonto que busque la inspiración en los huevos en salsa bechamel, hay que admitir que son infinitamente más interesantes que las preguntas que se refieren a la evolución estilística del entrevistado. "¿Cuáles son los autores que más han influido en su obra?" Éstos son asuntos que no le interesan ni al interesado.

Pero aún hay más. Las entrevistas ya no sólo son formuladas al escritor sino a personas de su ámbito familiar, de su círculo más íntimo. A ello también se refiere Ibargüengoitia
 
Una costumbre paralela a la de entrevistar escritores, pero más pintoresca y muy usada en los Estados Unidos, consiste en entrevistar a sus esposas. Se recomienda que en estos casos la entrevistante sea otra señora, para poder establecer una de esas relaciones denominadas "charlas de mujer a mujer". El resultado de estas entrevistas se puede intitular "El héroe en pantuflas".
La esposa del escritor suele aprovechar estas ocasiones para revelar al mundo cosas que su marido no se atrevería ni siquiera a sospechar. Como por ejemplo:
-A pesar de haber vivido con Alberto durante veinte años, todavía me asombra su curiosidad multifacética. Anoche, nada menos, cuando estaba quitándose los calcetines, me preguntó: "¿Cómo se llamaba aquel general que cruzó los Alpes en elefante?"
Esta clase de entrevistas está destinada, tarde o temprano, a tratar del platillo predilecto del escritor. "Le encanta el yogurt", confiesan algunas. O bien, otras: "El arroz a la mexicana con lechuga rebanada y un poco de cebollita".

Y si fuera tan solo cosa de entrevistas… pero en la actualidad tanto las escritoras como los escritores son demandados desde muy diversos frentes para: expresar sus opiniones sobre cualquier tema; integrar jurados; asistir a funciones benéficas; participar en desayunos, comidas y cenas de bienvenida y de despedida de funcionarios públicos así como de embajadores de diversos países; escribir prólogos; participar en programas televisivos, etc., etc. A todo ello Vicente Quirarte lo caracteriza como “el circo literario” que les exige ocupar su puesto “en la función del día”. “Al escritor no se le permite ser escritor. De él se espera además que profetice, dictamine, redima.”
 
Hay autores que parecen disfrutar de esta exposición mediática mientras que otros procuran por todos los medios huir de ella. Entre estos últimos hay casos emblemáticos como el de Juan Carlos Onetti y tantos otros. Vicente Quirarte cita el caso del escritor Edmund Wilson quien resolvió cortar por lo sano con aquel acoso social.

Fatigado de las constantes peticiones extraliterarias, Wilson lanzó la siguiente declaración de principios.
Edmund Wilson lamenta que le sea imposible:
1. Leer manuscritos
2. Escribir artículos o libros por encargo
3. Escribir prólogos o introducciones
4. Hacer declaraciones con fines publicitarios
5. Hacer cualquier clase de trabajo editorial
6. Ser jurado en concursos literarios
7. Conceder entrevistas
8. Coordinar cursos
9. Dictar conferencias
10. Dar pláticas o escribir discursos
11. Aparecer en programas radiofónicos o televisivos
12. Tomar parte en congresos de escritores
13. Responder cuestionarios
14. Participar en simposia o paneles de cualquier tipo
15. Donar ejemplares de sus libros a bibliotecas
16. Autografiar libros para extraños
17. Proporcionar información literaria sobre su persona
18. Proporcionar fotografías
19. Externar opiniones sobre temas literarios
20. O de otra índole

¿Así o más claro?

martes, 12 de febrero de 2013

La mentira, ¿tiene patas cortas?

No hay pueblo al que no le guste mirarse en el espejo. Es frecuente que quienes nacieron en una misma ciudad o en determinado país procuren saber cómo son. Así se van construyendo perfiles de identidad, salpicados aquí y allá por estereotipos varios. Hay rasgos que son muy propios, casi únicos, mientras que otros son compartidos con quienes habitan regiones muy distantes. A algunos no les gusta que sean los fuereños quienes los caractericen mientras que otros se desviven por saber cómo los ven los otros, cómo se perciben desde fuera. En fin, hay para todos los gustos.
 
El mexicano no ha sido excepción en estos análisis introspectivos que ventilan virtudes así como defectos del ser nacional (suponiendo que éste exista en medio de tanta diversidad). Es así que entre sus aspectos negativos aparece la mentira como recurso al que recurre habitualmente. Uno de los autores que ha abordado este tema es Gumaro Morones. “El mexicano promedio es mentiroso por vocación. No considera la mentira como una falta vergonzante, como lo hacen los sajones.” De acuerdo con Morones resulta poco probable que quien emprende el camino de la mentira (que suele ser un gran guionista) acepte su derrota por más evidencias en contra que se le presenten, por el contrario será la otra parte la que desista de esclarecer el punto.
 
El mexicano (…) dice mentiras continuamente. Las practica como deporte. Se goza en ellas. Y además se especializa en inventarlas enormes, desorbitadas, para esconder de­talles insignificantes. Para justificar quince minutos de tardanza, es capaz de afirmar que se le murió su mamá y que se lo avisaron justo en el momento en que salía de su casa o su oficina. Y cuando lo sorprenden en una mentira, inventa una segunda aún más complicada e inverosímil para tapar la primera. Así, cuando descubren que su madre vive (después de haberla matado varias veces), con­fiesa que esa señora que todos creen que es su madre, realmente no es tal sino una persona que lo recogió de chiquito, porque su verdadera madre murió hace poco, precisamente el día en que llegó tarde a aquel compromiso. Y si algún terco le demuestra que esa señora que todos toman por su madre, verdaderamente lo es, entonces probablemente inventará que lo oculta para salvar la reputación de ella, que no estaba casada cuando él nació... Y así se sigue la cadena de mentiras hasta el infinito, o hasta que el otro desiste de su investigación, derrotado por cansancio.

Por su parte, Mónica C. Belaza alude a la investigación dura que se ha hecho en relación al tema. “Siete de cada 10 mexicanos aseguran en una encuesta reciente que son ‘poco’ o ‘nada’ mentirosos. Esto debería significar, lógicamente, que casi siempre dicen la verdad.” No obstante lo anterior, Belaza descubre que esas cifras permiten otra lectura.
 
Pero no, parece que el razonamiento es otro. Después de mostrar una encomiable querencia por la sinceridad, acto seguido los hombres reconocen que dicen de media unas cuatro mentiras diarias, y, las mujeres, tres. Si esto fuera cierto, en el país se estarían escuchando unos 260 millones de mentiras cada día, 180.000 por minuto. Así que, si entre tequila y tequila uno de ellos le dice "no se preocupe, güerita, que yo nomás tengo ojos para usted, mi reina", desconfíe del galán.
El estudio ha sido elaborado por Mitofsky, una conocida encuestadora del país, que ha entrevistado a 1.000 mexicanos mayores de 18 años.  (…)
Por edades, los más mentirosos son los que tienen entre 18 y 29 años y por ocupación, los estudiantes, seguidos de los desempleados. ¿Será el tiempo libre lo que lleva a fantasear un poco? Los destinatarios preferidos de los embustes son los amigos, pero el 38% de los hombres y el 32% de las mujeres admiten mentir a sus parejas.

No deja de llamar la atención –dice Belaza- que dos de cada tres mexicanos consideran que las mentiras son “necesarias” y “justificables”. “Los motivos que dan para modificar la realidad, son variados, pero el más aducido es la ‘necesidad’, seguido por la ‘conveniencia’ y por el ‘evitar conflictos’.” Pero será la propia autora la que nos advierta sobre la validez de lo hasta aquí señalado. “De todas formas, visto lo visto, duden de todo lo que acaban de leer. ¿Quién dice que los entrevistados no han usado sus cuatro mentiras del día en las respuestas?”

 
Cabe añadir que además de la mentira casera, de corto alcance, existe también la mentira social que actualmente carece de veracidad a los ojos de una sociedad crecientemente descreída. Sin embargo, de acuerdo con Gumaro Morones, no deja de ser un hecho curioso que se la continúe utilizando cuando ha perdido buena parte de su eficacia, es decir aun cuando la mentira ya no miente.

Pero la modalidad más curiosa de mentiras es la ostentosa, anunciada a golpes de tambor por los heraldos, juglares y pregones de la prensa. Mentiras tan gordas y tan evidentes, que uno se pregunta qué sentido tienen, cuál es la función que cumplen. Des­de luego, no es la de engañar, puesto que es claro que a nadie engañan. Pero entonces, ¿qué pretenden? ¿Qué sutilísimo fin se per­sigue cuando el jerarca del PRI declara que no hay tapadismo en México; un secretario afirma que no existen funcionarios corruptos; el PAN sostiene que está preparado para gobernar al país; una asociación profesional pregona que no tiene fines políticos; el líder sindical niega que haya tráfico de plazas; un arquitecto promete construir la casa en tres meses; un vocero de la banca privada declara que su preocupación básica no es el lucro sino el bienestar social; un prelado anuncia que la Iglesia jamás ha participado en la política; un locutor de televisión califica de "genuina y espon­tánea" la manifestación de apoyo el candidato oficial; un fun­cionario de la dependencia responsable garantiza que los precios no subirán; un gobernador afirma que en su Estado ya no hay caci­ques y el capitán del equipo nacional de basquetbol asegura que per­dieron porque les apretaban los tenis?

Concluye Morones con una pregunta fundamental a la que intenta dar posible respuesta. “¿Qué se pretende con tan increíbles declaraciones? Misterio total. Acaso no se pretende nada. Acaso es afición pura, vocación auténtica y apasionada de decir falsedades por el mero gusto de decirlas. Cariño de verdad por la mentira....”

jueves, 7 de febrero de 2013

Usos y costumbres

Toda cultura tiene sus propios usos y costumbres que tanto en la escuela como fuera de ella son trasmitidos a los integrantes más jóvenes de la comunidad. Las transgresiones, al ser consideradas como conductas fuera de la norma, son sancionadas de múltiples formas con el argumento de conservar la identidad. Estos procedimientos de trasmisión de la propia cultura son muy eficaces por lo que, por lo general, cada quien considera que los mejores usos son los propios al tiempo que censura las conductas que percibe como extrañas.
 
En este contexto adquiere importancia las diferencias en cuanto a la distancia apropiada para comunicarse con el otro. Paul Watzlawick (“El arte de amargarse la vida”, “El sinsentido del sentido”, “Lo malo de lo bueno”, etc.) ha abordado el tema y presenta un ejemplo de ello.
 
En un elegantísimo club de equitación de la ciudad brasileña de Sao Paulo hubo que elevar la barandilla del mirador, porque se había repetido en numerosas ocasiones el desgraciado hecho de que algunas personas habían caído de espaldas por encima de la barandilla en cuestión y habían resultado heridas de gravedad. Un especialista en el estudio del comportamiento abordó el tema y llegó a la conclusión, de suyo ya conocida, de que en cada cultura existe una distancia, considerada como correcta, que uno observa cuando, estando de pie, habla con otra persona. En Europa occidental o en los Estados Unidos de América esa distancia es la proverbial longitud de un brazo. Sin embargo, en los países mediterráneos y en América del Sur la distancia es menor. Pues bien, imaginen ustedes que un norteamericano y un brasileño han entablado una conversación en aquel mirador. El norteamericano adopta la distancia correcta que toda persona de su entorno cultural observa cuando habla con otra. Pero el brasileño tiene la impresión de estar demasiado alejado y se aproxima a su interlocutor; el norteamericano se sitúa de nuevo a la distancia correcta para él, el brasileño hace lo propio según su mentalidad... hasta que el norteamericano choca contra la barandilla y cae al vacío.

Otra situación en que es posible advertir los diversos usos y costumbres tiene que ver con las diversas etapas por las que atraviesa una relación de pareja desde su inicio hasta llegar al acto sexual. Es así que existe un respeto del “tempo” que se considera adecuado para la evolución del vínculo. En algunos casos el proceso es más rápido, en otros más lento. Sin embargo hay ocasiones en que las diferencias no tienen tanto que ver con la velocidad del proceso sino con los diversos significados que se adjudican a las diferentes etapas. El mismo Watzlawick presenta un ejemplo de ello.

(…) después de la segunda guerra mundial, los norteamericanos enviaron a Inglaterra a un grupo de investigadores para que estudiaran un interesantísimo fenómeno social que nunca hasta entonces se había dado en proporciones tan altas. Se trataba de la penetración de toda una población por cientos de miles de individuos pertenecientes a otro ámbito cultural, concretamente por los soldados norteamericanos estacionados en Inglaterra durante la guerra. Los científicos estudiaron, entre otros puntos, la conducta de apareamiento entre los soldados norteamericanos y las mujeres inglesas. Éstas calificaban a los soldados americanos de muy directos en lo sexual. Era, sin duda, algo que cabía esperar de unos soldados. Pero curiosamente, los soldados norteamericanos decían eso mismo de las chicas inglesas.
Se trató de clarificar esta contradicción y se comprobó que, en ambos entornos culturales, la conducta de apareamiento, desde el primer contacto visual de la futura pareja hasta la consumación sexual, discurre a través de unos 30 estadios perfectamente constatables.
Ciertamente, la secuencia de esos 30 estadios es distinta en ambos círculos culturales. Así, por ejemplo, los besos aparecen relativamente pronto en la conducta de apareamiento de los norteamericanos y son algo del todo inocuo, mientras que en la conducta de apareamiento de los ingleses tienen una significación muy erótica y aparecen en un estadio relativamente tardío. Digamos que para los norteamericanos los besos vienen en el estadio 5, mientras que en Inglaterra se producen en el estadio 25. Imagínense ustedes: si el soldado norteamericano suponía que había llegado el momento de besar a su nueva amiga, ésta se veía confrontada entonces con un comportamiento que no cuadraba, a su modo de ver, con el estadio temprano de la relación y que no admitía otro calificativo que el de desvergonzado. La chica tenía entonces dos posibilidades: la de huir o, por el contrario, puesto que entre el 25 y el 30 no quedaban muchos estadios, la de comenzar a desnudarse. Ante esta segunda alternativa, el soldado norteamericano se hallaba frente a un comportamiento que él no había esperado y que también consideraba “impúdico”. (…) Si se cometiera un error clásico de la ciencias del comportamiento y se observara sólo a la muchacha, sin tener en cuenta la interrelación, entonces se podría calificar a la susodicha de histérica si emprendía la huida, y de ninfómana si comenzaba a quitarse la ropa.

Ahora bien, las cosas han cambiado y todo parece indicar que se viene dando una profunda transformación en cuanto a los usos y costumbres impulsada por la diversidad y el multiculturalismo que han llegado para quedarse. Es así que se produce un verdadero mestizaje comportamental. Asimismo en la llamada posmodernidad se produce una aceleración de los tiempos previos a la intimidad, lo que modifica las etapas a las que se refiere Paul Watzlawick. Asimismo en estos tiempos de globalización tiene lugar una homogeneización en los usos y costumbres, lo que es particularmente notorio en el caso de los jóvenes.

Llama la atención que en las culturas contemporáneas se presenten simultáneamente por un lado el incremento de espacios para la diversidad mientras que por el otro la homogeneidad en los comportamientos marca su presencia. Nada fácil de entender.

martes, 5 de febrero de 2013

Distintos modelos de curas

Todas las profesiones y oficios son factibles de ser ejercidos de muy diversas maneras. No todos los electricistas, médicos, carpinteros y abogados desempeñan su actividad de la misma manera. Y aun aceptando sus especificidades, lo mismo sucede con los sacerdotes. A los efectos de ilustrar el punto, recurriremos al libro “¿Por qué a mí? Diario de un condenado” de Víctor Hugo Rascón Banda (México, Grijalbo, 2006).

El título tiene que ver con la pregunta que se formula Rascón Banda cuando luego de unos análisis de rutina recibe una muy mala noticia en forma de diagnóstico probable: leucemia linfocítica crónica. “Muchos años después, ante mi pregunta ¿Por qué a mí?, mi madre me diría ¿Y por qué no? ¿Te crees privilegiado? ¿Quién eres tú para estar a salvo de una enfermedad grave?, rompiendo mi soberbia.”
Tuvo mucha fuerza para encarar la adversidad y a partir de allí su vida se verá transformada: tratamientos, estudios, internaciones, tratamientos, estudios, internaciones… Atravesó por momentos muy difíciles tanto en lo físico como en lo espiritual. “¿Dónde está Dios?, me he preguntado muchas veces en el hospital, en momentos difíciles, en noches de insomnio y camino del quirófano, a la hora de someterme a alguna intervención.” En esas estaba cuando una amiga le envía un sacerdote.
Hoy recibí la visita de un sacerdote, moreno, de estatura mediana, de cuarenta años. (…)
Este día yo estoy muy triste, necesitado de un consuelo, de una oración, de fe y de esperanza.
Le pido que recemos por mi salud, que nos encomendemos a los santos y vírgenes que él considere más influyentes para que intercedan ante Dios por mi salud.
Me mira sorprendido, molesto.
De ninguna manera, me dice, Dios no pierde el tiempo en esas cosas. ¿Se imagina que Dios va a poder escuchar y atender los millones de peticiones de salud, amor y dinero?
¿Y los milagros de Jesús?, le digo. ¿No le dio la vista a los ciegos, curó a los leprosos, hizo caminar a los paralíticos? ¿No resucitó a Lázaro?, le rebato.
Eso fue en aquel tiempo. Jesucristo no era conocido y se le ocurrieron esos actos populistas para darse a conocer, me responde.
¿Entonces era demagogo?, pregunto.
Digamos más bien que era un buen publicista. Mire, yo vengo a prepararlo para que goce la presencia de Dios. ¿O no quiere usted gozar la vida eterna?, me dice.
No todavía, le respondo. Yo quiero vivir en la tierra por muchos años. Yo tengo muchas cosas que hacer.
¿No quiere gozar de la presencia de Dios?
No todavía. Él es eterno y me puede esperar. Necesito salud…
Eso pídaselo a los médicos, no a Dios, dice, y se va enojado.
Me quedo sorprendido, no, encabronado es la palabra.
Ante situaciones como estas no es difícil concluir en que la pastoral hospitalaria y de acompañamiento a los enfermos tiene aun mucho camino por recorrer.
Las semanas en aquel hospital transcurrían en forma muy lenta. Los días y las noches se confundían al igual que las fechas, porque en esas condiciones ¿qué caso tiene saber el día y la hora?  Los muchos amigos de Rascón Banda no cesaron en su empeño de enviarle tanto sacerdotes como laicos que pudieran apoyarlo.
Recibo la visita de un jesuita enviado por el director teatral Luis de Tavira. Es un hombre de mediana edad, que iba a llegar una hora antes. Perdón por el retraso, me dice. Es que vengo de un ensayo con Margarita Sanz.
¿La actriz?
Fui a darle una clase de tango en el Círculo Teatral, porque Margarita va a estrenar una obra de Darío Fo y necesita bailar tango.
Perdón, le digo. Pensé que era sacerdote, Luis me dijo que iba a mandar un sacerdote.
Soy sacerdote.
¿Y qué tiene que ver el tango en esto?
Es que me gusta mucho el baile, el danzón, el rock, la salsa. Voy a bailar todos los jueves a La Ciudadela, de 7 a 10.
¿Y no ha tenido problemas con sus feligreses?
¿Por qué? responde. Nunca lo hago con mujeres menores de cuarenta años, para evitar chismes.
Víctor Hugo Rascón Banda hace una síntesis de aquella singular visita. “Hablamos de baile, de teatro, de libros y paso una tarde feliz. Creo que hasta rezamos un poco. Y ese día, yo quedo en paz.”