jueves, 28 de febrero de 2019

De cuando los actores eran mal vistos


En este mismo espacio ya nos hemos referido a la mala reputación con la que cargaron, a lo largo de la historia y en muy diversos lugares, los cómicos  (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/search/label/Fernando%20Fernán%20Gómez)  Ahora veremos que los actores y el teatro fueron objeto del mismo descrédito durante mucho tiempo; Fernando Fernán Gómez considera que el asunto tiene su historia.

Podría pensarse que esta situación era un fenómeno histórico, que se daba en determinadas culturas, pero cuando vemos que ya en la India de doscientos años antes de Jesucristo Buda prohíbe a sus seguidores asistir a las representaciones teatrales, y que en la Roma pagana los actores son reclutados exclusivamente entre los esclavos y reciben el nombre de “infamea”, comprendemos que esta mala relación entre el actor y los demás no obedece a unas circunstancias pasajeras, sino que hay algo más profundo.

En entornos culturales cristianos la situación no mejoró, mientras que las autoridades eclesiales declaraban la guerra contra estos espacios recreativos (a los que de recreativo seguramente le veían más bien poca cosa). Continúa Fernán Gómez

La actitud enconada de los cristianos de los primeros tiempos contra el teatro parece bastante justificada, ya que los actores de aquella época no se tomaron muy en serio la nueva religión y se burlaban en las plazas públicas de las predicaciones cristianas y parodiaban de modo grotesco los nuevos ritos. Así no es de extrañar que el obispo san Cipriano escribiera un libro titulado Contra los espectáculos y proclamase que los actores eran hijos de Satanás y las actrices prostitutas babilónicas.
Los mimos, que sucedieron a los actores en el favor del público romano, no se metieron en cuestiones religiosas, pero siguieron apegados en sus representaciones al espíritu optimista, festivo, sensual del paganismo, tan opuesto al ascetismo cristiano, y no contribuyeron a calmar las iras de los predicadores, como san Judas Crisóstomo, el más elocuente de todos, que llamó a los teatros “lugares de impudicia, escuelas de la molicie, auditorios de la peste y colegios de la lujuria”. (…)
Y así, entre malos modos y peores maneras, se llegó al concilio de Nicea [año 325], donde quedó bien claro que “los actores, las actrices, los gladiadores, los empresarios de espectáculos, los flautistas, los citaristas, las danzarinas, como también cuantos sientan pasión por el teatro son expulsados de la comunidad cristiana”.

Sin embargo –afirma Fernán Gómez- la animadversión estaba dirigida particularmente a los actores.

Para los cristianos de Nicea, los malos eran la gente del teatro –incluido el público; para la moral actual, quedan excluidos de esa maldad los acomodadores, las taquilleras, las señoras de la limpieza, los músicos, tramoyistas, electricistas, contables, gerentes, decoradores, autores, empresarios…, todos menos los actores. Alguna razón tiene que haber para este raro privilegio, pues se advierte desde hace tiempo –probablemente desde el siglo XVIII- que la prevención no es, como antiguamente, contra el teatro por la mala influencia que puede ejercer sobre el pueblo, sino contra los que dentro del conjunto del teatro desempeñan la misión de histriones.

Pero los prejuicios en relación a los actores no provenían exclusivamente –tal como lo deja en claro Wislawa Szymborska- de los sectores eclesiales.

La Comédie Française consiguió que las autoridades prohibiesen a los actores de feria interpretar cualquier texto. Que salten, bailen, brinquen como cabras, hagan cuantas carantoñas deseen, pero ¡bien lejos de la literatura francesa! La prohibición surtió efecto, los actores enmudecieron y sus espectáculos adquirieron una nueva dimensión.

La mala opinión generalizada acerca de los comediantes seguramente también tuvo que ver tanto con las penurias económicas que solían atravesar, como con su oficio de saltimbanqui. Ahora bien, los juicios negativos que sobre ellos recaían en razón de su modus vivendi, parecían no inquietarlos mayormente, dado que otras formas de vida para ellos serían, por decir lo menos, muy poco interesantes; Marcos Ordóñez brinda un claro ejemplo de ello.

(…) Y pienso en aquella vieja historia de cómicos perdidos en la noche, en invierno, en mitad de ninguna parte, el autobús calado en la cuneta, y empieza a nevar, y siguen caminando, muertos de frío, hasta que de pronto ven una luz en una ventana, y a través de la ventana una familia feliz, en torno al fuego, a punto de zamparse la cena de Navidad, y un cómico le dice a otro: “Pobre gente, qué vida más aburrida”.

La situación ha venido cambiando y de ello da cuenta –con su sarcasmo habitual- Fernando Fernán Gómez.

Sería exagerado pretender que la situación no ha cambiado y que seguimos hoy como cuando a los cómicos en la Inglaterra isabelina se les marcaba a fuego y en la Francia del siglo de oro a Molière se le instaba a abandonar su oficio de actor como condición para entrar en la Academia. Hace ya cien años que se levantó a los oficiantes de Dionisos la excomunión, y en nuestro tiempo nadie relaciona su trabajo con la cuestión religiosa. Aunque esto quizá no indique un aumento de respeto hacia los comediantes, sino un enfriamiento de los sentimientos religiosos.

En estos días en que tuvo lugar la ceremonia anual de la entrega de Oscar, caracterizada por su glamour y cuidado de las formas, vemos como actualmente los actores han llegado a ser admirados –e incluso idolatrados-, por lo que ocupan el centro de la escena social. Sin embargo perviven aún odios y envidias por lo que representan; Hortensia Powdermaker, referida por Fernán Gómez, da cuenta de ello.

La antropóloga americana, como razón de esta hostilidad, de este odio –para utilizar sus propias palabras-, diagnostica: “En primer lugar existe una gran envidia, envidia por los enormes salarios de los actores, envidia por la forma en que son admirados, y envidia por su popularidad”.
Otra de las causas del conflicto podría ser la influencia que ejercen sobre los demás, en sus modas y modales, en su comportamiento externo, en sus costumbres. Influencia de la que los demás no consiguen liberarse, pero que puede resultarles incómoda porque, hasta cierto punto, les hace sentirse supeditados.
Públicos de los más opuestos países imitan la conducta de los personajes de las películas, pero identificándolos con los actores. Es cierto que imitan más su comportamiento externo que sus decisiones o tomas de posición respecto a los incidentes; imitan los andares, los gestos, los ademanes, el modo de vestir. A veces esta imitación es deliberada y otras casi inconsciente. Pero escasos son los hábitos mayoritarios de la gente de nuestro tiempo que no hayan sido antes difundidos por algunas estrellas de la pantalla. Y en gran medida la televisión contribuye a la difusión.

A modo de conclusión tal vez sea pertinente evocar el conocido principio psicológico que sostiene que del amor al odio solo hay un paso.

martes, 26 de febrero de 2019

Las distintas adolescencias


El transcurso de la vida suele segmentarse en etapas: infancia-adolescencia-juventud-adultez-ancianidad. Según Marcelo N. Viñar “El término ‘adolescencia’, como la problemática del tránsito entre la infancia y la vida adulta, es de aparición reciente en la historia de las ideas.”

Existen muy diversas manifestaciones de la adolescencia: urbana y rural; de sectores socioeconómicos acomodados y de los desfavorecidos (¡vaya eufemismos!); de estudiantes y de trabajadores; de ocupados y desocupados; de indígenas, migrantes, etc. Hace algunas décadas Margaret Mead, basándose en sus estudios de campo, afirmó que esta etapa no existía o bien era sumamente breve entre los pobladores de la isla de Samoa. En esta línea de análisis, para Viñar el peso del entorno cultural así como el del momento histórico que se habita, es enorme en las formas de vivir la adolescencia.

No es un objeto natural sino una construcción cultural. Su alcance y resonancia no cesan de modificarse en subordinación a las transformaciones aceleradas de la cultura. El período de transición vigente hasta el siglo XX, con un promedio de vida de entre  tres y cuatro décadas, es bien diferente al del siglo XXI en el que la expectativa de vida al nacer -en las clases acomodadas del occidente actual- se sitúa entre los setenta y ochenta años. David venció a Goliat cuando era apenas un púber; Etienne de la Boetie escribió su Discurso sobre la Servidumbre Voluntaria a los 18 años y murió a los 33; nuestras abuelas parían entre los 16 y los 20 -lo que hoy se llamaría, con alarma, embarazo adolescente-; nuestras esposas, cerca de los 25, poco antes o después de "graduarse"; y nuestros hijos arañan los treinta o más,  retardando la procreación por las exigencias de los estudios de postgrado.

Asume Marcelo N. Viñar que su mirada se encuentra determinada por el medio al que pertenece.

Si bien esta mirada es autorreferencial a mi grupo de pertenencia socio­cultural y económica, no la uso con el propósito de crear un universo autorreferido, sino para  poner de relieve –como característica nuclear del objeto que estudiamos o construimos (tal o cual  adolescencia)- que los datos se subordinan o remiten al marco histórico cultural donde se observan.

Aun reconociendo que la construcción de categorías es necesaria para llevar a cabo diversos análisis y estudios, Viñar nos advierte de los graves errores que en ocasiones ello implica: “No hay adolescencia estudiable como tal, sino inserta en el marco societario en que se desarrolla y transita. Objetivar o reificar las adolescencias es un error frecuente.”

Los conflictos entre ambas franjas etarias son clásicos y sucede que  los adultos –como alguien ha señalado- por lo general no tenemos la delicadeza de recordar que algún día fuimos adolescentes. Este choque ha ido cambiando con el transcurso del tiempo: en el pasado se manifestaba en airados choques generacionales, actualmente el conflicto no es frontal pero no por ello menos grave. Se ha señalado que antes los adolescentes eran lo contrario a sus padres por lo que los enfrentamientos y descalificaciones mutuas eran habituales. Actualmente las diferencias no son tan aparatosas, sin embargo en muchos momentos los adultos sentimos que los adolescentes se encuentran en otro espacio al que en muchos casos ni siquiera podemos acceder, por lo que no logramos comunicarnos con ellos.

Sería erróneo suponer que en el pasado el vínculo entre adolescentes y adultos fue armónico y sin diferencias de consideración. En 1933 el reconocido escritor español Enrique Jardiel Poncela se refería a “esos adolescentes con cara de besugos al horno que ahora ‘se llevan’ tanto.”

Por otra parte la tan reiterada crítica a los adultos que negándose a aceptar el paso del tiempo hacen hasta lo imposible por conservar una apariencia adolescente (la pos-adolescencia de la que han hablado diferentes autores, entre ellos Françoise Dolto), no es un problema originado en estos tiempos, tal como lo deja en claro Aldous Huxley respecto a algunos pasajeros con los que realizó un viaje de crucero en 1934

(…) son pocos los verdaderamente jóvenes. En compensación, menudea una imitación de lo juvenil, a cargo de personas de incipiente medianía de edad.

Abundan los adolescentes de cuarenta y cinco.

¿Nada nuevo bajo el sol?

jueves, 21 de febrero de 2019

El Pensador



Es una de las esculturas más famosas de Auguste Rodin que -según varias fuentes- fue modelada entre 1880 y 1882 para decorar La puerta del Infierno, trabajo por encargo del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes de Francia para la entrada de lo que sería el Museo de Artes Decorativas de París (proyecto que no se llevó a término). Inicialmente se conoció con el nombre de El poeta y representaba a Dante Alighieri.

La pose extraña del hombre de la escultura ha dado lugar a diversas conjeturas,  entre ellas la de Ramón Gómez de la Serna –citado por Jaime Fernández- quien dijo que El Pensador “será el hombre que más tiempo ha estado sentado en el retrete” (opinión compartida por muchos observadores de la pieza).

Jaime Fernández también presenta sus consideraciones al respecto.

Como escultura, El Pensador está bien, nada que objetar. Pero el nombre con el que Rodin bautizó su obra quizá no sea el más apropiado, y ello pese a la postura de la figura. (…) Prefiero creer que ese hombre de expresión grave más que pensar, está imaginando. Y que cada cual imagine lo que quiera acerca del objeto de su imaginación.
Uno puede imaginar en cualquier postura, siempre que sea cómoda. Intuyo que la mayoría de las personas que parecen rumiar pensamientos sesudos incluso en una postura tan escultural y romántica como la de El Pensador (…)

Por su parte, Macedonio Fernández –citado por Alejandro Zambra- afirma que: “Los pensadores son más friolentos; este se saca la ropa para poder pensar.”

En fin que la obra ha dado de qué hablar, lo cual no es nada ajeno al mundo del arte.

martes, 19 de febrero de 2019

Pío Baroja haciendo amigos


En otras ocasiones ya nos hemos referido a Pío Baroja (por ejemplo en http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2015/08/destinatario-equivocado.html y http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2014/06/cartas-perdidas.html). En esta ocasión y guiados por José Luis Melero nos asomaremos a su reconocido mal carácter que se hace manifiesto en los conceptos demoledores que vierte sobre el reconocido médico e investigador Santiago Ramón y Cajal.

Solo vio Baroja al de Petilla de Aragón dos veces: una en el acto de lectura de su tesis doctoral, “El Dolor. Estudio de Psicofísica” –presentada en mayo de 1896 y con la que obtuvo el grado de doctor en Medicina-, pues el aragonés estaba en el tribunal, aunque no le hizo “ninguna pregunta ni observación”; y la otra en un café de la calle del Prado, donde Cajal “parece que estaba allí de conquista con una rubia gorda, y al vernos a nosotros se levantó bruscamente y se fue”.

Esos escasos contactos no fueron impedimento alguno para que Baroja se despachara con la cuchara grande a la hora de aludir a Cajal; continúa Melero

Dice que tenía un aire “huraño y desabrido” y que “como filósofo de la Medicina, no era cosa mayor. Sus ideas científicas no creo que fueran de gran envergadura”. No contento con esto, para Baroja “Ramón y Cajal era hombre hosco, de aire huraño y brusco. Había en él algo de gran rabino”.

Recurre también al habitual procedimiento de buscar aliados a la hora de apuntar al adversario.

Nos recuerda que Unamuno no le tenía simpatía: “No sé qué ha hecho en Histología, pero en lo demás no dice más que vulgaridades”, escribió el autor de La tía Tula. Baroja le da la razón y asegura que Cajal “tenía un localismo y una patriotería un poco absurda”, que era “arbitrario” y que todavía en la vejez se le notaba la libido.



Federico García Sanchiz, por otra parte, describe a Pío Baroja como el malhumorado nacional e intenta salir en su defensa al señalar que “gruñe para que lo mimen”.


Pero aun aceptando que cada quien busca el afecto a su manera, por lo menos en lo que hace a su forma de aludir a Santiago Ramón y Cajal no se puede más que estar de acuerdo con José Luis Melero cuando concluye: “Baroja siempre haciendo amigos”.

jueves, 14 de febrero de 2019

Presencia en la ausencia


Vivimos en tiempos de sobreexposición personal al procurar, por todos los medios a nuestro alcance, marcar presencia en las redes sociales. Es así como -se ha dicho- en muchos casos uno se convierte en la agencia de publicidad de sí mismo.

Esto se distancia en forma notoria de los clásicos saberes tanto de dignatarios como de artistas de antaño, conocedores que el secreto de su fama y reconocimiento estaba en evitar su aparición frecuente en público. Simon Leys relata la lección brindada a este respecto por Orson Welles, en ocasión en que Peter Bogdanovich

(…) le cumplimentaba por la manera en que había logrado dominar toda la película [El tercer hombre] con su sola presencia, Welles le rectifica enseguida con modestia y le hace observar que, por el contrario, es con su ausencia como había logrado dicho resultado:
Es como en el teatro, el personaje del señor Wu, muy conocido por todas las estrellas de la vieja escuela, a las que no les gustaba nunca hacer su entrada antes del final del primer acto. Primero dejaban a los otros actores moverse por el escenario durante tres cuartos de hora, sin preguntar otra cosa que: “¿Ha visto al señor Wu?”. “¿Qué pasará cuando esté aquí el señor Wu?”. “¿Cuándo vendrá el señor Wu?”. Y luego, por fin, resuena un gong enorme y el señor Wu aparece sobre un puente chino, ataviado con un magnífico traje de mandarín. Flor de melocotonero (¿o cuál es su nombre?) se deshace en genuflexiones, la multitud de papanatas le aclama: “¡Señor Wu! ¡Señor Wu!”. Cae el telón; los espectadores aplauden atronadoramente: “¡Qué formidable actor!”.

Convendría pues tener en cuenta los riesgos de invisibilidad en la sobreexposición así como la presencia fortalecida que alimenta la ausencia.

martes, 12 de febrero de 2019

Hoy como ayer


Tal como ha sucedido en otras ocasiones, me permito recomendarle que si anda triste o desesperanzado, deje la lectura de este artículo para otra ocasión.
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El proceso de industrialización de Inglaterra así como las enormes diferencias socioeconómicas que caracterizaron a la sociedad de su época, fueron objeto de severa crítica por parte de diversos escritores y Charles Dickens tal vez sea el más conocido de ellos.

Entre quienes denunciaron a los privilegiados que vivían en medio del dispendio y veían con indiferencia a las mayorías que lo hacían en un entorno de enormes privaciones, se encuentra John Ruskin quien alude a los primeros de esta manera: “Cuando (…) volvéis a vuestras casas enrojecidos de erisipela de la vanidad y estremeciéndoos con el hipo convulsivo de la petulancia. (…) En último término despreciáis la compasión.”

Y para dejar en claro la miseria de muchas familias, da cuenta en forma pormenorizada del drama de una de ellas.

No se necesita de palabras mías para probarlo. Quiero tan sólo imprimir uno de los recortes de periódico que tengo la costumbre de guardar en mi cajón; es un trozo de un número del Daily Telegraph de fecha anterior a este año [1867] (…) Pero, desde luego, lo que me interesó es el contenido de este recorte principal; en él se relata sólo uno de esos hechos que acontecen ahora todos los días, aunque éste, por casualidad, ha tomado una forma por la cual ha sido llevado ante el juez. (…)

Una investigación se ha llevado a cabo el viernes por mr. Richards, delegado judicial, en la White Horse Tavern, Christ Church, Spitalfields, sobre la muerte de Michael Collins, de cincuenta y ocho años de edad. Mary Collins, una mujer de aspecto miserable, decía haber vivido con el muerto y su hijo en un cuarto, número 2, Cobb’s Court, Christ Church. El muerto era un zapatero viejo. La testigo buscaba botas viejas; el muerto y su hijo las recomponían, y entonces la testigo las vendía por lo que le querían dar en las tiendas, lo cual era realmente muy poco. El muerto y su hijo acostumbraban trabajar noche y día para obtener un poco de pan y té y pagar el cuarto (2 chelines por semana), a fin de poder vivir en familia. La noche del viernes de esta semana el difunto se levantó de su banco y comenzó a tiritar. Tiró las botas al suelo diciendo: “Otro las acabará cuando yo no exista; no puedo más”. No tenían fuego, y Michael dijo: “Me pondría mejor si tuviese un poco de calor”. La testigo cogió entonces dos pares de botas compuestas para venderlas en la tienda; pero sólo pudo obtener 14 peniques por los dos pares, pues la gente de la tienda alegaba: “Nosotros también debemos tener nuestra ganancia”. La testigo adquirió 14 libras de carbón y un poco de té y pan. Su hijo permaneció sentado toda la noche haciendo composturas para ganar algún dinero, pero el enfermo murió el sábado por la mañana. La familia nunca había comido lo bastante.
El juez: “Me parece deplorable que no hayan ingresado ustedes en un asilo”. La testigo: “Estábamos acostumbrados a las comodidades de nuestra casita”. Un jurado preguntó en qué consistían estas comodidades, porque él sólo había visto un poco de paja en el rincón del cuarto, cuyas ventanas estaban rotas. La testigo comenzó a llorar, y dijo que tenía una colcha y algunas otras cosillas. El difunto había dicho que él nunca iría a un asilo. En el verano, cuando la estación era benigna, sacaban a veces una ganancia de hasta diez chelines por semana. En esos casos ahorraban siempre para la semana siguiente, que era por lo general mala. En invierno no ganaban ni siquiera la mitad. Durante tres años habían ido de mal en peor. Cornelius Collins declaró que había ayudado a su padre desde 1847. Como solían trabajar tanto durante la noche, los dos casi perdieron la vista. El testigo tenía ahora una especie de membrana sobre los ojos. Hacía cinco años que el difunto acudió a la parroquia en solicitud de auxilio. El encargado de los socorros le dio un pan de cuatro libras, y le dijo que si volvía le “darían piedras”. Esto disgustó al difunto, quien se negó rotundamente a recurrir de nuevo al encargado. La situación fue empeorando hasta el viernes de la última semana, cuando no tenían ya ni siquiera medio penique para comprar una vela. El difunto entonces se dejó caer en su camastro de paja, y dijo que no podría durar hasta la mañana. 
Un jurado: “Pero usted mismo se está muriendo de inanición y debería irse al asilo hasta el verano”. El testigo: “Si entrásemos en él moriríamos. Al salir de él pareceríamos gente caída del cielo. Nadie nos conocería, y ni siquiera tendríamos un aposento. Yo podría trabajar ahora si comiese un poco más, pues mi vista mejoraría”. El doctor P. Walker dijo que el difunto había muerto de un síncope a causa del agotamiento y la falta de alimentación. El difunto no poseía la menor ropa de cama. Durante cuatro meses no pudo comer sino un poco de pan. No tenía ni una partícula de grasa en el cuerpo. No padecía ninguna enfermedad y, si hubiera tenido asistencia médica, habría podido sobrevivir al síncope o desmayo. Al destacar el juez la naturaleza penosa del caso, el jurado dio el siguiente veredicto: “Que el difunto había muerto de agotamiento, por falta de alimentación y de las cosas comúnmente necesarias para la vida; también por falta de asistencia médica”.

Hasta aquí la transcripción de la nota de prensa por parte de John Ruskin.

Habrá quien diga que son cosas del pasado. Por el contrario, con algunas variantes de forma, entiendo que a más de 150 años de aquellos acontecimientos actualmente hay muchos que carecen “de las cosas comúnmente necesarias para la vida” mientras que algunos pocos regresan a sus casas “enrojecidos de erisipela de la vanidad y estremeciéndose con el hipo convulsivo de la petulancia”, mientras desprecian la compasión.

jueves, 7 de febrero de 2019

El patrono de los estudiantes y los aviadores


Difícil encontrar ciudad, pueblo u oficio que no tenga su patrono de cabecera. Las historias en relación a cómo quedaron asociados a determinado gremio no dejan de ser asombrosas. Adolfo Bioy Casares da cuenta de una de ellas.

Santoral. San José de Cupertino. Nació en 1602, en Cupertino, pueblito napolitano. Su familia era muy pobre. Porque no tardó en demostrar incapacidad para el estudio, sus padres lo sacaron de la escuela y lo colocaron de aprendiz de remendón; era tan desmañado que no logró aprender el oficio. A los 17 años entró como hermano lego en un convento franciscano; al poco tiempo lo despidieron, por inservible.

(Permítaseme introducir un largo paréntesis sobre este punto ya que me llama la atención que haya sido expulsado por los franciscanos y diré el por qué de mi asombro. Hace no mucho tiempo coincidí en un evento con frailes franciscanos y pregunté a uno de ellos cómo había ingresado a la orden. Me comentó que había sido aspirante al clero secular pero fue rechazado sin contemplaciones en la prueba de admisión. Al ver su desencanto, el maestro de seminaristas le dijo: “No te pongas triste: ve con los franciscanos que ellos admiten a cualquiera…”. Y agregó: “Desde hace cuarenta años soy fray Cualquiera, ¡para servirle!”).

Pero volvamos a la historia de San José de Cupertino, siempre en versión de Bioy Casares.

Trató de ingresar en la orden de los Capuchinos, pero lo rechazaron. En 1621, por la recomendación de un tío suyo, lo admitieron en Santa María de Grosella, como oblato. Allá los padres superiores comprendieron pronto que, en su caso, la santidad se escondía bajo la rudeza y lo consideraron digno del sacerdocio. El estudio fue para él un verdadero suplicio, porque sus facultades mentales eran escasas; sin embargo, pasó los exámenes milagrosamente y fue orde­nado el 18 de marzo de 1628.

Seguramente las muchas adversidades que debió superar el patrono de los estudiantes por sus limitaciones, constituye un aliciente para muchos jóvenes que reprueban en forma reiterada sus exámenes y que no deben darse por vencidos emulando a su santo patrono.

Hasta aquí lo que tiene que ver con los estudiantes. Pero… ¿y lo de los aviadores?; Adolfo Bioy Casares nos saca de dudas.

Se retiró a orar. Durante los arroba­mientos permanecía en suspenso en el aire, en suave levitación; por esto y por los milagros que le atribuyeron, intervino el Santo Oficio. Fue largamente examinado y se llegó a la conclusión de que no había "nada censurable en fray José". Murió, como lo había predicho, el 18 de septiembre de 1663. Clemente XIII lo canonizó. Es patrono de los estudiantes y también, por ser llamado el Santo Volador, de los aviadores.

Finalmente digamos que -debido a que predijo con exactitud la fecha de su muerte- también pudo haber sido el patrono de videntes y adivinos, aunque dudo mucho que la Iglesia preste cobertura a este tipo de actividades.


martes, 5 de febrero de 2019

Cuando la pasión deviene en prima hermana del fanatismo


Ciertas pasiones alcanzan un carácter totalizador y monoteísta tal como afirma Wislawa Szymborska en su reseña del libro Cuando los manzanos echen flor de Szczepan Pieniazek (Varsovia, Wiedza Powszechna, 1971) cuando señala que “toda pasión exige para sí exclusividad y no se presta a conciliación posible con la anterior”. Y a continuación desarrolla su idea.

Si ahora me enamoro locamente de los árboles y los arbustos frutales, estaré obligada a sentir una enemistad inmediata hacia las veinte mil criaturas vivas que pueden causarles cualquier mal. Adiós a mi antigua simpatía por los alces, ya que devoran las ramitas jóvenes de los huertos. Adiós a mi devoción por las liebres, ya que también son unas glotonas. Por los mismos motivos, debo mostrar a partir de ahora una vívida aversión al corzo y a la ardilla. ¡Que salgan de mi corazón los topos, los ratones y los murciélagos! ¡Fuera de aquí, estorninos, gorriones, cornejas y chovas! Sin el amor por los insectos caminaré un poco más ligera, ya que son tantos que nunca pude adaptarme bien a un grupo tan numeroso. Pero confieso haber sentido, incluso dentro de un grupo como el de los insectos, ciertas afinidades a las que necesariamente tendría que renunciar ahora. Como alimentar la inadmisible, si bien puramente estética, inclinación por la dysdera crocata, una pequeña araña púrpura. Siempre la he considerado como una de las extravagancias más graciosas de una naturaleza que la ha colocado a la vanguardia de la gracia y la desenvoltura. Y ella, mientras tanto, se dedica a extraer los mejores jugos de los manzanos y los ciruelos.

Al llegar a este extremo, Szymborska reconoce sus contradicciones al respecto.

Pero, a lo mejor, no debería traicionar a la dysdera crocata. A lo mejor debería amarla como antes. ¿Amarla a pesar de todo? ¿Amarla mientras estoy mordiendo mi manzanita sana, que es sana justamente porque en buena hora acabé con toda la familia de la dysdera crocata? ¿Seguir amándola de una manera hipócrita y perversa?

Ante tal cuestionamiento, concluye: “Si no es posible de otra manera… Será entonces que todo nuestro humano amor a la naturaleza está corrompido por la hipocresía y la perversión…

¿Y usted que opina?