lunes, 30 de septiembre de 2019

La soledad del árbitro


De que existen profesiones y oficios de elevada complejidad, no hay duda. Se entiende que alguien se dedique a ellos por necesidad pero resulta inimaginable que la vocación tenga algo que ver.
Esto lo pensaba hasta hace unos días en que leí una entrevista a un reconocido árbitro de fútbol quien comentaba que desde niño, cuando iba a los estadios con su padre, anhelaba convertirse en juez; con el paso del tiempo su sueño se hizo realidad, confirmando con ello que el mercado de las predilecciones individuales da para todo.
Muchos personajes del mundo de las letras no son ajenos a la afición futbolística y entre ellos encontramos a Eduardo Galeano quien alude al tópico que nos ocupa.
El árbitro es arbitrario por definición. Este es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.
Los jueces de línea, que ayudan pero no mandan, miran de afuera. Sólo el árbitro entra al campo de juego; y con toda razón se persigna al entrar, no bien se asoma ante la multitud que ruge. Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimidad del fútbol: todos lo odian. Lo silban siempre, jamás lo aplauden.
Lo anterior apenas da la pauta de la complejidad de una función que implica mucho más; continúa Galeano 
Nadie corre más que él. Él es el único que está obligado a correr todo el tiempo. Todo el tiempo galopa, deslomándose como un caballo, este intruso que jadea sin descanso entre los veintidós jugadores: y en recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla exigiendo su cabeza. Desde el principio hasta el fin de cada partido, sudando a mares, el árbitro está obligado a perseguir la blanca pelota que va y viene entre los pies ajenos. Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero jamás esa gracia le ha sido otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo, todo el público recuerda a su madre. Y sin embargo, con tal de estar ahí, en el sagrado espacio verde donde la pelota rueda y vuela, él aguanta insultos, abucheos, pedradas y maldiciones.
Hay algo en que –como afirma el dicho popular- existe unanimidad: todo árbitro está vendido hasta que se demuestre lo contrario; Eduardo Galeano también se refiere a ello.
A veces, raras veces, alguna decisión del árbitro coincide con la voluntad del hincha, pero ni así consigue probar su inocencia. Los derrotados pierden por él y los victoriosos ganan a pesar de él. Coartada de todos los errores, explicación de todas las desgracias
En su salida de la cancha -así como del estadio- es acompañado por una custodia más numerosa que la del presidente, con el fin de evitar que sea golpeado por  fanáticos que le echan montón a quien en ese momento se constituye en minoría de las minorías. Dentro del ámbito profesional no es frecuente que un jugador lo agreda dado que las penas son muy severas y podrían llegar a interrumpir su carrera deportiva. En el llano hay otras historias, trágicas algunas de ellas como la referida por una nota de prensa de noviembre de 2016.
Alrededor de las 10:45 h del domingo, en la cancha “Satélite” de la colonia Jardines del Sur, en el municipio de Santiago Tulantepec, el árbitro Víctor Trejo murió luego de recibir un golpe con la cabeza de un jugador de futbol.
El árbitro expulsó al jugador de iniciales R. R. V. del equipo “Canarios”. Entonces, el futbolista propinó un cabezazo al árbitro, quien de inmediato cayó inconsciente.
Al lugar acudió la unidad 227 de Cruz Roja y se valoró al árbitro, refiriendo que ya no presentaba signos vitales, lo que provocó que el implicado se diera a la fuga. Derivado de los hechos, la Procuraduría General de Justicia del Estado de Hidalgo (PGJEH) inició la carpeta de investigación número único 18-2016-02147 contra quien resulte responsable de la muerte del árbitro.
Como afirma Galeano: “Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora disimula con colores.”
En tiempos recientes la FIFA ha venido experimentado con el objetivo de que la tecnología auxilie a los árbitros para ayuda a reducir el margen de error. Esta innovación, que cuenta con defensores así como también detractores, no está exenta de polémica tal como lo informa una nota de prensa de hace unos días. 
La Asociación del Fútbol Argentino (AFA) le sigue reclamando a la Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol) que revele los audios del videoarbitraje (VAR) producidos durante el partido contra Brasil por la semifinal de la Copa América 2019, donde el equipo de Messi perdió por 2 a 0 y quedó eliminado del certamen continental.
Así las cosas, todo parece indicar que, como concluye Eduardo Galeano, si el árbitro no existiera los hinchas tendrían que inventarlo porque “cuanto más lo odian, más lo necesitan”.

viernes, 27 de septiembre de 2019

Una fiesta como pocas


A Truman Capote se le daba la sociabilidad por lo que mantenía estrecho contacto con celebridades de la política, la literatura, el arte, la cinematografía, etc. (por cierto que esta proximidad terminó en enemistad con muchos de ellos, pero eso lo veremos en otra ocasión). 
Muestra de ello es que hacia fines de 1966 invitó al “Baile de negro y blanco” (y spaghetti con estafado de pollo a la medianoche) a una amplia lista de amigos. Dicha fiesta, según comenta Guy Trebay, hizo historia en su tiempo.
La velada sobrevive en filmaciones y en los recuerdos de los invitados que 50 años después todavía viven. Fue una fiesta de una clase que es improbable que volvamos a ver, dado que permitió la confluencia entonces inusitada, aunque ahora más común, de esferas sociales dispares.
Esa noche allí coincidió –tal como rememora Trebay- un nutrido y dispar grupo de personajes.
Antes del “Baile de negro y blanco” nadie había imaginado, ni mucho menos estado, en una fiesta formal con una lista de invitados tan extravagantemente variada, que amparó bajo un mismo techo a la poeta Marianne Moore y a Frank Sinatra, a Gloria Vanderbilt y Lionel Trilling, Linda Bird Johnson y la Maharaní de Jaipur, la princesa italiana Luciana Pignatelli (que llevó un diamante de 60 quilates prestado por el joyero Harry Winston) y el cineasta documental Albert Maysles.
Cuando Capote convocó a sus amigos a una noche de baile (y spaghetti con estofado de pollo a la medianoche) era famoso hasta más no poder y le sobraba la plata debido a los ingresos de su exitosísimo libro de no ficción A sangre fría, aclamado por la crítica.
En el Gran Salón de Baile del Plaza Hotel, a partir de las 10 en punto de esa noche, aristócratas europeos se codeaban con novelistas y académicos; inscriptos de sangre azul en el Registro Social tomaban champagne Taittinger con habitués de Hollywood y Broadway; impasibles habitantes de clase media de Garden City, Kansas, que habían hospedado a Capote durante los años que él pasó haciendo la investigación para su obra maestra bailaban al compás de la orquesta de Peter Duchin junto con el fotógrafo y director de cine Gordon Parks, quien más tarde diría en broma que él –junto con Harry Belafonte y Ralph y Fanny Ellison- representaba “lo negro del Baile de negro y blanco”.
Según Guy Trebay, y a diferencia de lo que sucede habitualmente en estos eventos, en aquella oportunidad nadie declinó la invitación de Capote, todos los convocados (tal vez hasta algún colado) quisieron hacerse presente en tan histórica fiesta.
¿Y si das una fiesta y viene todo el mundo? Eso es precisamente lo que ocurrió la lluviosa noche del 28 de noviembre de 1966, cuando 540 de los más íntimos y más allegados a Truman Capote aparecieron en lo que el escritor insistió en llamar su “pequeño baile de máscaras para Kay Graham y todos mis amigos”.
Por aquel entonces se agitaba Estados Unidos con movimientos sociales de gran envergadura. ¿Qué tanto aquellas personalidades estaban al tanto o –como suele suceder entre la élite- ni siquiera tenían idea de lo que se estaba gestando? 
Si entre los reunidos en aquella fiesta histórica prevaleció esto último, por lo menos no fue así para Harry Belafonte.

jueves, 26 de septiembre de 2019

La genialidad y sus padecimientos


Diversos autores han asociado la genialidad con los diversos padecimientos y trastornos que afectan a los artistas: que si algunos pintores han logrado destacar debido a sus anomalías en la visión, que si Paganini sobresalió gracias a la anormalidad de sus manos, etc. En este mismo espacio ya nos hemos referido a ello.

Una nota titulada “En la música de Beethoven sonaría su arritmia cardíaca” publicada en el periódico Clarín (17/1/2014, p. 63) nos permite volver sobre el tema.

Se ha dicho tantas veces que la música viene del corazón. Pero era una metáfora, se entiende una manera de decir que hay una conexión interna entre el autor sus sentimientos, ojalá sus ideas, y lo que suena. Siempre se dijo eso y ahora se dice Ludwig Van Beethoven escribía siguiendo su corazón. Pero se está diciendo otra cosa. No que seguía sus sentimientos: que su música tenía que ver con su arritmia.

Para que no se crea que todo se origina en una simple corazonada, la nota pasa a referir la fuente así como algunos pormenores de la investigación.

Lo dice un estudio llevado a cabo por tres científicos: Zachary Golderberger, del departamento de Cardiología de Universidad de Washington (en Seattle); Steven Whiting, del Departamento de Musicología de la Universidad de Michigan y Joel Howell del Departamento de Medicina Interna de la misma universidad. 
Los investigadores tomaron la partitura como una especie de electrocardiograma. En los ritmos punteados de Beethoven, en sus pausas repentinas, escuchan el eco del corazón del compositor alemán. 
Donde otros vieron genialidad, ellos escucharon arritmia.
“Su música pudo haber sido sentida en el corazón tanto en sentido figurado como físico. Cuando el corazón late irregularmente debido a una enfermedad lo hace de una manera predecible. Creemos que algunas de esas pautas se pueden escuchar en su música”, explica Howell, según el The Daily Mail.

Las referencias a los problemas físicos de Beethoven habitualmente se han centrado en su sordera; aquí aparece una nueva perspectiva.

Beethoven empezó a perder el oído alrededor de los 30 años. Es decir que compuso gran parte de su obra cuando los sonidos a su alrededor se iban apagando. Y obras centrales fueron escritas con el autor completamente sordo ya. ¿Quizás escuchaba a su corazón?
La investigación se basó en tres obras: la Sonata para piano en Mi Bemol mayor, el cuarteto de cuerdas número 13 en Si Bemol mayor y la sonata para Piano número 31.
Los investigadores hablan de ritmos como de galope, de golpes irregulares, de una suerte de taquicardia en algunos tramos. 
Hasta oyen, en las indicaciones para la mano derecha en la Sonata para piano, algo similar a una disnea.
“La sinergia entre nuestras mentes y nuestros cuerpos moldea la forma en que experimentamos el mundo. Esto es evidente en el mundo de las artes y la música, que refleja las experiencias más íntimas de la gente”, añade Howell.

Para abundar en la pertinencia de su hallazgo, los estudiosos ejemplifican con otra composición del extraordinario músico.

Una de las obras en la que los investigadores ven su hipótesis es en la Cavatina del Cuarteto de cuerda en Si Bemol mayor Opus 130.
En medio del cuarteto, la tonalidad cambia a do bemol mayor, lo que implica un ritmo desequilibrado que evoca desorientación y que incluso ha sido descrito como una “falta de aire”.

Claro está que lo anterior representa un enorme desafío para los buenos ejecutantes que siempre buscan sentir lo mismo que el compositor.

En las instrucciones para los músicos hay una sección marcada como beklemmt, una palabra alemana que se traduce como “pesado de corazón”. Los autores apuntan que dicho término podría querer indicar tristeza, pero no descartan que quisiera describir la sensación de presión, un sentimiento que se asocia con la enfermedad cardíaca.

Me imagino que no falta mucho para que se de a conocer –en la ingenuidad de suponer que aún no se ha hecho- la investigación que confirme que las partituras de Beethoven son mucho mejor interpretadas por aquellos músicos que tengan su mismo padecimiento.

Al tiempo.

Finalmente ante este tipo de estudios no sobra recordar que la gran mayoría de personas que sufren de arritmia ni siquiera alcanzan la categoría de músicos mediocres y que somos muchos quienes sin ser sordos definitivamente tenemos muy mal oído.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Resistencia ante las leyes injustas


La escritura de Manuel Vázquez Montalbán combina crítica social con sarcasmo, humor e ironía, lo que permite que se convierta en una lectura amigable. Además, aunque muchos artículos fueron su reacción ante el acontecer cotidiano, conservan su vigencia.
Fuimos al Almacén y encontramos una nota suya de febrero de 1987 en la que se dolía porque las arbitrariedades que resultaban de leyes injustas no desaparecieran tan fácilmente -a partir de la toma de conciencia y la buena voluntad de los privilegiados- como sucede en el cine.
En las películas estimulantes y en las novelas realmente ejemplares, las causas justas siempre se imponen a las leyes injustas o insuficientes. Frank Capra era un genio para estos asuntos. Siempre el banquero expropiador se conmovía a tiempo ante la tenacidad de el chico o la dulzura inocente de la chica, y el juez más severo llevaba bajo la toga un mazo de sentimentalismo capaz de hacer añicos las más duras tablas de la ley.
Pero Vázquez Montalbán sabía que la cuestión es mucho más compleja y no puede quedar librada a la bondad personal sino que la resistencia social es la única vía para revertir las injusticias.
En la vida real, en la historia real, las cosas son diferentes, y lo único que puede modificar una ley injusta es la presión social, esa tozuda cláusula de conciencia colectiva ejercida dramáticamente a lo largo de la historia que nos ha permitido ser menos cafres y menos víctimas progresivamente. 
Finalmente a los poderosos que confían –desde su punto de vista en forma excesiva- en el poder del paso del tiempo y el olvido, les obsequia una advertencia envuelta en apariencia de consejo.
Cuando la conciencia social de lo justo y las leyes no coinciden, ¿qué hay que hacer? Aplicar la ley injusta y preparar otra más justa, dicen las gentes de orden, en la esperanza de que el tiempo o lo cure todo o lo canse todo. Pero, por si acaso, que vayan por delante los jueces y las brigadas antidisturbios.
Aunque hayan transcurrido muchos años conviene no perder de vista los apuntes de Manuel Vázquez Montalbán.

martes, 24 de septiembre de 2019

Cuando todo va tan bien, a la narración le va muy mal


Hay quienes preguntan por qué es tan usual que los relatos (libros, películas, teatro…) presenten situaciones complejas, enredadas, controversiales, cuando no decididamente dramáticas. No faltan aquellos que afirman que bastante sufrimiento hay en la realidad como para todavía agregarle aún más. 
Pero sucede que para convocar la atención (que como dice Javier Gomá Lanzón siempre se presta, jamás se regala) cualquier narración debe evitar varios obstáculos. Por mencionar solamente uno: el final no debe asomarse desde muy temprano y mejor aún si resulta inesperado o queda en suspenso.
Otro obstáculo se presenta –y es el que nos interesa particularmente en este momento- cuando todo transcurre con felicidad, linealmente; lo más probable –casi garantizado- es que esa historia no le resulte atractiva a nadie. Francisco Javier Rodríguez de Fonseca presenta un ejemplo de este tipo.
Érase una vez un matrimonio feliz sin problemas económicos. Tuvieron un hijo y una hija y ambos se criaron sanos y educados y fueron buenos estudiantes y consiguieron trabajar en lo que les gustaba. El matrimonio colmó su felicidad cuando sus hijos eligieron parejas maravillosas y les dieron unos nietos preciosos. Los años pasaron y al final murieron plácidamente, rodeados de los suyos.
Cuando todo transcurre tan plácidamente da la impresión de que no pasa nada cuando precisamente el principio de toda narración es que tiene que pasar algo.
Si ésa es la historia que queremos contar es posible que no le interese a nadie. Nos podrá enganchar en su presentación, incluso a lo mejor aguantamos hasta el final, pero todo el tiempo habremos estado esperando que pasara algo. La felicidad en la familia descrita es pura rutina, nada la rompe. 
Desde esta misma perspectiva Andrés Trapiello afirma 
Yo creo que el borracho, el drogadicto, el mujeriego en la literatura tiene más porvenir que el hombre moderado. Al fin y al cabo lo único picante de la Creación fue la rebelión luciferina. Sin ese desencadenante habría resultado todo tan aburrido como un disco rayado: “Belleza, Amor, Felicidad, Eternidad”.
A modo de síntesis Rodríguez de Fonseca concluye: “una historia sin conflictos no interesa”. 
Ante ello alguien podrá argumentar que a veces a escritores y guionistas se les pasa la mano. De esa opinión es mi amiga Alma Rosa quien tiene predilección por las películas de amor pero eso sí: “a condición de que terminen juntos”. 
Cuestión de gustos.

lunes, 23 de septiembre de 2019

Aquello que nos cambia la vida

Decía Ricoeur algo así como que la vida de una persona está constituida por una encrucijada de historias, encuentros, coincidencias que nos van construyendo. En ese historial personal hay situaciones muy especiales que llegan a cambiar el curso de nuestra vida.

A ello se refiere Amos Oz y en su calidad de escritor comienza con lo que le es más próximo: “hay libros que me han cambiado la vida”. Pero enseguida amplía el terreno de sus consideraciones y también películas, o la Cantata 106 de Bach, que, cuando la escuché por primera vez, supe que ya no sería exactamente la misma persona”. Pasa enseguida a enunciar algunos de esos libros que le cambiaron la vida

(…) me ocurrió con Crimen y castigo, y eso mismo me ocurrió con relatos cortos de Sherwood Anderson, de Berdichevsky, de Chéjov, y eso mismo me ocurrió con Sippur pashut de Agnón y otros relatos suyos, precisamente con sus relatos de amor y no con sus grandes novelas.

Reconoce Amos Oz que esto no solo le acontece a él. “Por supuesto, creo que eso también les ha ocurrido a otras personas. Sí, un libro, una película o una música pueden cambiarnos.” Lo anterior le permite emitir una grave sentencia: “A quien nunca en la vida le ha cambiado un libro, una película, un cuadro o una música es… es una persona desaprovechada.” Y concluye reconociendo que no solo se trata de obras de arte.

Hay personas a las que un viaje les cambia muchísimo. Creo que a casi todo el mundo. Por ejemplo, yo creo que quien no ha pasado alguna vez un tiempo real, no un tiempo turístico con una cámara de fotos, sino un tiempo real en otro país, no entenderá su propio país.

Hasta aquí las reflexiones de Amos Oz.
Queda entonces formulada la pregunta para cada quien: ¿cuáles han sido los libros que me han cambiado la vida?, ¿qué película, música, cuadro, obra artística en general, ha marcado un antes y un después en mi existencia?, ¿qué viajes me han dejado huella para siempre?
Asimismo debemos reconocer –y tal vez sea lo más relevante- que algunas personas y experiencias también nos han cambiado la vida. A ellas les estamos  muy agradecidos; ojalá podamos decírselo en su momento.

viernes, 20 de septiembre de 2019

Historias de destrucción en el arte


Aun cuando se conservan muchas obras de arte de diferentes épocas, no hay duda que fueron muchas más las que se perdieron y de las que, en su gran mayoría, ni siquiera tenemos noticias. Este tema ha sido considerado por Eva Millet, basándose para ello en la obra de Noha Charney. 
Madrid, Nochebuena de 1734. En el Alcázar, residencia del rey Felipe V de Borbón, se desata un incendio que duraría cuatro días. El palacio –en origen una fortaleza musulmana- arde por completo, y con él, 500 obras de arte. Entre ellas, varios cuadros de Diego Velázquez, entre los que destaca La expulsión de los moriscos (1627), obra clave para impulsar su carrera en la corte de los Habsburgo. Gracias a esta pintura Velázquez ganó, con 28 años, el concurso que le valdría su primer cargo en palacio: ujier de cámara. Un año después se convertiría en pintor de cámara, la posición más importante entre los artistas de la corte.
En el incendio también se calcinaron telas de Rubens, Ticiano, Tintoretto Veronese, El Greco, Leonardo y Rafael. Una catástrofe cultural que, aun así, tuvo un lado positivo: entre las piezas que se salvaron del fuego estaban Las Meninas, una de las obras maestras de la historia de la pintura. 
Por otra parte es considerable el grupo de artistas –continúa Millet- que destruyeron sus propias obras.
En su libro [El museo del arte perdido], [Noha] Charney incluye múltiples ejemplos de obras hechas trizas por sus propios creadores. Miguel Ángel, por ejemplo, ordenó a su asistente incinerar todos los dibujos y esbozos de sus obras tras su muerte –afortunadamente, no le obedecieron por completo-. Otros genios posteriores, como Picasso, no dudaban en pintar nuevos cuadros encima de trabajos que no le satisfacían. 
Entre los motivos para la destrucción no han faltado los sentimentales.
Pero, aunque en su mayoría estos actos de destrucción se deben a cierta vanidad o perfeccionismo, emociones tan terrenales como los celos también han sido la causa de alguna destrucción. Charney explica como la segunda esposa de Ingres, autor de La gran odalisca, le obligó a deshacerse del espectacular desnudo que el artista francés poseía de su primer mujer. De la pintura nunca se supo nada más: sólo un daguerrotipo tomado en el estudio del pintor testimonia su existencia. 
También hay casos en los que quienes, por distintas razones, destruyen la obra –afirma Eva Millet- son los propietarios del acervo.
Winston Churchill ordenó a su secretario que quemara el retrato que le hizo el pintor Graham Sutherland: un regalo del Parlamento británico que no le gustó lo más mínimo (“maligno, indecente”, dijo mientras que su mujer, Clementine, señaló que el parecido era “alarmante”). El cuadro ardió en llamas, como también fueron destruidos los murales que la familia Rockefeller encargó a Diego Rivera para la sede de sus empresas en Nueva York. La ocurrencia del muralista mexicano de darle a Lenin un espacio prominente en el cuadro y de pintar al magnate bebiendo champán con una meretriz no fue cálidamente recibida. Tampoco ha vuelto a verse el Retrato del doctor Gachet, de Van Gogh, desde que un empresario japonés lo adquiriera en 1990 anunciando que le gustaba tanto que, al morir, deseaba ser incinerado junto a él. 
Existe consenso en cuanto a que el principal enemigo del arte –tal y como ha quedado de manifiesto en innumerables situaciones- es la guerra.
Sin embargo, como cuenta Charney, no ha habido períodos más destructivos para el arte que los de la guerra: “Cuando la gente no tiene el tiempo o la voluntad de preservar los objetos como se debería y reinan el pillaje y la confusión”. De entre todas, el profesor destaca la devastación que para el patrimonio artístico del planeta supuso la Segunda Guerra Mundial: “Cuando se estima que alrededor de cinco millones de objetos artísticos y culturales cambiaron de manos de forma inapropiada.” Sin olvidar acontecimientos más lejanos, como los diversos saqueos a la ciudad de Roma. 
Noha Charney –siempre citada por Eva Millet- se arriesga a estimar la magnitud de obras que se perdieron: “(…) se calcula que sólo el diez por ciento de la dramaturgia de la antigua Grecia ha sobrevivido. Ello implica que el 90% se ha perdido. Pues algo similar ha sucedido con las obras de arte”.
Finalmente Charney –a quien retoma Millet- proporciona más información respecto a cómo se salvó una obra maestra.
(…) Las Meninas “estuvieron a punto de perderse durante aquel incendio del Alcázar. Pero alguien desesperado por evitar su destrucción las arrojó por la ventana. Fuimos afortunados, porque otros cuadros de Velázquez no corrieron la misma suerte. Sólo por ello deberíamos sentirnos agradecidos cada vez que las contemplamos”.
Es cuestión de justicia honrar la memoria de quienes (como esta persona que arrojó el cuadro por la ventana) hicieron posible –con frecuencia llegando al límite de arriesgar su vida- que algunas obras se salvaran de la destrucción.

jueves, 19 de septiembre de 2019

La lectura como actividad transgresora


Muchos son los argumentos con que diversos autores subrayan la importancia de la lectura en campañas que procuran invitar a ejercer un oficio tan poco frecuentado. Las razones esgrimidas varían en forma considerable y en la amplia oferta hay para todos los gustos. Las razones invocadas suelen reiterarse y ser muy previsibles por lo que me ha llamado considerablemente la atención un texto de Juan José Millás publicado en El País (21/8/2016) bajo el título “A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas”. Me permito transcribir una parte del mismo por tratarse de una propuesta muy diferente. 
El autor comenta que con frecuencia lo invitan a dar charlas sobre la importancia de la lectura en instituciones educativas de enseñanza media que en ocasiones están situadas en entornos marginales. En su encuentro con los adolescentes, comienza subrayando -contra lo que pudiera suponerse- el carácter transgresor que tiene la lectura. 
(…) y yo acudo, no siempre con el mismo ánimo, para explicar a los jóvenes que la lectura es ya una de las pocas actividades transgresoras en una sociedad en la que prácticamente todo está permitido. O, peor aún, en una sociedad que es muy permisiva con lo que se debería prohibir y muy prohibitiva con lo que debería permitir. 
Luego, en forma sorpresiva cambia de tema para compartir algunas observaciones citadinas que son habituales.  
Les explico que los lunes por la mañana, cuando salgo a pasear por el parque cercano a mi domicilio, veo indefectiblemente rotos los cristales de una o dos marquesinas de autobús y tres o cuatro papeleras arrancadas de sus soportes. Son destrozos llevados a cabo durante el fin de semana por jóvenes que no son capaces de expresar su malestar de otro modo. Odian el sistema y apedrean por tanto los símbolos externos de ese sistema practicando un modo de delincuencia atenuada que les compensa momentáneamente del dolor de vivir en un mundo sin salida, sin horizonte moral o laboral, en un mundo loco.
Los autores de tales destrozos consideran a sus actos como expresión de rebeldía y desafío al sistema pero Juan José Millás ofrece una lectura muy diferente de los hechos.
Intento explicarles que lo que ellos toman como un acto de rebelión fortalece al sistema hasta extremos que no podrían ni imaginar. La sociedad, les explico, puede prescindir de otras personas, pero no de los delincuentes. "El delincuente -decía Octavio Paz en un ensayo de juventud- confirma la ley en el momento mismo de transgredirla". Les explico que cuando beben cuatro cervezas y arrancan de raíz ese semáforo con el que yo tropiezo el lunes por la mañana, están haciendo gratis algo por lo que les deberían pagar. Estoy convencido, les digo, de que si un día, de la noche a la mañana, desaparecieran los delincuentes, el Ministerio del Interior no tardaría ni 48 horas en convocar oposiciones para cubrir urgentemente todas esas vacantes.
El joven, pues, que el sábado por la noche se emborracha y que al amanecer, antes de regresar a casa, llena de silicona la ranura de un cajero automático para no irse a dormir sin haber contribuido a la liquidación del sistema, no sabe hasta qué punto está contribuyendo a reproducir lo que detesta. Ese chico no es peligroso; en realidad, es un funcionario que trabaja gratis para el sistema. Destroza el mobiliario urbano con el mismo gesto de rutina con el que el funcionario de Hacienda nos dice que volvamos mañana.
Ante la afirmación de que estas supuestas transgresiones en realidad son funcionales al sistema “los chicos se quedan lógicamente sorprendidos” y a continuación Millás sigue con su argumentación. 
Les explico a continuación, porque así lo creo, que el joven verdaderamente peligroso es aquel que un viernes o un sábado por la noche se queda en casa leyendo Madame Bovary. Por lo general, no saben quién es madame Bovary, pero he comprobado les suena bien, por lo que no suelo cambiar de título.
Ese individuo que se queda a leer Madame Bovary, les aseguro, es una bomba. ¿Por qué?, noto que me preguntan con la mirada. Porque la realidad, les explico, está hecha de palabras, de modo que quien domina las palabras domina la realidad. Ellos dudan, claro, porque miran a su alrededor y no acaban de ver la relación entre la realidad y las palabras. 
Llegados a este punto, Juan José Millás despliega –ante aquellos azorados jóvenes- la última carta de su argumento.
Entonces les recuerdo el cuento aquel de Andersen, El rey desnudo, o El traje nuevo del emperador, según la traducción. Todos ustedes lo conocen. No me digan que no les resulta sorprendente el éxito de ese relato si consideramos que se narra en él la historia de un pueblo que ve vestido a un señor que va desnudo. Parece una historia inviable por inverosímil, pero lleva años cautivando a niños y a mayores de todas las nacionalidades. ¿Por qué?, me pregunto en voz alta delante de los alumnos a los que intento convencer de las bondades de la lectura. Pues porque lo que ocurre en ese cuento, respondo tras unos segundos de tensión teatral, es lo que nos ocurre cada día desde la noche a la mañana a todos y cada uno de nosotros: que salimos a la calle y vemos lo que nos dicen que veamos. Si la orden de ese día es ver al Rey vestido, lo veremos vestido, aunque vaya en pelotas. 
Es así como llega al cierre de su presentación.
En otras palabras, vemos lo que esperamos ver. Y esto es así de simple y así de espectacular. Las palabras son generadoras de realidad. Y la ausencia de palabras también. Por eso invito siempre a los alumnos a preguntarse hasta qué punto es real la realidad.
Después de conocer el contenido de su provocadora charla, no será difícil  comprender los motivos que impulsan a las escuelas a invitarlo a conversar con sus alumnos.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

Timidez de los árboles


Todo hacía pensar que la timidez era propia y exclusiva de los seres humanos, sin embargo -de acuerdo a lo que señala Emilio Sánchez Hidalgo en un artículo publicado en El País el 22 de abril de este año- se trata de un error.
Hay árboles cuyas ramas dejan de crecer cuando están a punto de tocar a las de su vecino. Es un  fenómeno que se conoce como timidez de los árboles y cuya explicación científica no está del todo clara. 
(…) el botánico francés Francis Hallé considera que este fenómeno tiene una explicación genética. "La forma de la copa nunca es aleatoria; cada árbol tiene su programa específico de desarrollo, controlado por genes", dice en su artículo Arquitectura de los árboles, en Boletín de la Sociedad Argentina de Botánica. Hallé diferencia en dos tipos de árboles, los unitarios y los reiterados. Los primeros dominan el entorno y los segundos se adaptan. "La reiteración es un progreso, es una forma más moderna y más eficaz de crecer, que se ha generalizado a la mayoría de nuestros árboles", añade.
Este descubrimiento no es reciente, había sido observado con anterioridad tal como lo denota un texto de Michel Tournier.
Hace veinticinco años planté dos abetos en mi jardín. Medían un metro cincuenta y los coloqué a diez metros de distancia el uno del otro. Ahora deben medir unos quince metros, y sus ramas inferiores pronto se tocarán. Pero si los observo a cierta distancia, compruebo que no han crecido en línea recta. A pesar de la distancia que los separa, han crecido ligeramente al bies, como para separarse el uno del otro. Es como si cada árbol emitiera unas ondas repelentes destinadas a los demás árboles. Se lo comenté al encargado de un vivero. Me confirmó que sólo crecen hermosos los árboles plantados aisladamente, con un espacio a su alrededor prácticamente infinito para expandirse. 
A partir de la experiencia y de la conversación entablada con el jardinero, Tournier extiende sus consideraciones: “Sí, los árboles se odian entre sí. El árbol es orgullosamente individualista, solitario, egoísta”, lo que le permite enunciar ciertas suposiciones. 
Así comprendí la angustia que emana de las selvas. La selva significa la promiscuidad forzosa de un campo de concentración. Todos esos árboles apretados unos contra otros sufren y se detestan. El aire selvático está impregnado de ese odio vegetal. Es el aire que infesta los pulmones del paseante y le encoge el corazón. Hay un antiguo proverbio que dice que los árboles impiden ver el bosque. ¿No habría que decir igualmente que el bosque impide ver los árboles? (…)
El árbol no soporta la selva, porque necesita viento y sol.
En el artículo mencionado al inicio de estas líneas Sánchez Hidalgo se remonta a la raíz del fenómeno.
El botánico australiano Maxwell Ralph Jacobs fue el primero en hablar del término "timidez de los árboles" (crown shyness en inglés). Fue en su libro Hábitos de crecimiento del eucalipto (1955). Sostiene que este fenómeno se produce por la abrasión de unas hojas contra otras cuando se rozan por el viento.
Una vez más es posible concluir que siempre queda mucho por aprender.

martes, 17 de septiembre de 2019

Ingleses e italianos


Tengo claro que muchas veces se exagera en esto de las diferencias de idiosincrasia entre los pueblos y que no en pocas ocasiones se presta para burlarse del otro, del diferente, cuando no para argumentar su supuesta inferioridad.

Pero también hay quienes poseen la capacidad de entrar a este terreno compartiendo sus agudas observaciones exentas de cualquier juicio de valor, que no de humor; Jorge Ibargüengoitia es un maestro en este arte. 

Andar entre ingleses quiere decir andar entre gente que considera de mala educación dar información cuando nadie la pide, y de peor educación pedirla cuando nadie la da.
Por ejemplo: un inglés nunca dice lo que dicen todos los italianos: “ese puerto que se ve allí, es Ancona –o Bari, o lo que sea-, allí vive una hermana mía”.
-Ah, yo creía que era La Spezia –contesta el interlocutor.
-Allí vive otra hermana mía –dice el italiano.
Para un inglés, averiguar dónde viven las hermanas de otro resulta de una intimidad indecente –o comprometedora-. Nunca se dice, “mi mujer me espera a las dos y media”, sino, “me esperan a las dos y media”.

Los orígenes de estas diferencias es tema de debate entre especialistas. 

Tal vez volvamos sobre ello en otro momento.

viernes, 13 de septiembre de 2019

Baldomera resultó habilidosa para la estafa


José Luis Melero inicia con una frase contundente: “Mariano José de Larra tuvo tres hijos de su desgraciado matrimonio con Josefa Wetoret.” Por cierto que nos deja con la intriga porque ya no aclara a qué se refiere con eso de su desgraciado matrimonio. La referencia a dos de sus hijos es sucinta: Luis Mariano fue escritor como su padre mientras que Adela “ha pasado a la historia por haber sido la amante favorita del rey Amadeo de Saboya durante su breve reinado en España (…)” 
Pero en quien Melero se va a detener es en Baldomera, que resultó una estafadora de cuidado y permite confirmar aquello de que en todas las épocas se cuecen habas.
(…) merecería por sus aventuras financieras un lugar de honor en un posible manual sobre las más distinguidas estafadoras de todos los tiempos. Baldomera anunció a bombo y platillo que abonaría el interés del treinta por ciento mensual a todos aquellos que le confiaran sus ahorros. Aquella disparatada propuesta tuvo un gran éxito entre los más ignorantes y codiciosos, y llegaron a formarse grandes colas para entregarle dinero. Al principio, esta pagó los intereses a quienes habían depositado una menor cantidad de dinero, lo que hizo que otros muchos se decidieran a confiar en ella.
Todo esto ocurría en 1876 y La Ilustración española y Americana contó en un artículo cómo las autoridades se preguntaban por qué desde hacía meses se formaban grandes colas, primero en la calle de la Greda, luego en la plaza de la Cebada y finalmente ante la puerta de un antiguo teatro de la calle de la Paja. La respuesta era sencilla: esas colas las montaba doña Baldomera con todos aquellos infelices que le llevaban sus imposiciones en metálico. 
El resultado previsible –continúa Melero- fue el que transitan habitualmente quienes se dedican al oficio.
Como era fácil suponer, al poco tiempo la hija de Larra desapareció llevándose el dinero de todos aquellos incautos. Fue juzgada y condenada en rebeldía y su pista se pierde en La Habana, donde fallecería algunos años más tarde, según nos contó Natalio Rivas, quien publicó en uno de sus libros una fotografía de doña Baldomera. 
Concluye Melero: “Con esa pinta, yo no le habría dejado ni propina para un café.”

jueves, 12 de septiembre de 2019

El silencio de la mirada


No es raro encontrarse con quienes invitan al silencio como forma de encuentro con Dios y también con uno mismo, de ser más prudentes en aquello que se va a decir, de escuchar más a los otros, de no sumarse a un entorno excesivamente ruidoso, etc.

Pero de lo que no tenía noticia es de la exhortación a no ver. Un breve texto de José Jiménez Lozano –en el que retoma a Juan de la Cruz- nos conduce hacia ello en el orden de la vida comunitaria.

Jean Baruzi (…) habla de aquella contestación que dio Juan de la Cruz a la invitación que le hicieron los frailes de ir a ver unos edificios que todo el mundo admiraba. Juan dijo entonces: “Nosotros no andamos por ver, sino por no ver”. Y comenta Baruzi: “Admitiendo que los monumentos, de que se trata fueran hermosos y no pertenecieran solamente al orden de la ostentación, es una ética lo que Juan de la Cruz quiso formular. Nosotros debemos introducir, en las más pequeñas modalidades de nuestra vida diaria, el no-ver”.

Esto le permite a Jiménez Lozano referirse a lo que identifica como la ética del no-ver.

Como un rango cultural simplemente, desde luego. Toda cultura de algún grosor exige una cierta ascesis de modo ineludible. Pero esa ética del “no-ver”, es al mismo tiempo una estética, o a la inversa: incluso la hermosura debe ser a veces desechada en pro de una belleza más profunda (…)

Y concluye en forma categórica “(…) pero lo que no hemos venido a ver son ostentaciones y retóricas”.

Deja tarea.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Lin Shu, un traductor de excepción


En otra ocasión hemos abordado el tema de como algunas traducciones de libros mejoran al original (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2017/02/traductores-que-mejoran-el-original.html). Ahora volvemos a la cuestión guiados por Simon Leys quien hace un breve preámbulo antes de referirse al personaje que nos ocupa. 
Cuando la traducción es al inglés (por ejemplo), la cuestión es, más que la de dominar la lengua extranjera, la de dominar el inglés. Esto podría convertirse en un axioma: Es deseable entender el idioma del original, pero es indispensable dominar la lengua de destino. Esta fórmula puede parecer al mismo tiempo un chiste y una perogrullada, pero es un hecho cierto que hay traducciones que son obras maestras literarias, que han ejercido una influencia considerable y que han sido hechas por traductores que apenas conocían la lengua del original, si es que sabían algo de ella; su capacidad se debía exclusivamente al hecho de ser grandes estilistas en su lengua materna. 
Y es aquí donde hace su aparición el maestro Lin Shu (quien, como veremos, debería ser declarado patrono de los traductores); continúa Simon Leys
El caso más ilustre y singular es sin duda el de Lin Shu (1852-1924), una figura capital de la historia literaria de la China moderna. Sin conocer una sola palabra de ninguna lengua extranjera, Lin Shu tradujo casi doscientas novelas europeas, y este vasto cuerpo de ficción extranjera contribuyó poderosamente a la transformación del horizonte intelectual de China al final del Imperio. 
Afirma Leys que estar aquejado por una enfermedad y la visita de un amigo fueron los factores propicios para crear las condiciones que hicieron posible la realización de su obra cumbre.
Convaleciente tras una grave enfermedad, Lin Shu recibió hacia 1890 la visita de un amigo que había regresado recientemente de Francia. El amigo le habló de una novela muy popular en Europa en esa época, La dama de las camelias, y le sugirió que emprendiese su traducción. Colaboraron los dos de la manera siguiente: el amigo relataba la trama, y Lin Shu iba traduciéndola al chino clásico. Esta Dama de las camelias china tuvo un éxito prodigioso. Hay que decir que es inmensamente superior al original: a pesar de ser escrupulosamente fiel a la narración de Dumas fils, que reproduce párrafo por párrafo, frase por frase, su estilo es admirable por su nobleza y su capacidad de concisión… ¡sólo hay que imaginar en qué se convertiría una novela por entregas si se reescribiese en el latín de Tácito! (Cuando Mao Zedong recibió a una delegación de senadores franceses, alabó La Dame aux camélias como el mejor ejemplo del genio literario francés, para gran perplejidad de sus visitantes: como todos los intelectuales de su generación, había leído la traducción de Lin Shu, medio siglo antes, y había conservado un recuerdo indeleble de ella). 
Este fue el comienzo de su actividad, prosigue Leys, que lo llevaría a realizar otras muchas traducciones.
Estimulado por este éxito inicial, Lin Shu continuó su tarea, emprendiendo traducciones con varios colaboradores; dependiendo completamente de los gustos y el conocimiento variable de ellos, construyó una oeuvre enorme y heteróclita, traduciendo a troche y moche a los gigantes de la literatura mundial (Hugo, Shakespeare, Tolstói, Goethe, Dickens) así como buen número de autores de segunda fila como Walter Scott y R.L. Stevenson, y escritores populares como Anthony Hope y H. Rider Haggard (por el que desarrolló una especial predilección); y luego también a los portavoces de naciones oprimidas, de los polacos, los húngaros, los serbios, los bosnios… ¡e incluso Leeuw van Vlaanderen (“El León de Flandes”) de Hendrik Conscience!
Concluye Simon Leys con algunas reflexiones en torno al oficio de traducir que le es posible inferir a partir de la obra de Lin Shu.
Lo que ejemplifica el caso fascinante de Lin Shu respecto a lo que nos interesa aquí es la importancia del estilo: el arte literario del traductor puede compensar incluso una profunda incompetencia lingüística… aunque éste sea, sin duda, un ejemplo extremo. Como regla general sería justo decir que si el traductor es verdaderamente un escritor, el sentido erróneo ocasional puede incluso no invalidar su obra. Sin embargo, todos los recursos de la filología no le servirán de nada si escribe sin oído literario.  
Recomendación de la casa para el caso que usted sea escritor: búsquese traductores de la escuela de Lin Shu porque en una de esas le mejoran la obra y lo convierten en celebridad.

martes, 10 de septiembre de 2019

Destrucción de libros


Larga es la historia de destrucción de libros que incluye desde la quema de códices por parte de los conquistadores, la acción de los inquisidores, hasta los regímenes totalitarios, etc.

Hace unos años la situación se volvió a presentar en la guerra de la ex-Yugoeslavia; Arturo Pérez-Reverte –testigo de aquellos hechos- describe la situación.

Aquella noche, en Sarajevo, los cañones no apuntaban a la carne humana sino a la materia que conforma su alma y su inteligencia. (…) las primeras bombas serbias siempre eran para la iglesia, los archivos, el museo de turno.

La población hizo hasta lo imposible para salvar su acervo pero sus posibilidades estaban seriamente limitadas.

En realidad eran los vecinos del viejo Sarajevo, los infelices muertos de hambre, flacos y agotados, que salían de sus casas, desafiando el fuego, intentando salvar los restos de su biblioteca… corrían bajo las balas y las bombas, entrando en el edificio y saliendo con manuscritos y libros en brazos. Los filmamos llorando sobre páginas hechas cenizas, inútiles y patéticos en su esfuerzo. No había agua con que apagar las llamas. Y todo ardió hasta los cimientos.

Tal como acontece en estas situaciones, el avalúo de las pérdidas no es cuantificable.

Como ardió también el Instituto Oriental, con mil años de trabajo caligráfico reunidos desde Samarcanda hasta Córdoba, desde El Cairo hasta Sarajevo. Ediciones únicas de incalculable valor. El esfuerzo, la vida de miles de hombre que dejaron en ellos sus pestañas, su inteligencia y sus sueños. Todo fue borrado en una sola noche, y ya no existe. Ya nadie podrá volver a leerlo nunca. Jamás.

De acuerdo con Arturo Pérez-Reverte la destrucción de un libro no tiene atenuante posible.

Déjenme contarles un secreto. Cuando un libro arde, cuando un libro es destruido, cuando un libro muere, hay algo de nosotros mismos que se mutila irremediablemente, siendo sustituido por una laguna oscura, por una mancha de sombra que acrecienta la noche que, desde hace siglos, el hombre se esfuerza por mantener a raya. Cuando un libro arde mueren todas las vidas que lo hicieron posible, todas las vidas en él contenidas y todas las vidas a las que ese libro hubiera podido dar, en el futuro, calor y conocimientos, inteligencia, goce y esperanza.

A continuación Pérez-Reverte –fiel a su estilo- con expresiones categóricas que  originan adhesiones así como desacuerdos, enuncia una serie de conjeturas.

Destruir un libro es, literalmente, asesinar el alma del hombre. Lo que a veces es incluso más grave, más ruin que asesinar el cuerpo. (…)

Hay homicidios conscientes, voluntarios, ejecutados con plena conciencia. Crímenes que pueden resultar, tal vez, explicables o discutibles en un momento de pasión, de ignorancia, de ira, de patriotismo, de odio, de celos, de utopía. Pero rara vez la muerte de un libro, la destrucción de una biblioteca, puede beneficiarse de atenuante o explicación alguna. Por el contrario, éste suele ser un acto voluntario, consciente y cruel, cargado de simbolismo y maldad.

Porque finalmente en su opinión: “Ningún asesinato de libros es casual. Ningún asesino de libros es inocente.”

lunes, 9 de septiembre de 2019

El beso al leproso


Existen manifestaciones del amor que representan un claro desafío para los usos y costumbres vigentes. Son expresiones que, al decir de José Jiménez Lozano en conversación con Gurutze Galparsoro, suscitan perplejidad cuando no escándalo.

Pero el amor está ahí, y el amor gratuito, como siempre es el amor. La moda es negarlo, tratar de degradarlo, interpretarlo como patología y locura. De ahí la perplejidad y el escándalo que supone el amor de los místicos, el beso al leproso, una vida ofrecida a otro, a los demás.

Y es que ello está totalmente fuera de lo esperable, de lo conocido, de las conductas que procuran antes que nada el propio beneficio; continúa Jiménez Lozano

Me acuerdo de que el biólogo, doctor Jean Rostand, decía algo importante: que, en tanto que biólogo precisamente, no le extrañaba nada, sino todo lo contrario, que los seres humanos se pisoteasen, descuartizasen y devorasen entre sí, esto es, que el pez grande se comiese al chico; y que lo que le extrañaba, por el contrario, pensando en las leyes de la biología, era que existiera la bondad humana y se diera incluso el beso al leproso.

Estas actitudes poco frecuentes, extrañas, están reservadas a los rebeldes que no están dispuestos a conducirse de la manera en que lo hacemos la gran mayoría de los mortales. Si siempre ha sido así –acota Jiménez Lozano- ni se diga en nuestro tiempo tan reñido con esas demasías.

Es decir, que un hombre pudiera saltarse totalmente las leyes naturales, amar a otro ser humano con un amor gratuito y morir por él. Y lo que diríamos es que, hoy, en nuestra cultura tecno-científica, se tiende desde luego a que el hombre no tenga esas demasías y comportamientos anti-naturales o a-científicos (…)

Sin embargo -concluye José Jiménez Lozano siempre en conversación con Gurutze Galparsoro- en esto precisamente reside lo específicamente humano.

(…) pero también esa cultura nuestra sabe que eso precisamente, que hace que el hombre desafíe las leyes mismas de su psicobiología, es lo específicamente humano, y desde luego constituye la verdadera razón por la que cabe esperar que el hombre puede salir de las peores situaciones, de su propio envilecimiento.

Amén.

viernes, 6 de septiembre de 2019

Un celoso poco informado


Si uno se pregunta en torno a la relación que puede existir entre los celos y el atavismo, la respuesta no se haría esperar: escasa, tirando a nula. Sin embargo sabido es que en la vida (y en ocasiones también en la muerte) habitan situaciones extrañas; Michel Tournier -en un artículo al que tituló “El atavismo o El ancestro pulverizado”- da cuenta de una de ellas.
Atavismo. ¡Qué bonita palabra! Bien construida, musical, fácil de pronunciar, agradable al oído, extraña sin resultar rara, científica pero no sabihonda. La debemos al botanista holandés Hugo De Vries (1848-1935), que descubrió y estudió las mutaciones. Está formada a partir del radical latino atavi (tatarabuelo), aunque en realidad se trata de una sinécdoque, pues en realidad evoca a muchos otros antepasados. (…)
En el punto opuesto de la herencia, que designa la influencia inmediata del padre y la madre, el atavismo manifiesta así la persistencia, en cierto modo subterránea, de unos caracteres que podrían creerse definitivamente perdidos en el transcurso de la evolución. Gracias al atavismo, cada uno de nosotros puede tener la esperanza de poseer tal o cual rasgo físico o moral que caracterizaba a alguno de nuestros antepasados que vivieron varios siglos atrás. Puede ser incluso que nos parezcamos a ese ancestro como un hermano gemelo, y que en suma haya existido un primer yo, sin duda modificado por unas condiciones de tiempo y espacio totalmente distintas.
Es así que el atavismo, rompiendo con lo lineal y lo esperable, da lugar a la irrupción de lo inesperado; continúa Tournier
Esta noción de atavismo es muy valiosa, pues hace estallar en una cantidad de fragmentos inmensa pero no infinita la masa hereditaria bajo la cual nuestros progenitores inmediatos –padre y madre- amenazaban con aplastarnos. Gracias al atavismo, la herencia no es un bloque que avanza de generación en generación, como un adoquín que los peones camineros se fueran pasando de mano en mano al hacer una carretera; es un polvo de estrellas del que cada uno de nosotros saca algo para componer su constelación personal. 
Una vez concluido este aporte conceptual Michel Tournier pasa a describir en su artículo que -será fácil percibir- ya tiene varios años, cómo fue que “el alcance humano del atavismo encontró una ilustración tragicómica en un suceso reciente que tuvo lugar en la Alemania Federal.” (Antes de proseguir con la historia, permítasenos hacer un paréntesis para discrepar con el autor -o tal vez con el traductor- en cuanto al rasgo tragicómico con que caracteriza a un asunto que en realidad tiene muchísimo de trágico y nada de cómico). Pero retomemos el relato de Tournier
Un hombre se entregó a la policía después de matar a su mujer y su hijo con una escopeta de caza. A primera vista, las circunstancias parecen extravagantes. Se había presentado ante sus familiares con esta pregunta: “¿Sois capaces de sacar la lengua enrollándola como un canalón?” Su mujer lo intentó en vano. El hijo lo hizo sin ningún esfuerzo. Entonces el padre disparó. En efecto, siempre había tenido dudas sobre la autenticidad de su progenitura, y los celos le corroían el corazón. Entonces leyó en un tratado de genética que la facultad de sacar la lengua y enrollarla era bastante inusual, y rigurosamente hereditaria. Y esa facultad él no la tenía. Si su mujer tampoco la tenía, y su hijo sí, entonces es que el hijo era adulterino. Cosa que quedó demostrada, con el resultado que ya conocemos.
Ambos asesinatos, de acuerdo con Tournier, pudieran haberse evitado si el victimario hubiese tenido mayor formación en relación al tema. “Ese celoso apasionado ignoraba el atavismo. Pues el hijo podía haber heredado la lengua enrollable, si no de su padre ni de su madre, sí de algún ancestro prehistórico o del Renacimiento.” Y concluye Michel Tournier: “Queda visto que el atavismo es una forma de herencia que tiene como límite suprimir la herencia, cosa que constituye un progreso humanista, pues pulveriza la herencia hasta el infinito, doblando el número de sus signatarios a cada generación.”

jueves, 5 de septiembre de 2019

La nuca


Desde siempre los poetas han exaltado la belleza de diversas partes del cuerpo humano, pero dudo que la nuca haya sido la inspiración de muchos de ellos. Parte extraña de la anatomía, cuyo propio nombre –procedente del árabe, según indican los que saben- ya carga con cierta rareza. Por alguna asociación difícil de comprender en Argentina se utiliza el modismo “estar de la nuca”, para significar estar loco. 
Sin ser particularmente agraciada, difícilmente pudo haber sido el inicio de un gran amor; Patrick White –citado por José Jiménez Lozano- anota que
(…) la nuca es seguramente la parte más vulnerable de nuestra anatomía. Afortunadamente no podemos vernos la nuestra. A menos que una belleza profesional, amenazada por la edad, sentada entre el espejo de su peluquero y su espejo de mano, entrevea algo que deliberadamente rechaza, y, entonces, se siente salvada hasta que eso vuelve a producirse.
Por lo general no existen mayores motivos para estar atentos a ella, salvo cuando por medio del dolor nos recuerda su existencia. La molestia en esa región suele ser persistente, desagradable y pone de malas.
Su instante de fama se manifiesta en ocasión de que el peluquero busque que el propietario de la testa apruebe el corte realizado. Continúa Jiménez Lozano 
Pero los peluqueros masculinos son implacables, y, para que comprobemos que el corte de pelo, en ese lugar precisamente, está a nuestro gusto, nos proporcionan la visión de la propia nuca, mientras ellos mismos juegan un poco con el peine en el pelo. 
Para José Jiménez Lozano es el momento preciso para añadir: “Así harían los antiguos verdugos profesionales para calcular el golpe”. 
En estos tiempos en que por tantos medios se procura frenar los efectos propios del envejecimiento del cuerpo, José Jiménez Lozano deviene en asesor de belleza al sugerir un tratamiento que evite estragos en la nuca.
(…) y si irremediablemente envejecemos (…) quizás sólo hay una forma de que nuestra nuca al menos no se deteriore escandalosamente: no inclinándola para besar los zapatos de nadie, y no tragarnos ningún paraguas de orgullo que nos haga andar como escayolados. De otro modo, la gloria alcanzada se concentra en forma de grasa en el pestorejo y, ciertamente, compone una nuca obscena.
Avisados.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

Los celos, una mocita sevillana y Carrizales.


Los celos suelen aparecer, en tanto sentimiento o respuesta emocional, en la persona que se siente amenazada en su vínculo amoroso; Luis Melnik se refiere a ello.

En el idioma castellano tiene varias acepciones. 
(…) su más famosa expresión se relaciona con la sospecha o inquietud que alguien siente respecto a la persona amada ante la sensación de que se ha perdido su amor o se ha ido con otro ser. Los celos se sienten o se provocan.

Por extraño que parezca –tal como añade Melnik- de allí surge la palabra que designa una estructura, generalmente hecha de madera, que se acostumbraba colocar en las ventanas.

De celos derivó celosía, ventanas que se armaban de manera que las personas que están adentro pudiesen ver a las de afuera sin ser ellas vistas. Fue usada en el harén pero quizá con el propósito inverso: ver a las de adentro sin que ellas vieran a los de afuera. Y en las casas de antaño para que las damiselas pudiesen mirar hacia la calle sin que los caminantes echaran el ojo.           
                                                                              
Ahora bien, existe abundante literatura acerca de la existencia de celos fundados e infundados, estos últimos han sido asociados desde un encare psicológico a la inseguridad personal del celoso. A este respecto Norman Mailer –citado por Carlos Fuentes- sostiene que “los celos son una galería de retratos en que el celoso es el curador del museo”. De allí que difícilmente acepte su error por más evidencias que le proporcione la realidad, porque como dice Vicente Aleixandre: “ni siquiera la prueba de lo absurdo de sus sospechas podrá consolar al celoso, porque los celos son la enfermedad de la imaginación.”

Claro está que existen celos que son respuesta predecible a situaciones propicias a la infidelidad. Azorín, retomando a Cervantes, ilustra el punto.

Felipe de Carrizales, en El celoso extremeño, de Cervantes, nos da una soberana lección. El cañamazo de la novela es éste: un viejo se casa con una niña. Cervantes va bordando. El viejo tiene sesenta y ocho años; la niña cuenta de trece a catorce. Carrizales posee pingüe fortuna: la gasta en divertirse. No se le conocen aficiones artísticas, literarias. A los cuarenta y ocho años, Carrizales viene a menos; se pasa a las Indias; en el Perú rehace su fortuna. Es hombre corrido; ha viajado por Europa. En América está veinte años; tienen, pues, a su regreso a España, los indicados sesenta y ocho. En este momento es cuando, gracias a su fortuna, logra casarse con una mocita sevillana. Carrizales, en la travesía del Atlántico, en Sevilla, al retorno, nos sorprende con sus recelos, con sus preocupaciones, con sus reconcomios, con sus inquietudes; tenemos que esté cansado, asténico, en suma neurasténico. (…)
Carrizales, recién casado, encierra a su mujer, con él, en una casa, en Sevilla, en barrio principal. Clava las ventanas; eleva los muros de la azotea; cierra las puertas; en los tapices no se representan escenas amatorias; no hay en la casa perro, sino perra; no hay gato, sino gata. No entra nadie en la mansión; no sale nadie. Van a misa los días festivos, antes de que amanezca. (…)

¿Se picó con el relato y quiere saber el final? ¿Qué sucedió con la mocita sevillana y con el tal Carrizales? Puede salir de dudas leyendo El celoso extremeño.

Y todavía hay quien dice que la lectura no sirve para nada. ¡Vaya tontería!