martes, 28 de febrero de 2017

Hipocondríacos


Sabido es que la preocupación permanente y angustiosa ante la posibilidad (más que eso, la certeza) de estar enfermo es en sí misma una enfermedad. De nada sirve que la consulta médica y los análisis clínicos desmientan el autodiagnóstico porque la persona se encuentra convencida que de un momento a otro estará enferma de consideración (si es que ya no lo está y el instrumental médico no detectó el padecimiento).
Georg Christoph Lichtenberg amplía las dimensiones del concepto a otros ámbitos de la existencia: “Mi hipocondría es ciertamente la capacidad de extraer en cualquier suceso de la vida, llámese como se llame, la mayor cantidad de veneno en beneficio propio.” Ahora bien, la hipocondría viene en diferentes presentaciones y una de ellas es caracterizada por Juan José Millás: “le decían el psicosomático porque se apropiaba de cualquier síntoma que pasara cerca de él”; es Wimpi quien refiere un claro ejemplo de ello.
El tipo no puede oír la relación del mal de nadie. Porque si le cuentan que al de la vuelta le sacaron el apéndice de urgencia, él en seguida, disimuladamente, se aprieta la ingle.
Y si sabe que uno tuvo el tifus, ya se ve él con el pelo corto. (…)
El tipo se hace describir –sin confesar, desde luego, sus temores- la enfermedad de quien sea que esté enfermo. Y se va pensando en sí mismo. Sintiéndose todos los órganos.
Yo debo tener algo a la aorta, porque cuando subo ligero las escaleras me da como un ahogo.
Piensa para sí.
-Este ardor, a lo mejor… Barbarusi cuando empezó con el ardor… al mes lo cortaron…
(…) Le entra agua de Colonia en los ojos y, mientras no ve nada, se ve llevado por un perro (…)
¡Y cuando muere alguno!
El tipo se siente, a medida que va estableciendo sus analogías con el finado, una especie de vicecadáver:
-¿Cuántos años tenía?
-Cuarenta y cinco.
¡El tipo los cumple en setiembre!
-¿Qué sentía?
-Empezó con opresión…
¡El tipo se acuerda de cuando sube la escalera!
-¡Una opresión! Opresión… ¿cómo?
-General.
-Pero… general,  general… ¿cómo?
-Un desgano.
-¡Un desgano!
El tipo siempre se levanta desganado, pero como no se da cuenta que es de haragán, trata de disimular la impresión que acaba de producirle la revelación del deudo, con una triste sonrisa de conformidad que, interiormente, está muy lejos de disfrutar:
-Mire, ¿no? No somos nada…

De acuerdo con Luis Ignacio Helguera los vaticinios de quebrantos de salud tienen el mágico poder de generarlos, dado que “la hipocondría es la peor de las enfermedades: ficticia, las genera reales”. Y si el padecimiento no aqueja al  interesado, puede hacerlo en los demás tal como sucedió con aquella señora que desde los 20 años pasó su vida repitiendo que en cualquier momento moriría por el terrible cáncer que sufría. Su pronóstico se retrasó: murió a los 99 años y quienes enfermaron antes fueron sus seres queridos intoxicados por la convivencia con aquella víctima profesional de un mal inexistente.

jueves, 23 de febrero de 2017

Una certeza no agendada


De que todos tenemos cita con la muerte no cabe duda. Sin embargo con frecuencia vivimos como si la muerte no existiera, lo que podría dar origen a muchos de nuestros males personales y sociales (a ello nos referiremos en otra ocasión).

Según Javier Gomá Lanzón hay que distinguir muerte de mortalidad. “La muerte es algo vulgar que les ocurre a los mosquitos, plantas y a todo ser orgánico, siendo la conciencia de la muerte algo exclusivamente humano.” Y agrega: “La mortalidad es igualadora. La totalidad del mundo está en juego en cada uno de los que vivimos en el mundo.”

Ahora bien, lo demás son conjeturas: ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿dónde? Raffaele Mantegazza aborda la cuestión citando a Giuseppe Marotta

Si cada hombre recibiese, a los 20 años, un mensaje sobrenatural que le comunicara, mediante anuncios impresos o sirviéndose de la radio, el día y la hora de su muerte, todos los que supieran que debían morir el 7 de abril de 1960, a las 19.40, supongamos, se tenderían la mano desde cualquier parte del mundo. […] Sí, creo que ni las distancias ni las fronteras impedirían, a quienes supieran que iban a morir en el mismo instante, sentirse consanguíneos. Es la muerte, no el nacimiento, lo que nos emparenta.

Por lo general el desconocimiento del día y hora de partida es valorado –y a ello se refiere Mantegazza- como un don de la vida: “Saber cuándo deberemos morir constituiría, sin duda una desgracia”. Y reafirma su convicción citando a Dino Buzzati: “La muerte, en sí, no es una cosa tan horrible, posiblemente. A todos nos llegará. El problema sería si supiéramos, aunque fuera dentro de un siglo, o dos, el momento preciso en que vendrá.” Así las cosas, Raffaele Mantegazza contrapone ambas miradas acerca del momento de la muerte

Es curioso cómo Marotta y Buzzati, en los escritos de los que proceden las citas anteriores, extraen conclusiones completamente distintas al imaginar lo que pasaría si las personas supieran el día y la hora exacta de su muerte. Para el primero, esto da lugar a la solidaridad; para el segundo, a la más oscura desesperación.

Y concluye con una exhortación: “Pero saber que moriremos, tal como lo sabemos, podría constituir un pretexto válido para unirnos y consolarnos recíprocamente.”

martes, 21 de febrero de 2017

Perfil


Caracterizar a una persona no es tarea menor; trazar un cuadro con aquellos rasgos que le son propios, tiene sus secretos. En este caso se presenta a Alden Whitman y la descripción es obra de un maestro del periodismo como lo es Gay Talese.
A media mañana se viste con uno de los dos o tres trajes que posee y, mirándose brevemente al espejo, endereza su pajarita. No es un hombre guapo. Tiene una  cara corriente, algo redonda, siempre seria cuando no severa, coronada con una espesa cabellera castaña que, a pesar de sus cincuenta y dos años, no peina la  menor cana. Detrás de las gafas de concha hay dos ojillos azules a los que cada tres horas aplica unas gotas de pilocarpina para su enfermedad de glaucoma, y tiene un espeso bigote rojizo debajo del cual asoma casi todo el día una pipa agarrada fuertemente por una dentadura postiza.
Sus dientes, los treinta y dos, le fueron arrancados una noche de 1936 por tres  matones en un callejón de su ciudad de origen, Bridgeport, Connecticut. Tenía  entonces veintitrés años, se había licenciado en Harvard el año anterior y sus asaltantes aparentemente se oponían a unos puntos de vista sostenidos por él.  No les guarda rencor y admite que tenían su propia opinión. Tampoco añora sus perdidos dientes; dice que estaban muy cariados y que fue una bendición librarse  de ellos.

Pero Talese entiende que para completar el perfil del personaje debe recurrir a su esposa y más que a ella, a los motivos que la llevaron a enamorarse de él.
Cuando termina de vestirse, Whitman se despide de su mujer, pero no por   mucho tiempo. Ella trabaja también en el Times, y fue allí donde un día de la primavera de 1958 la vio mientras cruzaba la gran sala de redacción en el tercer  piso con un traje estampado de Paisley, trayendo una prueba de imprenta  emborronada de tinta del departamento femenino situado en el noveno piso. (…)
Joan estaba fascinada por Whitman, en particular por su cerebro de urraca  repleto de toda clase de conocimientos  inútiles: podía recitar la lista de los papas  cronológicamente y al revés; sabía los nombres de los amantes de cada rey y la fecha de su reinado; que el Tratado de Westfalia se había firmado en 1648; que  las cataratas del Niágara tienen 56 metros de altura; que las serpientes no pestañean;  que los gatos se encariñan con los lugares y no con las personas, y los perros con las personas, y no con los lugares; estaba suscrito regularmente al New Statesman, Le Nouvel Observateur y a casi todos los periódicos del quiosco  “Out-of-Town” de Times Square; leía dos libros al día; había visto a Bogart en “Casablanca” tres docenas de veces. Joan sabía que tendría que ver de nuevo a Whitman, aunque tenía dieciséis años menos que él, era hija de un cura  protestante y él era ateo. Se casaron el 13 de noviembre de  1960.    
                                                                                            
Con esta descripción el lector ya tiene una idea de quién es Alden Whitman. Ahora bien, ¿qué fue lo que llevó a Talese a interesarse en él? No comamos ansias, ello será tema de otra habladuría.

jueves, 16 de febrero de 2017

Traductores que mejoran el original


Con frecuencia se enuncian críticas al trabajo de los traductores así como el lamento generalizado de muchos lectores que, debido a su desconocimiento de otro idioma, están condenados a leer a sus autores favoritos en versiones traducidas (los conocedores procuran algunas de ellas y declinan airadamente de otras).

Lo que no es tan conocido es el caso contrario, cuando la obra mejora gracias a la traducción. Simon Leys entra en tema señalando: “Creo que fue Gide quien comentó de un escritor que no le interesaba: Está muy mejorado por la traducción.” Y a continuación da algunos ejemplos, entre ellos el del propio Gabriel García Márquez quien reconoció “que la traducción de Gregory Rabassa de Cien años de soledad es muy superior a la versión original en español.” La erudición de Leys en literatura china le permite referirse a las traducciones de Lin Shu que han mejorado tanto a La dama de las camelias como a las novelas de Dickens. Será con Baudelaire, en calidad de traductor, que el asunto –siempre siguiendo a Simon Leys- alcanza su mayor nivel.

Pero el caso más digno de atención probablemente sea el de Baudelaire como traductor de Edgar Allan Poe. Los especialistas anglosajones que leen francés prefieren casi unánimemente las traducciones de Baudelaire a los originales de Poe, al que suelen considerar “aburrido, vulgar y carente de buen oído”; asimismo, sigue siendo fuente de infinita perplejidad para críticos ingleses y estadounidenses que, siguiendo a Baudelaire, grandes poetas franceses como Mallarmé, Claudel y Valéry pudieran adorar a Poe y tomar en serio su mezcolanza indigerible de pseudociencia y fantasía metafísica.

En lo dicho, tema curioso este de los traductores que mejoran a las obras originales.

martes, 14 de febrero de 2017

Los cambios en las preferencia femeninas


De acuerdo con Wimpi el “standard” de las preferencias femeninas en cuanto a varones se refiere, ha ido variando con el paso del tiempo.
Primero, antes del año mil, fueron los mártires del Cristianismo, con su vocación tremenda de renunciamiento y sacrificio quienes fijaron el ideal de “hombre interesante”.
Aquellos que más se parecían a los santos eran quienes suscitaban la admiración que formalizábase, luego, en el amor típico de aquel viejo tiempo.

Sin embargo ya por aquellos entonces lo permanente era el cambio.
Pero llegó un momento en que ya no tuvo fuerzas para inspirar amores aquel valor, también típico, entonces, que se llamaba sacrificio.
Fueron retirándose hacia los altares y enfriándose en imágenes los inmolados por su fervor.
Y perdiendo interés quienes les habían imitado.
Las mujeres desdeñaron, siguiendo un poco la moda, a los santos como modelos; y a los que siguieran su ejemplo como amantes.
Porque el hervor victorioso de los pueblos germánicos transformó aquella forma típica del valor hasta entonces, que había sido la del sacrificio, en otra forma del valor: la del heroísmo.
Y las mujeres se apartaron de los santos, para inclinarse hacia los héroes. El heroísmo era una mezcla restellante de sacrifico –porque había nacido de él, pero también de violencia.
Se amó la rudeza del señor.

Con el transcurrir del tiempo aquel ideal -siempre siguiendo a Wimpi- también se vería sustituido.
Pero allá en los comienzos del siglo XII se produce una brusca transición en las preferencias femeninas.
Salen los trovadores a los caminos y fundan… la gracia.
Las mujeres empiezan a rebelarse contra las violencias de sus maridos.
Los maridos no se dan cuenta y, escudados en su condición de héroes, siguen groseros y rudos hasta muy después de haberse operado aquella transición de valores para la mujer.
Los juglares captan ese drama y lo cantan, en las fiestas del castillo, frente al mismo señor que, envanecido de su fuerza, no comprende.
Las mujeres empezaron a presentir que iba a gustarles otra cosa, cuando todavía estaban en poder de quienes habían empezado a no gustarles.
Y cuando una mujer le fue infiel al marido –rudo caballero- con el suave juglar que le había cantado al oído la villanela dulcísima, la Corte de Amor de Leonor de Aquitania –estas Cortes de Amor, integradas por damas maduras eran las que fallaban en los conflictos amorosos- le dio la razón a la adúltero y afirmó en pleno siglo XII que el verdadero amor no es compatible con el matrimonio.
Y es que la mujer había sustituido, en sus preferencias, al valor del heroísmo por el valor de la gracia.
Primero, pues, fue el sacrificio, después el heroísmo, después, aún la gracia. (…)
Las mujeres tuvieron, pues, en la Historia, de qué enamorarse: sacrificio, heroísmo, gracia.

Al terminar su recorrido histórico, Wimpi concluye el análisis
Pero, ahora, uno piensa que por su parte, la mujer más heroica de todos los tiempos, es, sin duda alguna, la de éste.
Porque no tiene nada de qué enamorarse de nosotros y, sin embargo… ¡no ve la hora de irse a anotar…!

jueves, 9 de febrero de 2017

Viajeros de ruta fija


El turista es un tipo de viajero que ha proliferado de unos años a la fecha con el desarrollo de la industria de ese ramo. Así hay quienes disfrutan plenamente de los tours organizados por agencias, con estrictas agendas para poder dar cumplimiento a los recorridos previstos.

Pero también están aquellos (nómades o sedentarios) que los ven con desagrado; Evelyn Waugh critica lo que esta forma de viajar tiene de prisas, obligaciones y ritmo vertiginoso que conducen al agotamiento del vacacionista.

La palabra “turista” parece sugerir naturalmente prisas y obligación. Uno piensa en esos lastimosos tropeles de maestros de escuela procedentes del Oeste Medio con los que se encuentra de repente en esquinas y edificios públicos, desconcertados, jadeantes, los nombres desconocidos zumbándoles en la cabeza, sus cuerpos tensos y magullados por subir y bajar de charabanes motorizados y escaleras, y por haber recorrido del modo más inmisericorde kilómetros de galerías y museos tras un guía chistoso y despectivo. ¡Cómo nos obsesionan sus ojos mucho después de que hayan pasado a la siguiente fase de su itinerario, unos ojos ojerosos que miran sin comprender, con un leve resentimiento, como los de animales que sufren, elocuentemente expresivos de ese cansancio del mundo que todos sentimos bajo el peso muerto de la cultura europea!

Ante ello –continúa- cabe preguntarse: “¿Deben proseguir hasta el final? ¿Hay todavía más catedrales, más lugares hermosos, más sitios de acontecimientos históricos, más obras de arte? ¿No hay remisión en este rito implacable? ¿Todavía debe reverenciarse el pasado?” Evelyn Waugh llega al extremo de sentir compasión por quienes concluyen exhaustos su maratónico recorrido por diversos escenarios. “Y cuando uno está sentado a una mesa de café, jugueteando apáticamente con el cuaderno de dibujo y el aperitivo, y los ve pasar, tambaleantes, vierte unas lágrimas, no del todo irónicas, por esos pobres desechos humanos, atrapados así y magullados por la maquinaria de la elevación social.”

Otra de las voces críticas es la Manuel Vicent quien no se anda con chiquitas al afirmar que “(…) el turismo no es más que una peste, un sexto continente de termitas que va arramblando con todo el planeta. Todos visten igual, todos mean el mismo sitio, todas comen las mismas comidas.” Y las banderas que portan llaman poderosamente su atención.

Han inventado las banderas. Si entras en cualquier catedral ves unas hordas, cada una con un gorrito distinto, uno verde, no azul, uno blanco, con una banderita distinta. Los romanos llevaban esos plumeros que vemos en las películas. Los usaban para evitar que se mataran entre sí los del mismo regimiento. Y las banderas eran unas telas atadas en la punta de un palo para que las huestes supieran desde lejos dónde estaban los suyos, como ahora se enarbolan las banderas para que las reatas de turistas no se confundan de agencia de viajes y se vayan con otros japoneses.

Por su parte Leila Guerriero argumenta contra los city tours por lo que tienen de imposición autoritaria.

Yo viajo para vagabundear, para leer, para no tener que escribir, y para estar sola. En el extremo opuesto, los city tours imponen horarios fijos, ómnibus refrigerados, guías adormecidos, valijas con rueditas y una multitud de adultos inoculados por el virus de la obediencia, dispuesta a escuchar sin asomo de protesta datos inútiles que olvidarán en los próximos diez metros. Los city tours son la excrecencia inofensiva de una ciudad a la que se le ha quitado lo feo, lo sucio, lo desprolijo, para que reinen (como en una cárcel) el tedio, la rutina, la ortopedia, la obediencia, la multitud y la organización. (…)
Todo viaje es el invento de una ruta propia, pero el city tour es siempre la ruta de otro: algo diseñado por la apatía ajena para aplastar la curiosidad de un contingente.

Es muy importante documentar los distintos puntos que formaron parte del itinerario, tanto para recordarlo al paso del tiempo como para mostrarlo a quien se deje (y a quien no, también). Tal vez por ello Alfredo Molano alude a los “turistas que por fotografiar todo, nada ven”. Quien no actúe de esta manera parecerá poco serio en su oficio y despertará sospechas en torno suyo, tal como le sucedió a Esther Díaz. “No soportamos la experiencia directa. La realidad necesita testigos, si no la capta algún medio es como si no existiera. En la isla de Rodas un guía me dijo que yo no era turista porque no sacaba fotos. No poseer imágenes sería equivalente a no haber estado.”

Por otra parte -de acuerdo con Guerriero- es frecuente que los viajes permitan confirmar aquello que se espera encontrar.

En las antípodas de esos ojos bien abiertos, el city tour es una maquinaria presta a confirmar prejuicios: los del turista que espera encontrar en París una ciudad romántica -y no otra cosa-, en Roma una ciudad histórica -y no otra cosa- y en Buenos Aires la ciudad más europea de Latinoamérica -y no otra cosa. Y aunque París no sea tan romántica y a Buenos Aires le quede poco de europea, el city tour hará sus mejores esfuerzos (mentir antiguos esplendores, ocultar lo feo, lo sucio, lo viejo) para confirmar al viajero en su prejuicio tranquilizador y devolverlo al hotel convencido de que París era en efecto una ciudad romántica, Roma una ciudad histórica y Buenos Aires, oh, tan europea.

Con esta visión coincide Mario Arregui cuando afirma que

Uno viaja en cierta medida para comprobar cosas que ya sabe o barrunta. Yo comprobé, por ejemplo, que la Torre Eiffel es grande y de fierro, que la sociedad de consumo puede significar un temporal de alienación (cuyo símbolo serían las vidrieras de París, que se nos tiran encima con uñas y dientes), que el neo-capitalismo puede ser el viejo capitalismo con una sonrisa forzada y falluta, etc., y también, ¡vaya novedad!, que el fascismo es una mierda.

¿Usted viaja para conocer lo ignorado o para confirmar lo conocido?

martes, 7 de febrero de 2017

El tremendismo


Es posible clasificar a las personas en dos grupos. Aquellos que suponen que las cosas pueden ir por mal camino (con la inconfesada esperanza que no sea así) y quienes tienen expectativas de que todo transcurra en buena forma (con el temor interno que ello no suceda).

De cara a estas opciones, Schopenhauer recomendaba la primera ya que “(…) quien lo ve todo negro, quien constantemente teme lo peor y se prepara para ello, no se llevará tantos desegaños como aquel que siempre ve el color más hermoso de las cosas”.

Ante esta disyuntiva hay médicos que se integran a las filas del tremendismo; Soledad Gallego-Díaz presenta un claro ejemplo al respecto.

Cualquiera que haya tenido que tratar con médicos con motivo de una grave enfermedad conoce la técnica del gran susto. El especialista enumera las terribles posibilidades a las que se enfrenta el enfermo, que queda anonadado a la espera del resultado de las pruebas clínicas. Cuando éstas llegan, el pronóstico mejora sustancialmente. Ya no hay que cortar dos piernas y un brazo. Bastará con amputar una mano. Y el enfermo da gracias al cielo: ¡Qué alegría, sólo me cortarán la mano derecha”.

Avisados.

jueves, 2 de febrero de 2017

El jardín junto a la fábrica


El reconocido doctor Gregorio Marañón advertía un gran riesgo en que el médico únicamente se dedicara a temas de su especialización.

Unas palabras sobre otro tema en permanente discusión: el de si en la preparación del médico deben entrar conocimientos ajenos a la Medicina. No me refiero a las ciencias auxiliares que se extienden desde los idiomas hasta las matemáticas, sobre cuya necesidad nadie puede discutir. Pero yo creo importante que, además, el hombre de ciencia en general y, desde luego, el médico, posea una afición concreta y activa por alguna otra actividad del espíritu al margen de su habitual ocupación. Claro que debe hacer uso discreto y no pedantesco de ella; pero yo hablo sólo para discretos y no para pedantes.

Marañón atribuía mucha importancia a esta otra actividad en la que se ocupara el galeno lo que sería como “el jardín junto a la fábrica”. La utilidad de ello no sólo reposa en los beneficios que representa para la salud espiritual del profesional sino que le ayudará a eludir conflictos con sus colegas porque –continúa Gregorio Marañón- así

(…) se evitará el feo pecado, tan frecuente en el científico puro, de la mezquindad de espíritu y la rivalidad llevadas hasta la cominería. Quien tiene toda, toda su vida polarizada en una ocupación, y en una ocupación tan propicia a la rencilla como el descubrimiento, modelará su alma en el detalle, a veces microscópico, que persigue; y acabará por convertirlo en fin y norma de su vida. Nada más desagradable que esos sabios envidiosos que viven en perpetuo acecho de los tropiezos de los demás y, entre ellos, en permanente rivalidad de plazuela. El sabio, en cambio, que además de su ciencia sabe tocar el violín, es probable que se sienta inquieto por los violinistas, pero mirará, seguramente, a los otros investigadores con generosidad. Esto es progreso moral y debemos fomentarlo.

Y como si lo anterior fuera poco, esta dedicación a otras actividades además mejora la propia práctica del médico, tal como lo afirmara el doctor Théodore Darlymple quien –citado por Simon Leys- “observaba que, entre dos médicos de una misma cualificación profesional, él tendría más confianza en el que leyera a Chejov” (lo que no se restringe al campo médico y por ello agrega Leys: “Y por mi parte, añadiría: si cometo un crimen, desearía que mi juez fuese un lector de Simenon”).

El doctor Oliver Sacks también se ocupa de este tema, “(…) a Nietzsche (…) le encantaba Bizet, y en una ocasión escribió: ‘Bizet me hace ser mejor filósofo’.” Y concluye Sacks “en mi opinión Mozart me hacía ser mejor neurólogo (…)”