martes, 26 de junio de 2012

Los niños de azotes


Algo que desde siempre se juzga como muy conveniente es la cercanía con el poder, ya que ello supone acceder a privilegios, canonjías y favoritismos que los poderosos distribuyen con total arbitrariedad. Así hay quienes son expertos en procurarse los medios que les permitan aproximarse a los círculos de poder. 




Ilustración: Margarita Nava
Pero a ese respecto, existen excepciones. Una de ellas fue la de los llamados “niños de azotes” cuyo origen parece estar en las cortes alemanas. Así se conocía a ciertos hijos de nobles, compañeros de juegos de los jóvenes príncipes de la sangre, que en realidad eran quienes recibían en lugar de ellos los castigos correspondientes. Como los príncipes no podían ser azotados las sanciones a que eran merecedores, recaían sobre sus amigos.
Sin embargo hubo monarcas que, guiados por otros principios pedagógicos, no siguieron esta tradición. Al respecto dice Paul Tabori que Enrique IV 

(…) dio instrucciones especiales al tutor de su hijo para que le aplicara una buena azotaina cuando el niño se portara mal. En una carta fechada el 14 de noviembre de 1607 escribe lo siguiente: “Deseo y ordeno que el Delfín sea castigado siempre que se muestre obstinado o culpable de inconducta; por experiencia personal sé que nada aprovecha tanto a un niño como una buena paliza”.

Por otra parte, Rafael Escandón refiere una variante sobre este mismo tema.

Caminaba la reina Victoria con una amiga por los jardines del palacio Buckingham y de repente escucharon unos gritos; era que el hijito mayor, que acababa de cumplir los nueve años, le proporcionaba una colosal paliza a un compañero suyo.
-¿Qué pasa? -inquirió la reina.
-Nada -respondió el muchacho-, sólo le estaba mostrando que yo soy el Príncipe de Gales.
-¿Conque así es la cosa? -interrogó la reina Victoria, mientras tomaba del brazo a su hijo (el futuro Eduardo VII) y lo ponía en sus rodillas para castigarlo-. Ahora te quiero mostrar que soy la reina de Inglaterra.

No tengo noticias acerca de si en las monarquías actuales queda huella de esta tradición. Sin embargo considero que en muchas de las repúblicas contemporáneas cuando quienes detentan el poder equivocan sus decisiones, actúan en forma errática o se “enriquecen inexplicablemente” hacen recaer sobre otros los costos de dicho proceder, convirtiendo así a los ciudadanos de a pie en una versión actualizada de niños o adultos de los azotes.

viernes, 15 de junio de 2012

Juego limpio



 Fue a mediados de abril cuando una noticia concitó la atención de la sociedad española: el rey Juan Carlos de Borbón debió ser operado de urgencia debido a la lesión ocasionada por una caída mientras participaba en una expedición de caza de elefantes en Botsuana. Lo que en un principio pudo parecer un simple rumor mal intencionado, poco después tuvo su confirmación. Rann Safaris, empresa que organiza cacerías de elefantes en Botsuana, publicaba en su página web una foto del rey Juan Carlos en una de esas expediciones, en la que se encuentra junto a Jeff Rann, responsable de la empresa, ante un elefante abatido.

Periódicos, revistas, radio y televisión dedicaron importantes espacios a difundir y comentar tal acontecimiento. Las críticas se multiplicaron haciendo evidente que ya no rige el viejo principio de que la prensa no se mete en asuntos propios de la corona.

Un sector de la sociedad criticó particularmente el hecho de que don Juan Carlos anduviera dilapidando recursos (solamente el permiso de caza podría haber costado alrededor de 30.000 euros) cuando España atraviesa la crisis económica más severa en muchos años.

Otros enfocaron sus cuestionamientos hacia la flagrante contradicción del rey que por una parte participa y colabora con muchas organizaciones ecologistas y por la otra disfruta de la caza de elefantes como mero pasatiempo o actividad de entretenimiento.

No faltaron tampoco quienes subrayaron que dadas las circunstancias de que la familia real (por cierto, ¿las otras son virtuales?) enfrenta una serie de problemas internos, el momento eras el menos propicio para que el rey dejara su casa para ir de caza.

Si no fuera mala paradoja se podría decir que en esta ocasión el monarca, tan prudente en otras circunstancias, se condujo como elefante en cristalería. Prueba de que las críticas estuvieron muy bien dirigidas fue que pocos días después el rey debió pedir disculpas en la forma clásica apta para todas las edades y circunstancias: "Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir".

Sin dejar de reconocer la sensatez de las críticas anteriormente enunciadas, quisiera proponer otro cuestionamiento. Desconozco la manera en que se condujo don Juan Carlos pero existe una larga tradición que cuando los poderosos van de caza, o pesca, soportan mal la frustración por lo que sus asistentes deben tomar todos los recaudos necesarios para que el regreso jamás sea con las manos vacías.

Tal fue el caso del dictador Francisco Franco y es nada menos que Miguel Gila, quien años después se convirtiera en reconocido humorista, quien da testimonio de ello.
(…) Franco se enteró de que existía un pez de río al que llamaban lucio, del que decían que era muy bravo y difícil de pescar, y dio la orden para que en el río Tajo, a su paso por Aranjuez, se echaran millares de alevines de lucio; pero la impaciencia del Caudillo por pescar aquel pez de río, motivó que ordenara que se utilizaran lucios traídos de no sé dónde, ya de un tamaño considerable. Alguien, con el deseo de hacer feliz al Caudillo, mandó acotar el río con unas redes metálicas en unos dos kilómetros, de manera que los lucios no podían salir de aquella prisión. Y así, cuando el Caudillo iba a la pesca del lucio le aconsejaban que lo hiciera en aquel lugar.

Sacaba cantidades fabulosas.

Gila tuvo la oportunidad de experimentar la satisfacción de semejante éxito en el arte de la caña y el anzuelo. Sin embargo, pronto se aburrió. “Peliche y yo nos hicimos muy amigos de Mariano, el guarda encargado de vigilar el coto. Mariano nos avisaba el día que el Caudillo no iba de pesca y nos daba permiso para que pescáramos nosotros, pero era tal la cantidad y la facilidad con que sacábamos los lucios que llegamos a aburrirnos.” Pasaron los años y Miguel Gila se vio obligado a emigrar como tantos otros españoles. Cierto día una nota de prensa lo regresó al tema. En agosto de 1966, viviendo ya en Argentina leí una noticia publicada en España, en la que se decía que el Caudillo había pescado una ballena de veinticinco toneladas, y treinta y seis ballenas dos semanas más tarde. Me acordé de los lucios y pensé: ‘Eso es que en el Cantábrico le han hecho un coto para pescar ballenas’.”

De ninguna manera cuento con pruebas que me permitan sostener que el rey Juan Carlos se conduce en la caza con las mismas mañas que lo hiciera “el tío Paco” en la pesca, pero no puedo dejar de transcribir un artículo de prensa firmado por Ana Anabitarte y publicado en El Universal el 10 de junio.
(…) En el año 2006 (…) los medios de comunicación rusos (…) publicaron que el rey había matado a “un bondadoso y alegre oso llamado Mitrofán” que era mantenido en un centro turístico de un pueblo.
Varios diarios relataron que Mitrofán había sido encerrado en una jaula y conducido al lugar de la caza, donde “lo emborracharon con abundante vodka mezclado con miel y le obligaron a salir al campo convertido en un blanco fácil” para el monarca, que “lo abatió de un tiro”.
En España fueron dos los periódicos que se atrevieron a publicar la noticia. El Mundo fue el que la desveló. El País la desmintió citando fuentes de la Casa Real.

En fin, sin desconocer la experticia de don Juan Carlos en cuestiones de caza (que es ampliamente reconocida) la duda en este caso también queda sembrada: que si los asistentes “entregaron” al elefante, que si lo tenían atado, que si era un animal muy viejo e incapaz de defenderse, etc.
Ilustración Margarita Nava


Cabe destacar que en estos temas se cuenta con la versión “oficial” que no es posible contrastar; esto lo tenía muy claro Loqman en una de sus fábulas a la que refiere Jean-Claude Carrière.
Loqman cuenta en sus fábulas que un día un hombre se encontró a un león. Los dos entablaron una discusión sobre sus respectivos trabajos, y el león se jactó de su fuerza y su impetuosidad, que aseguraba incomparables.
En aquel momento pasaron frente a una pintura que representaba a un hombre estrangulando a un león con las manos.
El hombre se echó a reír señalando la pintura.
-Ah –dijo el animal-, si hubiese leones pintores…

En fin, tal vez sea conveniente pregonar que quienes tienen afición por actividades de caza debieran conducirse con el lema que promueve la FIFA en sus torneos: juego limpio. Y que el mismo aplicara sin restricciones o cortapisas también para los poderosos que ya sabemos cómo se las gastan.




martes, 12 de junio de 2012

Obsesión por los récords



De acuerdo con Homero Alsina Thevenet, el primer Libro Guinness de los Récords “(…) nació en 1954, como un derivado de la destilería Guinness, que fabricaba famosas cervezas y licores desde 1886. El libro surgió de una iniciativa de su gerente Hugh Beaver, como instrumento para dirimir discusio­nes en tabernas.” Y aún así todavía hay gente que afirma que nada bueno sale de las polémicas de cantinas…
Hay países que tienen una especial predilección por figurar en ese libro y según afirma Marc Lacey en un artículo de hace algunos años en el New York Times: "Si el libro Guinness alguna vez inventa una categoría para el país más obsesionado con estar en el libro Guinness, México indudablemente figuraría entre los finalistas". Es Guillermo Sheridan quien retoma el artículo citado.
En los últimos tiempos, dice el diario neoyorquino, México ha desintegrado los siguientes récords:
1. Cantidad de personas que bailaron la canción “Thriller” de Michael Jackson y se agarraron los destos simultáneamente: 12,937, en México D.F.
2. Mayor cantidad de mariachis tocando "Cielito lindo": 549, en Guadalajara.
3. Mayor número de modelos mostrando vestidos mientras caminaban por una pasarela: 81 modelos en una pasarela de 4,332 pies de largo.
4. La albóndiga más grande del mundo: 109 libras, en Cancún.
5. El pastel de queso más grande del mundo: 2 toneladas, en México D.F.
6. Mayor cantidad de personas besándose simultáneamente en el día del amor en la boca: 39,897 personas, en México D.F.
7. Taco más grande del mundo: 1,654 libras y 46 metros de largo, en Mexicali.
8. Los pantalones más grandes del mundo: 18 metros de altura, en Almoloya.
9. Mayor cantidad de piñatas reunidas: 504, en Hermosillo.
10. Torneo de futbol con más equipos del mundo: Copa Telmex, con nueve mil equipos, nacional.
11. Familia más peluda del mundo: la de Larry y Danny Ramos Gómez, que padece hipertricosis congénita generalizada, por lo que sus integrantes están cubiertos de pelo en 98 por ciento de su cuerpo.
12. Persona que más tiempo ha pasado suspendida de unos ganchos clavados en la espalda: el artista del tatuaje Jorge Castro, 17 minutos, Culiacán.
13. La torta más grande del mundo: 150 pies de largo, en México, D.F.
14. Cantidad de "toros bebés" (así dice) matados en una encerrona por un torero niño: seis toros bebés matados por el niño Michelito. (La compañía Guinness se negó a registrar el récord, pues no acepta a los que impliquen matar o lastimar animales.)
Según el Sr. Lacey, el frenesí mexicano por romper récords "obedece a su deseo de lograr un estatus de clase mundial, y a la vez a la conciencia de que en muchos aspectos está aún lejos de conseguirlo".
Asimismo, Gumaro Morones se refiere a otros récords que se encuentran en franca oposición entre sí ya que uno tiene que ver con muertes mientras el otro con nacimientos.
(…) nuestro primer lugar absoluto en el renglón de homicidios. Por cada cien mil habitantes. 46.3 asesinatos.
Este récord mundial explica tal vez la curiosa reacción de las personas de ciertas regiones de Guerrero, que al saber de la muerte de alguien no preguntan de qué murió sino quién lo mató. (…)
Claro que también está la contrapartida. No sólo nos matamos unos a otros a velocidad de competencia, sino también nos reproducimos con un frenesí semejante. De hecho, tenemos otra marca mundial: el único caso, comprobado, de octillizos nacidos vivos (cuatro niños y cuatro niñas), producidos por una compatriota de veintiún años en 1967.   

También se han batido marcas de otro tipo que procuran divulgar la ciencia, tal como lo establece el periódico Milenio del 18 de noviembre de 2011.
Observar el cielo con un telescopio es una experiencia fascinante que combina aprendizaje, asombro y reflexión, pero también una forma de despertar entre niños y jóvenes vocaciones por la ciencia, y de invitar al público a ver la Luna y las estrellas, externó José Franco López, investigador del Instituto de Astronomía (IA) de la UNAM.
Con el objetivo de atraer a las nuevas generaciones a la actividad científica, la UNAM coorganiza el Reto México 2011, ejercicio de observación astronómica colectiva, a realizarse el sábado 3 de diciembre, a partir de las 20:00 horas, de forma simultánea, en 42 plazas de 27 estados del país. (…)
El Reto México 2011 busca establecer para el país un récord Guinness del “mayor número de personas en observación del mismo objeto celeste a través de telescopio, al mismo tiempo”. Los organizadores esperan que se inscriban alrededor de cinco mil participantes.
“El récord Guinness puede parecer frívolo, pero queremos utilizar todo su glamour para impulsar la divulgación científica, emplearla como una forma de atraer al público hacia la observación astronómica”, señaló.
Por su parte Jorge G. Castañeda también alude al artículo de Lacey en el New York Times y señala que no deja de ser contradictorio que un país que en otras instancias evita la competencia esté tan preocupado por los récords Guinness. Una posible respuesta, prosigue Castañeda, es la que propone el politólogo Carlos Elizondo: “Por lo mismo que no nos gusta competir. Son récords basados en el principio de no competir. Se trata simplemente de hacer algo más grandote o con más gente (...)”
¿Será?

martes, 5 de junio de 2012

Genoveva

Ilustración Margarita Nava

Cuando niño mis mejores amigos eran los caracoles. En casa había un pequeño jardín, dominado por una enorme enredadera que cubría la pared que separaba nuestra casa de la de los vecinos. Allí habitaban mis pequeños amigos que se multiplicaban en tiempos de lluvia. 


En ocasiones los reunía en torno a una supuesta línea de partida con el propósito de presenciar una apasionante carrera que invariablemente se suspendía por la apatía de los participantes manifiesta en la lentitud de su marcha, en los descansos prolongados a puerta cerrada así como en reiterados cambios de rumbo. Buena parte de mi día transcurría en el jardín y con frecuencia terminaba totalmente embarrado; quitarme el barro de uñas, rodillas, orejas y codos no era tarea sencilla.

Aquel jardín estaba comunicado con el exterior, de tal manera que yo veía desfilar por la vereda a muy diversos personajes por la vereda. Algunos circulaban a ritmo veloz, otros de manera sumamente lenta; había quienes caminaban con la frente en alto, también pasaban quienes llevaban su mirada al piso buscando no sé qué cosas perdidas y que espero hayan encontrado. Algunas personas pasaron una sola vez, otras lo hacían con cierta frecuencia y también estaban los de diario transitar por mi vereda. Estos últimos eran mis amigos.


Entre ellos recuerdo a Raúl (el hijo de la carbonera como solía decir mi abuela), a los Di  Lucci, a los Herrera y a tantos otros cuyo paso detenían haciendo titánicos esfuerzos para entender lo que yo les decía desde mi lenguaje mal articulado y peor vocalizado.

Entre mis amigos evoco especialmente a Genoveva. Era una señora (o tal vez señorita, en aquel entonces no me fijaba en esos detalles) ya mayor, italiana, que trabajaba como empleada doméstica en una casa del barrio. La recuerdo vestida de negro con una sonrisa en la cara y cansada de tanto andar. Cuando llegaba ante el portón del jardín dejaba en el suelo las bolsas que invariablemente cargaba y se agachaba para recibir el beso que día a día yo le guardaba. Como el portón era muy bajito, estiraba sus brazos por encima y me tomaba de las manos. Ese era el momento en que manteníamos nuestro diálogo de sordos, los dos hablábamos de cosas distintas en nuestro -por diversas razones- dificultoso español. Pero total, ¿qué importaba?
Luego llegaba la hora de la despedida. Genoveva me miraba de una manera muy especial en la que seguramente se iba muy atrás en el tiempo reencontrando rostros así como situaciones que le habían dejado huella y la emocionaban, sus ojos se humedecían. Con sus manos transidas por el tiempo  y surcadas por el trabajo recogía sus bolsas e iniciaba su partida dibujando nuevamente una sonrisa en su rostro. Yo la seguía con la mirada y observaba su marcha bamboleante en la que su cuerpo se iba de un lado al otro de su vertical. Aun así andaba con ritmo y agilidad. Cuando se me perdía de vista, yo volvía a mis caracoles.
Una vez que Genoveva emprendía el camino ya no miraba para atrás. Sólo una vez lo hizo saludando con su mano en alto. Al otro día, ya no volvió. Ni al otro. La extrañé mucho.
Muchos años después reapareció en una oportunidad en que fue al estudio de mi padre a consultarlo por un problema jurídico que tenía con sus vecinos.
Fueron pocas veces -demasiado pocas- las que nos volvimos a ver, ya estaba muy viejita. La iba a visitar a un modesto rancho que se había construido, vaya uno a saber con cuánto sacrificio, en la ciudad de La Paz. Con los reencuentros ambos nos emocionábamos, ella lo demostraba y yo evaporaba mis lágrimas por el estúpido miedo a la cursilería propio de mis 17 años. Ya casi no caminaba, su rostro seguía teniendo la dulzura y la paz que jamás perdería.
Tiempo después, un escribano llamó a mi padre para comentarle acerca de la muerte de Genoveva. Me había legado su pequeña vivienda de la ciudad de La Paz. El escribano se apresuró a aclarar que no me hiciera ilusiones, que se iba a sacar poco dinero por el inmueble y era lo único que dejaba. Pobre escribano, ¡no entendió nada!
Con lo obtenido por la venta de aquella casa compré una motoneta usada que fue mi compañera durante algunos años.
Todo lo demás que me dejó Genoveva espero llevarlo puesto.