jueves, 27 de marzo de 2014

El Ángel de la Independencia


La Columna de la Independencia constituye uno de los grandes símbolos de la nación. Se encuentra localizada en una de las principales glorietas del hermoso Paseo de la Reforma de la Ciudad de México y su cara principal está orientada hacia el centro de la ciudad.

El famoso arquitecto Antonio Rivas Mercado fue el autor del proyecto, el ingeniero Roberto Gayol realizó y dirigió la obra y el artista italiano Enrique Alciati se encargó de los grupos escultóricos.

Según lo atestiguan algunas fuentes, la difícil cimentación de esta obra requirió del hincado de 5000 pilotes de madera así como algunos de concreto y estuvo a cargo de un grupo de técnicos mexicanos encabezados por los ingenieros Gonzalo Garita y Miguel Gorozpe.

La primera piedra se puso una vez concluida la cimentación el día 2 de enero de 1902 en una ceremonia encabezada por el general Porfirio Díaz, según crónica de época que recoge Paco Ignacio Taibo I


Don Porfirio era hombre que pensaba en el mañana, por eso llevó a cabo toda una representación a beneficio del futuro. El día 2 jueves, de enero de este año de 1902, tomó una pala de albañil construida en plata, removió una cubeta, también de plata, en la que había una pasta de cemento y metió en un agujero abierto en una piedra, un cofre.
Sobre esta piedra y este cofre, recubierto por el cemento se elevaría el monumento rematado por un ángel dorado que ya forma parte de los símbolos de la ciudad.
Dentro del cofre quedaba bien guardado todo esto:
Un retrato firmado de don Porfirio.
Una copia del título profesional de don Antonio Rivas Mercado, autor del monumento.
Unas monedas de plata.
Y un ejemplar de los siguientes periódicos: El Imparcial, El tiempo, Mexican Herald, El mundo ilustrado.
Cuando todo esto, con el cofre, fue cubierto por otras piedras, el poeta Juan de Dios Peza, recitó una de sus obras. Después la música comenzó a sonar.


La obra continuó por varios años terminándose la base, el zócalo y el pedestal para enero de 1906. Pero un tiempo después de iniciada la construcción de la columna, y cuando ya se habían colocado más de 2400 piedras de cantera, el gran peso no fue soportado por la cimentación original por lo que la columna empezó a perder la verticalidad por hundimiento del cimiento. Según Héctor de Mauleón

Las malas noticias aparecieron en diciembre de 1906, cuando Rivas Mercado descubrió que el monumento, que tenía ya una altura de 20.5 metros, tenía también una inclinación de dos grados. Desesperado, Rivas Mercado decidió derribarlo: echar por tierra cuatro años de trabajo intenso. La demolición tomó varios meses. Fue terminada el 19 de julio de 1907.

Concluida la demolición, recomenzó la obra.

Finalmente, el monumento fue inaugurado por Porfirio Díaz el 16 de septiembre de 1910, con motivo del Centenario de la Independencia. Difícil saber con precisión el costo total de la obra, sin embargo Xavier Guzmán Urbiola realiza algunos cálculos al respecto.

La Columna de la Independencia, que proyectó el arquitecto Antonio Rivas Mercado, costó, según diversas fuentes de la época y de estudiosos contemporáneos, 2 millones 150 mil pesos. (…) Esta cifra incluye el corte y montaje de la cantera entre 1902 y 1906, el desmontaje que debió hacerse de la misma en 1906, su cimentación, la estructura de concreto (pionera en aquel momento, con unas varillas descomunales), los trabajos de cantería que forran la estructura, los mármoles, la obra artística importada, el vaciado de la Victoria Alada (popularmente conocido como El Ángel) que remata el monumento, el resto de las esculturas artísticas (bronces y mármoles), la cubierta de oro de hoja de 24 kilates, 6% del costo de la obra que se le pagó al arquitecto por el proyecto y dirección, y hasta el año que permaneció en París seleccionando y supervisando las esculturas. Para que esta cifra diga algo es necesario recordar que la “raya” de un peón adulto, o de un artesano urbano, como los operarios que trabajaron ahí, era de 2 reales o 25 centavos por “una jornada laboral”. (…) Eso quiere decir que un peón ganaba a la semana 1.25, y 5 pesos al mes. Las “rayas” de los peones urbanos y rurales eran similares. No importa aquí que en las fronteras del México porfiriano, o por desarrollar trabajos riesgosos, las retribuciones llegaran a 30 y hasta 50 centavos, o que en ciertas zonas rurales, en cambio, fueran tan bajos como 18 centavos. Sí es importante tener presente que esas “rayas” eran sólo una parte de la retribución que un peón recibía, pues en el campo o la ciudad éstas se completaban con diversas prestaciones paternalistas.

Originalmente el proyecto constaba de 9 escalones para ascender a la base del monumento, pero debido al hundimiento permanente del entorno que le rodea y al sistema de pilotes de punta que lo sostienen, a la fecha sobresale más de 3 metros del nivel actual del suelo y ha sido necesario agregarle 14 escalones más. La columna en sí mide 36 metros de altura y una vez sumada la altura del grupo escultórico que la corona, alcanza en total 45 metros.

La escultura que se encuentra en la cúspide de la columna y que conocemos como el Ángel de la Independencia, representa la Victoria Alada y es obra del escultor italiano Enrique Alciati. Es de bronce con recubrimiento de oro (aunque como veremos sobre esto existen algunas sospechas), mide 6.7 metros de altura y pesa 7 toneladas. En una mano sostiene la corona de laurel símbolo de la victoria y en la otra una cadena con eslabones rotos que da por terminada la etapa de dominio español.

Durante mucho tiempo se creyó que alguna de las hijas del Arq. Antonio Rivas Mercado había servido como modelo para la estatua del Ángel. En realidad no fue tan así. Una hija de Rivas Mercado, Alicia, posó para adornar el medallón central que aparece en una de las puertas de bronce de la entrada al mausoleo. El rostro de Alicia bellamente trabajado, simboliza a la República Mexicana. La otra hija de Rivas Mercado, llamada Antonieta y nacida en 1900, tampoco fue modelo de la estatua del Ángel siendo una niña en 1908-1910 en que se construyó la escultura.

Diversos autores, entre ellos el historiador Carlos Martínez Assad, sostienen que  en realidad Ernesta Robles, una costurera de 23 años procedente del Estado de México (y que mucho gustaba del baile de salón) fue quién posó para la escultura del Ángel (La Victoria Alada). Pero cabe aclarar que solamente modeló con su rostro y sus piernas dado que lucir el torso desnudo no era bien visto por aquellos entonces (parecería que una joven llamada María completó el modelo al posar de la cintura al cuello). El padre de Ernesta había muerto por lo que ella tenía que ayudar a su madre, a sus cuatro hermanos y a sus dos hijos. Tres pesos diarios, constituían una buena paga y al fin que nadie se enteraría. Esta información está basada en un artículo publicado por el diario "La Prensa" del 14 de septiembre de 1957, cuando la otrora modelo tenía 77 años de edad y respaldaba sus afirmaciones mediante fotos y recortes de periódicos de la época.
Como es ampliamente sabido el Ángel de la Independencia cayó a tierra durante el sismo que superó los 7 grados en la escala Richter en la madrugada del 28 de julio de 1957. Según Marcelo Yarza ello permitió develar una singular historia de amor.
El primero que se percató de lo que había pasado fue Jaime Contreras, un obrero que se había quedado trabajando hasta tarde, pues así le exigía el horario de su turno. Ni él ni quienes se acercaron después dieron crédito a lo que sus ojos observaban. El Ángel de la Independencia se había derrumbado, haciéndose pedazos al caer contra el suelo. Un doctor que regresaba a su casa de la mano de su esposa, narró al día siguiente los hechos que sus ojos vieron a lo lejos: la estatua de bronce se despegó de la torre, golpeó la parte de piedra, destrozó el barandal y voló sin control hasta el piso. Por la mañana, un artículo de La Prensa describió los hechos de forma exacta: "Los bloques de bronce brillaban sobre el pasto, y aún en el pavimento, lucían esplendorosos a la vista de los fanales de los autos que se detenían en los contornos".
El médico no se acercó hasta el lugar en el que cayó la estatua, como sí hizo Jaime Contreras. Por eso no se enteró que, junto a las piezas destrozadas de la cabeza del ángel dorado, yacía un trozo de papel viejo y carcomido por el tiempo. Una carta que habría de convertirse en rumor. Ante la mirada sorprendida de quienes se acercaban temerosos, el obrero levantó el trozo de papel y con sumo cuidado lo desdobló. Imposible para él descifrar el contenido -Jaime Contreras no sabía leer-, pasó la hoja a un señor que había llegado hasta su lado. El hombre leyó en silencio las palabras deslavadas por el tiempo y sentenció: "Es una carta de amor".
Hacía muchos años, después de que el escultor terminara el boceto y después también de que el molde fuera acabado, el fundidor del Ángel de la Independencia había decidido meter en la cabeza de la inmensa estatua la carta que no se atrevió a darle a su amada, quien días antes lo había abandonado. Hubo de temblar en la ciudad, de caerse decenas de construcciones y de morir más de sesenta personas, para que la mujer, cuyo rostro cruzaban ya las arrugas de la vida, conociera las últimas palabras que le dedicara su más famoso enamorado. Hay quienes incluso dicen que la pareja, después de que el contenido de la carta se hiciera público, se reencontró.

El Ángel de la Independencia tuvo que ser reconstruido por un grupo de técnicos encabezados por el escultor José María Fernández Urbina. Este trabajo tardó más de un año en concluirse y la columna permaneció sin su colosal complemento  hasta el 16 de septiembre de 1958 en que fue reinaugurada. Será nada menos que David Alfaro Siqueiros quien despierte algunas dudas respecto a esta labor de restauración.
(...) el Chamaco Urbina. Así le llamábamos en la escuela de Bellas Artes a José María Fernández Urbina. Caricaturista y escultor de gran talento, pero que en mi concepto se perdió mucho para el arte por su extraordinaria capacidad de chacharero. Como se sabe, Fernández Urbina reparó el Ángel de la Independencia. (...)
Todavía en 1929-30, época en que me vi obligado a esconderme de la policía en el pequeño taller de escultura de Fernández Urbina, este Chamaco continuaba, superadísimamente, ejercitando su genio de cambista de chácharas y creo que es así como hizo su fortuna. Alguien me cuenta que llegó a cambiar un par de patines viejos por un pequeño automóvil. Y una llave de tuercas por una perforadora de petróleo. Hace combinaciones, escribe, maniobra. Y ojalá al hacer la reparación del Ángel de la Independencia no le haya sustituido ya la chapa de oro, por alguna liga metálica más deslumbrante que la primitiva de metal fino. Mucho me temo que eso se vaya a descubrir algún día.

Con este comentario como al pasar, Siqueiros dejó sembrada la duda respecto a si el Ángel de la Independencia mantiene su integridad original o pudo haber sido objeto de alguna ligera, o no tan ligera, transformación.
Ojalá permanezca en su sitio aunque nos quedemos con la duda.

martes, 25 de marzo de 2014

La solitaria y la literatura


Mucho antes que hiciera su aparición el concepto de propaganda, y ni se diga el de marketing, era usual que quienes desempeñaban diferentes oficios presumieran sus logros a efectos de que no les faltara clientela. Fue así como barberos, zapateros, pintores, carpinteros, herreros…, recurrían a su creatividad.

En ese entorno se presentaron situaciones peculiares como la de aquellos boticarios que en las vidrieras de sus negocios exponían parásitos de considerables dimensiones que, gracias a sus buenas artes y oficios, habían ayudado a expulsar a sus atribulados clientes. Es Ramón Gómez de la Serna quien profundiza en el tema.

Desde pequeños vemos en ese escaparate de botica, y en ese otro, y en ese otro, unas solitarias y unas tenias conservadas como se conserva el búcaro con un ramo de flores de papel y talco de oro bajo el fanal alargado que hay sobre las consolas o las cómodas.
¿De qué personaje fueron esas solitarias y esas tenias para merecer esa consideración especial? Muchas veces he creído ver en ellas una cosa más de Napoleón o de Cervantes. (…)
Esos farmacéuticos que conservan esas solitarias o tenias saben el secreto de quiénes son. ¿Quizás son de sus abuelos? ¿Quizás son una “manda” que les dejó su digno antepasado recordando que eran boticarios? “A Aniceto para que venda más píldoras extirpadoras, este cariñoso recuerdo de su pariente”, ponía en el testamento. (…)
Los boticarios que exhiben esas estupendas solitarias o tenias de un metraje considerable las cuidan como si fuesen un legado de museo.
Quizás la enferma que las lanzó al mundo dejó una pensión para conservación de la solitaria o la tenia (…) Desde luego esas tenias que figuran en los escaparates de farmacia, y de las que murió ya su padre humano, son como el espectro del muerto, son como almas sin “ser” ya, sin “individuo” ya. ¡Quién le iba a decir a don Atanasio que le iba a representar en la vida sólo su tenia!...

Pero no se caiga en el error de suponer que las solitarias únicamente han servido como muestra de boticarios; también han prestado un servicio de consideración a la literatura. Ejemplo de ello es la respuesta que ofrece Mario Vargas Llosa a un joven escritor que le consulta acerca de las exigencias del oficio (y por medio de la que nos permite conocer la existencia de procedimientos alternativos a los que recurrían algunas damas decimonónicas para conservar o recobrar la silueta).

Su decisión de asumir su afición por la literatura como un destino, debe ahora convertirse en servidumbre, en nada menos que esclavitud. Para explicarlo de una manera gráfica, le diré que acaba usted de hacer algo que, por lo visto, hacían en el siglo diecinueve algunas damas espantadas con el grosor de su cuerpo, que, a fin de recobrar una silueta de sílfide, se tragaban una solitaria. ¿Ha tenido usted ocasión de ver a alguien que lleva en sus entrañas ese horrendo parásito? Yo sí, y puedo asegurarle que aquellas damas eran unas heroínas, unas mártires de la belleza.

Pero claro que no siempre este asunto de la solitaria es voluntario; prosigue Vargas Llosa.

A comienzos de los años sesenta, en París, yo tenía un magnífico amigo, José María, un muchacho español, pintor y cineasta, que padeció esa enfermedad. Una vez que la solitaria se instala en un organismo se consubstancia con él, se alimenta de él, crece y se fortalece a expensas de él, y es dificilísimo expulsarla de ese cuerpo del que medra y al que tiene colonizado. José María enflaquecía a pesar de que debía comer y beber líquidos (leche, sobre todo) constantemente, para aplacar la ansiedad del animal aposentado en sus entrañas, pues, si no, su malestar se volvía insoportable. Pero, todo lo que comía y bebía no era para su gusto y placer, sino para los de la solitaria. Un día, que estábamos conversando en un pequeño bistrot de Montparnasse, me sorprendió con esta confesión: “Nosotros hacemos tantas cosas juntos. Vamos al cine, a exposiciones, a recorrer librerías, y discutimos horas de horas sobre política, libros, películas, amigos comunes. Y tú crees que yo estoy haciendo esas cosas como las haces tú, porque te divierte hacerlas. Pero, te equivocas. Yo las hago para ella, la solitaria. Esa es la impresión que tengo: que todo en mi vida, ahora, no lo vivo para mí, sino para ese ser que llevo adentro, del que ya no soy más que un sirviente”.

Y cuando todo conduce a pensar que seducido por el tema de la solitaria Vargas Llosa ha olvidado la consulta de su joven colega, llega el momento de sintetizar su respuesta.

Desde entonces, me gusta comparar la situación del escritor con la de mi amigo José María cuando tenía adentro la solitaria. La vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas (de sus dichosas víctimas) unos esclavos. Como mi amigo de París, la literatura pasa a ser una actividad permanente, algo que ocupa la existencia, que desborda las horas que uno dedica a escribir, e impregna todos los demás quehaceres y ocupaciones, pues la vocación literaria se alimenta de la vida del escritor ni más ni menos que la longínea solitaria de los cuerpos que invade. Flaubert decía: “Escribir es una manera de vivir”. En otras palabras, quien ha hecho suya esta hermosa y absorbente vocación, no escribe para vivir, vive para escribir.

No cabe duda que algunos críticos sugerirían a más de un literato recurrir a las antiguas pócimas de los boticarios para expulsar a la solitaria que los habita y, junto con ella, a su afición por la escritura.

jueves, 20 de marzo de 2014

Entre el pato Donald y las pantuflas voladoras


El pato Donald es un reconocido personaje creado por Walt Disney que comienza sus muchas andanzas en la década de los treinta del siglo pasado. No sólo ocupó un importante espacio en el mundo del espectáculo y la diversión sino que también se constituyó en tema de estudio como el realizado por Ariel Dorfman y Armand Mattelart con el título Para leer al pato Donald. Muchos adultos de hoy recuerdan las vicisitudes que recorrieron durante su infancia junto al célebre pato y su familia. Tal es el caso de Enrique Calderón Alzati.

Una de las cosas que recuerdo con nitidez de mis primeros años de vida es la lectura que cada sábado podía hacer de una simpática revista infantil que creo se llamaba Las aventuras del pato Donald. Era mi cómic favorito y recuerdo que me llamaba particularmente la atención la capacidad de diversificación con que Donald participaba en aquellas aventuras; así, mientras que algunas veces capitaneaba un barco mercante o un submarino, en otras era administrador de una mina de diamantes en África, explorador en las regiones polares o detective en América del Sur. En general su habilidad para meterse en problemas era bastante significativa, pero gracias a sus sobrinos Hugo, Paco y Luis lograba salir razonablemente bien librado en sus andanzas financiadas casi siempre por el legendario Rico Mac Pato, jefe indiscutible del clan.

Contrariamente a lo que pudiera suponerse, el pato Donald no queda limitado al mundo de la infancia. Calderón Alzati se ha reencontrado con él en diferentes momentos en su vida de adulto.

Se trataba desde luego de fantasías divertidas, que poco tenían que ver con la realidad, según pensaba entonces; años después, mi experiencia en el gobierno federal me hizo ver que estaba equivocado: las instituciones gubernamentales estaban llenas de patos Donald, pero sin sobrinos. Recuerdo por ejemplo el caso de alguien que luego de ser gerente en una paraestatal que fabricaba pantalones de mezclilla, había sido director de un reclusorio y luego director de política informática del gobierno federal, no obstante que tenía dificultades serias para distinguir una impresora de un disco magnético. Después supe que le habían dado un nuevo cargo en la dirección de economía agrícola en la Secretaría de Agricultura.

Estos servidores públicos de vasta trayectoria en funciones tan diversas se hacen presentes en muy diversas latitudes, pareciera ser una constante en la gestión gubernamental. Gilles Chatêlet los identifica como “los pantuflas voladoras, esos mandamases en tránsito permanente entre un sillón de dirección y otro”.

Y tal como están las cosas no cabe duda que muchos son los Donald y pocos los sobrinos reparadores de estropicios.

La conclusión de Enrique Calderón Alzati es contundente. “Vistas así las cosas, Walt Disney adquiría la dimensión de un profeta visionario del mundo moderno.”

martes, 18 de marzo de 2014

Las cantinas

Entre los sitios más característicos de la ciudad de México están las cantinas, reinos del trago y lugar de encuentro de clientelas más o menos nutridas que concurren a socializar alegrías así como a olvidar dolores. Esto último no es tan sencillo pues al decir de Oscar Wilde se toma para ahogar las penas, pero las malditas flotan… O como, con ligeras variaciones, lo señalara Frida Kahlo: “bebo para ahogar mis penas, pero las jodidas han aprendido a nadar”.
 
Arturo Soberón Mora clasifica la bebida en: ritual (pulque), patriótica (tequila) y democrática (cerveza). En las cantinas el pulque tiene el acceso prohibido en el entendido de que para los aficionados a esa bebida existen lugares especializados y también por razones socioeconómicas dado que son clientelas de distinto nivel social. Cuando algún desorientado consumidor de pulque llega a una cantina no le queda otra más que consumir colas, a las que se refiere Francisco Padrón
 

Por colas entienden los cantineros, la mezcla de todo lo que va sobrando de cada copa o vaso de bebidas, consumidas incompletamente. Dichas colas se venden en las cantinas de ínfima categoría. En ellas se pueden identificar lo mismo restos de mezcal y de tequila, como de cerveza; vestigios de cognac y de whiskey, así como “sobrinas” de refrescos embotellados y aguas minerales. Las colas, tratándose de bebidas, equivalen al crioque y a la escamocha, cuando de alimentos se trata.
 

En la cantina se comparte con los cuates mientras se juega al dominó, se discute de política, se abordan temas propios de la tertulia o –costumbre más reciente- se ve algún partido de fútbol en televisión de pantalla grande. Esto último ha generado resistencias como la que enuncia Fabrizio Mejía Madrid. “Con esta necedad de ir a ver la televisión a un lugar diseñado para beber, comienza el vía crucis por encontrar un bar con mesas desocupadas, televisores de pantalla grande y borrachos interesados en el partido. Esas tres condiciones rara vez se cumplen. El asunto es tratar de hacer compatible la cantina con una idea ajena a ella: ver la tele.”

 
Los secretos (no tan secretos) de una buena cantina tienen que ver con el ambiente, la calidad en el servicio de los tragos y el tipo de botana. Muchas veces los alimentos que se sirven son gratuitos lo que constituye un gesto de falsa generosidad ya que según José N. Iturriaga: “No debemos acreditar a la generosidad de los barman o de los capitanes restoranteros la botana picante por cuenta de la casa. Ellos saben que no es un gasto, sino una inversión.” Se trata de un regalo que trae segunda intención: lo picoso invita a consumir más bebida.

 
Las cantinas suelen tener una barra o mostrador de tamaño considerable –con frecuencia de nogal- para que se instalen los clientes de paso que vienen a tomarse una sola así como aquellos que suelen andar solos. Al respecto dice Delfino Gallo que el espejo detrás de la barra cumple con el propósito de que los parroquianos se sientan siempre acompañados, tanto en sus momentos de tristeza como de euforia. Las cantinas no dejan de ser lugar de confidencias, infidencias y también de atención terapéutica; ejemplo de ello lo proporciona Francisco Vega Frías.

 
Rosario Terrazas, nació en Mocorito, Sinaloa, en 1912. [...]
De donde más anécdotas salieron fue de la cantina, porque platicaba las mentiras que hacían reír a los parroquianos.
Todos sabemos que el cantinero es el confesor de los ebrios. Un día uno de los beodos, se encontraba en la etapa de la nostalgia, entre hipos y sollozos; le preguntó Chayo: “¿por qué llora, compita?”
-Es que un tal por cual se llevó a mi vieja.
“¿Lo conoce? ¿Sabe dónde encontrarlo? Le voy a dar 500 pesos; búsquelo, dígale que venga por la mía. Usted ya ganó de cuete”.
La terapia surtió efecto; el borracho se tornó alegre con las demás palabras con que le siguió adornando la conversación el confesor.


Para algunos el ambiente cantinero se vuelve adicción y ocasiona problemas de consideración cuando existe la imposibilidad de hacerse presente. Y tal vez por aquello de que si Mahoma no va a la montaña…, se han dado casos sorprendentes. Comenta Renato Leduc, citado por José Ramón Garmabella, que en Gante 8 había una cantina, en donde se reunían los sonorenses, que era atendida por un canario llamado Antonio.
 

(...) cuando Abelardo Rodríguez era presidente, un día al mes los mandaba a buscar para llevarlos al Palacio de Chapultepec en uno de cuyos salones se reunían con el Primer Mandatario y revivían el ambiente de la cantina, pues no sólo acondicionaban el lugar sino que a cada quien le servían el trago de su preferencia y a los que gustaban del juego les proporcionaban el dominó y los dados del cubilete.

 
Las cantinas tradicionales tienen una clientela asegurada a la que poca gracia le hace la visita de fuereños y turistas (que llegan orientados por el mismo guía que los conduce a los museos); ejemplo de ello es el de “La Ópera” en la calle de 5 de Mayo. Es por ello que la condición ideal de una cantina consiste en ser tradicional pero no estar de moda. Por el contrario, a las nuevas cantinas les cuesta hacerse de clientela y tienen que desplegar una lista interminable de ofertas que le permitan pescar clientes y que incluyen la hora feliz del 2 x 1. Al respecto afirma José Joaquín Blanco: “Las verdaderas cantinas se arraigan en lugares céntricos y tradicionales: se diría que una cantina nueva es el negocio más difícil de establecer y prestigiar, es como una iglesia -o ya existía con la fuerza de su antigüedad, o se queda en tendajón transitorio-.”

 
El cierre de una cantina produce enorme tristeza entre los muchos deudos y solo es resarcible con la reinauguración de la misma. Nikito Nipongo narra su experiencia al respecto cuando el 20 de mayo de 1985 se reinauguró, con el padrinazgo de Renato Leduc, la cantina La Reforma en la calle de Bucareli.

 
En una de las paredes blancas de la taberna restaurada colocan la amplificación de una foto de (Vicente) Ortega Colunga acompañado por María Félix, de hace muchos años.
-Esa foto (recuerda Leduc) me la mostró Vicente y me dijo: “Es una chava que me encontré por ahí. Una aventurita...”
(...) en el interior de La Reforma, don Agustín Flores Pencina, sacerdote traído de Monterrey, con ropas talares lee un fervorín en que recuerda a Jesús en las bodas de Canaán, cuando convirtió el agua en vino.
Aplausos.
Después el cura, de anteojos y rostro sonriente, procede a recorrer su derredor asperjando agua bendita, tras de prevenir a los concurrentes: “No dejen que les caiga una gota, porque se queman.”
Más risas.

 
¿Cómo no entender el júbilo de estos parroquianos? Si es por todos sabido que tener cantina de referencia y cantinero de confianza siempre será cuestión de mucho agradecer.

jueves, 13 de marzo de 2014

Sospechas en el estadio


Cada cuatro años revive la pasión futbolística en ocasión de celebrarse el Campeonato Mundial. Previo al inicio del torneo las apuestas se inclinan hacia los grandes favoritos. Sin embargo siempre se presentan sorpresas, resultados inesperados aún entre los más reconocidos comentaristas deportivos.

 
Algo así sucedió con el equipo de Corea del Norte en el Mundial de Inglaterra en 1966 y ello lo rememora Luciano Wernicke.


Corea del Norte -que hasta Sudáfrica no volvió a jugar la fase final de una Copa- logró el segundo puesto en el grupo 4 y la clasificación para cuartos de final gracias a un empate a uno con Chile y un histórico triunfo sobre Italia 1-0,  con un gol conseguido por Doo Ik Pak, un menudo dentista del ejército. La histórica victoria, que tuvo lugar el 19 de julio en el estadio Ayresome Park de Middlesbrough, es considerada por muchos periodistas como la mayor sorpresa de todos los mundiales. Los italianos, con figuras como Sandro Mazzola, Gianni Rivera y Giacinto Facchetti, no le encontraron la vuelta a sus rivales asiáticos que jugaron más de la mitad del encuentro con un hombre de más por la lesión de Giacomo Bulgarelli a los 35 del primer tiempo. Todos los intentos «azzurri» murieron en las manos de Li Chan Myong, el arquero más joven de la historia de los mundiales de solamente 19 años. La clasificación coreana para octavos de final sorprendió hasta a los mismísimos orientales, que habían sacado prematuramente los pasajes para regresar a casa la noche del juego con Italia. El imprevisto éxito obligó a la delegación asiática a trasladarse a Liverpool para enfrentar a Portugal, y como allí no había ningún hotel disponible para todos los deportistas y el cuerpo técnico, los coreanos terminaron alojados en una iglesia protestante: la mayoría de los jugadores durmió la noche previa al partido sobre los bancos del templo. El 23 de julio, en Goodison Park, los orientales volvieron a asombrar al mundo al marcar tres goles en solamente 25 minutos. Pero los lusitanos se recuperaron y, encabezados por el delantero Eusebio, autor de cuatro goles, se impusieron finalmente 5 a 3.


Lo que más llamaba la atención en aquel conjunto coreano era la increíble condición física de sus jugadores, que parecían incansables a pesar del enorme despliegue físico que realizaban en el campo de juego. Los quince minutos del descanso parecían rendirles mucho más que a los otros equipos dado que sus jugadores regresaban al segundo tiempo como nuevos. Continúa Wernicke
 

Poco hábiles con el balón, los coreanos se caracterizaban por su notable rendimiento físico que les permitía correr sin parar los noventa minutos. Tal vez por envidia, quizá por ignorancia, el sorpresivo desempeño de los orientales fue puesto en tela de juicio por gran parte de las delegaciones y periodistas de Europa y América que llegaron al Reino Unido. El éxito deportivo caminó de la mano de un rumor, nunca comprobado, que señalaba que los coreanos, aprovechándose de que su aspecto es similar ante los ojos occidentales cambiaban casi todo el equipo durante el entretiempo.     

 
¿Sospechas infundadas desde el estereotipo que limitaba a priori las capacidades de aquel conjunto no favorito?  ¿Cambio de diez jugadores –todos menos el buen portero- a mitad de partido aprovechando la dificultad para diferenciar a aquellos jugadores?

martes, 11 de marzo de 2014

El modelo de negocios de Tocumbo


Se posesionaron del mercado de las paletas desde mucho antes que se inventara el concepto de franquicia. Difícil saber cuántos establecimientos existen con esta denominación; Sam Quinones hace un cálculo al respecto. “Nadie sabe cuántas paleterías La Michoacana hay en la nación. Algunos calculan alrededor de diez mil. Un estudio estimó que había entre ocho y quince mil. Casi todas las plazas de todos los pueblos de México tienen por lo menos una Michoacana.”  Quinones localiza el origen del negocio.


La historia de cómo sucedió eso es una de las grandes aventuras épicas de los negocios modernos mexicanos. (...)
La gente de Tocumbo fundó y expandió la paletería “La Michoacana”. La Michoacana se convirtió en un modelo de negocio; una mezcla entre una franquicia y un negocio familiar sin ser técnicamente ninguno de los dos. Construida con base en dos grandes ventajas comparativas mexicanas (fruta barata y deliciosa y trabajo duro) el modelo de La Michoacana demostró ser lo suficientemente adaptable como para permitir a rancheros analfabetas competir con compañías de helados transnacionales y hacerse ricos en el proceso.
 
La bonanza del emprendimiento permitió que la migración de Tocumbo fuera muy diferente a la del resto de la región; continúa Quinones

 
En el norte de Michoacán, donde la economía depende del dólar, la inmigración es una tradición y la gente de cientos de pueblos pasa más tiempo en Estados Unidos que en México. Tocumbo es un lugar extraño. Es un pueblo donde prácticamente nadie trabaja en Estados Unidos. Cuando la gente de Tocumbo visita Estados Unidos, va como turista. Al igual que los pueblos de inmigrantes de cientos de kilómetros a la redonda, Tocumbo está vacío la mayor parte del año, pero al contrario de esos pueblos, su gente está distribuida por México (en Mérida, Monclova, Mazatlán) trabajando en paleterías.
 
Con el éxito económico no llegó el olvido de sus raíces sino que por el contrario –señala Quinones- contribuyeron a mejorar las condiciones de vida en su lugar de origen.
 

Tocumbo no se parece a ningún otro pueblo mexicano. (...) El pueblo tiene servicios con los que la mayoría de los pueblos mexicanos sólo pueden soñar. (...) En el centro del pueblo está la joya de la corona de Tocumbo: la iglesia del Sagrado Corazón, diseñada por Pedro Ramírez Vázquez, el mismo arquitecto que diseñó la basílica de Guadalupe en la ciudad de México y el Estadio Azteca, el estadio de futbol más grande del país.
El pequeño y aislado Tocumbo es “el pueblo más rico de México”, dice Luis González y González.  (...)
Durante los setenta, conforme mejoró el nivel de vida de los paleteros, empezaron a invertir en su pueblo. En esos años se renovó la plaza y se pavimentaron las primeras calles. Al igual que el financiamiento de sus paleterías, los tocumbeños mantuvieron sus proyectos de mejoría citadina entre ellos. Cada proyecto estaba auspiciado por donativos de paleteros, raramente con alguna ayuda gubernamental. La Feria de la Paleta surgió en 1987 como una manera de juntar dinero para la iglesia, que fue terminada en 1991.
 
Seguramente, y en contra de lo que sugieren muchos manuales de negocios, buena parte del florecimiento de tamaña empresa paletera estuvo en conservar su origen artesanal. Al respecto concluye Sam Quinones

 
Conforme se desarrollaba, la Michoacana se convirtió en la versión heladera de la artesanía mexicana. En la parte de atrás de cada tienda se hacían los helados. (...) Sin embargo, como eran rancheros muy independientes, cada quien manejaba su negocio a su manera. Entonces La Michoacana no se convirtió en una gran empresa. (...) Todo esto demostró ser la gran fuerza de La Michoacana. Su método de producción mantenía los costos más bajos del mercado. Hacer el helado y las paletas en el mismo lugar de venta y según se fueran necesitando aseguraba la frescura. Además La Michoacana no necesitaba flotas grandes y caras de camiones refrigeradores que llevaran la mercancía de una fábrica a lugares alejados. Así, los paleteros podían vender su producto a un precio mucho menor que el de las grandes corporaciones, adquiriendo así la lealtad del vasto mercado del helado de las clases trabajadoras, que valoraban el precio por encima de todo.
 
Y finalmente no es posible dejar de aludir a las muchas historias de amor que, a lo largo y ancho del país, tuvieron como punto de partida unas paletas de La Michoacana antes de ir a sentarse en un banco o de dar la vuelta a la plaza.

jueves, 6 de marzo de 2014

"Así hablaba Zaratustra" en la Revolución Mexicana




La complejidad de ciertos libros los vuelve de difícil lectura y no sería de extrañar que muchos de los que opinan sobre ellos ni siquiera los hayan leído. Uno de estos casos es el de Así hablaba Zaratustra de Federico Nietzsche que no fue aceptado por ningún editor y respecto al cual el propio autor reconocía la aridez de su lectura. En relación a ello señala Noel Clarasó


Lo editó el mismo Nietzsche, en una muy limitada edición. Ofrecía después los ejemplares a sus amigos a condición de que se comprometieran a leer el libro. Y sólo siete se comprometieron. Después de esto, en alabanza a la buena amistad de uno de sus incondicionales, decía Nietzsche:
-Es tan amigo mío, que ni la lectura de Así hablaba Zaratustra ha conseguido alejarle de mí.
 

Por su parte Renato Leduc -citado por José Ramón Garmabella- narra lo que le sucedió en tiempos de la Revolución.
 

Una vez, cuando contaba con unos 15 años de edad, compré el libro de Federico Nietzsche titulado Así hablaba Zaratustra para leerlo en el tren que me llevaría a Chihuahua. Como es lógico suponer, yo a esa edad no sabía quién carajos era el tal Nietzsche, pero como el título de su obra me era atrayente, de manera es que la adquirí con el firme propósito de leerla.
Total, que la comencé a leer y como no entendía una chingada, al llegar a Chihuahua dejé sobre la cama del hotel el libro y no me volví a ocupar de él. Sin embargo, a los pocos días, llegaron a visitarme un telegrafista amigo mío llamado Tomás Campos y el afamado general villista Pablito Seáñez, cuya fama se debió entre otras cosas a que fue muy amigo de John Reed; Pablito se sentó en la cama y al ver el libro aquel me preguntó:
—Oye, ¿y quién era este Zaratustra?...
Le respondí:
—Pues un cabrón que así hablaba...
Y le regalé el libro con la esperanza de que él sí lo entendiera...

Por cierto que Seáñez (o Siañez, según otras fuentes) llegó al final de su vida por lo que suele identificarse como cuestiones de momento. Afirma Nellie Campobello: “Aseguran que se disgustó con el general Villa, que se manoteó con él y que Pablo insultó al general, se hicieron de palabras y, en la discusión, sacaron las pistolas; la más rápida, como hasta entonces –de otro modo no hubiera sido el jefe-, fue la del general Villa.”

Lo que ya no sabemos es si finalmente el general Seáñez tuvo tiempo de hincarle el diente a Así hablaba Zaratustra o si la historia de aquel libro siguió en la calesita de los obsequios.


martes, 4 de marzo de 2014

Abrigando esperanzas


Hay recuerdos de la niñez que nos llegan con vaguedad, como pequeñas islas rescatadas desde el gran mar del olvido. Otros se presentan con mucha nitidez y vienen acompañados de voces amorosas que han quedado grabadas en las profundidades del corazón.

Esto le acontecía a Germán Dehesa al evocar el rito de despedida que tenía lugar durante su niñez cada vez que salía rumbo a la escuela.

En términos económicos, mi infancia fue más pobre que rica; pero por el lado de la ensoñación, fue suntuosa. Cada mañana que salía yo a vivir con la certeza siempre cumplida de que me estaba esperando alguna aventura jamás vivida, algún encuentro, algún descubrimiento, alguna porción de paraíso. Ya me voy, mamá. Muy bien, mijito, que Dios te bendiga y te proteja, que el Sagrado Corazón de María te traiga con bien… (les ahorro toda la letanía que abarcaba 20 minutos largos. Hagan de cuenta era yo Marco Polo que se iba a Catay y no un niño que iba a la escuela). ¿Llevas pañuelo? Sí, mamá. ¿Te lavaste bien las orejas? Sí, mamá. ¿Llevas suéter? Hace mucho calor. Pero luego enfría. Está bien, me llevo el suéter. No lo vayas a perder, ¿llevas todos tus útiles? Sí, mamá. ¿Llevas tu torta? Sí, mamá. ¿De qué es? De salpicón, la traigo en la mochila. ¿Y la lonchera? De momento se encuentra extraviada (mi manejo del español ya era notable). Vas a llenar los libros de salpicón. La envolví con la primera plana del Excélsior. Dios te haga un santo. Lo dudo, mamá. (…)

Los años han pasado y será el propio Dehesa quien –a comienzos del siglo XXI- asume ese papel protector hacia sus lectores.

Cincuenta años después, mi infancia es un país lejano, pero algo de ella permanece como la almendra secreta de mi persona. Desde ahí te escribo, lectora, lector querido. Sé que, no sin cierto desamparo y crispación, te dispones a vivir otra semana del loco tiempo que México y el mundo nos ha deparado. Te pido que aceptes el riesgo, el reto y la aventura de salir a vivir y no a durar (…) No sé si ya llevas tu torta de salpicón; pero yo, como mi madre, te pido que salgas bien arropado, porque el tiempo está muy cambiante y no me parecería nada bien que se te resfriara el alma.

Difícil e ineludible tarea la de abrigar esperanzas en estos tiempos que, con demasiada frecuencia, parecen convocar al desánimo. Al respecto dice Eduardo Galeano: “En lengua castellana decimos, cuando se nos ocurre que tenemos esperanzas: abrigamos esperanzas. Linda expresión, lindo desafío: abrigarla, para que ella no se nos muera de frío en estas implacables intemperies de los tiempos que corren”.