martes, 29 de septiembre de 2015

Muerte de angelitos

La memoria es frágil y más aún lo era en tiempos anteriores a la fotografía en que no era nada fácil guardar la imagen de aquella persona que se dejaba de ver por una temporada. Ni se diga en caso de muerte en que, ante la imposibilidad de volver a ver al ser querido, se procuró el consuelo de conservar su imagen en la máscara mortuoria o el retrato de la persona fallecida. En el retrato de un niño muerto, sus padres homenajeaban al angelito fallecido al tiempo que hallaban cierto alivio a la propia aflicción.
 
En el rito funerario de los niños, Eulalio Ferrer advierte la influencia tanto de la raíz indígena como de la española.
 
(...) En la diversidad de estos ritos funerarios, existía una región del Tlalocan llamada Chichihualpa, que era la morada a donde iban los recién nacidos, difuntos, para alimentarse del Chichihuacuauhco, un gran árbol hinchado de leche. Transcurridos cuatro años, los pequeños podían regresar a completar su ciclo interrumpido en la tierra, pero ahora convertidos en pajaritos. A partir de esta concepción primigenia nahua, amalgamada en los siglos de la Colonia con la creencia católica de que los difuntos niños, bautizados pero todavía sin uso de razón, en realidad no mueren sino que se convierten en angelitos, se tejería uno de los capítulos más emotivos de la cultura fúnebre mexicana: los velorios blancos. Éstos estimularon en los siglos XVIII y XIX todo un género pictórico, que Alberto Ruy Sánchez llama la "Muerte niña", nombre inspirado en el poema Muerte sin fin de José Gorostiza.
 
Un pequeño trabajo titulado Somos el instrumento de Dios. Música y muerte en el Valle de Oaxaca sostiene que
 
En España, y por consiguiente en México, al infante fallecido se le denominaba “angelito” y era considerado un ser inmaculado que, al igual que la Virgen, entraría directamente al cielo porque era libre de pecado. En el siglo XIX era generalizada la celebración de angelitos, la cual incluía una expresión literario-musical denominada “despedimento de angelitos”. Estos funerales adquirieron un matiz festivo a raíz de la creencia en un supuesto privilegio de entregar un ángel a Dios. La música para estas ocasiones era de carácter alegre tales como jarabes, sones y poleas, entre otros.
 
Según Joaquín Antonio Peñalosa el toque de campanas que anuncia la muerte de un niño se denomina “doble de angelito” y es “más presuroso y alegre que el de los adultos”. Un dato curioso que añade Peñalosa tiene que ver con que “en otras partes del país, como en Guanajuato, angelito significa también el adulto que ha muerto sin haberse casado. Ventajas de la soltería, angelitos de ochenta años”. Por su parte, José N. Iturriaga retoma la crónica de Manuel Domenech en que describe los velorios infantiles

Capellán del ejército francés y después jefe de prensa de Maximiliano, el galo Manuel Domenech escribió un duro libro que tituló México tal cual es. Habla, entre otros temas, de velorios infantiles, en los cuales se adornaba al pequeño cadáver con unas alas de ganso y una corona de flores de papel o de cintas de colores; se le paseaba por la calle sentado en una sillita o acostado sobre una tabla. Por último, se le enterraba con estruendo de cohetes y música. (…)
Domenech agrega que, a veces, el cadáver era alquilado a pulqueros como una atracción para sus establecimientos: se les rezaba y se bebía, hasta que se enterraban en avanzada descomposición.

De acuerdo con Eulalio Ferrer, la costumbre del retrato de los niños difuntos tuvo su origen en los niveles sociales acomodados y luego se difundió a nivel popular.
 
En aquellos siglos, las familias adineradas encomendaban retratos de sus pequeños difuntos, ataviados con ropajes lujosos. Unos, durmiendo el sueño eterno; otros, con una flor roja en la mano y una leyenda escrita en donde se explicaban los detalles de su deceso. Herederos de una tradición hondamente hispana, los retratos de la Muerte niña desaparecieron poco a poco de los círculos aristócratas y se desplazarían, a principios del siglo XX, a las comunidades campesinas del Bajío. En lugar de retratos se encargaban fotografías de los niños amortajados con vestidos blancos, requisito indispensable en los velorios de angelitos. Especialista en el tema, Gutierre Aceves describe que en estas ceremonias los niños son amortajados con un traje blanco, huarachitos de cartón con papel dorado, corona de azahares y, entre las manos, una palma de azucenas o nardos, símbolo mariano de la inmortalidad. En la procesiones de angelitos truenan los cohetes y resuenan los mariachis con canciones elocuentes: "Morir soñando", "Así es la vida", "Viva mi desgracia" o "Dios nunca muere". La tradición mexicana dice que los padres no deben nunca llorar a sus hijos muertos, porque sus lágrimas impiden su ascensión a la Gloria. Por lo mismo, en México, los velorios infantiles son alegres y festivos.

Por aquellos entonces en que la muerte de niños era algo frecuente, no resultaba extraño que al preguntársele cuántos hijos tenía alguna madre contestara: “tuve ocho pero me viven cinco” (es posible, por tanto, que en algunos casos haya existido cierto cálculo demográfico en función de las probabilidades de sobrevivencia). Afirma Eulalio Ferrer que existen cementerios en que los niños tienen su propio espacio

En San Fernando se encuentra un cuartel -dicho en argot cementerial- dedicado a los niños fallecidos entre los 25 días y los siete años, un espacio que sólo puede ser resistido por gente que a pesar de tener un espíritu sensible llegue a conservar la entereza: "Aquí duerme mi querido hijo; hablad bajo... No lo despertéis".
           
Al dolor no es fácil acostumbrarse y menos aún con el añadido del sentimiento de injusticia que se manifiesta en muertes tan prematuras.
 
Una parte de la pintura de niños muertos fue obra de artistas que permanecieron en el anonimato. El arte mortuorio se ha hecho presente en muy diversos países y en México adquirió características muy propias; al respecto, señala Elena Poniatowska
 
En el siglo XVIII surge una pintura dedicada a los retratos de niños muertos que muestra cómo a los niños los vestían de angelitos, les pintaban chapitas, y metían en su ataúd sus juguetes favoritos. Ese día los niños vestían su mejor ropa para lucir el día de su velorio y amortajarlos con un atuendo celestial. A las niñas las vestían como la Virgen María y a los niños como San José.
 
Con el surgimiento de la fotografía, la tradición se fue transformando y muchas familias en vez de recurrir al pintor, buscaron al fotógrafo que pudiera registrar la imagen del niño muerto. Nuevamente Poniatowska aborda la cuestión.
 
Todavía en pleno siglo XX, en Guanajuato, los padres llevaban a sus hijos muertos a retratar, y el extraordinario fotógrafo Romualdo García imprimió infinidad de placas estrujantes y conmovedoras de madres con su hijito en brazos mirando fijamente a la cámara. No lloran para no quitarle la gloria a su angelito.
Con el invento de la fotografía, personas como Juan de Dios Machain retrataron velorios de niños, especialmente en Oaxaca. La costumbre permanece sobre todo entre la gente del campo. Colocan a su criatura inerte en una cama de flores y la coronan con azahares. La visten de satín blanco. Aunque parezca extraño, son fotos de álbum de familia. El niño difunto es el celebrado, aunque ya no forme parte de este mundo.

No es un hecho muy conocido la participación del prestigioso muralista David Alfaro Siqueiros en este ámbito y las circunstancias en que lo hizo son narradas por el propio artista.
 
“Señor fotógrafo, señor fotógrafo, venga usted conmigo, mi papá quiere que usted venga a retratar a mi hermanita, que se murió ayer, porque mañana temprano tienen que enterrarla. Ya le pusieron su vestido nuevo y está tan bonita que parece que estuviera viva.”
Cuando le dije que por qué había venido a caballo, me dijo que a pie se tardaba uno mucho, “porque estaba lejos” y que yo debería ensillar mi caballo. Ensillé, efectivamente, a Quienandaí y salí con el muchacho rumbo a la parte de atrás de Taxco (...) Al llegar a la casa convenida pude ver el siguiente espectáculo: en una silla de las habituales del campo mexicano, silla policromada y decorada, estaba bien colocada, en postura natural, el cadáver de una niña de dos años y medio, vestida de verde claro, con una gorrita o sombrerito color de rosa. Y su hermanita, de un año y medio mayor que ella, abrazaba el cadáver con la misma naturalidad con que lo haría si su hermanita estuviera viva.
En torno de ellas, los familiares comentaban tranquilamente si la colocación había sido bien hecha por el papá de la criatura. Por lo visto todos me estaban esperando. Y todos lo hacían pensando que yo era un fotógrafo. Les dije que mi procedimiento era más tardado, pero mejor. Que primero haría yo un dibujo a lápiz y ayudándome de colores que se llamaban acuarelas marcaría yo los tonos generales de la niña, de las ropas, del sombrero, etcétera, para después pintarla y ya verían como quedaría muy bien. Y así lo hice. Trabajé en esa obra durante varias semanas, primero en un dibujo coloreado a la acuarela, y después en una obrita formal al óleo. Después llamé a los parientes de la niña para mostrarles el indicado dibujo coloreado. Se presentaron algo más de treinta familiares. Y todos ellos convinieron en que el retrato era muy bonito, la niña muy parecida y sobre todo los colores de la ropa igualitos a los de ella. Se ve que habían hecho una colecta entre todos para pagarme, porque antes de recibir el trabajo estaban empeñados en que yo aceptara diez pesos cincuenta centavos. Les dije que no, que se los regalaba y eso pareció ofenderlos. El más viejo de todos, creo que el bisabuelo de la niña muerta, me dijo terminantemente que si yo no recibía el dinero, ellos no se llevaban la “fotografía”. Y entonces no me quedó más recurso que aceptar posiblemente la más baja retribución que he recibido en mi vida por una obra de esta naturaleza, después del retrato de la primera madre campesina.

Estos retratos pueden impresionar a quienes viven en otros rumbos en que se desconoce la tradición. Una muestra de ello la ofrece el propio Siqueiros quien fue increpado en el transcurso de una de sus exposiciones en los Estados Unidos.
 
El retrato de la niña muerta (...) figuró en mi exposición en 1930 en Los Ángeles, California, y fue motivo de toda clase de comentarios, buenos y malos; los malos se referían concretamente al tema mismo. En la referida exposición de Los Ángeles, ese tema motivó un escándalo que trajo consigo posteriores y violentos ataques en contra mía y también en contra de México. Una señora de gran corpulencia, típica representativa del sur racista de los Estados Unidos, tanto por su tipo físico como por su mentalidad, con la voz descompuesta y a grandes gritos lanzados desde el extremo opuesto de la sala, me interrogó frente a un numeroso público de la manera siguiente: “¿Son los mexicanos tan salvajes que hagan retratar a los cadáveres de sus niños muertos y hay en México pintores tan sádicos que se atrevan a ejecutar encargos de esa naturaleza?”

Probablemente la señora no sabía con quién se metía y dejemos que el mismo Siqueiros relate su reacción.

A lo cual yo con voz tan sonora como la de ella, le respondí: “Es, en efecto, muy primitiva la costumbre que hay en algunas zonas lejanas de las ciudades de México, de retratar a los niños muertos como si estuvieran vivos, costumbre que por otra parte fue también griega, pero en todo caso es mucho más salvaje y brutal asesinar a los negros vivos”. Mis palabras motivaron el aplauso de la mitad de los asistentes y el retiro precipitado de la otra mitad. Pero más tarde los periódicos se encargaron de los insultos, diciendo que yo no tenía por qué haberme referido a los linchamientos de los negros en los Estados Unidos, porque aquello era un intento de afrentar a todo un país. Que con la primera parte de mi respuesta hubiera bastado...
 
En ocasión del festejo (por raro que ello parezca, es la palabra adecuada) del Día de Muertos,  las primeras almas en venir –de acuerdo a las creencias imperantes- son la de los niños y así lo describe la revista Crónicas y leyendas mexicanas
 
Son las 12 del día del 31 de octubre y en el ex convento de Mixquic ya repican doce campanadas (…) Ahí vienen los difuntitos (…) En su casa, a los muertitos, ya les espera una ofrenda con frutas, dulces y juguetes para que se entretengan. Es una ofrenda especial, los niños difuntos saben que no encontrarán alimentos picosos, ni alcohol, ni nada que les pueda hacer daño. (…)
Ya se escuchan las últimas campanadas de “la venida de los niños” y las madres de los muertitos abren de par en par las puertas de las casas y echan a correr a la entrada, toman un sahumerio con copal e incienso, para llenar de fragancia el aire y para recibir a los difuntitos. (…)
Por la tarde, las madres de los difuntitos les vuelven a ofrecer el pan y el chocolatito caliente. Ellas saben que las ánimas de los angelitos sólo permanecerán 24 horas…hasta el mediodía del primero de noviembre, hora en que van llagando las ánimas de los adultos. En el camino unos se van, otros vienen… Los niños difuntitos van con sus rostros felices, los adultos van buscando la luz de la casa que los espera.

Hay regiones en que aún se conservan ciertas tradiciones en el ritual fúnebre de los niños; ejemplo de ello es lo anotado por José N. Iturriaga: “En algunos pueblos de Veracruz, todavía en la actualidad, en pleno siglo XXI, se invita al velorio a los amiguitos del difunto y la desconsolada madre les organiza juegos para acompañar a su hijo, de cuerpo presente.”
 

jueves, 24 de septiembre de 2015

Importancia de las salsas o de cuando el hábito hace al monje


Las salsas cumplen una función esencial en la buena mesa. Sin embargo, suelen pasar inadvertidas o a lo sumo como algo secundario. Para subrayar su importancia seguiremos la opinión B.A. Grimod de la Reynière (1758-1838), verdadero maestro en el rubro, que inicia describiendo su función


[Las salsas] se utilizan para ligar los distintos elementos, para la variación del gusto, para darles, en fin, ese barniz amable y seductor que debe predisponer a favor de los platos, provocar nuestro apetito al primer golpe de vista, estimularlo por el olfato y que resalte a la vista como el último toque de pincel del artista, o como el complemento del arreglo de una jovencita.
 

Estima que existen más de ochenta variaciones de salsas diferentes, “sin contar las que los grandes artistas inventan cada día, mediante una sabia combinación de ingredientes tanto exóticos como indígenas, que sirven para estimular nuestro apetito y despertar nuestro gusto”.
 

Pero de acuerdo con los médicos de su época el asunto tenía sus bemoles, dado que su consumo podría llegar a provocar severos efectos negativos tanto en lo que hace a lo físico como a lo espiritual.
 

Pero todas estas ventajas, que tanto valor tienen a juicio de los golosos, no impiden que los médicos las rechacen. Sostienen que, además de incentivar el vicio, a causa de las especies, su principal inconveniente es el de estimular el apetito y comer más de la cuenta. Por lo que –según ellos- habría que proscribirlas sin misericordia y concluyen que todo hombre que cuida su salud debe tomar un mínimo de salsas, sobre todo de las que llevan ingredientes picantes, irritantes, como el jugo de carne, raíces, mantequilla, especias, es decir todo lo que constituye el noventa por ciento de las salsas.
 

Ante ello, B.A. Grimod de la Reynière contra argumenta en el sentido que los mismos galenos son los primeros en incumplir sus propias recomendaciones,  “(…) lo único cierto en todo esto es que ningún médico lo cumple. Aunque prohíba a sus clientes, incluso a los sanos, el uso de las salsas, los médicos jamás se privan de ellas (…)” Y ya entrado en cuestión termina de ponerlos en evidencia “esta profesión es sin duda la que ofrece el mayor número de golosos, lo que no les impide llegar muy lejos en su carrera”.
 

Pero aunque no le resulta fácil Grimod de la Reynière finalmente respeta la sapiencia de los profesionales,  “dejemos a los médicos a lo suyo: a los enfermos que, por su naturaleza y necesidad de protección, son los únicos obligados a obedecerlos”. Pero a quienes gozan de buena salud los convoca a perseverar en “su ejemplo en lugar de considerar sus preceptos y sigamos considerando las salsas como los excipientes más agradables, e incluso indispensables, de la buena comida”.
 

En opinión de este gran conocedor del tema, el secreto de una buena salsa se encuentra en la sabia combinación de los ingredientes que la componen y ello sólo puede ser resultado de la obra de un artista.
 

Una buena salsa debe excitar de manera más o menos viva las papilas gustativas, principal centro del órgano del gusto. Si la salsa es demasiado suave, no provoca ninguna sensación y no vale para nada, si es demasiado agria, irrita en vez de procursar las titilaciones deliciosas, fuente de inenarrables éxtasis, que sólo los grandes cocineros son capaces de producir en los órganos de los más afortunados golosos.
 

Y para disipar las últimas dudas que pudieran quedar en torno a la importancia de las salsas en una buena comida, B.A. Grimod de la Reynière concluye: “El viejo proverbio, según el cual la salsa hace pasar al pescado, encierra una gran verdad. ¡Cuántos alimentos insípidos ganan méritos con una salsa adecuada! En este caso, el hábito hace al monje. Por eso la confección de salsas es una de las ramas más importantes del gran arte culinario.”

martes, 22 de septiembre de 2015

La gastronomía tortillacéntrica


Resulta mucho más sencillo comer una buena tortilla mexicana -tan lejana de su homónima- que intentar describirla. Hubo un tiempo en que el propio Diccionario de la Lengua Española se dio el lujo de ignorarla; Jorge Ibargüengoitia deja constancia de ello

(…) supongamos que no supiéramos lo que quiere decir la palabra “tortilla”; muy sencillo, abre uno el libro en la página 1276 (de la edición de 1956), que contiene todas las palabras comprendidas entre “torso” y “tostada”, y allí está la definición de “tortilla”, que es la siguiente:
“(d. de torta) f. Fritada de huevos batidos, comúnmente hecha en figura redonda a modo de torta, y en la cual se incluye de ordinario algún otro manjar.”
Es decir, es lo que en los menús de los restoranes se llama “omelette”. También hay la definición, allí mismo, de lo que quiere decir “Hacer tortilla a una persona o cosa”, y de “Volverse la tortilla”, pero nuestra tortilla, la mexicana, no está. Pero nadie es perfecto, probablemente la delegación mexicana estaba dormida cuando la Academia redactó el párrafo en cuestión.
Nuestra delegación, en cambio, observó una conducta irreprochable, cuando se redactó lo referente a los “chilaquiles”, porque allí dice, muy claramente:
“Guiso compuesto de tortillas de maíz, despedazadas y cocidas en caldo y salsa de chile.”

Quienes arriban a México procedentes de muy diversos rumbos deben superar sus prejuicios gastronómicos antes de poder disfrutar el sabor de la tortilla. Fue el caso de José Moreno Villa que para describirla, antes que nada dice lo que no es: “la tortilla mexicana no tiene nada que ver con las tortillas francesa o española”. Hecha esa precisión, prosigue en su intento  

Es un disco de masa de maíz que se lamina y sutiliza a palmetazos maestros. Las tortillas no llevan huevos. Se cuecen y se ponen calientitas en la mesa, entre servilletas.
Son de muy distintos diámetros, espesores y hasta formas. La más pequeña tiene unos ocho centímetros y la mayor unos treinta. Cada tipo de tortilla tiene su nombre. He recogido algunos: redonda, chalupa, sope, peneque, gorda, pachola y moreliana. Con la redonda se hacen los totopos y los chilaquiles. El totopo es la tortilla cortada en pedazos y frita en manteca: sirve de adorno para los frijoles refritos. Los chilaquiles son cuarterones de tortilla, remojados en salsa de chile y espolvoreados con queso añejo y adornados con ruedas de cebolla y rabanitos. La gorda es una tortilla muy gruesa. El sope es una pequeña tortilla redonda con bordes altos. El peneque, una tortilla doble rellena de cualquier guiso del país. Las chalupas son pequeñas tortillas oblongas, fritas y aderezadas con fibras de carne, chile, queso, etcétera. Finalmente, la moreliana es una tortilla grandota, dorada, dulce y quebradiza.

Asimismo Moreno Villa repara en su otra función. “La tortilla es manjar e instrumento. Se puede usar como vehículo horizontal o plano, como vehículo cilíndrico o enrollado y como vehículo plegado. Sabiendo usarla, resulta un auxiliar cómodo y limpio.”        

Cuando las tortillas están buenas siempre se hace que son pocas. El 17 de julio de 1928 el general Álvaro Obregón fue asesinado, por el joven León Toral, en el transcurso de un banquete que se celebraba en su honor en el restaurante La Bombilla. Hay versiones que señalan que sus últimas palabras fueron:Más tortillas y frijoles charros, por favor”.

El saber popular sostiene que la cal que se emplea en su preparación, brinda a la tortilla un gusto especial al tiempo que preserva del raquitismo óseo. La tortilla es muy buena para los dientes lo que explicaría que algunos ancianos conserven una dentadura blanca y sin carie que, de acuerdo con Egon Erwin Kisch, “quienes comen pan sólo lucen por obra y gracia del dentista”.

La preparación de la tortilla tiene sus secretos ya que debe tener correa: así denominan los profesionales del ramo a la capacidad de ser suficientemente flexible para poder doblarse pero sin llegar a quebrarse. Por supuesto que hay de tortillas a tortillas. Poco tiene que ver el sabor de las hechas en casa con las que son producidas en serie. Más allá que las preferencias se inclinen hacia las domésticas, no es posible dejar de agradecer a quienes han mecanizado su proceso de producción; Edgardo Solano Lartigau analiza esta evolución.

Tal vez por su sabor o sólo por su presencia en los mercados, en el siglo XVI la tortilla, esa exquisitez hecha con el tlaolli, es decir, el maíz, había llamado la atención del sacerdote franciscano Bernardo de Sahagún, quien en su Historia general de las cosas de la Nueva España dedicó un breve espacio a la alimentación precolombina. (...)
Pasados los siglos y ya lograda la Independencia nacional, el aumento de la población mexicana obligó a que las mentes privilegiadas idearan máquinas para elaborar más tortillas con mayor rapidez, conservando la misma calidad. Desde finales del siglo XIX la dirección General de la Propiedad Industrial, perteneciente a la entonces Secretaría de fomento, ya registraba dibujos y modelos contenidos en miles de documentos que los mexicanos inventores le presentaban. La primera patente obtenida para instalar una máquina fabricadora de tortillas se otorgó en 1884 y consistía en un sencillo laminador con cilindros que podía funcionar a vapor o manualmente. Los permisos para fabricar los molinos para nixtamal (el maíz medio cocido en agua de cal), también prosperaron, sobre todo a partir de los años 1890. (...)
En el 2005, según la Cámara Nacional de Maíz Industrializado, existían en todo el país más de 45 mil negocios de tortillerías y hoy, cuando este alimento no puede faltar en ningún restaurante, hogar y centro comercial mexicanos, el número de estos negocios, según algunos periodistas, ha ascendido a casi 90 mil, sobre todo desde que la Conasupo desapareció en 1999.


Es así que las tortillerías –a las que Egon Erwin Kisch caracterizó como “locales sin puertas ni escaparates, (...) gruta abierta en plena calle”- han conservado sus características a lo largo del tiempo en tanto lugares de obligada peregrinación diaria.

Llegados a este punto le sugerimos que si usted es un poco impresionable, detenga su lectura por aquí; en caso de seguir será bajo su propia responsabilidad.

En tanto alimento de consumo masivo las normas para la elaboración de las tortillas deben ser muy cuidadosas de la higiene para prevenir problemas de salud  que pudiera sufrir la población. Sin embargo existen especificaciones del pasado -al parecer aun se encuentran vigentes- que nos permiten expresar algunas dudas en relación a lo anterior; a ese respecto afirma Raymundo Riva Palacio

Está reglamentado que por cada tortilla se permite, sin sanción, un pelo de rata. También se acepta por cada tortilla un pedazo de insecto, aclarando que no puede darse el caso de un insecto completo porque se imponen multas, pero tampoco especifican si ese pedazo pueden ser cuatro patas y la cabeza, pero sin el tronco invertebrado, o qué tipo de combinación se puede dar para evitar la multa.

Ni modo, nada es perfecto.

En otra ocasión nos referiremos a las tortillas de trigo que, sabido es, no faltan en las mesas del norte del país.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Para aprender a leer el olor


El proceso creciente urbanización es uno de los factores que ha influido para que el olfato pasara a ocupar un lugar secundario entre los sentidos mientras que quienes viven en el campo suelen conservar una capacidad olfativa que el citadino ha ido perdiendo. Esta situación se manifiesta en el diálogo que mantuvo con su abuelo (Bistrín), el por aquel entonces adolescente Dario Fo, según lo narra en el libro El país de los cuentacuentos. Mis primeros años de vida… (Barcelona, Seix Barral, 2005, pp. 139 a 141).

Aquella escena tuvo lugar en ocasión de unas vacaciones en que el nieto fue a visitar a los abuelos a la casa de campo en que vivían. La lección dio inicio con el aroma de los cerezos.

A los catorce años me admitieron en el Liceo de Brera (…) Ese año en las vacaciones de Semana Santa fui a casa de los abuelos en Lomellina. (…)
Mi abuelo disfrutaba en silencio de mi asombro, luego me sopló, casi como un apuntador: “¡No mires sólo con los ojos, mira también con la nariz!”
“¿Qué mire con la nariz?” (…)
 “Atento, pues el perfume, el olor, es algo que debes aprender a leer. Por ejemplo, ven aquí, debajo de este cerezo: huele lentamente, aspirando despacio. Siéntelo, tiene un fondo un poquito salado… éste, en cambio, que es otro cerezo, tiene un olor más dulce, casi redondo y más intenso que el otro. ¿Y sabes por qué? Porque al primer árbol le han brotado las flores demasiado pronto y ha pillado una helada. ¡Este otro no ha tenido prisa por florecer y ha evitado el desastre!”
“¿Y lo comprendes por el olor?”
“Claro, y por el olor ya sé cómo serán los frutos: el que se ha helado los tendrá tarde y secos, el segundo dará cerezas gordas y perfumadas.”

Ante el creciente asombro de su nieto, el abuelo Bistrín pasó a referirse al uso medicinal que tiene el olfato.

“Además, pasa lo mismo con los hombres. Si un niño pilla una enfermedad seria, para reponerse necesita tiempo, buenos cuidados, comida y calor, y por su olor se puede comprender que no está en buena forma.”
“¿Y por qué los médicos cuando te visitan nunca te huelen?”
“Porque han olvidado la medicina antigua. En los tratados de Salerno que enseñaban cómo visitar a un paciente, está escrito: ‘Pálpale la piel y los músculos del cuello a los pies, escucha cómo circula la sangre, toca con los dedos la piel hasta descubrir dónde está dulce, húmeda o dónde se ha secado y sobre todo huele, adivina el humor, lo salado, lo amargo, allí donde es agradable y donde apesta’.”
“¿De veras? Cuántas cosas sabes, abuelo… ¿acaso estudiaste para médico?”
“¡No, sólo soy un curioso tremendo, que no se conforma fácilmente con las nociones que te propinan tanto los libros como los profesores! Verás, para las plantas, las patatas, las flores o los tomates el discurso es el mismo: si a una manzana la pica un insecto cabrón o la infecta un virus, en seguida reacciona cambiando de olor, antes incluso que de aspecto. Es una señal que te ofrece gratis.”

Pero aquellos aprendizajes fueron aún más allá y transitaron por los senderos del amor, cuando el abuelo dice a su nieto

“Lo mismo pasa con un hombre o una mujer: su buen aroma te avisa no sólo de su buena salud, sino incluso de su humor. Si además te lanza una ráfaga de perfume, significa que siente una emoción, que a los mejor le gustas y si a ti te va, si sientes un estremecimiento o te palpita el corazón, tranquilo, que del mismo modo tú lanzarás al aire tu mensaje de olor complacido.”

Ante el cuestionamiento interesado de aquel adolescente: “¿Y todos se dan cuenta? ¿Sólo con olfatear?”, el abuelo concluye poniendo énfasis en los efectos negativos de la pérdida del olfato

“No, lamentablemente. Un enamorado mira a los ojos a su chica, advierte que ha palidecido o se ha ruborizado, que tiembla, que tiene las manos húmedas de sudor por la emoción, pero no escucha su aroma, no lo siente porque hemos perdido el olfato… ¡nos hemos quedado castrados de este sentido fundamental!”
Es así como a la hora de recapitular diversos episodios de su vida, Dario Fo evoca –con emoción y agradecimiento- aquella inolvidable lección del abuelo Bistrín. 
                                                                                             

martes, 15 de septiembre de 2015

Periodismo de ayer y de hoy


Error frecuente de nuestro tiempo es el de considerar que ciertas características del presente no tienen nada que ver con el pasado y algo de esto sucede respecto al oficio de periodista. Que hoy se critica a quienes con afán de notoriedad escriben mucho sin decir nada pues a ello ya se refería B.B.O. en 1839, citado por Blanca Estela Treviño

Encontréme, pues, con que para ganar mi subsistencia y hacerme hombre de pro, no había cosa igual ni más sencilla que hacerme escritor. Lo volví a pensar un día y otro, y de nuevo me ratifiqué en que podía y debía dedicarme a escribir o periódicos, o discursos, o versos y hasta dramas, y al fin me resolví a caminar vía recta hacia el templo de la inmortalidad. (…)
¿Se trata de escribir un periódico? Todo el trabajo está en tomar con la mayor exactitud las dimensiones del papel, descontar el encabezamiento y los anuncios, y enseguida ponerse a hacer acopio de palabras, como quien junta piedras para llenar un pozo, y sin reparar si están admitidas en el idioma, ir formando con ellas trozos largos. Si las palabras son vacías, si absolutamente no corresponden a idea alguna, nada importa, el asunto es ponerlas en las columnas del periódico. Si tal vez es uno tan fecundo que las inventa, tanto mejor: no sólo habrá entonces el mérito de la invención y la novedad, sino que tendrá el periodista la satisfacción de dar lecciones a la Academia española y a los rancios autores clásicos.

Que no faltan quienes actualmente dirijan sus reparos hacia el sensacionalismo de algunos reportajes, a ello ya aludía Rip-Rip (seudónimo de Amado Nervo) en El Nacional el 25 de febrero de 1896, también citado por Blanca Estela Treviño

Desplúmese, por curiosidad, un ave del paraíso, y véase lo que queda. Así, exactamente, son muchos artículos de esos que agradan al público, de esos opulentos por su fraseología, de esos que divierten y aun encantan: aves del paraíso multicolores. Arranquen ustedes las plumas y hallarán... nada entre dos platos.
Esto, por lo que ve a los artículos; en cuanto a los reportazgos, la cosa es peor aún.
Supongamos que un repórter hábil, hábil ante todo, gana uno cincuenta por columna y se lanza por esas calles de Dios, resuelto a encontrar hasta debajo de la tierra tres columnas para el periódico. Como los sucesos explotables escasean, el hurón del noticierismo anda y anda sin gran provecho. En las comisarías, nada; en el Palacio de Justicia, nada; en el Ayuntamiento, nada. Total y fuerza, tras una mañana de huronear, dos noticias: un homicidio por celos y un rapto, acontecidos entre gente del pueblo. Aquí la cuestión es más difícil; no se trata de buscar asunto, que ya lo hay, sino de vestirlo de tal manera que ocupe lugar amplísimo.
Al articulista le basta con una columna, con menos acaso. El repórter necesita tres; es decir, necesita cuatro pesos cincuenta centavos. Manos a la obra.
Empieza por el rapto:
La raptada. Fulana de Tal, nació en un pintoresco pueblecillo del distrito, famoso por sus flores y por su benigno clima; sus padres eran pobres, pero honrados, y ella constituía la dicha del hogar. Se levantaba cantando y se acostaba cantando también: era muy cantadora. Su casita, blanca y aislada de las otras, levantábase en medio de un campo baldío (por ese campo entra el drama, en forma de Juan Rodríguez o de Pedro García). La familia era dichosa; el padre guiaba la yunta, la madre hacía la comida y la hija iba por agua a la fuente. Ahí, como los hijos de los patriarcas, el tal Juan Rodríguez y la raptada en ciernes se entendieron a maravilla, y el papá de la niña, que no era buey, aunque araba, descubrió el pastel y mandó a México a la enamorada, bajo la vigilancia de la mamá. Aquí la mamá se descuidó, y una noche (el repórter la describe con todos los colores imaginables) Juan Rodríguez o Pedro García, que para el caso es lo mismo, echaron a volar.
Sigue el repórter describiendo la desesperación de la madre, su queja a la autoridad, las diligencias de ésta, el hallazgo de los tórtolos y, por último, la pena que se les aplicará. Enseguida hace el cómputo de las cuartillas: dos columnas; magnífico. ¡Si tendrá él buen cálculo!
Después la emprende con el homicidio por celos; otras dos columnas: cuatro pesos cincuenta, y dos o tres asuntos en perspectiva. El repórter enciende un cigarro y va a dar una vueltecita por Plateros.
He aquí el procedimiento de eso que se llama escribir en los periódicos. El público gusta de él, porque al público le disgustan los esqueletos y le seducen las aves del paraíso. ¡Pero que no las desplume...!

Podría suponerse que la tendencia a invadir el terreno de la vida privada es propia de nuestro tiempo; de ninguna manera y a ello aludía Manuel Gutiérrez Nájera en 1893

De algún tiempo a esta parte, el hombre más terrible en México, la personalidad más terrorífica, viene siendo el repórter de un periódico. A medida que los escritores bajan, los repórters suben. Estos caballeros y los moscos no respetan la vida privada. Antiguamente se podía no ser hombre público, pero ahora es imposible escapar de esta desgracia. Hay hombres públicos con sueldo, y hombres públicos sin sueldo, pero todos somos hombres públicos.

Seguramente existe quien considere que la afición de algunos periodistas en autoproclamarse jueces -¡esa sí!- es exclusiva de nuestros tiempos; craso error y por aquellos mismos entonces Gutiérrez Nájera sostenía que
El repórter ha transformado el orden social y el orden constitucional. A un delincuente no le juzga ya el jurado; un proceso ya no es instruido por el juez: toma el repórter las declaraciones, y absuelve, condena desde las columnas del periódico. ¿A qué Corte Suprema puede acudirse pidiendo amparo contra estos jueces sueltos, contra estos jueces francos de la prensa? Acaba de cometerse un crimen, y antes de que el tribunal haya oído las declaraciones del reo y de los testigos, el repórter las pide y las publica.
Si la cuestión es que el periodista moderno ha devenido en todólogo, ya en tiempos de Gutiérrez Nájera esta situación no le era ajena

No hay tormento comparable al del periodista en México. (…) Debe saber cómo se hace pan y cuáles son las leyes de la evolución; ayer fue teólogo, hoy economista y mañana hebraísta o molinero; no hay ciencia que no tenga que conocer ni arte en cuyos secretos no deba estar familiarizado. La misma pluma con que bosquejó una fiesta o un baile, le servirá mañana para escribir un artículo sobre ferrocarriles y bancos (...)

Y para culminar estas notas retomaremos la opinión siempre vigente de un maestro de este oficio: citado por José Ramón Garmabella (en Por siempre Leduc, México, Diana, 1995, p. 153),  Renato Leduc enuncia las condiciones necesarias para ser periodista

1. No ser pendejo,
2. Darse cuenta de las cosas,
3. Analizar los sucesos para saber no sólo de dónde provienen, sino sopesar la importancia que tienen y,
4. Escribir la noticia y el comentario en forma objetiva y sincera y no lo que quieren que diga el señor ministro o el capitoste de la iniciativa privada.
Es por esto que, con respecto a este último punto, nunca me he fiado de los boletines de prensa y si alguna vez lo he hecho ha sido para chingarlo comparándolo con lo que he visto. Claro que uno se puede equivocar, pero el no decir las cosas o decirlas mal por cubrir a alguien por dinero o amistad es no ser periodista, porque el periodismo no significa engañar a la gente, aun cuando ésta siempre sabe quién la está jodiendo y quién no.
Por otra parte, aunque no sea un erudito, el periodista debe cuando menos estar informado de lo que ocurre en el mundo, porque no se puede escribir de buena fe si se desconoce la información inherente a una noticia; sería imposible, por ejemplo, escribir con propiedad sobre la situación de Centroamérica si uno no sabe la clase de hijos de la chingada que gobiernan a esos países y que son impuestos a esos pueblos no ya por el Departamento de Estado norteamericano, sino por el gerente de la United Fruit Company.
Y por último, el periodista debe llamar a las cosas por su nombre, es decir, si un tipo es un auténtico hijo de la chingada, hay que decirle así precisamente y no escribir, pongamos por caso, “el distinguido banquero don Fulano de Tal…”

De esta manera don Renato destacaba a la valentía como requisito indispensable para aquel que quiera desempeñarse en este oficio.
Si las cosas eran así hace algunos años, ni se diga en estos tiempos en que tantos periodistas han sido asesinados por atreverse a tocar lo que algunos consideran cuestiones intocables ya sean del ámbito de la política, la economía o la llamada delincuencia organizada.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Los ingleses y su manera de comer


A mediados del siglo XX, y durante su estadía en Inglaterra, Julio Camba describe sus impresiones respecto al vínculo entre los ingleses y la comida.

Los ingleses son los hombres que comen con mayor disimulo. Comen fingiendo que no comen, y en esto consiste su famosa elegancia de comensales. La comida les da vergüenza, no tan sólo por lo mala que es generalmente, sino porque todavía no han logrado ver en ella más que el medio de satisfacer una necesidad elemental. Yo recordaré siempre la observación de una señora inglesa que, viéndome comer un día con cierta delectación, me dijo:
-Míster Camba: come usted de una manera verdaderamente impúdica…
Desde luego el acto de comer exige un cierto pudor, pero no hay que exagerar las cosas. No está bien meter los ojos ni las narices en el plato, pero menos aún lo está el desviar el olfato o apartar la vista de unos manjares apetecibles. No debemos apoyar el dedo en las púas del tenedor, pero tampoco debemos manejar el tenedor y el cuchillo como unas pinzas para aprehender la comida sin riesgo de contaminarnos. La asepsia británica, muy recomendable para las clínicas, no pasa en la mesa de ser una caricatura del aseo.

Hasta aquí el testimonio de Camba que refuerza el estereotipo vigente respecto a la actitud mesurada y comedida de los ingleses. Pero existen otras crónicas que van en sentido contrario; veamos una de ellas.

Hay quienes consideran a James Boswell como el primer biógrafo dado que durante un buen tiempo se transformó en la sombra del doctor Samuel Johnson, lo que le permitió escribir en el siglo XVIII la biografía de tan famoso personaje. Pero he aquí que uno de los aspectos que más asombró a Boswell fue el placer indisimulable con el que comía su biografiado, lo que dejó consignado en diversos pasajes de su trabajo; veamos una muestra de ello.

(…) nunca he visto a un hombre que saboree la buena comida más que él. Cuando estaba en la mesa se le veía totalmente absorbido por el negocio del momento; sus miradas parecían circunscribirse al plato; tampoco –salvo si se encontraba con gente de mucho viso- decía una palabra, ni prestaba la menor atención a lo dicho por los demás, hasta no haber satisfecho su apetito, que era tan voraz, y se entregaba a él con tanta intensidad, que mientras comía se le hinchaban las venas de la frente, y con mucha frecuencia se le veía sudar bastante. Para las personas de sensaciones delicadas esto no podía menos de ser desagradable, y, sin duda, no era muy adecuado para un filósofo, que debía distinguirse por el dominio de sí mismo. Pero es preciso reconocer que Johnson, aunque podía ser rígidamente abstemio, no era un hombre moderado, ni en el comer ni en el beber. Podía abstenerse, pero no podía ser moderado. Me decía que había ayunado dos días sin molestia, y que no había tenido hambre más que una vez. Los que contemplaban con asombro lo mucho que comía en todas las ocasiones en que la comida era de su gusto, no podían concebir fácilmente lo que él entendía por tener hambre; y no sólo era muy notable por la extraordinaria cantidad que ingería, sino que era, o aparentaba ser, un hombre de muy fino discernimiento en la ciencia culinaria. Solía examinar críticamente los platos que se habían servido y recordaba con todo detalle lo que le había gustado. Recuerdo, cuando estuvo en Escocia, su elogio del paladar de Gordon (un plato sabroso en casa del honorable Alejandro Gordon), con un entusiasmo que podía haber hecho honor a cosas más importantes.

Para confirmar la afición del doctor Johnson por la comida, Boswell refiere una ocasión en que los alimentos que le fueron servidos estuvieron muy lejos de ser de su agrado, lo que lo condujo a quejarse en forma vehemente. “En la posada donde paramos se quedó muy descontento con un cordero asado que le dieron de comer. (…) Rió al camarero, diciéndole: ‘Esto está todo lo malo que puede estar: mal alimentado, mal muerto, mal conservado y mal guisado’.”

El sesgo contradictorio de ambos testimonios invita una vez más a cuestionar  estereotipos vigentes ya que cuando menos al doctor Samuel Johnson –de acuerdo con lo señalado por Boswell- el acto de comer no le generaba vergüenza alguna ni mayor reparo en el cuidado de las formas.

martes, 8 de septiembre de 2015

De contraseñas y números secretos


Tengo claro que hay otros temas que requieren mayor atención, que existen problemas mucho más graves. Sin embargo, no puedo desconocer que en lo personal traigo un pleito de consideración con contraseñas, nombre de usuario, números secretos y códigos. Mi problema consiste en que no las puedo recordar cuando las necesito. Lo he intentado todo, pero no hay caso. Si las anoto y escondo, después no recuerdo dónde las escondí. Si hago asociaciones nemotécnicas, posteriormente no tengo ni idea de cuál fue el criterio que seguí para ello. Y la lista sigue.

Lo único que consuela y alivia mis padecimientos, es saber que no soy el único: somos varios los que jugamos en este equipo. Entre otros tantos posibles, he seleccionado dos testimonios de colegas de infortunio. Comencemos por el de Eduardo Villar
  
VadHk6g!9 cumple los requisitos de lo que los expertos consideran una contraseña segura, un asunto que hace unos años –digamos veinte- no le interesaba a nadie pero que poco a poco fue convirtiéndose en algo central en la vida cotidiana. Al menos, en la mía. VadHk6g!9 no se puede pronunciar, combina mayúsculas con minúsculas, letras con números y hasta tiene un !. El sueño de cualquier experto en seguridad informática. Tiene un solo problema: por las mismas razones que es segura, no hay manera sensata de recordarla.
Esa contradicción produce cada día malestar a cientos de millones. Es un alivio, al menos, encontrar que uno no está solo con sus problemas en el mundo. ¿Cómo elegir una contraseña que satisfaga las exigencias cada vez más extravagantes de la seguridad informática? La cuestión se complica ad náuseam si se considera que los sitios piden con frecuencia sorprendente que uno cambie la contraseña que tanto esfuerzo le costó primero inventar y después recordar. La ilusión de tener una sola contraseña –o un número sensato, digamos tres- no es más que eso, una ilusión: un sitio exige un número de cuatro dígitos; otro, de ocho; otro seis letras; otro, ni dígitos ni letras sino una combinación de ambos; otro exige que algunas de las letras sean mayúsculas. Y todos aconsejan, seguramente con razón, no anotar la contraseña ni usar para formarla datos fácilmente deducibles. El nombre de usuario también complica la cosa: el que uno propone suele ser rechazado porque ya está en uso por alguien más, de modo que también hay que inventarlo y recordarlo. (…)


Finalmente recurro a Juan José Millás que da cuenta de sus vicisitudes de cara al cajero automático.

Fui al cajero automático, introduje rutinariamente la tarjeta y me quedé en blanco. No lograba recordar mi número secreto. Tras unos segundos de incertidumbre, anulé la operación y decidí dar una vuelta a la manzana. Pensé que el número se había ido de mi cabeza provisionalmente y que regresaría en seguida. Pero no regresó. Hice memoria y recordé varios números sin dificultad: el de mi teléfono fijo, el del móvil, el del comienzo de la Segunda Guerra Mundial y el del descubrimiento de América. No me servía de nada saber en qué fecha se había descubierto América si ignoraba el número de mi tarjeta de crédito. Hay que añadir que me encontraba en una ciudad extraña, donde carecía de familiares o amigos a los que pedir socorro, y que no tenía dinero ni para el autobús.
No podía creer lo que me estaba sucediendo. Entre otros números absurdos, recordé el del teléfono de una novia de la adolescencia. Tenía en mi cabeza, en fin, todas las cifras que no necesitaba, pero no me venía la única que me hacía falta en esos momentos. Y aún no me ha venido. He tenido que llamar al banco para solucionar el problema.


Sí, ya sé aquello de que mal de muchos, consuelo de tontos… Pero que ayuda, ayuda.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Degradación de la vida cultural


Es posible escuchar con mucha insistencia el reclamo de que vivimos en un ambiente cultural en franco declive. Muestra de ello sería la aceptación masiva de formas de entretenimiento empobrecedoras, que no aportan mayor cosa –cuando no lo obstaculizan- al desarrollo personal y social. Al mismo tiempo que propuestas más elaboradas y valiosas, no cuentan con el beneplácito del público. Este tipo de análisis se sustenta en la idea que la vida cultural del pasado era mucho más rica.

Pero sucede que al revisar la obra de algunos cronistas del pasado, dicho aserto es puesto en duda. Tal es el caso de Nemo (Gustave Gosdawa, Barón de Gostkowski) quien en sus Humoradas dominicales publicadas en “El Monitor Republicano” el 3 de octubre de 1869, da cuenta del escaso público que acudió a un espectáculo de calidad.

El que ha visto el Teatro Nacional en la noche del jueves pasado, no ha podido menos de sentir el corazón oprimido.
¡Pobre artista! ¡Qué desilusión para ella el ver que los músicos de la orquesta formaban la mayoría de la concurrencia! ¿Es creíble que en una capital de doscientas mil almas no se encuentren mil espectadores para asistir a una función de ópera? Sabemos bien que la ejecución de Norma no podía ser perfecta, pero ¡qué importa! Se trataba de una buena obra y eso sólo sería bastante para conmover a un público que en otra ocasión había sabido merecer el dictado de generoso.

En su artículo, Nemo parece añorar –al igual que sucede actualmente- el paraíso perdido de la cultura y no parará en su crítico análisis acerca de un público “cataléptico” que ya sólo responde a espectáculos menores como el circo o el drama.

Nada ha podido conmover a ese cataléptico que se llama el pueblo mexicano. En vano los veteranos de la escena mexicana le han invocado apelando a su generosidad; en vano Delgado que es un verdadero artista le ha ofrecido los diamantes de su repertorio: nada, ha permanecido insensible y sólo el circo puede provocar en él algunas conmociones galvánicas.
Hoy día nos es necesario el drama en acción; nuestra generación gastada y escéptica ríe de lo que hizo llorar a nuestros padres. Amor de madre, La Huérfana de Bruselas, etcétera, todo eso conmueve, si acaso, a nuestros hijos. Lo que necesitamos es el Salto del Niágara, el trapecio de Buslay o los equilibrios propios para romperse el pescuezo de los hermanos Bell.


Tal estado de cosas no le permite ser optimista acerca del porvenir por lo que sus conclusiones son desesperanzadoras.

Decididamente, el tiempo no está para fiestas. No se puede ver con sangre fría el marasmo y el abatimiento que nos ahoga. (…)
Nos abandonamos a la corriente; ¿qué nos importa saber a dónde conducirá nuestra barquilla? ¿Iremos al abismo? ¿Llegaremos a la orilla? Eso nos interesa tanto como la historia de Barba Azul.
No conozco tristeza más amarga que esta postración de la inteligencia y esta estagnación de la opinión pública; no conozco cosa más terrible, que ese nada monótono, ese perpetuo nada, ese mañana cayendo siempre sobre la víspera, y cayendo siempre igual, como la nieve que cae sobre la nieve, amontonando en silencio una segunda mortaja sobre un primer sudario. 

Desde aquel lejano octubre de 1869 Nemo percibía la “postración de la inteligencia” que fatalmente conduce a “ese perpetuo nada, ese mañana cayendo siempre sobre la víspera”.  

martes, 1 de septiembre de 2015

Cinco años de Habladuría


Hace cinco años nacía este blog. Desde mucho antes estuve compilando anécdotas acerca de muy diversos temas y diferentes lugares. Algunas las tomé de periódicos y revistas pero la mayoría las hallé en libros adquiridos en librerías de viejo que he sabido recorrer con entusiasmo digno de mejores causas. Fue en aquel entonces que la extraordinaria artista y amiga Magos Nava me sugirió la idea de abrir un blog. Aceptada la propuesta, Magos se dio a la tarea. En los inicios sus extraordinarias ilustraciones acompañaron los artículos publicados y hasta el presente es la responsable del diseño del blog.

Al comienzo subí un artículo semanal, pasado el tiempo (y salvo excepciones) pasé a dos artículos. Por lo general uno de ellos tiene que ver con México y el otro con diferentes realidades. En estos cinco años las visitas han superado las 53.000. Difícil saber cuántas de ellas responden a “seguidores” del blog y cuántas a quienes llegan puntualmente y en forma azarosa por sus búsquedas temáticas. Me inclino a pensar que son muchas más las segundas que las primeras. A lo largo de su existencia las visitas más frecuentes han provenido de México (40%), Estados Unidos (22%), España (6%), Uruguay, Argentina, Colombia, Alemania, Rusia, Francia y Chile.

El total de artículos que conforman el blog son poco más de 370. Algunos de ellos también han sido publicados en periódicos y revistas. Asimismo he tenido noticias de que han sido mencionados en distintos programas radiales. Hay quienes me han comentado que los han utilizado en sus clases de preparatoria o universidad, así como en diversas instancias de educación no formal. He tenido la oportunidad de narrar en forma presencial algunas anécdotas que integran este blog y ello ha tenido lugar en Chihuahua, Ciudad Juárez, Guadalajara, Oaxaca, San Luis Potosí, Veracruz, Zacatecas, Ciudad de México (en el marco de la Feria de las Culturas Amigas) así como en Montevideo.

En principio hay Habladuría para rato, dado que en el taller de armado  dispongo de muchos “pies de artículos” que permiten aspirar a mantener este espacio por un tiempo. Tengo el anhelo de que parte de este material pase a ser libro, columna periodística o espacio radial fijo. 

Una vez más quiero expresar mi profundo agradecimiento y reconocimiento a Magos Nava. Sin su apoyo este blog no sería posible. 
                                                                                  Gerardo Mendive