La sabiduría popular
advierte con frecuencia en cuanto a que todo exceso es malo. Algunas voces de
la academia coinciden con ello, tal como acontece con la del filósofo Leszek
Kolakowski quien afirma que este principio también aplica para las virtudes: no
es recomendable ser extremista en su observancia.
En esta misma línea
Wislawa Szymborska invita a los buscadores de perfección a extremar sus
precauciones: “(…) en el camino hacia la perfección, lo más sensato sería
detenerse un par de pasos antes de llegar a la meta, porque puede resultar que
más allá de ella solo haya precipicio.” Y ejemplifica lo que quiere decir a
partir de un artículo que alguna vez leyó en una revista francesa para mujeres,
en el que diversos maridos infieles respondían a la siguiente pregunta: “¿Bajo
qué circunstancias le fui infiel a mi mujer por primera vez?...”.
Una de
las respuestas me dio mucho que pensar. La relataré con mis propias palabras,
puesto que ya no dispongo del original. “Soy –confesaba dicho individuo- el
propietario de una tienda de antigüedades bastante próspera. Mi esposa se
distingue por su gran belleza, la cual cuida y hábilmente realza. Viste con
gusto y siempre según las circunstancias. Cría a los niños de un modo saludable
y les inculca buenos valores. Gracias a ella, en casa todo funciona
estupendamente. Cada cosa tiene su sitio, y ese sitio siempre resplandece como
resultado de su pulcritud. En casa, la comida es deliciosa y equilibrada en calorías,
su presentación es atractiva y siempre está lista a la hora. Además, mi esposa
es una persona sensata y llena de tacto, cualidad que le permite reaccionar
debidamente en cada situación. Mis amigos opinan que me casé con la persona
ideal. Yo mismo también lo creía (…)”
Hasta
allí todo marcha muy bien pero sabido es que aun en los cuentos de hadas puede
aparecer el imprevisto; continúa Szymborska
“(…) hasta
el día en el que entró en mi tienda aquella mujer. No era especialmente guapa
ni atractiva, y vestía cuatro trapitos baratos y mal combinados. Le faltaba uno
de los botones de la chaqueta y llevaba puestos unos zapatos un poco sucios.
Tímidamente preguntó el precio de un dije que había en el escaparate. No era
caro, aunque sí lo era para ella. Pero justo cuando se disponía a dirigirse
hacia la puerta, de repente, hizo un gesto imprudente y tropezó con un estante
sobre el que descansaba un caro jarrón chino. Este cayó y se hizo pedazos. La
mujer me miró con espanto, luego miró los fragmentos y, de golpe, se sentó en
el suelo y rompió a llorar como una niña. Me quedé mudo, y mil pensamientos
diferentes comenzaron a revolotear dentro de mi cabeza. Que, por ejemplo, mi
mujer nunca había roto nada. Que nunca la había visto llorar. Que, si tuviese
que llorar, seguro que nunca lo haría sentada en el suelo. Y que sus lágrimas
serían cristalinamente puras, dado que utilizaba el famoso rímel de la marca X…
Sobrepasado por la emoción, me arrodillé delante de ella y la abracé y, con mi
pañuelo inmaculadamente blanco, comencé a borrar de sus mejillas aquel
manantial de lágrimas negras… Y así fue como todo comenzó”, dijo finalmente
suspirando aquel anticuario traicionero.
(Sugerencia
final: la forma ilustrativa en que Wislawa Szymborska evoca aquella respuesta,
vuelve muy poco recomendable el esfuerzo de intentar localizar el artículo y
con ello el testimonio original de aquel marido. Podría ser decepcionante.)