jueves, 31 de agosto de 2017

Chesterton y los predicadores


Me gusta mucho leer a G.K. Chesterton y recurro a él con frecuencia; siempre salgo tocado, tanto por los temas que aborda como por la manera en que lo hace. Entiendo que es un conservador lúcido, provocador, irónico, con gran sentido del humor, que con frecuencia presenta virajes inesperados en el desarrollo de sus ideas. Aun cuando reivindica la ortodoxia, asume su libertad para encarar las diferentes problemáticas que concitan su interés. Por todos estos motivos, y muchos más, es convocado con frecuencia a este blog.

Y hoy nos detenemos en su aversión hacia los predicadores, de lo que da cuenta Santiago Alba Rico.

(…) Chesterton, que los conoció de todas las clases, no podía sufrir a los predicadores. Ya predicasen el arte por el arte, el socialismo o el nombre de Cristo, siempre le pareció más decisivo, a la hora de clasificarlos, el temperamento que todos ellos compartían que las doctrinas que los enfrentaban. Nunca predicó contra ellos; los desnudó a golpes de razonamiento, los azotó, sacudió y derribó con sus argumentos e incluso arrojó a uno de ellos –o lo intentó- por la ventana. (…) 
A los predicadores de derechas les afeaba su aristocratismo nihilista, que sacrificaba el patriotismo al imperialismo y los vicios más decentes a las virtudes más criminales. No soportaba a los escépticos que no creían ni en la tabla de multiplicar ni en los milagros, pero sí en los periódicos y las enciclopedias; ni a esos otros que, al mismo tiempo que sospechaban del arte, se vanagloriaban de sus propias obras.

Su catolicismo militante no impidió que arremetiera contra los suyos, amparado en una de sus convicciones innegociables: “La iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza.” Es así que de acuerdo a lo que afirma Alba Rico: “Tampoco soportaba a los creyentes desmesurados incapaces de medir una castaña y, aún menos, una montaña, tan ocupados en dejarse devorar por Dios como para desdeñar comerse un pollo; ni a esos otros tan henchidos de fe que dudaban de sus propios razonamientos y temían sus pasatiempos.” Y en ocasiones –según el mismo Santiago Alba Rico- confluían sus críticas a ambos sectores. “A unos y a otros les reprochaba, en definitiva, lo mismo: que nunca estuviesen de humor para las cosas y que, a fuerza de no apoyar en nada su lógica o sus misterios, acabasen por predicar –y promover- la Nada contra los hombres.”

Es importante señalar que Chesterton consideraba al orgullo como responsable de muchos de los males que aquejaban a la sociedad de su tiempo, por lo que reconocía que en el improbable caso que se viera obligado a predicar, no dudaría en dirigirle sus ataques.

Si tuviera que predicar un solo sermón, sería contra el orgullo. Cuanto más veo lo que ocurre en esta vida, y especialmente en la vida moderna, práctica y experimental, más me convenzo de la realidad de las antiguas tesis religiosas: que todo el mal comenzó con una tendencia a la superioridad; en un momento en que, bien se podría argumentar, el cielo se partió como un espejo porque hubo un gesto despectivo en el Paraíso. (…)
El orgullo es un veneno tan fuerte que no sólo envenena las virtudes; también a los otros vicios.

Ahora bien, Chesterton reconocía sus limitaciones y aceptaba que tampoco él (quizás agregaría, menos que nadie) podría ser un buen predicador. “En suma, si tuviera que predicar sólo un sermón, sería uno que seguramente irritaría profundamente a la congregación (…)”

Ante ello, y fiel a su estilo, extrae una conclusión tajante: “Si tuviera que predicar sólo un sermón, tendría la absoluta seguridad de que no me pedirían que dijera otro.”

martes, 29 de agosto de 2017

Mathias Rust y las fisuras del sistema


Sucedió en mayo de 1987, Mathias Rust (joven aviador aficionado alemán) logró burlar un complejo sistema de defensa cuando -según afirma Homero Alsina Thevenet- “atravesó todas las defensas antiaéreas soviéticas y aterrizó con un pequeño avión Cessna Skyhawk 172 en la Plaza Roja de Moscú”. 

La sorpresa fue general. ¿Cómo pudo ese joven (a quien algunas fuentes atribuían 19 y otras, 21 años) atravesar con éxito tan sofisticado sistema de defensa?

En opinión de Rodolfo Livingston simplemente “entró, tranquilamente, por la fisura” gracias a la imprevisibilidad así como pequeña magnitud de la acción. Añade Livingston: “El sistema es un elefante con la mirada fija, que avanza. Es también una grúa gigante, poderosa, incapaz de quitar un corcho de una botella.” Y para reforzar su argumento da cuenta de otro acontecimiento muy diferente que también pasó inadvertido a los expertos en la materia.

Hace (…) años los diarios de todo el mundo publicaron el caso de una señora de cincuenta y tantos años que se presentó en un hospital alemán (R.F.A.) de alta tecnología con el abdomen inflamado y quejándose de dolores. Fue examinada por varios especialistas y le hicieron estudios con resultados negativos. Al día siguiente tuvo un hijo, en un parto normal. Ningún médico había diagnosticado algo tan simple como es el embarazo.

El mismo Rodolfo Livingston pregunta “¿qué tienen en común Rust y el caso de la embarazada alemana?”. Ante ello responde

Tanto el Ministerio de Defensa ruso como los médicos del hospital alemán apuntaban sus poderosos sistemas en la dirección equivocada. Ningún agresor aéreo podría acercarse a 80 metros de altura y a baja velocidad. Todo era previsto muy alto y muy rápido. Ninguna señora de más de 50 años puede quedar embarazada. Lo obvio no se ve cuando se apunta en la dirección equivocada.

La aventura de Mathias Rust hizo sonreír a diversos actores sociales aunque claro está que -y tal como lo aclara Alsina Thevenet-  “de la risa quedaron exceptuados los altos funcionarios soviéticos, algunos de los cuales perdieron sus cargos de inmediato”.

jueves, 24 de agosto de 2017

Henri Langlois, hurgador de tachos de basura


Hace unos días asistí a la Cineteca a una sesión del ciclo de películas realizadas a partir de novelas de Patricia Highsmith. En este caso tocó el turno a El amigo americano (basada en la novela El juego de Ripley) dirigida por Wim Wenders en producción franco-germana del año 1977. Sus actores protagónicos son Bruno Ganz (quien personificó a Adolf Hitler en “La caída”) y Dennis Hopper. Después de la exhibición siguieron comentarios de la escritora Ana García Bergua (hija de Emilio García Riera, connotado especialista cinematográfico) quien destacó la particularidad que en la película actúan varios directores cinematográficos como Gérard Blain,​ Jean Eustache, Samuel Fuller, Dennis Hopper, Peter Lilienthal, Nicholas Ray y Daniel Schmid.

El film está dedicado a Henri Langlois quien –Wikipedia informa- era amigo de Wenders y había fallecido durante el rodaje. “En las escenas rodadas en el metro de París, el personaje que interpreta Daniel Schmid está leyendo el diario Libération en cuya portada aparece la noticia del óbito y una fotografía del finado.” La dedicatoria de Wim Wenders constituía un sentido homenaje a quien había fundado la Cinemateca Francesa en 1936, haciendo posible que se preservara y difundiera antiguo material fílmico que había contribuido a la formación de muchos directores.

Fue así como recordé que había guardado un artículo periodístico acerca de Henri Langlois que me había llamado la atención. Costó ubicarlo pero aquí está. En esta nota Edgardo Cozarinsky explica el interés por ubicar, cuidar y difundir el acervo fílmico.

En la infancia de todo creador, y Langlois lo fue a su manera, hay una escena madre, no necesariamente la escena originaria como la entendió Freud. El escritor y cineasta argentino [el mismo Edgardo Cozarinsky] que le dedicó un filme (Citizen Langlois, 1995) propuso una hipótesis más bien literaria: “Es necesario haber perdido todo muy temprano para más tarde querer conservarlo todo”. Langlois había nacido en 1914, hijo de franceses instalados en Esmirna; por lo tanto tenía ocho años el 13 de septiembre de 1922 cuando las tropas de Atatürk, triunfantes sobre las ruinas del imperio otomano, incendiaron esa ciudad cosmopolita, mercantil, para desterrar a las comunidades extranjeras, en primer lugar la griega, que allí habían prosperado durante siglos. El fuego se prolongó durante diez días. Desde el barco que rescataba a su familia, el pequeño Henri, impresionado por las ruinas humeantes de lo que había sido su mundo le pedía al capitán: “Tome fotos, por favor. ¡Tome fotos!”

Es así como Langlois se impone la misión de ir detrás de aquello que corría el inminente riesgo de perderse para siempre; continúa Cozarinsky.

En el mercado de pulgas el joven Langlois iba a comprar cuanta lata de celuloide estuviera al alcance de su dinero de bolsillo; en la descarga pública iba a rescatar celuloide que hubiese terminado convertido en pomada para zapatos. En una época en que era hábito de la pequeña burguesía francesa acudir una vez por semana al establecimiento de baños de la vecindad, ese tesoro ignorado fue almacenado en la bañadera del departamento familiar.

Subraya Cozarinsky que de acuerdo a los criterios de Henri Langlois “no se debe guardar sólo las obras maestras consideradas tales por el lábil presente: el paso del tiempo puede devaluarlas, redescubrir lo que hoy se ignora, reevaluar lo que se ha despreciado.”

¿Con qué apoyos contó Langlois para su tarea? Pocos, muy pocos. En su caso, como en tantos otros, las instancias oficiales le cerraron las puertas. Señala Edgardo Cozarinsky que “(…) hacia 1934, el joven Langlois, delgado y de ojos desorbitados, buscaba apoyo ministerial para los primeros pasos de la Cinemateca. Un funcionario desdeñó su proyecto llamándolo fouineur de poubelles, algo así como ‘hurgador de tachos de basura’.”

¿Cómo no sumarse a aquella dedicatoria de Wim Wenders?

martes, 22 de agosto de 2017

Morir de amor


Durante mucho tiempo –tanto en la realidad como en diversas manifestaciones artísticas- la muerte por amor fue un hecho indiscutido; a nadie sorprendía que ocurriera (y durante el Romanticismo con harta frecuencia).

Con el paso de los años llegaron vientos de escepticismo que rechazaron que ello pudiera suceder porque nadie muere de amor, tan solo son supercherías. Y cuando alguna obra literaria insistía en ello, inmediatamente se la descalificaba por cursi y sensiblera. Parecía que había llegado el fin de la historia en cosas del corazón.

Vaya error. Actualmente hay científicos muy calificados que, desde una suerte de revisionismo amoroso, aceptan la posibilidad de que el amor (o la falta de él) conduzca a la muerte. Una muestra de ello tiene lugar cuando Fernando García Ramírez entrevista al Dr. Francisco González Crussi (Letras Libres, 8 de septiembre de 2014) y le pregunta: “¿(…) una pena de amor nos puede romper el corazón?” La respuesta de González Crussi no deja lugar a dudas.

Así es. En el último capítulo de mi libro Tripas llevan corazón me refiero a ese problema. Antes no se creía que eso fuera posible, que una pena de amor pudiera matar. Se podía morir de infarto al miocardio, pero no de amor, ¿verdad? Sin embargo, en los últimos quince o veinte años se ha reconocido un síndrome donde no hay lesión de infarto y, pese a ello, la gente muere del corazón. Esta afección se ha descrito bajo el nombre de “síndrome del corazón partido”. El corazón se contrae de manera anormal y el paciente cae muerto sin que haya habido lesión previa. La autopsia no demuestra ni isquemia ni enteritis ni nada de eso. Se trata de pacientes que acaban de sufrir una gran desilusión, una decepción amorosa. Así que sí es posible que el entorno tenga un efecto que repercuta fatalmente sobre el cuerpo.

Es posible concluir que mientras el enamoramiento acelera el ritmo cardíaco, el desamor podría llegar a detenerlo. Por tanto, si le rompieron el corazón no demore en consultar al cardiólogo.

Avisados.

jueves, 17 de agosto de 2017

El amor propio como causa de insomnio


Investigadores que desarrollan su actividad en clínicas del sueño no deberían perder de vista un análisis que ya tiene sus ayeres. Nos referimos al artículo “El arte de dormirse, o el arte de aburrirse a uno mismo” de Moritz Gottlieb Saphir (traducción de Francisco Uzcanga Meinecke) que sin ser reciente -es de 1840- aporta un enfoque novedoso sobre la materia.
Hay un arte sublime: dormir a pierna suelta; pero hay otro aún más sublime, más exigente: dormirse.
Es éste un arte que sólo puede aprenderse en la práctica, de forma natural. Si uno se pasa las noches en vela tratando de desentrañarlo, desde luego que no lo aprenderá nunca.
La conclusión es que “el arte de dormirse se reduce en realidad al arte de aburrirse a uno mismo”, de lo que es posible deducir que el insomne está enfermo de importancia al otorgar un desmedido interés a sus propias elucubraciones. 
No hay mejor prueba del amor propio y de la vanidad de los hombres que cuando exclaman: “¡No consigo dormirme por las noches!”. Tan sólo atestigua lo mucho que se entretienen solos, lo amenas e ingeniosas que encuentran sus propias reflexiones.
Cuando uno asiste a una reunión de sociedad corre peligro de quedarse dormido en cualquier instante. Pero si se está solo por la noche en la cama, ocupado con nadie más que consigo, escuchando lo que se dice a sí mismo, ya sea una reflexión o un monólogo, entonces se mantiene uno absolutamente despierto y alerta. ¡Oh, misterios de la vanidad y la presunción! (…)
¿De qué habla uno con la almohada? ¡De uno mismo! ¡De uno mismo! ¡De uno mismo! ¿Puede uno dormirse con una conversación tan interesante? Sería una ofensa a uno mismo, y ¿quién se ofende de forma voluntaria?
A continuación Moritz Gottlieb Saphir devela una paradoja: hay quienes siendo capaces de conducir a los demás a un profundo sopor, están muy lejos de lograrlo consigo mismos.
Conozco a escritores que logran adormecer a todo el público con la lectura de sus obras; luego se las leen ellos mismos por la noche, y ni rastro de sueño. Conozco a personas que cuentan anécdotas de forma compulsiva; si las cuentan en público la víctima se queda dormida al instante, de pie, la naturaleza entera empieza a bostezar, la atmósfera se impregna de una somnolencia mortífera; pero cuando se las repiten a sí mismos, noche tras noche en la soledad de su cama, se divierten tanto que son incapaces de dormirse. 
Me reafirmo, por tanto en la conclusión de que el mayor impedimento para conciliar el sueño es el dichoso amor propio.
Conozco sujetos con un efecto soporífero tal, que si te cruzas con ellos por la calle no te queda otra opción que buscar apoyo en la primera fachada para echar una cabezadita hasta que hayan pasado. ¡Y son justo los que se quejan de insomnio! Deben de huir de sí mismos por la noche y sufrir un trastorno de personalidad. 
Estaríamos errados al considerar a Gottlieb Saphir como teórico del tema cuando, por el contrario, su conocimiento es vivencial tal como lo deja en claro al final de su artículo. 
No se me escapa que es una correspondencia algo ilógica: yo mismo estoy ahora desvelado y trato de arrullarme, y es que escribo estas líneas en la cama –sospecho que se nota- y no puedo dormirme. (…)
Todos los lectores a mi alrededor se han quedado dormidos, ¡y yo sigo tan despierto! ¡Es desesperante! ¡Hasta tres veces he leído lo que acabo de escribir y ni rastro de sueño! Soy incapaz de producirme aburrimiento. Pasaré la noche en vela. Pero tú, querido lector, te has dormido ya. ¡Buenas noches!

martes, 15 de agosto de 2017

Escribir, ¿para qué?


Con frecuencia a los escritores se les interroga acerca de su oficio: ¿cómo escriben?, ¿cuándo lo hacen?, ¿por qué escogen el tema? y -claro está que no puede faltar- ¿para qué escriben? Veamos algunas respuestas a esta última pregunta.

Para algunos la realidad no lo es todo. Así Fernando Pessoa –citado por Jorge F. Hernández- escribía “porque la realidad no basta.” 

En otros casos es cuestión de vida y muerte, por lo que Augusto Roa Bastos se sinceraba: “Escribo para evitar que al miedo de la muerte se agregue el miedo a la vida.” 

Hacer frente al aburrimiento y a los momentos críticos de la vida también se ubican entre las causales, según lo sostenido por Enrique Jardiel Poncela: “Escribo, porque nunca he encontrado un remedio mejor que el escribir para ahuyentar el tedio, y en las agudas crisis que jalonan mi vida siempre empleé la pluma como un insecticida.”

No faltó quien devolviera la pregunta, tal como aconteciera con Graham Greene: “A veces me pregunto cómo se las arreglan los que no escriben, los que no componen música o pintan para escapar de la locura, la melancolía, del terror inherente a la condición humana.” 

Rosalía de Castro escribía aun a sabiendas que no hay espacios para la originalidad:

Bien sé que no hay
nada nuevo bajo este cielo,
que antes otros pensaron 
las cosas que ahora yo pienso.

Y bien, ¿para qué escribo?
Bueno, porque así somos,
reloj que repetimos
eternamente lo mismo.
La curiosidad es otra de las motivaciones que mueven al escritor, tal como acontece a Etgar Keret: “(…) el incentivo más grande que tengo para escribir es el de enterarme qué ocurrirá después. Si me quiero enterar, tengo que escribirlo. Yo leo y escribo a la vez. Si supiera lo que va a ocurrir, si conociera ya el final, creo que mi curiosidad se perdería y también la del lector.”
A veces las razones son muchas y de ello da cuenta Octavio Paz: “He escrito y escribo movido por impulsos contrarios: para penetrar en mí y para huir de mí, por amor a la vida y para vengarme de ella, por ansia de comunión y para ganarme unos centavos, para preservar el gesto de una persona amada y para conversar con un desconocido, por deseo de perfección y para desahogarme, para detener al instante y para echarlo a volar. En suma, para vivir y para sobrevivir.”

Ahora lo dejamos por aquí. Volveremos al tema con otras opiniones.

jueves, 10 de agosto de 2017

Cuando enseguida no es enseguida


En otra ocasión ya nos hemos referido a algunas variaciones en las formas de medir el tiempo (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2013/11/el-tiempo-que-transcurre-en-otro-tiempo.html).  Pero ahora Álex Grijelmo nos permite ahondar en otro aspecto de la cuestión.

Las televisiones privadas (…) van a lograr pronto que cambie la percepción general sobre el significado del adverbio “enseguida”.
Anuncian a cada rato: “Enseguida, nuestro invitado sorpresa”. “Las imágenes más esperadas… enseguida”. Y en los programas deportivos: “No os perdáis el macrorresumen del partido de Mestalla, enseguida en #directogol”.

Ante ello Grijelmo quiso verificar la pertinencia de estos anuncios. “He medido alguna vez la duración de esos ‘enseguidas’, y entre el momento en que aparecen los avisos y la llegada de lo prometido pueden transcurrir 20, 25 o 30 minutos.” Ello forma parte de una estrategia cuidadosamente estudiada. “Se trata de una manipulación más que están implantando los hechiceros de las audiencias en la búsqueda de ese efecto pegamento que pretende mantener al público adosado a la pantalla y sin permitirse ir un rato al baño.”

Claro está –según Grijelmo- que el uso de la expresión considerada dista mucho de ser adecuado.

El Diccionario define “enseguida” como “inmediatamente después en el tiempo o en el espacio”. Sin embargo, lo que se suele ver “inmediatamente después” de ese “enseguida” es cualquier cosa menos lo anunciado. Los minutos pasan y pasan, se intercalan eternos cortes publicitarios, tertulias, entrevistas irrelevantes, reportajes de refrito, imágenes en una cinta sin fin que alargan la espera hasta hacerla insoportable… Y “enseguida” equivale a “de seguido”: sin romper la continuidad.

La audiencia, afirma Álex Grijelmo, acepta sin más este estado de cosas pero desconfía de la inmediatez anunciada. “Con el tiempo, eso sí, el público aprende que ‘enseguida’ no significa ‘enseguida’. Que las palabras de ellos no son las nuestras.” Concluye afirmando que la tolerancia ante la televisión no aplica en otros ámbitos. “Pero pobre del camarero que suelte ese mismo ‘enseguida’ falso después de que los comensales hambrientos le pregunten que cuándo estará lista la paella. A él le puede caer la mundial.”

martes, 8 de agosto de 2017

Introducción intensiva


Sí, yo entiendo que el tiempo en el cine es escaso y caro pero aún así… Más de una vez me ha sucedido que apenas iniciada la película aparecen unas cuantas líneas que procuran ubicar al espectador tanto en el tiempo como en el espacio en que tienen lugar los acontecimientos, sin embargo en lo que a mí respecta de muy poco me ha servido ese intento compasivo del director que me deja más confundido. En mi opinión el problema se debe tanto a la velocidad con que transcurren esas líneas en la pantalla (proeza inalcanzable aún para destacados alumnos en cursos de lectura rápida) así como por la enorme cantidad de datos que manejan (deben suponer que el público es muy versado en el tiempo histórico en que se desarrolla la película).

Al leer la experiencia de Wislawa Szymborska a este respecto experimenté una especie de consuelo al sentirme acompañado en mis tribulaciones.

La historia es una fuente inagotable de temas, por esa razón el cine bebe de ella hasta saciarse y la utiliza de maneras muy diferentes y con distintos objetivos. (…) Pero la razón principal para desconfiar de las películas históricas son esas terribles introducciones en forma de subtítulo que tienen que introducir al espectador in medias res. Explicaciones que desaparecen siempre demasiado rápido, antes incluso de poderlas terminar de leer o de retenerlas en la memoria.

A continuación Szymborska ofrece un ejemplo del tema que nos ocupa.

Sin embargo, dado que me parecen un subgénero significativo de la literatura cinematográfica, trataré de dejarles aquí una muestra de su espíritu: “A la enigmática muerte de Palliser XXIII, el último rey de los Homínidos, estalló una sangrienta disputa por las Tierras Altas entre el antiquísimo linaje de los príncipes del Pentágono y la camarilla palaciega, al frente de la cual se encontraba el barón de Neanderthal, Cherep I el Chabacano, nieto de la vengativa Filogenia, sobrina del decrépito Hundschwats, el triunfador del valle. Mientras tanto, tras los muros de Shayba, en las orillas del Rubicón, sitiados desde hace 117 años, ha estallado una terrible epidemia de diabetes. Se han roto los tratados con los pequineses. La vida de Gibon el Epígono, el monarca menor de edad de los Bumeranes, está en peligro. El pueblo comienza a cuchichear y a partir para Baden-Baden”…

Se ruega a los directores que tomen nota de las apreciaciones de tan notable escritora y en lo futuro se compadezcan de quienes asistimos al cine.

jueves, 3 de agosto de 2017

León Felipe en la mirada de Max Aub


El creyente que asumía la fe con todo y dudas. El de la palabra incómoda tanto para adversarios como correligionarios. León Felipe. El de los dos nombres indisociables. El enemigo declarado de la riqueza. El que huía de las concertaciones indignas. León Felipe. El rebelde de voz rasposa. El blasfemo.

Coincidieron en su exilio en México. Tan distintos, tan parecidos. Max Aub lo describe en la intransigencia de su obra que si no cedía ante Dios menos lo haría en la confrontación con los ídolos de su tiempo.

La poesía de León Felipe es una poesía de gran primer actor, que él declama en el proscenio del gran teatro del mundo; una poesía grandilocuente –grande en su elocuencia- que recita frente por frente a Dios –su público- en quien a veces cree y otras no. Rebeldía desesperada contra la falta de sentido del universo; grito desgarrador del hombre que no sabe para qué ni por qué ha nacido. Muge, blasfema para ver quién le responde, y sólo oye su eco. No hay Dios que valga. Esa gran protesta humana sólo la podía escribir, en nuestro tiempo, un español o un judío. Y León Felipe, sea o no judío –eso nunca se sabrá- fue español hasta el tuétano.
Se llamó León Felipe Camino, y he aquí que su apellido le abrió los horizontes (…)
León Felipe fue el último profeta, el que se mete en la piel de todos (…), a ver si Dios lo fulmina o destroza el mundo maldito donde el hombre honrado tiene que vivir doblegado de miserias bajo la férula de los que no lo son. (…)
Yo no sé si es poesía, pero, si no lo es, es algo más: grito de horror de un hombre solo y desnudo que va hundiéndose lentamente en una ciénaga, sin remedio. Algo más que poesía, un documento humano que queda ahí, clavado, para  remordimiento de Dios. (…)
Cincuenta años después, León Felipe termina y remata en brama la triste visión española del 98, sin dejar de decirles a los pocos que todavía viven:

              Miradla:
los mastines del 98, que en cuanto ganasteis la antesala dejasteis
de ladrar, pactasteis con el mayordomo y ahora en el destierro
no podéis vivir sin el collar pulido de las academias.

Es así como León Felipe se transforma en incómodo compañero de exilio (porque “un rico ya no es un exilado, aunque sea español” al decir de Aub); el silencio indulgente, la plática conciliatoria, la actitud diplomática, no le concernían; no eran asunto suyo. Continúa Max Aub con el perfil del poeta.

Un poco más joven que Juan Ramón, Díez-Canedo, Enrique de Mesa; un poco más viejo que Guillén, Salinas o Gerardo Diego; León Felipe es –él solo una generación aparte. (…)
León es Job, con su casa deshecha, sentado en la ceniza, roído por la mugre que Dios nos ha echado encima, le salva su blasfemia, porque el que grita tiene fe mientras los que callan están muertos o heridos de muerte por la gran lanzada de la cobardía.
El gran mal de nuestro tiempo es el miedo, y la cobardía que engendra, con su pus y sus babas; ya casi nadie sabe decir que no, refocilándose en el olvido, ya casi todos aceptan cualquier vergüenza con tal de que les dejen descansar en paz. No exceptúo a los que salieron de España; los años nos han dejado calvos, muchos se han hecho ricos y, en un país capitalista, un rico ya no es un exilado, aunque sea español.
(…) León Felipe, ese Empecinado, que no busca la libertad sino la justicia, y, porque Dios no la da, batalla, desbarata, rompe, hace guerra empuñando la espada de su verso roto, jugando las armas de las palabras en su puño de campesino castellano, mano a mano, cara a cara, cuerpo a cuerpo, clamando y reclamando, por lo menos, los derechos de la blasfemia.

León Felipe, genio y figura hasta la sepultura. En los últimos años de vida siguió librando sus batallas pero ahora silenciosamente y en el aislamiento. Max Aub escribe el 26 de julio de 1963 (cinco años antes de la muerte del poeta).

Comida con Silva Herzog –que invita- y León Felipe. Los dos, viejos: el uno ciego, el otro con ganas de morir. Yo, sesenta; don Jesús, setenta; León, ochenta. León, amargo, desengañado, con la seguridad de que su obra no vale nada.
-Nada vale nada.
No lee, no escribe.

Para el final de estas líneas citemos al propio León Felipe en ocasión de hablarle recio a la muerte.

Y ahora pregunto aquí: ¿quién es el último que habla,
el sepulturero o el Poeta?
¿He aprendido a decir: Belleza, Luz, Amor y Dios
para que me tapen la boca cuando muera,
con una paletada de tierra?
No.
He venido y estoy aquí,
me iré y volveré mil veces en el Viento
para crear mi gloria con mi llanto.

¡Eh, muerte… escucha!
Yo soy el último que hablo (…)

martes, 1 de agosto de 2017

Presencia curativa


Las apariencias (sabido es, a veces engañan) parecen presentar como opuestas a dos corrientes que son complementarias. Por un lado mucho se ha venido hablando en cuanto a los impresionantes avances tecnológicos en el campo de la medicina que han ido desplazando la idea del médico tradicional de consultorio. Por otra parte, mientras tanto, no se apagan las voces de quienes destacan la existencia de doctores que con su sola presencia alivian los malestares del paciente.

Nos referiremos a estos últimos y para ello recurrimos a un notable representante de la profesión como lo es Oliver Sacks, quien traza un admirable perfil de su colega Michael Kremer para quien la base de todo estaba en una atenta observación del paciente.

La simpatía o empatía de Kremer era extraordinaria. Parecía capaz de leer la mente de sus pacientes, conocer de manera intuitiva todos sus miedos y esperanzas. Observaba sus movimientos y posturas, como un director de teatro con los actores. Uno de sus artículos –uno de mis favoritos- se titulaba “Sentarse, levantarse y caminar”. Demostraba lo mucho que observaba y comprendía antes incluso de llevar a cabo un examen neurológico, antes incluso de que el paciente abriera la boca.

Otro de los secretos de Michael Kremer –siguiendo a Sacks- estaba dado por el tipo de atención que brindaba. “En su consulta de pacientes externos de los viernes por la tarde, Kremer a veces veía hasta a treinta pacientes distintos, y a cada uno le dedicaba una atención intensa, concentrada y compasiva.” Conviene reiterar esas tres características de la atención personalizada: intensa, concentrada y compasiva.

Y claro está, de esta manera los resultados no se hacían esperar ya que “los pacientes lo adoraban, y todos hablaban de su amabilidad, de que su sola presencia ya les resultaba terapéutica”.

Sin quitar trascendencia alguna a los enormes avances de la tecnología médica de alta especialidad, lo que sería absurdo, podemos concluir que la existencia del médico con presencia curativa no se encuentra amenazada y goza de muy buena salud.