jueves, 27 de noviembre de 2014

Palabras asociadas


Hay expresiones que van por allí invariablemente unidas, no se comprenden las unas sin las otras. Álex Grijelmo da algunos ejemplos de ello.

Algunas palabras son parejas de hecho. Van de, dos en dos, inseparables, y se atraen como imanes, compatibles de gran fuerza.
Aplausos atrae mucho a cálidos, se llevan muy bien. Ovación se ha enamorado de cerrada; hincapié se hace acompañar de especial; siempre el verbo buscar sale de paseo con desesperadamente; mal tiempo es novio de reinante; a la palabra dinero se la ve mucho por las fiestas en compañía de fuerte suma; hotel no vale nada si no es céntrico; y no hay un reto que no esté ligado con difícil.
Así, el discurso del conferenciante fue acogido con “cálidos aplausos”; la faena del torero fue recibida con una “cerrada ovación”; el ministro hizo “especial hincapié” en esa cuestión; el Betis “buscó desesperadamente” el empate; la etapa fue muy dura por el “mal tiempo reinante”; el yate costó una “fuerte suma de dinero”; y el nuevo ministro se enfrenta a un problema “difícil y complicado”.
Será muy original quien hable, por ejemplo, de “aplausos copiosos”, “ovación atronadora”, “hincapié” a secas (pues el hincapié siempre es especial), quien “busque con denuedo” a alguien, quien pague “mucho dinero”, quien se reúna en un “hotel suburbial” y que “afronte un problema simple y llanamente” (pues los problemas si no son complicados no son problemas ni nada).
Y hay más palabras imantadas: pertinaz y sequía, incendio y pavoroso, eminentemente y práctico, espectáculo y dantesco... Cuán difícil es resistirse a su fuerza. Pero hay que separarlas en bien de la higiene estilística. De tanto tiempo juntas, acaban oliendo un poco.

La lista podría seguir: “derroche de creatividad”, “hacer caso omiso”, “corrió como reguero de pólvora”, “lo persiguió a sol y a sombra”, “una pertinaz llovizna”, “irle a la zaga”, “sinceras condolencias”, “estar a la altura de las circunstancias” (por cierto, ¿cuál será la altura de las circunstancias?). Hay palabras asociadas que aluden a cuestiones de medida como “dar el ancho” y “no cabe la menor duda”.

Por cierto que tal vez debido al clima de inseguridad que vivimos, en tiempos recientes cada vez con más frecuencia “me asaltan dudas”.

martes, 25 de noviembre de 2014

Buñuelesco


¿Dónde quedaron depositadas (feo término por cierto para describir la situación) o fueron esparcidas las cenizas de Luis Buñuel? Bien a bien nadie lo sabe y la situación es propia de alguna de sus películas; Abida Ventura se refiere al tema

La madrugada del 29 de julio de 1983 falleció Luis Buñuel en un hospital de la ciudad de México. Tal como lo dispuso el propio cineasta  español naturalizado mexicano, no hubo ceremonia de despedida. Su cuerpo fue incinerado,  pero a 30 años de su muerte el paradero final de sus cenizas sigue siendo un misterio.
Tras la cremación, su esposa Jeanne Rucar, quien lo acompañó hasta su lecho de muerte, se negó a revelar el destino que tendrían los restos del director de Un perro andaluz. Pocos días después, su hermana Conchita Buñuel, al  ser cuestionada por medios españoles sobre dónde deberían permanecer los restos del cineasta,  declaró que  era un tema sin importancia, incluso para él mismo.  “Suponemos que reunió a su mujer y a los dos hijos hace tiempo y les dijo que hicieran con sus cenizas lo que quisieran. Luis pudo decir que echaran sus cenizas al mar, al Ebro o a donde fuera. Nosotros sabíamos que no le importaba demasiado lo que se hiciera con sus restos”, declaró entonces.
La viuda de Buñuel falleció en noviembre de 1994 y el secreto sobre las cenizas de su marido se lo llevó hasta la tumba.
A tres décadas de la muerte del  autor de  Los olvidados, el sitio donde se encuentran o donde fueron esparcidas sus cenizas sigue siendo un misterio y objeto de controversias entre algunos de sus amigos más íntimos y sus herederos.
En el transcurso de los años, diversas han sido las versiones sobre el lugar a donde  fueron a dar los restos del maestro surrealista: las primeras  tesis dicen que fueron esparcidas en el Desierto de los Leones, sitio en el que le gustaba pasear; según su hijo mayor, Juan Luis Buñuel, su madre le entregó la urna a su hermano Rafael, quien se la habría llevado a su casa en Los Ángeles. Ahí las tuvo hasta 1997, fecha en que las trasladó a España para, por fin, esparcir las cenizas de su padre en su natal Calanda; pero en México un sacerdote sostiene que los restos de Buñuel, el ateo declarado, yacen en la Parroquia Universitaria del Centro Universitario Cultural (CUC), administrado por religiosos dominicos.

Así es como entra en escena el padre Julián quien parece estar en condiciones de aportar más información. Continúa Ventura

En una charla pública, realizada (…) en la casa de la colonia del Valle donde el cineasta español vivió hasta sus últimos días,  hoy convertida en centro cultural, el  padre Julián Pablo Fernández, con quien Buñuel mantuvo una relación cercana en los últimos años de su vida, declaró que las cenizas del cineasta cuya obra está plagada de críticas a la religión, han permanecido en un rincón, “sin acceso”, de esa capilla  dominica.
En ese acto, realizado en el marco de la exposición Viridiana 5.0, el padre Julián contó que el cadáver de Buñuel fue incinerado en una funeraria de la ciudad y que sus restos fueron entregados a su hijo Rafael, quien cedió las cenizas al cura  y éste las llevó a la capilla del CUC.
Días después de estas declaraciones, los hijos de Buñuel, Juan Luis y Rafael, enviaron  una carta firmada al periódico español El Mundo para desmentir lo dicho por el padre Julián y asegurar que las cenizas de su padre fueron esparcidas en 1997 en el monte Tolocha, ubicado a unos cuantos kilómetros de Calanda.
En esa carta, Rafael Buñuel comenta que su padre y Julián Pablo Fernández daban largos paseos, hablaban de religión y que el sacerdote fue, durante dos o tres años, el portador de la urna con las cenizas del director, hasta que la viuda del cineasta se las solicitó.
En México, el padre Julián sostiene que las cenizas de Buñuel, a quien consideró como su maestro y mejor amigo, permanecen en la capilla del CUC.

Pero el padre Julián –según Abida Ventura- no siempre está dispuesto a decir lo que sabe.

Sin embargo, el padre Julián ahora prefiere callar. En una visita al convento de Santo Domingo, donde vive y oficia misa todos los días a la una de la tarde, el sacerdote dominico no acepta hablar sobre su relación con el cineasta; señala que es una historia más que conocida y que prefiere no volver al tema. Durante las siguientes visitas al recinto, el cura afirma estar indispuesto para conceder una entrevista debido a un fuerte resfriado.
En la parroquia universitaria, donde se supone que yacen los restos del cineasta, desconocen la leyenda. De estar ahí, esas cenizas del director de Simón del desierto y Nazarín (…) podrían cumplir con uno de sus últimos deseos. En su libro de memorias, Mi último suspiro, Buñuel aseguraba que su último deseo sería  levantarse de entre los muertos cada 10 años, ir a un quiosco y comprar varios periódicos para leer sobre los desastres del mundo en la tranquilidad de su tumba.

Elena Poniatowska también le entra al tema y da otras posibles pistas que permitan develar el misterio.

El padre Julián, notable religioso, es el único al que Luis Buñuel quiso ver al final de su vida en su casa de la privada de Félix Cuevas. Incluso se cuenta que las cenizas de Buñuel están bajo el altar en el que los dominicos ofician su misa todos los días. El padre Miguel Concha, que defiende las causas más nobles y escribe regularmente en La Jornada, podría confirmarlo. Quizá podría también hacerlo el padre Didier Laurent, amigo de mi madre, al que los jóvenes le deben mucho. También algo ha de saber mi querido Carlos Mendoza, que camina en tierra firme y siembra trigo bueno hasta en los surcos más cizañosos. (…)
A lo mejor Luis Buñuel quiere que se guarde el secreto sobre su última morada, pero ya la voz ha corrido. Él mismo la propició al vestirse de franciscano en sus películas y, aunque el hábito no hace al monje, a lo mejor él se propuso descubrirlo en sus últimos años.

Una vez más queda claro que a Luis Buñuel no le interesaban los finales lineales o demasiado previsibles.

jueves, 20 de noviembre de 2014

El otro oficio de aquella modista


Es difícil imaginar desde el hoy algunos oficios que existieron en el ayer. Tal es el caso de las modistas que visitaban algunas familias de clase media y alta. Destacaban por estar muy bien informadas del último grito de la moda (que nunca es el último) como por su destreza en el manejo de moldes, tijeras, metro, alfileres y puntadas. Milton Schinca evoca a una de ellas en un entrañable relato al que titula “La costurerita que derrotó al cine” y comienza proporcionando algunas referencias del personaje.


Cuando yo era niño chico –tendría alrededor de cinco años o seis, no más- iba a casa con regularidad una modista que, como era bastante corriente entonces, se pasaba la tarde entera o aún el día desde la mañana a la nochecita, confeccionando un vestido o una prenda que alguna mujer de la casa necesitaba.
Esta modista era de nacionalidad española; diría mejor: de nacionalidad españolísima. Las mentas familiares pretendían que era originaria de Galicia; pero hoy, rememorándola a la distancia –y la tengo bastante presente y hasta escucho su acento- tengo para mí que debía ser, mucho más que gallega, andaluza de pura cepa. (...)
Pero además llevaba con gran donaire un nombre impresionante, que era ya todo un alarde andaluz. Se llamaba (y hago aquí un alto respiratorio, porque conviene desenrollarlo todo entero, sin pausas ni cortes publicitarios) María de la Soledad Milagros Angustias Remedios Leocadia Taboada Aream.
Yo no sé si vive aún esta señora de tanto nombrerío, porque nunca más la vi, como no fuera en mi memoria agradecida. Si viviera, tendría que ser muy viejecita, y mucho me gustaría saber que aún sigue en pie con su salero y su ángel andaluz a cuestas (sí: andaluz, estoy seguro).


Pero aquella modista desempeñaba otro oficio (todo hace suponer que por el mismo precio) que le permitía insuflar de vida a cualquier acontecimiento, por cotidiano que fuera. Continúa Schinca describiendo a doña María de la Soledad
 

El día que se instalaba esta mujer en mi casa, era para mí, para mis hermanas y hasta para mi madre, un día de fiesta nacional. Porque la casa se llenaba de pajaritos y de campanillas y de mariposas que volaban de aquí para allá. Todo lo que veía a diario como cosa habitual y grisácea, quedaba de golpe transfigurado en luminarias, gracias a tanta jarana, risas y ocurrencias sin término.
Doña María de la Soledad Etcétera era como un pozo vivo de cuentos, historias, leyendas, que llevaba como a flor de piel –se ve-, porque las sacaba a luz con una facilidad pasmosa; y la casa quedaba alocada, encendida por obra y gracia de la gracia de aquella parladora, que además salpicaba sus relatos y dichos con chistes y ocurrencias de momento que no paraban nunca.


En tiempos en que el cine hacía furor -y aún era novedad- la modista le hacía seria competencia; Milton Schinca concluye su relato
 

Pero afirmé que esta mujer derrotó al cine, lo que parece mucho afirmar. ¿Esto quiere decir que cuando ella venía a pasar el día a casa, ni ganas daban de pensar en ir al cine por ser esta costurera tan animada, tan divertida? ¡Ah, si fuera eso solo! Era mucho más, ciertamente. Su gran pasión, su placer fruicioso consistía en contar películas; enteritas, de punta a punta sin saltearse ni una escena. Pero digo mal cuando digo desvaídamente “contar películas”: lo que hacía esta prodigiosa maga era proyectarlas con la mayor minucia en una pantalla imaginaria que desplegaba con toda su anchura entre nosotros. (Ella  inventó sin duda el Cinemascope, mucho antes de que se les ocurriera tanto más tarde a los estadounidenses). (...)
Nunca me olvido de una película que María de la Soledad nos contó una vez, con toda la familia rendida ante su palabra. La protagonizaba aquel mexicano y cantor, galán que hacía furor entonces, y que después de probar hasta saciarse las glorias de este mundo, decidió entrar de cura, dejando viuda inconsolable a la mitad femenina de Latinoamérica: el irresistible José Mojica.
Pero nuestra costurerita andaluza no sólo nos contó la película: también la cantó, canción por canción sin faltar ninguna. Y encima, imitando a Mojica en sus gestos e inflexiones. (...)
Una vez me ocurrió que, a los pocos días de “estrenada” una película de Mojica en mi casa por obra y gracia de esta relatora chisporroteante, fui al cine a ver el mismo filme en la pantalla verdadera. ¡Nadie puede imaginarse mi colosal decepción! ¿Pero sería la misma película que yo acababa de ver y oir y llorar y sufrir, sentado a los pies de mi costurerita? ¡Nunca vi nada más soso, opaco y sin gracia, que aquella versión visual y sonora proyectada en el “biógrafo” del Centro! ¡Qué historia estúpida, mal contada, sin tensiones, sin contrastes, laxa, monocorde! Y el pobre José Mojica del filme daba realmente lástima: era un burdo galán de hojalata, un cantor de pastafrola.


Por cierto que a José Mojica dedicaremos varios artículos ya que su vida así lo amerita. Quedan avisados.

martes, 18 de noviembre de 2014

Rosario Castellanos: recuerdos de infancia


Todos encuentro de personas tiene mucho de fortuito o accidentado. El de los padres de la escritora Rosario Castellanos no fue excepción y Héctor Cortés Mandujano Cortés (Chiapas cultural. El Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas. Tuxtla Gutiérrez, Gobierno del Estado de Chiapas - Secretaría de Educación, 2006) da cuenta de ello.


César Castellanos había estudiado ingeniería en los Estados Unidos y poseía, por herencia, grandes extensiones de tierra, entre las cuales se hallaban las fincas El Rosario y Chapatengo. No era rebelde a las costumbres, pero, aunque tenía más de cuarenta años, no se había casado y tenía un hijo por allí, Raúl, un normal error de juventud. Tal vez uno de los pocos signos contrarios a lo que se esperaba de él fue casarse con Adriana Figueroa, una mujer bonita, pero de clase inferior a la suya, "una de las Figueroa, costurera del barrio pobre de San Sebastián" (Óscar Bonifaz). No la enamoró, claro. Ni siquiera habló con ella, sino con su madre. Adriana tenía 22 años, ya se estaba quedando. ¿Qué más podía esperar en Comitán, aquel pueblo? Con don César subiría de nivel, sin duda. Quién sabe qué pensaría ella cuando le dijeron que ese hombre sería su marido. Su mamá, que era a quien le preguntaron sobre el particular, dijo que sí. Y se casó don César con la Figueroa.
 

Por lo visto el encuentro no fue particularmente romántico; Cortés Mandujano reconstruye la historia retomando el testimonio de la propia escritora.
 

El matrimonio no fue, no pudo ser, una bella historia de amor: él, en los asuntos de hombre, y ella, confinada al hogar, al rezo puntual. "No recuerdo nunca haber visto que se tocaran la mano", dijo años después su hija Rosario (Elena Poniatowska. “Rosario Castellanos. ¡Vida, nada te debo!”, en ¡Ay vida, no me mereces! Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Juan Rulfo, La literatura de la onda. México, Joaquín Mortiz, 1986).
 

Por aquel entonces el nacimiento de una niña no era acompañado de tanto júbilo como el de un niño y ello aconteció –siempre de acuerdo a la narración de Cortés Mandujano- en la familia Castellanos-Figueroa.
 

El 25 de mayo de 1925, por hallarse circunstancialmente en la ciudad de México, en la casa ubicada en Avenida Insurgentes número 108, la pareja recibió a su primera descendiente. Fue niña, ni modo. La llamaron Rosario, como la finca, y a los pocos días regresaron a Comitán, donde un año después tendrían el premio de recibir, ahora sí, la alegría de un nuevo bebé, ahora sí niño: Benjamín.
La niña pasó a segundo término para los padres. De ella se hizo cargo Rufina, la nana tzeltal que la introdujo al mundo de oraciones en voz baja, al silencio cuando los demás hablaban: oír y callar.


El destino se ensañaría con aquel hogar y a consecuencia de ello la situación de la niña Rosario se hizo aún más difícil. Prosigue Héctor Cortés Mandujano con su relato
 

El niño crecía a sus anchas, como rey. Tenía siete años cuando una espiritista amiga de su madre "entró despavorida" y dijo a Adriana que un espíritu le acababa de comunicar "que uno de sus dos hijos iba a morir. Entonces, cuenta Rosario a Elena Poniatowska, mi mamá se levantó como resorte y gritó: ‘Pero, ¿no el varón, verdad?'." (...).
En Balún Canán, novela con elementos claramente autobiográficos, es la nana quien da la noticia: "-Mario va a morir. Mi madre cogió el peine de carey y lo dobló, convulsivamente, entre los dedos", luego la madre va con la tullida a que le eche las cartas y después con el sacerdote: la información es la misma, ella exclama: "Si Dios quiere cebarse en mis hijos... ¡pero no en el varón! ¡No en el varón!". Paludismo, dice el doctor. Mario muere y un señor considerado se inclina hacia la niña y le musita: "Ahora tu padre ya no tiene por quién seguir luchando" (Rosario Castellanos. Balún Canán. México, Fondo de Cultura Económica, 1989). (...)
El dolor por la muerte del hijo fue devastador para sus padres, fin de sus ilusiones. Rosario escuchó a César, su padre, decir "ahora ya no tenemos por quién luchar", Rosario escuchó a Adriana, su madre, decir "tu papá y yo porque tenemos la obligación te queremos". Te queremos porque, ni modo, es nuestra obligación. Y allí se estableció el desencuentro que Rosario tendría ya, para siempre, con ellos. ¿Qué había hecho para no ser querida espontáneamente? Ser niña, ser mujer.


Recurriendo a diversas fuentes que recogen el testimonio de la propia escritora, Cortés Mandujano se asoma a aquel hogar donde escaseaba la vida.
 

"Mi padre era un hombre profundamente melancólico [...] Débil ante la adversidad. Mi madre debe haber tenido una juventud y un temperamento poderosos que el matrimonio destruyó. Cuando los conocí, se encontraban tanto física como espiritualmente en plena decadencia. Me crié en el ambiente de una familia [...] que había perdido el interés por vivir" (Beth Miller y Alfonso González. “Rosario Castellanos”, en 26 autoras del México actual. México, Costa-Amic Editor, 1979).
 

Su madre siguió cumpliendo hasta el último aliento con el papel que la sociedad le asignaba; de ello da cuenta la misma Rosario Castellanos en entrevista con Elena Poniatowska citada por Cortés Mandujano
 

"Mi mamá murió de cáncer, un cáncer dolorosísimo con una agonía horrenda, y la teníamos a base de morfina. Entonces, mi papá (cuando mi mamá estaba agonizando, con la morfina, que nada más salía de un estado de sopor, para inmediatamente recibir otra dosis) tenía gripa. Mi mamá se levantaba, completamente mareada, completamente mal, descalza, agarrándose de las paredes porque no podía ni mantenerse, para llegar hasta el cuarto de mi papá y preguntarle a él cómo había amanecido él, porque era el Señor. Entonces mi papá se daba el lujo de darle la espalda y mirar hacia la pared y de no contestarle. Cuando yo veía esto, a quien quería matar era a mi mamá porque me parecía una abyección a tal punto tan gratuita y tan innecesaria. Pero la cara de beatitud que ella ponía cuando comprobaba que él era ese monstruo... Regresaba a la cama... sonriendo. Era una cosa totalmente repugnante" (Poniatowska).
Adriana Figueroa murió en enero de 1948 de un cáncer en el estómago.


La escritora estuvo presente en el momento de la muerte de su padre. Nuevamente es Elena Poniatowska -citada por Cortés Mandujano- quien da cuenta del suceso.

 
Una mañana iba por la Avenida 5 de Mayo en el carro de su padre, quien manejaba. Éste murió del corazón en forma instantánea. Rosario dio la vuelta, abrió la portezuela opuesta, hizo a un lado a su padre y manejó el coche, el padre muerto sentado a su lado, hasta llegar a su casa.


Rosario Castellanos pone el punto final a su relato: "Consideré y he seguido considerando la vida de familia como un apretado infierno sin grandeza y sin mérito. Desde que ellos murieron he vivido más tranquila, he sido más feliz".
                                                                                 

jueves, 13 de noviembre de 2014

Todólogos


Es cosa de todos los días que los comentaristas que aparecen en los medios opinen de una amplia gama temática que va de la política al fútbol; de la economía a la gastronomía; de la cultura popular a las nuevas tecnologías; del marketing a los trastornos de personalidad. En algunos casos son especialistas en una materia que al ser consultados sobre otras cuestiones sucumben ante la llamada “tentación del micrófono” sin hacer suyo el viejo dicho que señala: “La misa, dígala el cura”, aludiendo de esta manera a los que se meten a predicar de lo que no entienden. A ellos se refiere Álvaro Cunqueiro: “Hay en nuestro tiempo gente especializada en una parva rama de la ciencia, que pretende el título de sabio, que es otra calidad humana y humanista bien más alta. Son aquellos de los que hablaba el señor Montaigne, que sabiendo algo de fuentes se creen en la obligación de escribir toda la física.” Quienes así actúan, continúa Cunqueiro, devienen en charlatanes o barulleiros como dicen los gallegos.


Según Andrés Ortiz-Osés “el todólogo lo trata todo como un podólogo: por sus extremidades” y para integrar ese gremio, de acuerdo con Fabrizio Andreella, es necesario ser famoso.
 

Hoy en día, tener una opinión es más importante que estar informado. Todo mundo habla sobre cualquier cosa. Es suficiente con tener fama para ser un todólogo. Sin reflexionar, cualquier celebridad contesta a preguntas sobre los grandes temas de la vida o sobre los problemas de la humanidad. En un desfile de banalidades legitimadas por el nombre famoso que las pronuncia con experimentada sonrisa o con estudiada tristeza, asistimos al crepúsculo churrigueresco de la idea de que los medios masivos son un instrumento de socialización del saber y de los valores que identifican a un pueblo.
 

Los medios de comunicación tienen mucho que ver con esto cuando promueven a ciertos periodistas que ingresan a la extraña categoría de “líderes de opinión”; Pietro Emanuele, citando a Karl Krauss, analiza el punto.
 

Para él [Karl Krauss] el periodista rutinario es tan impúdico que está convencido de poder dar lecciones a un bacteriólogo, a un astrónomo y a lo mejor a un párroco:
Y si se tropezase con un estudioso de matemáticas superiores, él le demostraría sentirse a sus anchas también en matemáticas superiores.
Como decían los latinos: doctus de ómnibus rebus et de quibusdam aliis (“experto en todas las cosas y en algunas más”).
                                             

Estamos ante ¿especialistas?, ¿opinadores?, ¿todólogos?, la polémica está abierta. Cabe hacer notar que algunos de ellos se refieren a quienes se oponen a sus puntos de vista como opinadores, por lo que en su imaginario se posicionan en un plano superior: los que coinciden con ellos son especialistas; los que discrepan, tan sólo opinadores.

  
Y para peor es frecuente que sus explicaciones vengan envueltas en rollos interminables, con lo que ignoran aquello que escribiera Voltaire a un amigo: “Perdona que te haya escrito tan largo. No tuve tiempo de escribir breve.”


Justo es reconocer que hay especialistas que tienen una mirada crítica hacia su propio actuar; es el caso de Salvador Cardús
 

Durante años me han pedido que diera conferencias sobre el problema de la adolescencia y de la juventud. A pesar de que nunca se sabe con exactitud si los problemas suscitan la aparición de los expertos, o si por el contrario son los expertos quienes se inventan los problemas, lo cierto es que desde hace un par de décadas la juventud se ha convertido en un problema con certificado oficial.

 
Todo parece indicar que hay ocasiones en que es recomendable no dejarse guiar por el horizonte trazado por los opinadores, en particular cuando se refieren a temas políticos. Jesús Silva-Herzog Márquez profundiza en la cuestión


Durante años, Philip Tetlock ha sometido a prueba a los opinadores que descifran el mundo de la política y se ofrecen como profetas para el teleauditorio. La conclusión a la que ha llegado es que son unos farsantes: no saben de lo que hablan y no son confiables como anticipo de lo que vendrá. Tetlock publicó un libro con sus hallazgos. Siguiendo aquella idea que Isaiah Berlin haría famosa, ubica erizos y zorro en el mundo del comentariado. Unos tienen sólo una idea y derivan de ella toda su interpretación del mundo; otros tienen varias nociones y adaptan su evaluación a la circunstancia. Al parecer, éstos últimos suelen ser un poco más confiables. En Wired hay una entrevista con él. Su entrevistador, Jonah Lehrer sugiere que en los programas televisivos de análisis político, debería insertarse una leyenda: "Está probado científicamente que estos señores no saben de lo que hablan. Su rollo tiene sólo propósito de entretenimiento."

 
No deja de ser paradójico que en este entorno lo más normal se convierte en excepción y Juan Cruz da un ejemplo de ello


Hay una anécdota (…) protagonizada en un programa de radio de Iñaki Gabilondo (valga la redundancia, pues Iñaki es radio) por el político y profesor gaditano Ramón Vargas Machuca. Gabilondo le preguntó algo concerniente a la actualidad. Y el entonces tertuliano dijo: "Pues de eso no sé nada". El gran comunicador paró en ese momento la tertulia: "Señores, ha ocurrido algo excepcional. Alguien, en el uso del micrófono, acaba de decir que de algo no sabe".

 
La sabiduría del no saber.

 

 

martes, 11 de noviembre de 2014

Del pasado al presente: una carta de Germán Dehesa


Hay momentos en que uno siente que ciertos escritores hacen falta, mucha falta; esto me sucede en estos días respecto a Germán Dehesa. Extraño su ironía, cinismo, crítica implacable. Los poderosos, temerosos de su afilada pluma, procuraban su amistad con el afán de contener ese humor tan personal con el que Dehesa se defendía –y nos defendía- de la arbitrariedad, la injusticia, la corrupción y la impunidad en que vivimos.
Lo que más añoro en las actuales circunstancias es su gran habilidad para encontrar resquicios de esperanza en donde parecía no haberlos. Es por ello que recupero uno de sus textos titulado “A quien corresponda” y publicado en el periódico Reforma el 18 de junio de 1995.
¿A quién corresponde esta carta? Quiero pensar que a mí, a ti, a usted, a nosotros que vivimos en México y que no nos conformamos con ser espectadores pasivos de su daño, de su malestar de su desencuentro y de su desánimo. Por razones que tenemos el deber de esclarecer, a este país ha llegado el mal tiempo. El ilusionado (e iluso) barco ha naufragado. Pienso ahora en náufragos ilustres como Robinson Crusoe, o Alvar Núñez Cabeza de Vaca. ¿Qué hicieron ellos? Bueno, pues hicieron muchas cosas. La primera: dejar el llanto y el quejumbre para mejor ocasión. No había tiempo que perder. Todas sus fuerzas se concentraron en la supervivencia. Pensaron, imaginaron, rescataron, construyeron, inventaron, improvisaron, trabajaron, le exigieron el máximo esfuerzo a su cuerpo, a su alma, a su inteligencia y, al final, pudieron reencontrarse con la vida en un abrazo que inauguraba el futuro. La lección ahí queda. Nada nos impide a los mexicanos aprovecharla. Me basta con mirar la larga, desgarrada y tenaz historia de mi país; me bastan las pirámides, los templos, el helado de guanábana, el Lago de Pátzcuaro y el escándalo de las bugambilias para saber que sí podemos; que mi país sigue, y que tan cierto como el naufragio es la posibilidad del rescate y de la inauguración del futuro. No deseo que mi país vuelva a ser como antes; quiero con toda mi alma que sea mejor que antes; que sea tan digno y tan justo como nunca antes. Por eso te escribo, amigo, lector, mujer, hombre joven e idealista, o atardecido y sabio. En este momento, todos nos necesitamos. Ninguna buena idea, ningún proyecto viable, ninguna innovación puede ser desperdiciada, o empobrecida en el triste beneficio personal. Hoy más que nunca tenemos derecho a soñar, pero a condición de que ese sueño se someta al juicio de la lucidez; se transforme en proyecto y salga a la luz para beneficio de todos. Si hoy la muerte nos muestra los infinitos e impensables modos de su perversión, es tarea de todos los que estamos del lado de la vida imaginar y compartir los incontables proyectos de la resurrección. Te lo digo aquí y por escrito: trabaja, colabora, comparte tus buenas ideas, imagina, déjate ganar por la alegría; no tengo la menor duda: el amanecer es de nosotros.
Vista desde el hoy la tarea colectiva a la que convoca Germán Dehesa pareciera ser titánica, ojalá que podamos con el paquete. La historia lo dirá.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Los hombres no lloran


Las mujeres deberían tener el monopolio de las lágrimas según lo indica el extendido principio de que los hombres no lloran y que en caso de hacerlo se rajan permitiendo que aparezca su parte femenina. Algunos escritores comparten sus vivencias en relación al llanto y uno de estos casos es el de John Berger


Acompañaba a Ken a los bares y, aunque todavía era menor, nadie me ponía ningún impedimento. No por mi tamaño o mi aspecto, sino debido a mi seguridad. No mires atrás, me dijo, no vaciles, simplemente muéstrate más seguro que ellos.
Una vez un parroquiano empezó a insultarme, di­ciéndome que me apartara de su vista, y yo perdí el con­trol y estuve a punto de echarme a llorar. Ken me puso la mano en el hombro y me sacó a la calle. No había ilumi­nación. Estábamos en plena guerra. Caminamos un gran trecho en silencio. Si tienes que llorar, y a veces no se puede evitar, dijo, si tienes que llorar, llora después, nun­ca durante. Recuérdalo.


La enseñanza de Ken al preadolescente que era Berger por aquel entonces, admitía una excepción: “A no ser que estés con quienes te quieren, sólo con quienes te quieren, en cuyo caso ya eres afortunado, pues nunca hay muchas personas que le quieran a uno. Si estás con ellos, puedes llorar. Si no, llora después.”
 

Otro de los autores que se refiere al tema es Amos Oz, quien comienza rememorando una obra de Julio Verne.
 

Miguel Strogoff, de Julio Verne, dejó algo en mí que me ha acompañado hasta el día de hoy. El zar ruso envió a Strogoff en una misión secreta a llevar un despacho crucial a las fuerzas rusas asediadas en los confines de Siberia. El correo debía atravesar las tierras que estaban bajo dominio de los tártaros. Miguel Strogoff fue capturado por la guardia tártara y conducido ante su líder, el Gran Khan, quien ordenó cegarle acercando una espada al rojo vivo a sus ojos para que no pudiera proseguir su viaje a Siberia. Strogoff se había aprendido el crucial despacho de memoria, ¿pero cómo podía llegar a Siberia sin vista? Incluso después de que el hierro candente quemara sus ojos, el fiel correo continuó a ciegas su camino hacia el este, hasta que, en el momento decisivo de la trama, el lector descubre que no ha perdido la vista: ¡la espada al rojo vivo que le habían acercado a los ojos se había enfriado con las lágrimas! Porque en aquel difícil momento Miguel Strogoff había pensado en su querida familia, a la que ya nunca volvería a ver, y con ese pensamiento sus ojos se llenaron de lágrimas, y esas lágrimas enfriaron la brasa y le salvaron la vista, así su trascendental misión fue llevada a término con éxito y determinó la victoria de su patria sobre todos sus enemigos.
Las lágrimas fueron por tanto las que salvaron a Strogoff y a toda Rusia.


Sin embargo, continúa Amos Oz, el lugar que ocupaba el llanto en su educación familiar estaba muy lejos de ese poder heroico.

 
¡Pero en casa las lágrimas estaban prohibidas a los hombres! ¡Eran una deshonra! El llanto era propio única y exclusivamente de las mujeres y los niños. Con cinco años ya me avergonzaba llorar y con ocho o nueve aprendí a ahogar el llanto para poder ser admitido en la orden de los hombres. Por eso me impresioné tanto la noche del 29 de noviembre cuando mi mano izquierda tropezó en la oscuridad con la mejilla húmeda de mi padre. Y por eso no hablé de ello nunca, ni con mi padre ni con ninguna otra persona.

 
La historia de Miguel Strogoff proporcionó a Oz una mirada diferente que permitía conciliar el sentimiento con la masculinidad.
 

Y resulta que Miguel Strogoff, un héroe impertérrito, un hombre de hierro capaz de superar cualquier adversidad y tormento, cuando de pronto piensa en el amor, no se contiene: llora. No de miedo ni de dolor, Miguel Strogoff llora por la fuerza de sus sentimientos.
Y más aún: el llanto de Strogoff no lo rebaja al nivel de un infeliz ni al de una mujer o un trasto viejo, sino que es un llanto aceptado tanto por el autor, Julio Verne, como por el lector. Y como si no bastase con que el llanto de un hombre sea aceptado, ese llanto de pronto salva al que lo derrama e incluso a toda Rusia. Y así, ese hombre, el más viril de los hombres, venció a todos sus enemigos gracias al “lado femenino” que surgió de lo más profundo de su alma en el momento decisivo, y ese “lado femenino” no anuló ni debilitó el “lado masculino” (algo con lo que en aquella época nos lavaban el cerebro) sino todo lo contrario, lo completó y se reconcilió con él. Tal vez fuera ésa una salida digna, una liberación no deshonrosa a la alternativa que por aquellos días me atormentaba, la alternativa entre sentimiento y virilidad.

 
Por último, y en el entorno mexicano, seguiremos las vivencias de don Andrés Henestrosa a este respecto.

 

Y ¿por qué no he de decirlo, si es verdad, que hay días en que tengo muchas ganas de llorar? No afrenta a un hombre llorar. Además, sólo los hombres lloran, como dije el día de mis bodas, y como escribió Ermilo Abreu Gómez. Y algo más: las lágrimas caen de pie, cuando las derrama un hombre. Yo no creo, como creía Unamuno, que son dichosos los hombres que no han tenido que llorar ante otros hombres. Hay días en que tengo ganas de llorar, y en otros, necesidad. Cuando alcanzo esa plenitud, lloro en presencia de todos, sin pudor, como no puedo hacerlo cuando está de por medio una avasalladora necesidad de consuelo.
Los médicos saben explicar este llanto. Los poetas no darían crédito a los doctores. ¿Satisfacería a Ramón López Velarde que algún desequilibrio del sistema orgánico ponía en su corazón y en sus ojos aquella lágrima que no sabía, que no quería esconder? Y la vieja última lágrima de Urbina ¿no le llegaba a través de edades y taladrando su oscuro corazón? ¿Y ese niño que ahora juega en la calle no ya lleva en el pecho, como una almendra hasta por su forma, esa lágrima que un día, cuando menos lo piense, va a subirle hasta los ojos?
Hay días en que estamos trabajados por tantas cosas, en que es tan plena la infinita tristeza de vivir, que todo alcanza un compás desesperado y tembloroso: la brisa más humilde tiene fuerzas de huracán, la palabra más fútil, sentido trascendente; y el pasajero hecho cotidiano augura un gran dolor, y fiero. Un día de esos escribió Barba Jacob la “Canción de la vida profunda”. La escribió con lágrimas, con tan verdadera desolación como para que ya nadie intente volver a expresarlo.
En esas horas de gracia, un hecho inesperado, precipita el diluvio, lo sé yo por experiencia propia. Una palabra bien dicha, una afirmación de esas que conducen a la derrota, o la soledad, porque todo el que lleva luz se queda solo. Un pájaro que cruza, como dijo el poeta, lo mismo hace sonreír que llorar.
Así ayer. Si yo tenía ganas de llorar, o necesidad, no lo sabía. Ninguna sombra en el día, sino todo luz; nada en apariencia nos había agraviado; nadie, al parecer, nos había ofendido. Pero he ahí que a la vuelta de una esquina encuentro a un mocetón que conduce en brazos a una joven mujer impedida. Zarcos los ojos, rubias las trenzas anudadas en la frente; una sonrisa inunda su rostro de ángel. Muy rara  ha de sonreír esta niña, por eso cuando sonríe, derrama luz. O sonreirá siempre, lo que no puede ser sino una de esas maravillas que anonadan. Bastó eso para que de un solo golpe me soltara a llorar, como un niño, a media calle, ante el azoro de los transeúntes. Un minuto. Y la recompensa fueron unas horas apacibles y la promesa, otra vez formulada, de servir a la vida, y amarla.

 
Aun cuando en tiempos recientes se han venido presentado cambios considerables respecto a esta forma de ver las cosas, la permanencia de estereotipos comportamentales aun es notoria. El viejo mandato: “¡no chilles que pareces vieja!”, sigue resonando. Sin embargo, frente a ello parece llegada la hora en que el varón reivindica su derecho al llanto y la ternura.

 

martes, 4 de noviembre de 2014

Tiempo de milagros


Hay momentos en que como país, como sociedad, enfrentamos un conjunto de situaciones muy dolorosas, aún más: terriblemente dolorosas. El desánimo y el desaliento se respiran en el clima social y no se tienen rastros de la esperanza. Las razones para ello abundan, las noticias desoladoras se suceden, la palabra escándalo ya no es suficiente por lo que se habla de mega-escándalos. Claro que todo esto no es de a gratis dado que es el resultado de haber convivido durante mucho tiempo con problemas de corrupción, injusticia, impunidad, arbitrariedad, etc., cuyos efectos se han venido facturando al futuro. Y tal como lo han afirmado diversos autores, el futuro tiene una rara costumbre y es la de que un día llega. Y ese futuro tan descuidado llegó con mayor carga de amenazas que de esperanzas.
 
Comenta Mamerto Menapace que en un momento muy difícil para el campo, escuchó a un humilde productor rural afirmar: “guardemos el desánimo para tiempos mejores”. Y sí, en estos tiempos aciagos de eso se trata: sin proponer el optimismo iluso y voluntarista que niega las dificultades del presente, es importante defender el derecho a que las cosas puedas ser muy diferentes a lo que hoy son. En síntesis, no debemos dejarnos robar la esperanza. Al decir de Santiago Kovadloff


Creo que la esperanza se funda en la convicción de que la adversidad, por más que hoy nos paralice y dañe, no tiene por qué contar con la última palabra (…)
El “escándalo” de la esperanza consiste en ocupar los sitios donde, en apariencia, nada la invita a germinar.
La esperanza no soslaya el trato con el dolor ni deja de frecuentar el desencanto: los atraviesa, los sobrepasa. Es un gesto de indignación y firmeza ante los horizontes clausurados por la arbitrariedad de la fuerza o la obstinación de la pesadumbre. (…)
Esperanzado es quien no deja de proseguir y, por lo mismo, de recomenzar, allí donde no pareciera haber lugar para hacerlo; es el hombre que busca, que quiere, que intenta (…)
Al estar esperanzados no negamos que las cosas sean como parecen; negamos que, en esa apariencia, se agote lo que ellas son. Hemos ensanchado el campo de lo significativo sin apartarnos del presente.


Las culturas indígenas tienen mucho que enseñar a este respecto y Ramón Vera Herrera da cuenta de ello.


Los marakate (o sabios) wixárika (huicholes) han soñado que son tiempos oscuros los que se viven y que las velas de vida se están apagando en los cuatro puntos cardinales. Que sólo en el corazón de los pueblos “hay un cabito de vela titilando”. Pero también sueñan con que hay un resplandor inexplicable que asoma por muchos rumbos no muy precisos y emprenden, como el resto de pueblos indígenas mexicanos, un intento frontal por decidir su destino. No confían en que ocurra algún milagro, se dedican a provocarlos.
 
¡Que así sea!