martes, 26 de marzo de 2013

De sastres y medidas


Una posible clasificación de los oficios tiene que ver con el uso del metro. Hay muchas ocupaciones para las que se vuelve un elemento de trabajo indispensable: albañiles, vendedores de telas así como quienes hacen mudanzas o tienen a su cargo el envío de paquetes se encuentran entre quienes de él dependen para poder realizar en buena forma su trabajo.

Por lo general el uso del metro no es valorado como prueba de la superioridad de estas ocupaciones, aunque hay excepciones como la que narra Pío Baroja

Hace tiempo trabajaba en mi casa un carpintero madrileño, llamado Joaquín, que vivía en la calle de Magallanes, cerca de los cementerios abandonados próximos a la Dehesa de la Villa. (…) Un día Joaquín, en una obra, estaba discutiendo con unos cuantos cocineros, pinches, pasteleros y confiteros acerca de la superioridad de unas profesiones sobre otras, y el carpintero, en el caos de la discusión dijo:
-A mí un oficio en el que no se emplea metro, no me parece oficio ni .

Los sastres también dependen del metro para desempeñar su labor y lo traen consigo permanentemente con la misma diligencia que los médicos al estetoscopio. George Bernard Shaw advierte en ello una muestra de sensatez.

(…) Yo era ya una nueva persona, y los que conocían la antigua se reían de mí. El único hombre que se portó sensatamente fue mi sastre: cada vez que me veía me tomaba las medidas, mientras que los demás siguieron usando las viejas (…)

Sin embargo, y contra lo que podría pensarse, no todos los sastres consideran que necesitan de la cinta métrica para la confección de sus prendas. Tal fue el caso del padre de los hermanos Marx y es Groucho quien da cuenta de ello.

Mi papi era sastre y a veces ganaba hasta 18 dólares a la semana. Pero no era un sastre corriente. Su récord de sastre más inepto que Yorkville ha llegado a producir no ha sido nunca superado. Esta fama podía llegar incluso hasta algún lugar de Brooklyn o del Bronx. (…)
Era el único sastre del que he oído hablar que rehusara emplear la cinta métrica. Una cinta métrica estaba muy bien para un enterrador, sostenía él, pero no para un sastre que tenía la vista infalible de un águila. Insistía en que una cinta métrica era pura fanfarronería y un absurdo completo, añadiendo que si un sastre tenía que medir a un hombre, no tenía gran cosa de sastre. Papi alardeaba de que podía medir a un hombre con sólo mirarlo, y hacerle un traje perfecto. (…)
Nuestro vecindario estaba lleno de clientes de papi. Era fácil reconocerlos por la calle, porque todos andaban con una pierna del pantalón más larga que la otra, una manga más corta que la otra o con el cuello del abrigo indeciso acerca del lugar donde debía apoyarse.

Si por aquellos entonces el uso de prendas asimétricas hubiese devenido en moda el final de la historia sería muy distinto, pero tal cosa no aconteció.

El resultado inevitable era que mi padre nunca tenía dos veces el mismo cliente. Esto significaba que constantemente tenía que estar a la búsqueda de nuevas víctimas y, a medida que nuestro barrio se iba poblando de personas ataviadas con trajes que no les sentaban bien, tenía que buscar sectores donde su reputación no le hubiera precedido. Su campo de actividades era amplio: Hoboken, Passaic, Nyack y más lejos. A medida que crecía su reputación, se veía obligado a alejarse más y más de su base para cazar nuevas víctimas. Muchas semanas, sus gastos de desplazamiento eran mayores que sus ingresos.

Es posible concluir que hay ocasiones en que la vida se torna ingrata con quienes rebelándose contra las normas de su oficio aportan un poco de originalidad en sus diseños.

jueves, 21 de marzo de 2013

La mostaza, un condimento de alcurnia


Entre los condimentos de toda buena cocina, la mostaza ocupa un lugar preponderante aun cuando es posible suponer que de un tiempo a esta parte ha venido perdiendo calidad en forma paulatina. Y es que en sus buenos tiempos la mostaza supo tener buenos tratos con la nobleza. B.A. Grimod de la Reynière, destacado conocedor de la comida francesa, ofrece una reseña al respecto en la que destacan sus cualidades en tanto estimulante del apetito así como la de constituir un socorrido recurso de los cocineros para encubrir sus errores.

De todos los estimulantes que acuden a la mesa para dar más sabor a los platos, para aguijonear el apetito, para enmascarar los fallos de los cocineros y hacer honor a todo lo que se nos ofrece, la mostaza es sin duda el que, bajo todos los aspectos, merece el primer puesto, por su antigüedad, tan vieja como la historia del pueblo judío, por sus cualidades bienhechoras y por la modicidad de su precio.

Por si fuera poco, siempre de acuerdo con Grimod de la Reynière, sus virtudes en la farmacopea no son menores y es altamente recomendable para hacer frente a dolencias y síntomas varios.

Si nos fiamos de los médicos, este condimento, cuyo uso dietético es tan general y que tan bien acompaña a todas las carnes asadas o hervidas, predispone poderosamente los órganos de la digestión, aumenta, por la ligera irritación que causa, la fuerza y elasticidad de las fibras, crea en el estómago y en los intestinos jugos gástricos, disuelve las materias grasas y favorece el paso del resto de los alimentos, acelerando el movimiento peristático.
La mostaza, pues, conviene singularmente a los estómagos perezosos, a los temperamentos fríos, tibios y débiles, es saludable a los que tienen estómago e intestinos entorpecidos por viscosidades y es muy buena para los ancianos a causa de la humedad de su cerebro.

Dado este conjunto de virtudes a Grimod de la Reynière le resulta inconcebible que durante mucho tiempo nadie pareció estar interesado en experimentar con ella procurando mejorar su calidad.

A pesar de tan preciosas cualidades generalmente reconocidas y que nadie pone en duda, parece increíble que la preparación de la mostaza, abandonada a manos vulgares no haya progresado nada en Francia hasta mediados del siglo XVIII. En primer lugar, los aprendices de vinagrero se juramentaban para no revelar a nadie el secreto del vinagre y, por lo tanto, el de la mostaza. Pero este supuesto secreto oculto de la comunidad era sólo ciega rutina que nadie se encargaba de perfeccionar. La química, que divagaba entonces por vanas aberraciones, no había aún aplicado sus conocimientos a las artes alimentarias, y los que cultivaban esta ciencia buscaban la piedra filosofal y no la perfección de la mostaza.
Capitaine, llamado «El Conde», vinagrero en la plaza de L'Ecole en París, fue el primero en salirse de los caminos trillados. Los ensayos de Capitaine no fueron superados, y su mostaza gozó de gran prestigio a pesar de sus imperfecciones. Pero lo que le hace merecedor del reconocimiento de los golosos es haber sido el maestro de los dos mostaceros más ilustres de la villa de París, Maille y Bordin.

Fue así que la elaboración de mostaza llegó a un perfeccionamiento tal que se convirtió en una especialidad en sí misma dentro de la cocina de alto nivel y hacen su aparición los maestros mostaceros. Álvaro Cunqueiro, otro gran conocedor del tema culinario y reconocido catador de vinos, vincula el origen del gorro típico de los cocineros con la mostaza.

Hay quien sostiene que los cocineros comenzaron a usar sus altos y blancos gorros en las cocinas papales de Aviñón, y precisamente bajo el pontificado de Juan XXII, muy aficionado a la mostaza, a quien visitaba gente de su país natal, lejanos parientes rouergueses, que todos traían la ciencia de la mostaza, y se pusieron espontáneamente por escalafón en la mostacería, colocando hilos de oro, según su antigüedad, en «los blancos gorros».

Basta con asomarse a la historia de la cocina para descubrir que muchos sibaritas juzgarían con desagrado tanto el sabor de la mostaza como el uso que se le dispensa en la actualidad, cuando en muchos hogares solamente hace su aparición acompañando salchichas, hot dogs, frankfurters, panchos o como quiera y guste llamárseles. No sería menor el disgusto al observar que se lleva con hamburguesas o papas a la francesa y seguramente menos aún les apetecería al verla dentro de un recipiente plástico.

A no dudar que de tamaña impresión el temperamento podría volverse frío, tibio y débil.

martes, 19 de marzo de 2013

El director de orquesta


En una época como la actual, caracterizada por tendencias democráticas que ponen énfasis (por lo pronto en forma teórica) en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, desafina la figura del director de orquesta que mantiene sus muchas prerrogativas autoritarias procedentes del pasado y que huelen a otros tiempos. Todo parece indicar que quienes desempeñan esa función no están dispuestos a dejarse contagiar por las tendencias populistas en boga.

En su libro Masa y poder, Elías Canetti presenta un perfil muy completo del Maestro (palabra que en este caso alcanza su máximo esplendor) y a partir de ello caracteriza el poder que detenta.

No hay expresión más ilustrativa del poder que la conducta del director de orquesta. Cada detalle de su actuación en público es significativo; cualquiera de sus gestos arroja luz sobre la naturaleza del poder. Quien nada supiera acerca de este, podría deducir una tras otra sus propiedades observando con atención a un director de orquesta. Que esto nunca haya ocurrido se debe a una razón evidente: la música, que el director controla, es para el público lo principal, y se da por sentado que la gente va a los conciertos para escuchar sinfonías. El propio director es el más convencido de ello; su actividad, cree él, está al servicio de la música y ha de transmitirla con precisión, nada más.
El director se considera el primer servidor de la música. Está tan imbuido de ella que simplemente no se le ocurre pensar que su actividad pueda tener un segundo sentido, extramusical. Él sería el primer sorprendido por la interpretación que expondremos a continuación.
El director de orquesta está de pie. La posición erguida del hombre como reminiscencia arcaica sigue siendo relevante en muchas representaciones del poder. Está de pie solo. A su alrededor están sentados los integrantes de la orquesta; detrás de él, los oyentes. No deja de ser extraño que solo él esté de pie. Y lo está sobre un podio; es visible por delante y por detrás. Por delante, sus movimientos producen efectos sobre la orquesta; por detrás, sobre los oyentes. En sentido estricto, dirige la orquesta con la mano sola, o con la mano y la batuta. Con un gesto mínimo da vida de pronto a esta o aquella voz, y lo que él quiere que enmudezca, enmudece. Así tiene poder sobre la vida y la muerte de las voces. Una voz que lleva largo rato muerta puede resucitar a una orden suya. La diversidad de los instrumentos se corresponde con la de los hombres. La orquesta es como una asamblea de los más relevantes tipos humanos. Su disposición a obedecer permite al director transformarlos en una unidad, que él pasa a representar en su nombre, ante la mirada de todos.
La obra musical que dirige, que suele ser de cierta complejidad, le exige la máxima atención. Ecuanimidad y rapidez se cuentan entre sus atributos principales. Deberá corregir velozmente a quienes infrinjan las leyes, que le han sido dadas en forma de partitura. Hay otros que también las tienen y pueden controlar su ejecución, pero solamente él decide, y juzga en el acto las faltas cometidas. Que esto suceda en público y todos puedan verlo sin perder detalle, otorga al director una peculiar conciencia de su propio valor. Se acostumbra a que lo vean, y cada vez le cuesta más no ser visto.

Pero no se crea que esta indiscutida autoridad del director de orquesta se limita a su tropa musical sino que la trasciende teniendo efecto también sobre el público asistente al concierto. Prosigue Canetti

El silencio del público sentado forma parte de los objetivos del director tanto como la docilidad de la orquesta. El auditorio es obligado a permanecer inmóvil. Antes de que salga el director y empiece el concierto, el público conversa y se mueve en desorden. La presencia de los músicos no perturba a nadie, casi no se les presta atención. De pronto, aparece el director y se hace el silencio. El director se sube al podio; carraspea; levanta la batuta: todos enmudecen y ya nadie se mueve. Mientras él dirija, al público no le estará permitido moverse. En cuanto él termine, los oyentes deberán aplaudir. Todas las ganas de moverse que la música despierta y acrecienta en el público deberán contenerse hasta el final, para estallar entonces. (…)
Durante el concierto, el director es un guía para la multitud reunida en la sala. Está al frente de ella y le da la espalda. Es a él a quien siguen, pues da el primer paso. Pero en lugar de darlo con el pie, lo da con la mano. El itinerario que esta va trazando dentro de la música sustituye al camino que seguirían sus piernas. La multitud que colma la sala es raptada por el director, cuyo rostro no llega a ver en ningún momento. Es un raptor inexorable que no permite descanso alguno. Su espalda se yergue ante los oyentes como si fuese una meta. Si se volviera una vez, siquiera una sola, se rompería el hechizo. El camino que los oyentes recorren ya no sería tal y, decepcionados, se verían sentados en una sala inmóvil. Pero pueden confiar en que no se volverá, porque mientras ellos lo siguen él debe dominar al pequeño ejército de músicos profesionales que tiene delante. También en esto lo ayuda la mano, que, sin embargo, no se limita a marcar los pasos, como para que los que están detrás, sino que imparte órdenes.

El público asistente a los conciertos de la denominada “música culta” está integrado por iniciados que conocen y respetan todos los gestos propios del devoto. Los neófitos que quieran incursionar en el terreno deberán observar las reglas prescritas y en caso de no ser así quedarán marcados por la vergüenza pública. Ejemplo de ello son las Reglas básicas de comportamiento en  los conciertos que expone Soledad González Lobo.

Regla 1. Si no se sabe cuándo aplaudir por no conocer una obra, se espera a que empiece a aplaudir quien lo sabe. Siempre hay alguien, se lo aseguro.
Regla 2. Los cambios de movimiento, silencios y pausas similares son parte de la música. Una parte silenciosa. Eso quiere decir sin ruido. No es una cortesía del autor para que el público pueda charlar un rato y tosa. Si Brahms o Schubert hubieran deseado incluir un coro de tísicos agonizantes, lo habrían hecho constar en la partitura.
Regla 3. No se entra tarde. No se sale antes de que se vaya el director. No se levanta uno antes de que se vaya el director. Es una absoluta falta de respeto. Si no le ha gustado, no aplauda. Si llega tarde a algún sitio, no vaya al concierto. O váyase tras la primera parte. (...)

De tal manera que el director no sólo rige los destinos de sus músicos sino también el comportamiento del público. Afirma Canetti

La intensísima mirada del director abarca toda la orquesta, cada uno de cuyos integrantes se siente observado por él, pero sobre todo escuchado. Las distintas partes instrumentales son las opiniones y convicciones a las que el director presta la máxima atención. Es omnisciente, pues mientras que los músicos tienen delante solo sus partes instrumentales, él tiene la partitura completa en la cabeza o en su atril. Sabe con toda exactitud qué le está permitido a cada uno en cada momento. El hecho de que preste atención a todos juntos le confiere el don de la omnipresencia. Está, por así decirlo, en la cabeza de todos y cada uno. Sabe lo que cada cual ha de hacer y también lo que está haciendo. Él, suma viviente de las leyes, domina los dos lados del mundo moral. Su mano ordena o impide lo que debe o no debe hacerse. Su oído ausculta el aire en busca de lo proscrito. Para la orquesta, el director representa así, de hecho, la obra entera, en su simultaneidad y en su duración; y como durante el concierto el mundo no ha de consistir en nada que no sea la obra misma, en ese lapso concreto él se convierte en el amo del mundo.

Sin embargo este autócrata tiene también su lado flaco: la susceptibilidad a los aplausos -o mejor aún, a la franca ovación-, a la aprobación del público entendedor que asiste a los conciertos. Al respecto concluye Elías Canetti

El director se inclina ante las manos que aplauden. Por ellas regresa al escenario, y lo hará cada vez que se lo pidan. Solo está a merced de esas manos, y por ellas vive realmente. Es la antigua aclamación prodigada al victorioso lo que así le brindan. La magnitud de la victoria se manifiesta en la intensidad del aplauso. Victoria y derrota se convierten en el marco en el que se articula su configuración psíquica. Nada cuenta fuera de ellas; todo lo que llena normalmente la vida de los demás se transforma aquí en victoria y derrota.

El director de orquesta parece otro al concluir la función. Se relaja, sonríe, agradece, se hace a un lado para dar lugar al reconocimiento a cada uno de los músicos que destacaron en los diversos momentos del concierto, se inclina ante el público.

Tal vez al bajar del podio y dejar la batuta se reencuentre con su otro yo que allí le estaba aguardando, con aquél que suele ser regañado por su esposa y desobedecido por sus hijos.

jueves, 14 de marzo de 2013

Los museos conjuran las malas pasiones


México es reconocido por la variedad y calidad de sus museos. Llama la atención de los turistas la cantidad de gente que los visita. Niños y adolescentes que van a cumplir con la tarea que le dejaron sus maestros, familias enteras que hacen domingo de museo, personas mayores que sin apuro recorren diversas exposiciones. El alto nivel de la museografía mexicana es reconocido en todo el mundo.

En el D.F. hay museos para todos los gustos. El Museo de Antropología e Historia, del Templo Mayor, del Castillo de Chapultepec, de Palacio Nacional, de Arte Contemporáneo, del Palacio de Bellas Artes, del Antiguo Colegio de San Ildefonso y el Rufino Tamayo se encuentran entre los más visitados. Otro tanto sucede con el Frida Kahlo, el Trotsky, el Anahuacalli y el de Dolores Olmedo por los rumbos de La Noria en Xochimilco. No son pocos quienes tienen predilección por el Franz Mayer y el de la Ciudad de México. El de las Culturas Populares en Coyoacán tiene una clientela propia siempre atenta a la siguiente exposición.  El escritor Carlos Monsiváis contribuyó al acervo de la ciudad con el Museo del Estanquillo. Pocos países, si es que alguno, tienen un Museo de las Intervenciones en que se documentan las invasiones extranjeras que hubo que resistir. El Museo del Juguete es un buen lugar para cultivar la nostalgia. Algunos de ellos invitan a ir solo una vez mientras que otros son de visita recurrente. En fin que la lista es interminable.

Los museos apelan principalmente a la mirada del visitante y en ellos es posible aprender historia, arte, arqueología, tecnología, fotografía, deporte, etc., pero también enseñan otras cosas y es por ello que Germán Dehesa recuerda a su maestra Rosario Castellanos. “Rosario Castellanos, la novelista, la traductora, la poeta, la dramaturga, la mujer entrañable y generosa, fue mi maestra y, tiempo después, me concedió la gracia de su cercanía. (…) Sus clases primero, y luego las largas charlas, me resultaron siempre emocionantes y sabias.” A continuación se centra en una de estas charlas en que su maestra le dijo

-¿Sabes, Germán, lo que más me gusta de los museos?... Que son espacios que te permiten la proximidad gratuita del arte; es decir, lo que te muestran no puede ser objeto de tu voluntad de poder, ni de tu necesidad de adquisición, ni de ninguna de esas malas pasiones que suelen acompañar a la presencia de la belleza. Las obras que admiran en un museo no las puedes adquirir, no te las puedes llevar a tu casa para que sean sólo tuyas, no las puedes emplear para que los demás se enteren de tu poder. Están ahí y son para todos. Basta con esto para defenderlas eficazmente de la estupidez humana que se manifiesta en el autoritarismo y en la posesividad. En el ámbito de un museo, te es otorgada la gracia de beneficiarte de la belleza en un total estado de gracia.

Aquella lección no cayó en terreno baldío y Dehesa añadió sus propias reflexiones al respecto.

Un golpe de luz me hizo ver el segundo y más importante sentido de lo que mi maestra me había dicho. ¿Y si la única manera de estar dignamente en la realidad consistiera en contemplar todo lo existente como parte de un inmenso y vertiginoso museo?; si esa flor, ese relámpago, ese pájaro, esa pena, ese cuerpo desnudo que se me ofrece, esa persona que me odia, esa mujer que me ama; todo, todo, se le impusiera a mis sentidos como emblema de lo que secretamente los museos te dicen: aquí está tu belleza y sólo puedes apropiarte de ella cuando haya muerto en ti el ímpetu de apropiación; ningún bien (y a la larga, todos son bienes) merece ser exclusivamente tuyo; recibe sus dádivas, disfruta de sus prodigios, consérvalos en la intimidad de tu inteligencia, pero no pretendas adueñarte de nada; todo es de la humanidad. Nada ni nadie –muy en especial, ese ser que amas-, merece ser considerado “propiedad”. Cuando en el gran museo del mundo ya no estés tú, todas las cosas, todos los seres, toda la belleza, ahí seguirán.

Aun cuando no deja de ser humano el afán de posesión que conduce a intentar adueñarse de la belleza, no es menor la resistencia que ella opone en este “gran museo del mundo”.

martes, 12 de marzo de 2013

La dictadura de las marcas

Identificar a los productos por sus marcas no es cosa nueva, pero en tiempos de consumismo es desmesurada la trascendencia que han adquirido. Víctor Roura –siguiendo las consideraciones de Naomi Klein- aborda la cuestión.
 
A partir de los noventa, los ciudadanos hemos sido inundados de una fervorosa y apabullante publicidad. La hay, dice Naomi Klein, "en las bancas de los parques nacionales y en los formularios con que se piden los libros de las bibliotecas públicas, y en diciembre de 1998 la NASA reveló que pensaba vender espacios publicitarios en sus estaciones orbitales. Pepsi aún no ha cumplido la amenaza de proyectar su logo en la superficie de la Luna, pero la empresa Mattel pintó toda una calle de Salford, en Inglaterra, con el 'espantoso tono rosa' de los chicles: las casas, los porches, los árboles, las aceras, los perros y los coches eran accesorios de las celebraciones televisivas del Mes de la Muñeca Barbie Rosa".
 
En este entorno es necesaria la existencia de logos que permitan identificar en forma inequívoca a las diferentes marcas. Así, las imágenes quedan indisolublemente asociadas a ciertos productos. A la marca y al logo hay que agregarle un eslogan, definido en el diccionario como “fórmula concisa y pegadiza usada por la publicidad o por la propaganda política” (lo que hasta cierto punto es un pleonasmo ya que las campañas electorales suelen estar regidas por los mismos criterios que la publicidad). El hallazgo de un buen eslogan tiene sus secretos y cabe recordar que algunos escritores, como Salvador Novo, ganaron mucho más por un eslogan acertado que por buena parte de su obra. Asimismo se presentan situaciones sorprendentes como la de que el eslogan: Vivir es increíble ® está registrado por Grupo Nacional Provincial, una compañía de seguros mexicana. ¿Quiere esto decir que hay que pagar derechos a dicha compañía por decir esa frase? Si así fuera, sería doblemente acertada la expresión: Vivir es increíble (perdón, Vivir es increíble ®).
 
Logo, eslogan y marca llegan a adquirir elevados precios, tal como lo señala Naomi Klein, citada por Víctor Roura.
 
(…) (en 1988, Philip Morris) "compró Kraft por 12 600 000 dólares, seis veces más del valor teórico de la empresa. Aparentemente, la diferencia de precio representaba el costo de la palabra Kraft. Por supuesto, Wall Street sabía que décadas de mercadotecnia y de publicidad de las marcas habían incrementado el valor de las empresas muy por encima de sus activos y de sus ventas anuales totales. Pero con la compra de Kraft se había atribuido un enorme valor en dólares a algo que antes había sido abstracto e indefinido: el nombre de una marca.
 
Las marcas pretenden superarse a sí mismas y aun cuando una lectura literal de ello podría sugerir que estamos realizando la crónica de alguna competencia deportiva, nos referimos a otra cosa: a ser mucho más que el producto al que refieren. Tal vez un precursor de esto fue Narcís de Carreras cuando en 1968 afirmó que “el Barça es algo más que un club de fútbol (…), más que todas las cosas es un espíritu que llevamos muy arraigado (…)”. Y vaya que casi medio siglo después el Barça es mucho más que un club de fútbol… Pero volvamos a Roura.

Con la manía desaforada de las marcas ha aparecido, a la vez, una nueva especie de empresario, "que nos informa con orgullo de que la marca X no es un producto sino un estilo de vida, una actitud, un conjunto de valores, una apariencia personal y una idea", de modo que, ahora, los conceptos funcionales también se han trastocado: el objetivo de Nike no consiste en vender zapatos deportivos sino en ser "una empresa deportiva"; Polaroid no sólo vende cámaras, sino es "un lubricante social"; IBM no vende computadoras, sino "soluciones empresariales"; Swatch "no se ocupa de relojes, sino de la idea del tiempo". La marca rebasa al propio producto.

Es importante señalar que las marcas pretenden distinguirse tanto por la calidad de sus productos como por el prestigio que otorgan al usuario, aunque detrás existan historias que se quieren ocultar. Así,  no es secreto para nadie que en muchas de ellas se contratan menores que laboran en condiciones inhumanas y reciben pagos denigrantes. Pero eso no se ve. Lo que sí se ve es el prestigio, el glamour y –para usar una antigüedad del lenguaje- lo chic. No sólo hay que ser exitoso sino parecerlo, formando parte del selecto grupo de los escogidos ya que, como es sabido, el éxito se reserva el derecho de admisión. Según Marcos Aguinis

Persiste la tendencia a encolumnarse tras el sector más exitoso. De ahí la gravitación que han conseguido determinadas marcas, convertidas en emblemas. Las marcas equivalen a un antiguo tótem. Las venera el fervor de millones. (…) La marca se ha impuesto en la sociedad de consumo. Facilita el ingreso al club de los mejores. Brinda, consciente o inconscientemente, seguridad y autoestima. Lo cual, desde luego, general placer.

Hace tiempo que las marcas pasaron del interior al exterior del producto, de no verse a exhibirse. Ello significó el desempleo para el antiguo hombre-anuncio ya que hay mucha gente que realiza ese tipo de propaganda y de manera totalmente gratuita.

La propaganda que las marcas realizan en los medios resulta muy efectiva e influye en los comportamientos de personas de todas las edades. Los adultos se esfuerzan, a veces se desviven, por comprar ciertos autos, usar determinada ropa, consumir algunos productos.

Muchos adolescentes creen que adquieren identidad al poseer ciertas marcas y ello les permite ser alguien (en edades en las que nadie quiere pasar desapercibido o vivir en el anonimato). Estos mandatos consumistas se trasmiten por los mismos medios que con frecuencia informan escandalizados acerca del robo (violento en muchas ocasiones) que un adolescente ejerce sobre otro para apropiarse de sus zapatos deportivos de marca. Sí, la expresión ya adquirió ciudadanía: “de marca”, y es así que nadie quiere ser “marca libre”.

Hay niños que discriminan a sus propios compañeros de escuela porque sus papás tienen un carro de marca más humilde o porque no usan ropa de marca. Y es así que las marcas, conocedoras del efecto de la publicidad en los consumidores, no escatiman dinero ni procedimientos para lograr vender más. Víctor Roura –citando nuevamente a Naomi Klein- proporciona un ejemplo de ello.  

El estilo de la calle y la cultura juvenil son artículos infinitamente comercializables. Lo saben muy bien los industriales de las marcas. Hacia el otoño de 1998, el fabricante coreano de coches Daewoo "contrató a dos mil estudiantes universitarios de 200 instituciones para que hablaran a sus amigos sobre esos automóviles. De manera semejante, Anheuser-Busch paga a destacamentos de universitarios estadounidenses para promover la cerveza Budweiser en fiestas y bares. (…)”
 
Y como no podía ser de otra, en la dictadura de las marcas la piratería se hace presente: no es igual pero quiere parecérsele y si bien con ello uno no integra el grupo selecto, tampoco formará parte de los más excluidos (de los que ni a pirata llegan). A este respecto dice Marcos Aguinis

Quienes no pueden adquirir marcas auténticas apelan a las falsificaciones, convertidas en plaga industrial. Hasta se sospecha que las favorecen los propietarios de las marcas verdaderas para azuzar el mercado. Relojes, carteras, zapatillas, remeras, llaveros y miles de otros artículos exhiben su logo como si fuese un blasón nobiliario.
 
La piratería se ha ido extendiendo, perfeccionando y, como decía Aguinis, no sería raro encontrar que las propias marcas controlan una parte del mercado de la piratería. Lo falso y lo auténtico entran en una relación que puede alcanzar niveles desopilantes, como el vivido por Antonio Tabucchi.
 
(...) Me acerqué al puesto de una vieja gitana vestida de negro, con un pañuelo amarillo en la cabeza. En su tenderete había un montón de camisetas Lacoste impecables, a las que sólo les faltaba el cocodrilo. Gitana -la llamé- vengo a comprar. ¿Pero qué te pasa, hijo mío? -preguntó la vieja gitana al ver mi camisa-, ¿tienes la malaria o qué? No sé lo que tengo, gitana, -respondí-, estoy sudando como un caballo, necesito una camisa limpia, o mejor dos. Luego te diré yo lo que tienes -dijo la vieja gitana-, pero antes cómprame las camisas, hijo mío, no puedes seguir en esas condiciones: el sudor que se seca en la espalda causa enfermedades. ¿Qué me aconsejas -pregunté-, una camisa o una camiseta? La vieja gitana reflexionó un instante. Te aconsejo una camiseta Lacoste, -dijo luego-, son más fresquitas, si quieres una Lacoste falsa cuesta 500 escudos, una auténtica cuesta 520. Caramba, dije, una Lacoste por 520 escudos me parece muy barata, pero, ¿qué diferencia hay entre una falsa y una auténtica?
Tener una Lacoste auténtica es muy fácil, dijo la vieja gitana, primero compras una falsa, que cuesta 500 escudos, después compras el cocodrilo, que cuesta 20 escudos y es autoadhesivo, pegas el cocodrilo en su sitio y ya tienes una camiseta auténtica. Me mostró una bolsa llena de cocodrilos. Además, dijo, por 20 escudos te doy cuatro cocodrilos, hijo mío, así te quedas con tres de reserva, que muchas veces estos adhesivos son una lata porque se despegan.
 
En nuestras sociedades de la simulación se multiplican quienes, a la manera de aquella gitana, son verdaderos artistas en convertir lo falso en auténtico y por unos pocos pesos más nos venden unos cuantos cocodrilos por aquello de si las moscas.       

jueves, 7 de marzo de 2013

Corrupción: variaciones sobre un mismo tema 4/4


Pero no se vaya a caer en el error de considerar que existe unanimidad en reprobar la corrupción y los actos delictivos que ella acarrea. Hay quienes se conforman con las migas, tal como lo establece el dicho: “Está bien que los políticos roben, pero que salpiquen”. Al respecto afirma Jorge G. Castañeda

Para ilustrar brevemente cómo ha persistido esta peculiaridad del gobierno colonial basta ver una encuesta levantada en México en 2003. Preguntaba a los encuestados si están de acuerdo o no, en que "un funcionario público puede aprovecharse de su puesto siempre y cuando haga cosas buenas" o, como se dice coloquialmente si "salpicara": el 48% dijo que sí.

 
Una frase acuñada por Pancho Liguori, aunque no falta quien la atribuye a Carlos Monsiváis, sintetiza el punto en forma contundente: “Amistad que no se refleja en la nómina es pura demagogia.”
                                                                     

En un tema como el que nos ocupa se impone alguna consideración sobre la mordida que constituye una de las formas predilectas de la corrupción y que según Joaquín Antonio Peñalosa no es un producto típico nacional.

Acorralado por obstáculos insalvables, (el ciudadano) suele recurrir a la mordida como el expediente más seguro y rápido que todo lo arregla: reparación de leyes violadas, trasgresión de leyes, permisos y autorizaciones, concesiones y prebendas, credenciales de toda laya. La mordida es el papel que suple a los que faltan. Llave maestra para cualquier acceso. "Sésamo, ábrete". Fuente de los milagros. Causa de nuestra alegría y de la ajena.
No faltan los que piensan, porque piensan poco, que la mordida es producto típicamente nacional, en filo con los antojitos y las danzas autóctonas. Como práctica que corrompe la justicia, la mordida es fenómeno universal. Tan antiguo como la ley. Tiene la misma edad de los códigos. Hecha la ley, hecha la mordida.
Sin ir tan lejos, la mordida fue agua de uso en la España del siglo XVI, tan vitalmente vinculada a nosotros, cuando éramos y nos llamábamos la Nueva España. Jugosas y vitaminadas mordidas existieron allá, en tiempos de Carlos V y Felipe II, cuando se trataba de aplicar el "juicio de residencia", que equivaldría a nuestra ley de responsabilidades para funcionarios públicos.
Si la realidad de la mordida no es de origen mexicano, tampoco el nombre. Algunos diccionarios de mexicanismos registran las palabras morder, mordida y mordelón como voces indígenas y nuestras, cuando son de obvia extracción española.
Precisamente en esa misma España del XVI, el soborno judicial, el cohecho, se llamaba mordida entre el vulgo. Suárez de Figueroa en su obra El pasajero, describe el método de la mordida que, con variantes cada vez más sutiles, es el mismo que hoy se estila. Sólo que entonces le llamaban "mordedores" a quienes ahora graduamos de "mordelones". Cuestión de dos letras diversas, la misma y única realidad. El arreglo fácil y expedito de un trámite por la vía más sonante y contante.
Otro nombre, antiguo de cuatro siglos, con que en España se designó al soborno era, y sigue siendo entre nosotros, el "unto". Untar vale tanto como sobornar y vale demasiado. Por lo que cuesta y por lo que se obtiene. De este aceite prodigioso que todo lo cura, escribió Miguel de Cervantes en El rufián viudo: "Aunque el alguacil viniera no nos hiciera mal; yo lo sé por cierto, que no puede chillar porque está untado". Lo que pudiera traducirse en mexicano: "Nadie puede resistir un cañonazo de cien mil del águila".

 
Luis Melnik profundiza en esta cuestión.

(…) untar. Aplicar y extender superficialmente aceite u otra materia pingüe (grasa gorda, mantecosa) sobre una cosa. La untada es una rebanada de pan con tocino, manteca y otras menudencias. Y así, untando, untando, se va llegando a corromper o sobornar con dones o dineros. Untar también es quedarse con algo de las cosas que se manejan, por ejemplo, dinero, valores, instituciones, dignidad de las personas, valores espirituales y otras jerarquías.

 
Esto le permite concluir a Peñalosa
 
Así resulta con que la mordida, ni como práctica ni como palabra, es exclusiva institución de México. Contra lo que se dice por ahí, en verdad que sí es consuelo el mal de muchos.
En la institucionalidad de la mordida, todos los hombres necios tenemos culpa. El que la tolera, el que la da y el que la recibe. Nuestra Sor Juana Inés versificaba: "Unos pecan por la paga y otros pagan por pecar”.

 
En un artículo de 1969, Jorge Ibargüengoitia conceptualiza a la mordida y analiza sus entresijos. Su opinión respecto a la posibilidad de abolir esta práctica, es francamente pesimista.
 
La mordida, nos dicen los expertos, es una transacción voluntaria entre un particular y un representante de la autoridad, en la que el primero entrega al segundo una determinada cantidad de dinero y el segundo lleva a cabo una acción que es contraria a la ley, deja de cumplir con su deber o se hace de la vista gorda.
Ésta es la mordida positiva, porque hay otra, la negativa, en la que el particular paga porque le apliquen la ley. (…)
Pero vamos a ver, ¿por qué muerde la gente y por qué acepta ser mordida? El que muerde lo hace porque tiene un sueldo ridículo. El que se deja morder lo hace porque no quiere meterse en líos. ¿Quiénes son los que determinan el sueldo del que muerde y los que inventaron el trámite difícil al que no quiere someterse el mordido? Las autoridades. Hemos llegado a la primera conclusión: las autoridades son las primeras y originales causantes de la mordida. (...)
Ahora bien: supongamos que somos la autoridad y que queremos acabar con la mordida. ¿Qué hacemos? La hacemos innecesaria para el que muerde e incosteable para el mordido. Aumentamos el salario del primero y le facilitamos el trámite al segundo. Con el aumento de infracciones pagamos el aumento de salarios. Parece muy sencillo. Pero tiene un bemol: ¿qué aliciente tienen los representantes de la autoridad para levantar infracciones? Si tiene un salario asegurado que basta para satisfacer sus necesidades y la mordida es incosteable, lo más probable es que se queden dormidos en una esquina. Entonces nosotros, la autoridad, estamos en un aprieto, porque tenemos que seguir pagando salarios y no tenemos ingresos.
Hemos llegado a la (…) conclusión: la única solución de la mordida es cancelar las leyes y disolver las autoridades.

 
Veinte años después, Rafael Solana ve con escepticismo los intentos para desterrar la mordida que ya está incorporada en la tradición.
 
(...) se sigue mordiendo con la misma alegría y la misma furia de ayer, de antes de ayer y de siempre. Sólo una diferencia ha podido notarse, y es que ya las mordidas no son del mismo tamaño, sino han crecido al parejo de todo lo que en un país en desarrollo crece. Las recordamos cuando era de cinco o diez pesos; dejaba uno el billetito dentro de la carterita en que iba la licencia; le pedían a uno “sus documentos”, entregaba uno ése, y se hacía de la vista gorda cuando al sernos devuelto notábamos esa falta. Después fueron, de veinte, y más tarde de cincuenta o de cien (...)
Qué difícil es desarraigar las tradiciones. Y la de la inmoralidad es una bien fincada, bien maciza, y ni con leyes se le puede desterrar, porque los decretos tienen antidecreto y las iniciativas tienen congelación, y las costumbres tienen fuerza. Mordidas, seguirá habiéndolas júrenlo ustedes. Sólo que más grandes cada vez.

 
Existen servidores públicos y representantes de la iniciativa privada que son muy directos a la hora de exigirla y fijan una tarifa innegociable. Otros son más discretos: “colabore para el chesco o para la chela”. Hay quienes confían en su cliente: “ahí lo dejo a su criterio”. Ahora que si el criterio se queda corto o la búsqueda de billetes no da color, no falta el exhorto amigable: “A ver, rásquese tantito para ver si le acompleta”. No todas las mordidas son convenidas por cantidades menores a pie de banqueta, sino que los mordelones de cuello blanco se manejan en otros niveles y con otras cantidades. Por cierto que empresas que en los medios patrocinan campañas de educación en valores, no dudan en untar generosamente las manos de los tomadores de decisiones con tal de resultar beneficiadas en negocios que son de su interés.
 
Por otra parte entre los periodistas también hay quienes le entran al negocio. Dice Jorge Saldaña que la práctica del chayote nació en el período del presidente López Mateos cuando se repartieron dineros junto a una mata de chayote. Así no faltó el periodista que afirmara: “sin chayo, no me hayo”.
 
Existen cálculos del monto total que alcanzan los gastos por concepto de mordidas para el caso de México: The Economist, citado por Rodrigo Centeno y Rafael Ch. lo estima para el año 2010 en 32 mil millones de pesos.

 
Por otra parte, una prueba irrefutable de la enorme confianza con que cuenta la mordida en tanto procedimiento que aceita las decisiones favorables, queda de manifiesto en las costumbres de una comunidad que supone que su uso también resulta muy eficaz para adquirir el derecho a la eternidad. El relato es de Roberto Blanco Moheno.
 
(…) Los indios de Tequila, en el pueblo de la sierra de Veracruz entre Orizaba y Zongolica que a la madrugada, en el velorio de su tata –el más viejo de la comunidad- hacen una colecta de los pocos centavos que tienen y echan la morralla en el toco cajón para explicarle a mi padre, que pregunta la razón de tan singular hecho:
-Es que, ¿sabe usté?, San Pedro es gachupín y esta es la mordida pa que nuestro difunto pueda entrar al Cielo.

 
Así pues, con el devenir del tiempo –y como es muy fácil advertir- no ha desaparecido el desigual reparto del botín al que aludimos al inicio del texto, ni la corrupción en sus diversas variantes. Día a día se suceden las denuncias de malversación de los fondos públicos, lo que llevó a que Carlos Monsiváis, con su habitual ironía, sentenciara: “para que se acaben los escándalos políticos, es preciso legalizar la corrupción”.

martes, 5 de marzo de 2013

Corrupción: variaciones sobre un mismo tema 3/4


En este entorno quien pretendiera hacer las cosas bien corría el riesgo de frustrar a sus seguidores. Tal fue el caso del presidente Adolfo Ruíz Cortines quien, se afirma, no dilapidó los dineros e hizo una administración honrada que desanimó a más de uno. Dice Jorge Mejía Prieto que hubo quien llegó a manifestar: “Tanto esperar, tanto entusiasmarse, y ahora que está en la silla nos sale honrado”. Otro decía: “Tanta moral desmoraliza”.

A cambio de las prebendas adjudicadas en forma arbitraria desde el poder es posible acallar críticas, ganar apoyos, construir complicidades, etc. No es fácil resistir a esa tentación: de ahí que se afirme que todos tenemos nuestro precio, que sólo es cuestión de dar con él. Sin embargo, existen testimonios de quienes tuvieron la fortaleza para rechazar esas concesiones; tal es el caso de Renato Leduc quien es citado por José Ramón Garmabella.

Claro que con la corrupción imperante en el medio, creo que nadie se ha salvado de que intenten pasarle lo que se ha dado en llamar el embute, aun cuando a veces los funcionarios que lo ofrecen lo hacen por tratar de ayudar a uno, pero sin tomar en cuenta que más que favorecer, eso significa un insulto.
Hace años, un expresidente de la República me quiso regalar una casa porque Sáenz de Miera le comentó que yo andaba muy jodido, y el que fuera Primer Mandatario le dijo:
—Pues hágame el favor de decirle a Leduc que de mi parte vaya a ver al secretario del Patrimonio Nacional y que le diga que de las casas disponibles que existen, le entregue una de ellas.
Sáenz de Miera, que me conoce muy bien, le replicó:
—Perdóneme señor Presidente, pero no me atrevo a decir nada a Renato porque me va a mandar a la chingada...
Y es que a mí nunca me ha gustado recibir dinero de gente a quien no le he hecho ningún trabajo profesional; aunque, por supuesto, si un amigo me ve muy jodido y quiere prestarme unos pesos, pues se los agarro y veo la forma de pagárselos o le doy las gracias y en paz.
Pero nunca voy a recibir algo de un cabrón funcionario que venga a querer comprarme.

La aceptación más o menos resignada de la corrupción en esferas de gobierno, lamentablemente no es cuestión del pasado. Hasta hoy es posible escuchar frases como esta: “Está bien que roben, pero que dejen algo”. Javier Hurtado profundiza en la cuestión.

Hay dos refranes que de manera condensada expresan todo lo que la cultura política mexicana entiende respecto al problema de la corrupción: 1. “A mi no me den; nomás pónganme donde hay.” 2. “Un político pobre es un pobre político” (acuñado por Carlos Hank González, uno de los más conspicuos exponentes de nuestro corrupto sistema político). La traducción de estas frases dirían, por un lado, que en México la política es una actividad que requiere de complicidades y que se realiza con el objeto de enriquecerse, y no de construir consensos en pos de un objetivo de beneficio común; y, por otro, que en nuestro país no existen dispositivos legales ni institucionales que eviten, reduzcan o desalienten el fenómeno de la corrupción. Es decir, todo mundo sabe que cualquier persona, una vez que llega al poder, necesarísimamente habrá de robar y enriquecerse, y no habrá nada ni nadie que logre impedirlo o pueda sancionarlo, por la simple y sencilla razón de que el sancionador también es cómplice. Así entonces, de alguna manera y sobre todo en ciertas áreas, la administración pública se ha transformado en la “ciencia de los encubrimientos mutuos o de las complicidades”.
Sabido es que al último año de cada sexenio se lo conoce como el año de Hidalgo por aquello de que es pendejo el que deje algo (no faltó quien propusiera anexarle el año de Carranza “por si con el de Hidalgo no alcanza”). Llama la atención que aun en altas esferas del poder se reconozca la existencia de esta tradición que consiste en arremeter con todo lo que se encuentre al alcance de la mano. Como muestra de ello nos remitimos a una nota periodística firmada por Andrés T. Morales y Luis A. Bofia publicada en septiembre 2005.

Durante una breve visita a Yucatán, el Presidente de la República (Vicente Fox) se comprometió a que en su sexenio “no habrá año de Hidalgo”.
“Aplicaremos la ley y castigaremos a las personas que metan la mano en los presupuestos federales que, en realidad, pertenecen al pueblo de México”, sostuvo el Presidente durante el también llamado Encuentro ciudadano: rendición de cuentas, efectuado en el Centro de Convenciones Siglo 21 de la ciudad de Mérida.

Con frecuencia es posible escuchar a quienes ponen énfasis en la enorme riqueza de México que le ha permitido sobrevivir a la obra persistente de saqueadores, propios y extraños, de ambición ilimitada. Esta nobleza del país también ha sido reconocida por los propios delincuentes; tal es el caso, citado por Fabrizio Mejía Madrid, de un familiar de Arturo Durazo quien fuera nada menos que jefe de la policía.
Su sobrino pasó a la historia el viernes 29 de junio de 1984 cuando el FBI lo detuvo en San Juan de Puerto Rico. Acusado en México de evasión fiscal, extorsión a los policías a su cargo por 124 millones de pesos, controlar el tráfico de drogas, la prostitución, los bares y los abortos en la ciudad, Durazo acuñó una frase comparable a las de nuestros héroes revolucionarios: "Pinche país tan maravilloso y bueno que es capaz de soportar un hijo de la chingada como yo."

En este entorno la separación entre honestos y corruptos asume posibilidades intermedias, tal lo referido por Enrique Brito.

Cuentan que cuando un político terminó su gestión se encontró con un viejo amigo que le preguntó:
-¿Cómo te portaste en el ejercicio del poder?, ¿qué tan honesto fuiste?
-Bueno... honesto – honesto ¡no!, pero honesto ¡sí!

Valiéndose de un conjunto de dichos populares, José E. Iturriaga se refiere al proceso que desemboca en actos de corrupción.

(…) Empeñado en obtener favores de su poderoso ex condiscípulo, su fórmula es bien sencilla, frecuentarlo, porque “Santo que no es visto, no es adorado”. Y como “Santo que no está presente, se queda sin vela ardiente”, se instala con terquedad en la antesala ministerial hasta que le den audiencia. Va con sus mejores trapitos porque “Como te ven te tratan”. El personaje lo recibe con estas palabras: Algo quieres: “Nomás cuando relampaguea te acuerdas de Santa Bárbara”. Y, como el ministro había sido seminarista, le lanzó esta cuarteta además:
              Cuando los padres Franciscanos
              te vienen a visitar,
              es porque algo te quieren pedir
              o algo te quieren quitar.

El aludido se hizo el desentendido y sin mayor tardanza pidió una plaza de inspector (...)
Ya en funciones, a cada embute que recibía el mordelón, repetía en tono filosofante y cínico: ¡Venga a nos tu reino! Y se metía el dinero en la bolsa. “El que no da al Cristo, paga al fisco” (...)  Y le vino el dinero en tal cantidad, que su plaza de inspector acabó siendo ambicionada por medio mundo: “¡Cuando son tantas las limosnas, hasta los santos se alborotan!”.

Muchos son los dichos que aluden a este estado de cosas como el de que “el que no transa no avanza” y el que se refiere al trato que hay que tener con los integrantes de la oposición: “No les cambies las ideas, cámbiales los ingresos”.
Si lo publicado en la prensa responde a la realidad, según algunos funcionarios todo es cuestión de ganadores (quienes han sido favorecidos por el poder) y perdedores (los que no han tenido dicha fortuna). En ese estado de cosas entonces la crítica sería simplemente manifestación de la envidia de los segundos hacia los primeros. Así en julio de 2010 una nota de prensa de Jacobo Zabludovsky da cuenta de los preparativos para la celebración del Bicentenario e informa que muy jugosas contrataciones se hicieron a dedo, sin licitación alguna. Esto fue saliendo a la luz gracias a algunas investigaciones periodísticas. 
       
Al publicarse esta maniobra el señor José Manuel Villalpando, jefe de la comisión de los festejos, dijo: “La crítica no me afecta, la envidia es algo muy mexicano. Si el artista fuera amigo tuyo dirías qué bueno que le pagaron, o sea, depende… Este recurso es poco en realidad, frente a los muchos millones de pesos que hay en el presupuesto nacional”. Eso dijo.
Los daños que el amiguismo produce a las arcas públicas son de consideración; Alfonso Zárate profundiza en este aspecto.
La política, dicen unos, se hace con los amigos. Hace muchos años escuché a El Colorado Sánchez Mireles soltar la frase: “A mí me acusan de que cuando dirigí el ISSSTE beneficié a mis amigos. ¿Pos qué querían?, ¿que beneficiara a mis enemigos?”. El sofisma es evidente. Vale repetir la frase: “Es más fácil convertir en amigo a un funcionario honesto, capaz y patriota, que convertir a un amigo en funcionario honesto, capaz y patriota”.