El calendario rige nuestras vidas, organiza nuestros
tiempos, separa los días fastos de los nefastos. No han faltado movimientos
sociales que, en su afán de transformaciones radicales, impusieran nuevas
formas de medir el tiempo. Fue el caso de la Revolución Francesa (1789) aunque -como
da cuenta Frédéric Rouvillois- no parece
haber sido cosa sencilla.
(…) aquellos
que celebran el Año Nuevo son sospechosos, como lo dice un agente secreto del
ministro del Interior en un informe del 31 de diciembre de 1793: "El
Antiguo Régimen no ha desaparecido de los corazones. Por todas partes se ve en
París a tres cuartos de los ciudadanos prepararse para desear un buen
año". Al día siguiente, otro informante, Rolin, confirma en su informe:
"A los viejos prejuicios les cuesta desaparecer. Se ha notado que, a pesar
de que el año [republicano] ya esté en la semana, muchos ciudadanos no lo
consideran aún más que comenzando en este día. Se han realizado visitas casi
como de costumbre; hasta en las calles se ha oído a ciudadanos desearse un buen
año", lo que es el colmo, y una información que bien merece hacer llegar
al ministro. "Hace falta tiempo, concluye Rolin, para olvidar los prejuicios,
las costumbres que hemos contraído al nacer".
Existen fechas a las que atribuimos especial
relevancia: cumpleaños; cambios de década; ciertas fechas del calendario
nacional, familiar o personal; año nuevo… Y en esas andamos.
Hay escritores que han dedicado unas líneas a la
llegada del año nuevo; José Emilio Pacheco está entre ellos.
El
año que entra
El
año que entra no toca a la puerta, no saluda, observa con la arrogancia de
quien nos tiene en sus manos. Se burla de nuestros intentos de cautivarlo, como
pulverizará los buenos propósitos. Disfruta de su poder, lo sabe efímero, conoce
las desgracias y las catástrofes que repartirá sin equidad como siempre.
En
su jurisdicción de vida y muerte el año que entra arrasará con todo, sin dejar
ni una flor seca para el sentimentalismo del recuerdo. Atropella con soberbia
de vencedor la frágil dignidad de quienes lo inventamos y le erigimos un
adoratorio.
Por estas fechas es habitual que circule un texto –del
que existen diversas traducciones- de Antonio Gramsci fechado el 1º de enero de
1916 y publicado en el periódico Avanti!
Odio el año nuevo
Cada mañana, cuando vuelvo a
despertar bajo el manto celeste, siento que para mí es año nuevo. Por eso odio
los años nuevos con fecha fija que hacen de la vida y del espíritu humano una
empresa comercial con sus insumos, su balance y su presupuesto de gastos e
ingresos para el nuevo ejercicio. Se pierde así el sentido de la continuidad de
la vida y del espíritu. Se termina por creer que, de verdad, entre un año y el
que le sigue hay una solución de continuidad y que empieza una nueva historia,
se formulan buenos propósitos y se lamentan los despropósitos, etc., etc. Es un
error inherente a las fechas. Dicen que la cronología es la osamenta de la
historia y quizás habría que admitirlo. Pero conviene también admitir que en
todos los cerebros están incrustadas cuatro o cinco fechas fundamentales que
acabaron por ser fiascos históricos. Allí caben los años nuevos. El año nuevo
de la historia romana, o el del medioevo, o el de la era moderna. Fechas que se
han vuelto tan invasivas y fosilizantes que a veces nos sorprendemos a nosotros
mismos pensando que la vida en Italia empezó en el año 752, o que el 1490 o el
1492 sean como montañas que la humanidad atravesó de repente para encontrarse
con un Nuevo Mundo o para entrar en una nueva vida. Así, la fecha se convierte
en un estorbo, una pantalla que impide ver que la historia sigue
desarrollándose a lo largo de una línea fundamental inmutable, sin bruscas
detenciones, como cuando en el cine se quema la película y sobreviene un
intervalo de luz que encandila. Por eso odio el año nuevo, porque quiero que
cada mañana sea para mí año nuevo. Todos los días quiero saldar las cuentas
conmigo mismo, y renovarme cada mañana. Ninguna jornada estará programada para
el reposo. Seré yo mismo quien decida las paradas cuando me sienta embriagado
por la intensidad de la vida y quiera zambullirme en la animalidad para volver
con más fuerzas. Ningún momento para la burocracia. Quiero que cada hora de mi
vida sea una nueva, aun cuando se entreteja con las anteriores. Ningún día de
festejo con frases corrientes, colectivas, compartidas con gente extraña que no
me interesa. Porque en su momento festejaron los abuelos y los abuelos de
nuestros abuelos, etc., ¿debemos también nosotros sentir la necesidad del festejo?
Todo esto me revuelve las tripas.
Con todo y todo. ¡Muy Feliz Año Nuevo!