martes, 30 de octubre de 2018

Epitafios / 1


El diccionario define lápida como losa que suele llevar una inscripción y añade otra acepción: losa que cubre una sepultura. Eulalio Ferrer, quien ha estudiado a profundidad el tema funerario, señala:

Los ejemplos más antiguos consistieron en una serie de mensajes ininteligibles -criptogramas-, oscuros por naturaleza y oscurecidos aún más por el paso del tiempo, cuyo significado también se ha erosionado. Ello explica por qué la palabra epitafio, de origen griego, sea definida por el Diccionario de la Real Academia Española como "antigua inscripción difícil de descifrar". Las lápidas sepulcrales fueron incorporando el nombre propio de una serie de inscripciones con referencias más sintonizadas y legibles.

Apunta Ferrer que “curiosamente, el verbo lapidar no se vincula con la escritura fúnebre, sino que significa ‘matar a pedradas’.”

Por epitafio se entiende una inscripción funeraria y la palabra proviene del griego epi, “sobre” y taphos, “tumba”. Omar López Mato sostiene que “El epitafio es la síntesis de una vida en una lápida, el reflejo de una existencia o las vivencias finales de un ser en pocas palabras. En definitiva, el espíritu de una persona sobre piedra.”

Es habitual que en estas palabras se hable elogiosamente del fallecido y por ello Ambrose Bierce define al epitafio como: “Inscripción en una tumba, que muestra que las virtudes adquiridas gracias a la muerte poseen efecto retroactivo.” Tal vez ello haya originado el antiguo proverbio italiano: “¡Miente más que un epitafio!”

Ahora bien, redactar el epitafio es todo un arte y cuenta Eulalio Ferrer que con el transcurso del tiempo ha ido cambiando la forma en que se escribe.

Si antes los padres de familia grecolatinos acostumbraban redactar sus epitafios en medio de opíparos banquetes con la ayuda de sus amigos, en el Renacimiento la moda era encargar la redacción de epitafios, o visto desde otro punto, redactar epitafios por encomienda, como si fueran mensajes personales de publicidad. ¿Su objetivo? Que cualquier hombre con recursos económicos, no necesariamente un aristócrata, pudiese tener una "muerte literaria", sublimada por el poder de la retórica. La costumbre permaneció por varios siglos y se extendió más allá de la región itálica.

Y presenta una situación muy peculiar que se dio en Francia en relación a un integrante del alto clero.

En Francia, por recordar una anécdota curiosa, el obispo de Langres convocó públicamente a redactar su epitafio por cien escudos de premio. Se sabe que ganó un individuo llamado La Monoya con el que transcribimos:

Aquí yace un muy grande personaje que fue de ilustre linaje, poseía mil virtudes, que no engañó jamás a nadie, que fue muy sabio. No diré más. Es demasiado mentir por cien escudos.

En opinión de Edmundo González Llaca dejar hecho el propio epitafio tiene grandes ventajas. “De una cosa si debemos estar seguros, es necesario hacer nuestro propio epitafio, pues corremos graves peligros si le dejamos esta tarea a los vivos.” Y para convencernos ejemplifica con algunas situaciones del tipo de las que uno debería evitar.

(…) en Francia se murió un astrónomo que era un personaje vanidoso que se pasaba el tiempo solicitando cargos o reclamando honores y distinciones. Le pidieron a otro astrónomo, Camile Flammarion, que redactara el epitafio del muerto. Y le puso: “Aquí yace fulano de tal. Este es el único puesto que ha tenido sin haber antes solicitado una y otra vez que se lo dieran”.

La otra situación que presenta es una variación del mismo tipo de aquello que debemos evitar.

Otro caso es el del usurero inglés, a quien la gente llamaba “El señor diez por ciento”. Aprovechándose de su amistad con Shakespeare, un día le pidió que escribiera un epitafio para su tumba. El dramaturgo tomó de inmediato el papel y escribió: “Aquí yace el señor diez por ciento. Apostamos ciento contra diez a que no lo dejarán entrar en el paraíso”.

Así las cosas, al dejar en otras manos la redacción del epitafio se corren riesgos de consideración.

Avisados.

jueves, 25 de octubre de 2018

La carta de Martin Luther King


En el transcurso de la lucha por la igualdad de los derechos civiles de la población negra en los Estados Unidos, fueron muchas las voces de blancos que recriminaron a Martin Luther King por el movimiento social que lideraba. En ese entorno escribió, desde la cárcel de Birmingham el 16 de abril de 1963, aquella célebre carta de la que hemos seleccionado algunos fragmentos.

Deploráis las manifestaciones que ahora tienen lugar en Birmingham. Pero vuestra declaración, siento decirlo, hace caso omiso de las condiciones que dieron lugar a estas manifestaciones. (…) Es una pena que las manifestaciones tengan lugar en Birmingham, pero es todavía más lamentable que la estructura del poder blanco de la ciudad no dejase a la comunidad negra otra salida que ésta. (…)
Uno de los puntos básicos de su declaración es que la acción que yo y mis colaboradores hemos emprendido en Birmingham es inoportuna. Han preguntado algunos: “¿Por qué no habéis dado a la nueva administración urbana tiempo para obrar?” (…) Desgraciadamente, es un hecho histórico incontrovertible que los grupos privilegiados prescinden muy rara vez espontáneamente de sus privilegios. (…)
Sabemos por una dolorosa experiencia que la libertad nunca la concede voluntariamente el opresor. Tiene que ser exigida por el oprimido. A decir verdad, todavía estoy por empezar una campaña de acción directa que sea “oportuna” ante los ojos de los que no han padecido considerablemente la enfermedad de la segregación.  Hace años que estoy oyendo esa palabra “¡Espera!”. Suena en el oído de cada negro con penetrante familiaridad. Este “espera” ha significado casi siempre “nunca”. Tenemos que convenir con uno de nuestros juristas más eminentes en que “una justicia demorada durante demasiado tiempo equivale a una justicia denegada”. (…)
Es posible que resulte fácil decir “Espera” para quienes nunca sintieron en sus carnes los acerados dardos de la segregación Pero cuando se ha visto cómo muchedumbres enfurecidas linchaban a su antojo a madres y padres, y ahogaban a hermanas y hermanos por puro capricho; cuando se ha visto cómo policías rebosantes de odio insultaban a los nuestros, cómo maltrataban, e incluso mataban a nuestros hermanos y hermanas negros; cuando se ve a la gran mayoría de nuestros veinte millones de hermanos negros asfixiarse en la mazmorra sin aire de la pobreza, en medio de una sociedad opulenta; cuando, de pronto, se queda uno con la lengua torcida, cuando balbucea al tratar de explicar a su hija de seis años, por qué no puede ir al parque público de atracciones recién anunciado en la televisión, y ve cómo se le saltan las lágrimas cuando se le dice que el “País de las Maravillas” está vedado a los niños de color, y cuando observa cómo los ominosos nubarrones de la inferioridad empiezan a enturbiar su pequeño cielo mental, y cómo empieza a deformar su personalidad dando cauce a un inconsciente resentimiento hacia los blancos; cuando se tiene que amañar una contestación para el hijo de cinco años que pregunta: “Papá, ¿por qué tratan los blancos a la gente de color tan mal?” (…) Llega un momento en que se colma la copa de la resignación, y los hombres no quieren seguir abismados en la desesperación. Espero, señores, que comprenderán nuestra legítima e ineludible impaciencia.

Creemos que esta carta debería releerse con frecuencia dado que muchos de los conceptos que en ella expresa Martin Luther King mantienen vigencia en relación a la situación de grandes sectores de la población que viven diversas forman de exclusión.

martes, 23 de octubre de 2018

Recordatorio urgente


Hay exhortos que proviniendo del pasado van mucho más allá de mantener vigencia. Sí, lo que tienen es urgencia. 
Tal es el caso de estas líneas de Primo Levi (texto original en Si questo é un uomo. Torino: Einaudi, 1958, traducción de Pancho Bustamante).

Si esto es un hombre
Primo Levi

Ustedes que viven seguros
En sus casas climatizadas
Los que se encuentran, al volver de noche,
La comida caliente y las caras amigas:

            Consideren si es un hombre
            El que trabaja en el barro
            El que no conoce la paz
            El que pelea por la mitad de un pan
            El que muere por un sí o por un no
            Consideren si es una mujer
            La que no tiene cabellos ni nombre
            Ni fuerza para recordarlo
            Vacía la mirada y el vientre frío
            Como una rana de invierno

Piensen que esto ha sucedido:
Les encomiendo estas palabras.
Grábenselas en sus corazones
Cuando estén en casa o vayan por la calle,
Al acostarse, al levantarse;
Repítanselas a sus hijos.
Y si no, que se les derrumbe la casa,
Que la enfermedad los retuerza,
Que sus parientes les den vuelta la cara.

jueves, 18 de octubre de 2018

Gila: que se ponga


En otras ocasiones ya nos hemos referido a Miguel Gila, un reconocido humorista español. Quienes cuenten con unos cuantos abriles en sus haberes seguramente recordarán que uno de sus números más celebrado eran las conversaciones telefónicas (en realidad, monólogos) que mantenía con diversos interlocutores y que invariablemente comenzaban a partir de una frase que hizo célebre: “que se ponga”. Es el mismo Gila quien da cuenta de cómo surgió la idea.

(…) pero si es difícil conseguir una buena relación de pareja entre hombre y mujer en el terreno amoroso, pensaba lo complicado que sería encontrar alguien con quien compartir el trabajo, para poder dejar los monólogos que me obligaban a permanecer estático ante un micrófono, algo que nada tenía que ver con mis inquietudes de actor. Después de varias noches de darle vueltas a la cabeza, se me ocurrió que la única forma posible de establecer un diálogo sin recurrir a una segunda persona era haciendo mi trabajo con un teléfono, de manera que la otra persona con quien yo establecería una conversación estaría al otro lado de la línea. Creo que fue el gran hallazgo.

Algunas de aquellas llamadas fueron memorables y las recuerda el propio humorista.

Basándome en el teléfono, inventé varias llamadas del absurdo. Un bombero que trabajaba por cuenta propia y llamaba a una casa preguntando si tenían algún incendio, un cirujano de cirugía estética que llamaba a una señora que quería quitarse años y a la que le decía: "No, señora, por ese precio yo no le puedo quitar años, le puedo quitar días, o sea que si hoy es miércoles, le dejo la cara del martes pasado"; una llamada a un amigo al que tenía que dar el pésame porque el abuelo iba en una moto y en la carretera había un cartel que decía: "Bache peligroso" y él había leído: "Pase saleroso", se metió en el bache y se mató. Cada vez que intentaba darle el pésame me daba risa, de manera que me era imposible acompañarle en el sentimiento.

Por experiencia propia supo lo que era la guerra y fue así que decidió convertirla en objeto de burla. “Y como es de suponer, no dejé mi personaje del soldado haciendo una llamada al enemigo, en la que le preguntaba si iban a atacar por la mañana o por la tarde, que si nos podían prestar el tanque porque el nuestro tenía sucio el carburador (…)” En otra de sus llamadas clásicas daba cuenta de un viaje por África

(…) y una conferencia a Toledo, para decirle a mi mamá que estaba en África en un safari y contarle que había visto un leopoldo, o un leonardo, o un leopardo (…), que los hipopótamos eran como la tía Adela, pero sin la faja, que a mi papá le había comido una pierna un cocodrilo porque se puso los prismáticos al revés y dijo: "Anda, una lagartija", que las cebras eran como borricos con pijama de rayas...

Aquella ocurrencia del teléfono –concluye Gila- ayudó a afianzar su trayectoria en tanto humorista.

El invento del teléfono me abrió muchas más posibilidades creativas y gracias a él fui aumentando el número de mis monólogos hasta una cantidad insospechada. Pero yo seguía pensando cada noche que lo mío no era la sala de fiestas, lo mío, lo que a mí me gustaba y lo que quería lograr era estar arriba de un escenario. Y lo logré.

El humorismo de Miguel Gila no temía enfrentar al poder y era su manera de resistir ante tanta arbitrariedad.

martes, 16 de octubre de 2018

La tuberculosis: enfermedad del amor y el arte


Varias son las obras literarias y cinematográficas que aluden al drama causado durante mucho tiempo por la tuberculosis, enfermedad que en ocasiones se relacionaba con la pasión y el amor. El enigma del origen de esa mortal enfermedad se develó hacia fines del siglo XIX, tal como lo refiere Lola Gavarrón

Koch, al descubrir en 1882 el bacilo de la tuberculosis, respiró aliviado. Ya podían decir oficialmente de qué morían las damitas, románticas o no, con camelias o sin ellas. Aquel aire pálido, enfermizo, interesante, que cultivaban las señoras con fervor y que daba con sus huesitos en la tumba a tempranas edades, tenía por fin un nombre.

Por otra parte, una cuestión recurrente en nuestro tiempo es el problema derivado de las modelos que teniendo tallas muy pequeñas constituyen el ideal –en muchos casos inaccesible- de un buen grupo de mujeres. Y de esa manera se originan los estragos causados por la moda de la delgadez extrema; sin embargo –señala Gavarrón- esta situación está muy lejos de ser novedosa.

Apolilladas en sus casas, sometidas a draconianas dietas de adelgazamiento para poder “entrar” en los corsés, con una alimentación tercermundista y ceñidas de la cabeza a los pies, las damas de mediados de siglo, en plena época de profundos cambios sociales, no eran más que una ilusión.

Regresando al tema de la tuberculosis es mucho menos conocido su vínculo con el arte, lo que interesó a Jorge Mejía Prieto.

Los numerosos casos de artistas y escritores que produjeron sus mejores obras cuando sufrían de tuberculosis, ha sido la causa de que a dicho mal se le llame la enfermedad de los genios.
El escritor ruso Antón Chejov, quien era médico, observó los efectos de esa enfermedad en su organismo, mientras escribía las novelas y los cuentos que le hicieran famoso.
Otros escritores enfermos de tuberculosis fueron Voltaire, Katherine Mansfield, las hermanas Brontë y los poetas John Keats, Percy B. Shelley, Roberts Burns y Elizabeth Barret. Esta última compuso sus inmortales sonetos postrada en cama por la enfermedad.
En el campo de la pintura debe mencionarse que Rafael, genio del Renacimiento, era tuberculoso. Y en los ámbitos de la composición musical es de sobra conocido el caso de Fréderic Chopin, quien escribió sus más bellas composiciones para piano poco antes de morir tuberculoso.

Concluye Mejía Prieto afirmando que “el novelista Thomas Mann, en su obra cumbre, La montaña mágica, analizó en forma brillante el hecho de que los enfermos de tuberculosis parecen adquirir una mayor sensibilidad y una especie de lucidez creativa.”

Pero no vaya a creerse que la tuberculosis es la única enfermedad vinculada con el arte.

Volveremos al tema.

jueves, 11 de octubre de 2018

Modelos autorreferenciales


Habitamos tiempos de un marcado individualismo y seguramente mucho tiene que ver con ello el éxito de múltiples propuestas que apuntan a engordar el ego. Es así como en este entorno hacen su aparición aquellos que se consideran autohechos y a los que ya nos hemos referido en otra ocasión (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2012/12/hagase-usted-mismo.html). 

Ahora nos detendremos en algunas variantes de este mismo fenómeno, como lo es la persona autorreferencial a la que caracteriza Martín Olmos “(…) y como no ha considerado leer al clásico se suele citar a sí mismo (porque el primo no necesita modelos) y empieza sus parlamentos con la expresión: ‘Como yo suelo decir…’, como si dijera por Gracián.” 

También está aquel que se considera propietario de todas las virtudes –una especie de patrón oro del desarrollo humano- y por tanto ejemplo a imitar; a él apunta Adolfo Bioy Casares: “Dice que le irritan tus defectos. Quiere decir que le irrita todo aquello en que no te pareces a él.”

Otro tipo dentro de esta clasificación está integrado por quienes admiten que su principal defecto es en realidad una virtud; Javier Gomá Lanzón caracteriza su perfil
Me maravilla esa buena gente que, cuando le preguntan cuál es su mayor defecto, con gran desenfado presentan por tal lo que evidentemente es una virtud sólo que en grado superlativo: “Soy demasiado autoexigente”, “soy demasiado sensible”, “soy demasiado generoso”. Resulta que a algunos de ellos los conozco personalmente y a mí mismo me vienen a las mientes con prontitud otros feos vicios que les convendrían mucho mejor. Nadie confiesa: “Soy mezquino, envidioso, tacaño o resentido”, o cualquiera de las cosas desagradables que tanto menudean en la condición humana.

Finalmente están aquellos a quienes Claudio Magris identifica como menospreciadores de masas.
(…) esos menospreciadores de masas, numerosos también hoy, que, apretujados entre sí en el autobús atestado o en la autopista atascada, se consideran, cada uno de ellos, habitantes de sublimes soledades o de salones refinados y desprecian, cada uno de ellos, al vecino, sin saber que se les paga con la misma moneda, o bien le guiñan el ojo, para darle a entender que, en aquella multitud, sólo ellos dos son almas elegidas e inteligentes, obligadas a compartir el espacio con el rebaño. 

Considera conveniente distinguir la “suficiencia de jefe de oficina, que proclama Usted no sabe quién soy yo”, quien –de acuerdo con Magris- se encuentra tan lejos “de la auténtica autonomía de juicio, de ese orgullo que hay en Don Quijote cuando, desarzonado, murmura Sé quien soy y que nunca va acompañado por el fácil e indiferenciado desprecio por el prójimo”. Para Claudio Magris “la estandarizada altanería con respecto a la masa es un comportamiento típicamente masificado” que desconoce la fragilidad de cada persona porque 
Quien habla de la estupidez en general tiene que saber que no es inmune a ella, porque hasta Homero desciende del Olimpo de vez en cuando; debe asumirla en sí mismo como riesgo y destino común de los hombres, consciente de ser algunas veces más inteligente y otras más tonto que su vecino de casa o del tranvía, porque el viento sopla hacia donde quiere y nadie puede estar nunca seguro de que, en ese momento o un instante después, no le abandone el viento del espíritu. 

De allí –concluye Magris- que adquiere enorme importancia la sabiduría que procede del humor. “Los grandes humoristas y los grandes cómicos, de Cervantes a Sterne o a Buster Keaton, nos hacen reír con la miseria humana porque también la descubren y en primer lugar en ellos mismos, y esta risa implacable implica una amorosa comprensión del destino común.”

Ojalá que, como sostiene el dicho popular mexicano, no nos enfermemos de importancia en estos días en que resulta tan fácil caer en ello y para poder evitar la amenaza confiemos en que no nos abandone “el viento del espíritu”.

martes, 9 de octubre de 2018

A la muerte del bibliófilo


En otra ocasión ya hemos aludido al destino de la biblioteca de un apasionado a los libros al momento de su muerte (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2016/03/territorio-de-bibliofilos.html). No se trata de historias que tengan por lo general un final feliz, cosa sabida por todos aquellos que en el transcurso de su vida han ido reuniendo con mucho sacrificio una valiosa (por muy diferentes motivos) colección de libros. La amenaza es permanente para los integrantes del gremio, por lo que el tema es recurrente entre ellos.

José Luis Melero -que de esto sabe y sabe mucho- cuenta una historia que sería inverosímil si no conociéramos la veracidad de la fuente.

Uno de esos libreros de Barcelona con quien mantengo buena relación me contó un par de anécdotas que le habían sucedido a lo largo de su vida profesional, las dos muy representativas de lo que es el mundo del libro viejo. Una de ellas hacía referencia al poco tiempo que tardan las viudas de los bibliófilos en vender sus bibliotecas. En cierta ocasión una de estas viudas le llamó para venderle los libros de su marido. Le dio la dirección y resultó tratarse de una vieja casa del Ensanche barcelonés sin ascensor. Llegó a la casa el librero y delante de él, por la estrecha escalera, subían dos empleados de una funeraria con un féretro vacío. ¿No irán estos…?, se preguntó mi amigo. Pues sí, efectivamente, sí iban. Se pararon delante del mismo piso que le habían dicho por teléfono a nuestro librero. Abrió la viuda la puerta, pasaron los de la funeraria con el féretro y detrás mi amigo el librero a comprar los libros. Aún estaba el difunto en la cama de cuerpo presente cuando sus libros iban a parar ya a manos del librero de viejo. (…)

Claro que no siempre es así, hay casos que terminan bien sea porque el propietario de la biblioteca consiguió que alguna institución aceptara el legado para cuando ocurriera su fallecimiento, sea porque una vez que tuvo lugar el deceso alguna institución cultural adquirió la totalidad del lote o por otros motivos lamentablemente poco frecuentes. De allí que –como sostiene Melero- es una preocupación compartida por muchos, preguntarse: “¿qué va a ser de nuestros libros?”. Ahora bien, reconoce el mismo autor, no se trata de quedarse en la fácil crítica a los descendientes sino también en ser capaces de ponerse en su difícil lugar.

Estos días se han vendido en Zaragoza algunas bibliotecas. Ocurre siempre lo mismo: a la muerte del dueño de los libros sus herederos no saben qué hacer con ellos. Aunque quieran ser respetuosos y honrar la memoria del difunto, ni les caben esos libros en casa, ni sus intereses como lectores son los mismos de quien formó esa biblioteca, ni hay forma razonable de trocear esta y repartírsela entre ellos sin dañarla irremediablemente. Así que llaman al ropavejero y este se lleva los libros a precio de saldo. Y es que todo cuesta mucho cuando lo compramos y muy poco cuando lo vendemos. Yo he sido testigo –y en ocasiones he intervenido- en alguna de esas transacciones y son de una tristeza infinita, pues en un momento desaparecen ante los ojos resignados de los hijos el esfuerzo y la pasión de toda una vida de sus padres, los muchos libros anotados y trabajados, los enormes sacrificios por conseguir tal o cual ejemplar. Pero, con eso y con todo, lo que más desánimo produce es comprobar cómo se desmorona sin remedio lo que es imposible de cuantificar: los sueños y las ambiciones de quienes formaron durante años y años aquellas bibliotecas. Otra solución es donar los libros a las instituciones (…) Pero también esto es muy complicado, pues aquellas muchas veces no disponen del espacio físico adecuado para recibir y cuidar con decoro quince o veinte mil libros que les caen encima de repente, ni recursos humanos suficientes para encargarse de su estudio y catalogación, con lo que muchas veces esas donaciones acaban convirtiéndose para ellas en un problema de difícil solución.

Concluye José Luis Melero –en una suerte de terapia de apoyo para sus colegas- con palabras que reivindican, con todo y todo, el oficio fascinante del bibliófilo: “Así que al final todos nos consolamos pensando que hemos disfrutado de nuestros libros en vida y que lo que ocurra después con ellos ya no nos concierne.”

jueves, 4 de octubre de 2018

Comparaciones


Establecer comparaciones es un recurso habitual que se origina de la confluencia de la riqueza del lenguaje por una parte, con la lucidez, veta poética y exuberante imaginación del hablante o escribiente por la otra. Según Ricardo Piglia “el símil es una pequeña acción, un microrrelato que se podría aislar y unir a otros para construir una red de narraciones microscópicas.”

Las comparaciones que dejan huella en el interlocutor o el lector lo logran por caminos opuestos: similitud o ajenidad; pertinencia o impertinencia; gravedad o liviandad… Tan solo con el cometido de presentar una pequeña muestra de lo dicho, hemos seleccionado algunas comparaciones que pertenecen a diversos autores.

José Moreno Villa no tuvo empacho en establecer un vínculo entre la ciudad de Puebla y su tío Manuel: “(…) a pesar de los azulejos y del barroco blanco y rosa, para mí es una ciudad severa, sin alegría, como mi tío don Manuel, general de brigada y oriundo de Castilla la Nueva.”

Para Simón Leys el libro “Los miserables” de Victor Hugo “es como un Niágara espumeante y atronador de palabras (…)”

A quienes decían: “Mi patria lo primero, tenga razón o no”, Chesterton les replicaba: “Mi madre lo primero, borracha o sobria”.

Mozart –citado por Simon Leys- afirmó: “Yo escribo música lo mismo que una vaca mea.”

Siegfried Kracauer para describir un personaje establece el siguiente símil: “Llegó el maestresala, un caballero que vestía un frac más distinguido que el del camarero y que, con el elegante pañuelo a modo de banderola, se deslizaba por el local como un barco de paseo en un día festivo.”

William Faulkner –citado por Ricardo Piglia- quiere comunicar una sensación particular cuando afirma “(…) como si hubiera estado largo tiempo echado sobre un piso sin poder cambiar de postura.”

Martín Olmos no duda ni por un instante en relación a la contundencia de su comparación: “triste como una tarde de domingo (…)”

Para trasmitir el momento en que debió esperar a que su interlocutor dejara de llorar, John Berger dice: “Yo esperaba mien­tras lloraba, como uno espera en un paso a nivel a que ter­mine de pasar un tren con muchos vagones.”

Mientras hay quienes carecen del poder de establecer comparaciones, para otros brotan con tanta rapidez que deben limitarse; así le acontece a Antonio Alatorre: “Se me ha ocurrido ese pasaje tal como a un músico se le ocurre un pasaje dentro del movimiento de una sonata, tal como a un pintor se le ocurre un… (pero basta; a veces mi lenguaje retoza demasiado por cuenta propia, y es tan fácil ensartar comparaciones: como esto, como aquello, como lo de más allá).”

El don de formular comparaciones se reparte democráticamente por lo que alcanza tanto a intelectuales como a quienes no tienen vínculo con la vida académica; prueba de ello es esta obra maestra de la que da cuenta Hedwig Lewis

Dos hombres ya mayores descansaban en un bar de carretera. Uno de ellos bebió un gran sorbo de su taza y, a continuación, miró de frente a su amigo y le dijo:
-La vida es como una taza de té.
-¿Qué quieres decir? –le preguntó perplejo su amigo.
-¡Cómo quieres que lo sepa! –le respondió el otro-. No soy un filósofo.

Ahí queda la tarea pendiente para que el lector proponga las posibles razones que dieron lugar a la comparancia, como dice la gente del campo en ciertas regiones.

Seguramente todos tenemos algún familiar o –como decía Josep Pla- un amigo, conocido o saludado que ejerce el oficio con suma maestría. El peligro que enfrentan estos orfebres del lenguaje –al decir de Ricardo Piglia- es que “a menudo el hecho que se quiere narrar queda opacado por el poder de la comparación.”

martes, 2 de octubre de 2018

Desencuentros del amor posmoderno


Hay quienes son verdaderos maestros en el arte de convertir las adversidades en oportunidades de desarrollo. Considero que Amy Andersen –según la nota de Silvia Fesquet- es una jugadora de las grandes ligas en ese terreno.

Aparentemente, todo arrancó con una poco agradable experiencia personal. Cuenta la leyenda que, una noche, [Amy] Andersen estaba con su novio, un exitoso inversor financiero, tomando algo en un cotizado bar de San Francisco. En un momento dado, observó que su acompañante no dejaba de pasear una atenta mirada por todo el local.
Cuando le preguntó qué buscaba, muy suelto de cuerpo, él le contestó: “Estoy comprobando si eres la BBD”, en castellano, algo así como “la mejor opción”.

Para muchos una circunstancia como aquella habría terminado en drama: celos, crisis de autoestima, inculparse por elegir mal a la pareja, enojo, etc. Para muchos, pero no para Amy porque -continúa la nota de prensa de Fesquet- “Atónita, Amy decidió reconvertir desazón en oportunidad, y germinó a partir de allí la idea de ayudar a buscar a gente demasiado ocupada y demasiado exigente, esa famosa ‘mejor opción’.” Al descubrir que las personas sobreagendadas no tienen tiempo para ocuparse de temas menores como el del amor, fue como su frustración devino en próspero negocio que –siendo justos- debiera agradecer a su pareja de entonces por habérselo inspirado.

Con una clientela de hombres que van desde jóvenes de 23 años hasta señores que han superado largamente los setenta, el servicio que brinda su empresa es absolutamente personalizado: nada queda librado al azar. (…)
Es que, muy habilidosos en tecnología o en el desarrollo de start ups, sus clientes muchas veces no entienden la diferencia entre cerrar un buen negocio o iniciar una relación amorosa. “Los hombres de Silicon Valley –ha dicho Andersen- están obsesionados con esto de ‘la mejor opción’: quieren la mujer más joven, más rica, con el mejor cuerpo. (…) Aplican a la búsqueda de pareja la misma lógica y metodología con que consiguieron el éxito profesional”.

Por lo demás, y la nota de Silvia Fesquet lo deja muy en claro, la búsqueda de “la mejor opción” no acaba nunca y ello asegura el éxito del negocio de Amy Andersen tanto en el presente como en el futuro. “Claro que la cuestión se complica porque, según observa esta remozada versión de la celestina, estos varones no cesan de preguntarse, más allá de la maravillosa mujer que hayan encontrado, si no habrá otra ‘opción’ mejor.”

Llegados a este punto es posible que algún lector esté pensando en requerir los servicios de la empresa cuya misión (y sobre todo visión) se orienta al logro de la excelencia amorosa. Permítame sugerirle que lo piense muy bien porque barato -lo que se dice barato- no es; por el contrario, requiere de un desembolso importante dado que –señala Fesquet- “como es de imaginar, tanta exclusividad en la atención tiene su precio: el paquete básico cuesta unos 2.500 dólares mientras que la prestación VIP (…) arranca en 50 mil y no es raro que arañe los 100 mil dólares.”

Lo que ya no supe -el artículo no lo informa-, es si el pretendiente de Amy cambió su opinión una vez que ella se convirtiera en próspera empresaria y eso lo llevó a aceptar que había incurrido en gravísimo error: siempre sí, Amy era su mejor opción. Rectificar es de sabios.

Pero sabido es que las cosas del amor tienen sus desencuentros por lo que es probable que ahora fuera ella quien considerara que aquel caballero, en esta nueva coyuntura de la vida, estaba muy lejos de ser su mejor opción.