viernes, 25 de febrero de 2011

Cazadores de autógrafos

Ilustración: Margarita Nava
Aun cuando la búsqueda de autógrafos constituye una costumbre vigente, es claro que sus mejores días ya han pasado. Me refiero a cuando a esta actividad se le dedicaban afanes propios de mejores causas y los coleccionistas andaban al acecho con libros reservados para tal fin. Fernando Fernán Gómez rememora esos tiempos.
Los antiguos coleccionistas de autógrafos, de los que he alcanzado a conocer a muy pocos, solían ser personas muy distinguidas. O, por lo menos, eran distinguidos los álbumes que presentaban al solicitar la firma del personaje más o menos famoso.
A veces, uno se quedaba como atemorizado, disminuido, ante la responsabilidad de dejar correr la pluma por una de las hojas de aquel álbum que el coleccionista desenvolvía, cuidadoso, pulcro, en nuestra presencia y que, después de inspeccionar el ámbito con mirada inquisitiva, depositaba sobre el mueble más limpio, más exento de cacharros que pudieran ocasionar un accidente.
Recuerdo haber abierto un álbum que llevó un señor a mi camerino del teatro de la Comedia, de Madrid, hace muchos años, cuando representaba la comedia de Carlos Llopis La vida en un bloc. En la primera hoja, amplia, blanca, impoluta, de noble papel, se leía una sola palabra, centrada: «Serenidad».
Más abajo, hacia la derecha, la firma: «Azorín».
Pasé aquella primera página, y en la segunda leí: «Por el ojo divino se asoma la serpiente y encuentra que el mundo está bien hecho». Y la firma: «Vicente Aleixandre».
Había que atarse los machos para atreverse a tomar la pluma impregnada en indeleble tinta china que el distinguido coleccionista ofrecía -el distinguido coleccionista iba provisto de álbum encuadernado en piel, tinterito y pluma-, y ensuciar para la posteridad una de aquellas páginas.
Se le iban a uno los recuerdos a esas pequeñas joyas poéticas ocasionales dejadas caer como si nada en álbumes de ignotas señoritas por Juan Ramón Jiménez, por Rubén Darío... Álbumes en los que cualquier autógrafo solicitado en un baile, en una recepción, en una visita, aspiraba a ser el día de mañana tan evocador como unos pétalos secos entre las hojas de un libro.
Por lo general este tipo de coleccionistas de autógrafos se especializaban en una línea: jugadores de fútbol o artistas. Pero también existía otra variante representada por quien cargaba permanentemente su libro de autógrafos pronto para lo que se ofrezca. A la menor provocación pedía su firma al personaje de marras. Esta variedad no manifiesta preferencia alguna al juntar firmas de escritores, boxeadores, artistas, cantantes, líderes religiosos, toreros, políticos, figuras de la radio y posteriormente de la TV, etc. 

Nicolás Alvarado se pregunta el por qué de esta costumbre de coleccionar autógrafos y narra su experiencia de estar cerca de un famoso.
¿Que por qué hace eso la gente? Lo ignoro -yo mismo nunca he pedido a alguien me firme una libreta- pero especulo: por rozar un momento la fama, por presumir de haber compartido un instante (aun si fugaz) con el famoso (aun si el famoso no habrá de compartir el instante, ya sólo porque jamás lo recordará).
Así, por ejemplo, el lunes pasado, cuando asistí a la inauguración de Lilit, el bar de mis amigos Fernando Llanos y Héctor Falcón, quienes no por encontrarse a la vanguardia del arte contemporáneo están para los trotes concomitantes al punchispunchis, por lo que han decidido promover lo que se antoja una especie en extinción: un sitio donde se pueda beber y conversar.
Muy agradable todo. Muchos amigos. Incluido Guillermo Arriaga, que es buen amigo de Fernando (y por cierto también buen amigo mío) y quien decidió a su vez invitar a un buen amigo suyo, de visita en la ciudad. Yo daba la espalda a la puerta cuando se produjo la entrada más conspicua de la noche pero no por ello me la perdí; ipso facto comenzó a oírse un rumor falsamente quedo: “¿Ya viste, güey? ¡Es Tarantino! ¡No mames: ¡Tarantino! ¿Tarantino? ¡Tarantino! Viene con Arriaga, güey. ¡Tarantino! ¡Mira, Tarantino!”.
Y, sí, cuando pasó frente a mí -porque huelga decir que torcer la cabeza para verlo me habría parecido una majadería-, pude constatar que, en efecto, era Quentin Tarantino. A quien admiro mucho (snob que soy, diré que mi favorita de entre sus películas es Jackie Brown) y con quien acaso me habría gustado conversar, pero no desde la identidad -si es que eso es una identidad plausible- del fan. Mientras las hordas se abalanzaban hacia el rincón que presidía el gringo, con los “¡Guillermo, preséntame a tu amigo!” como ruido de fondo, di el último sorbo a mi copa, tomé mi gorra, me levanté, salí a la acera, entregué mi boleto al valet parking. Mientras aguardaba yo a que me trajeran el auto, sentí una palmadita en el hombro: era Arriaga, solo. “¿Qué ya no saludas, Alvarado?”. “Pues es que tú ya sólo te codeas con las estrellas, maestro”. Risitas y abrazo tronado, sincero. Le agradezco la deferencia. Es un caballero. Pero -qué remedio- yo también.
En el mercado de autógrafos no faltó quien se supiera cotizar, en forma por demás ingeniosa, tal lo que comenta Noel Clarasó.
Carnegie era coleccionista de autógrafos y llegó a tener casi todos los V.I.P. de su tiempo. Le faltaba el de un naturalista llamado Ernest Haeckel y se lo pidió a través de un alumno. Haeckel accedió en seguida y en el álbum de Carnegie escribió: «Ernest Haeckel agradece, conmovido, a Andrew Carnegie el microscopio que ha regalado al laboratorio de biología de la universidad».
Carnegie regaló el microscopio y decía después:
-No sé si Haeckel es el personaje más importante entre aquellos cuyos autógrafos tengo, pero su autógrafo es el que me ha costado más caro.
Hace algunos años Fernando Fernán Gómez añoraba viejos tiempos en que el oficio de coleccionista de autógrafos se encaraba con mayor profesionalismo.
No es una cuestión de nostalgia, de enfermizo amor al pasado. Cuando Jorge Manrique dijo aquello de «cualquier tiempo pasado fue mejor» midió bastante bien sus palabras, puesto que antes escribió «a nuestro parecer».  No era cierto que cualquier tiempo pasado fuese mejor, sino que a nosotros nos lo parecía. Más acertado aún estuvo Ramón Gómez de la Serna en su espléndida, acertadísima paráfrasis: «A nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue más ingenuo». Pero no se trata ahora de esos matices, de esas agudas observaciones, sino de que la inmensa mayoría de los coleccionistas de autógrafos de hoy no son como los de antaño. Nada de álbumes encuadernados en piel, ni de impolutas hojas de noble papel, ni de tinteritos de indeleble tinta china, sino todo lo contrario.

Verdad es que ya en aquellos tiempos de La vida en un bloc en el teatro de la Comedia -principios de los cincuenta- existía otro género de coleccionistas de autógrafos muy diferente al de los distinguidos señores o las ignotas señoritas de Rubén y Juan Ramón. Eran los que asaltaban al paseante que consideraban popular o famoso llamándole equivocadamente por el nombre un compañero de oficio y diciéndole:
-Firma, firma.
O los que ordenaban, al tiempo que ofrecían un papelajo: 
-Ponga: Para Enriqueta Suárez, de Ciudad Real, con muchísimo afecto y simpatía.
Coleccionistas de este género ya empezaban a darse entonces, y, desde luego, eran coleccionistas sin álbum, sin papel, sin pluma, sin distinción, sin urbanidad, sin nada.
Los tiempos han ido cambiando, como es su obligación, pero esos coleccionistas de autógrafos a los que acabo de referirme no han desaparecido -desgraciadamente han desaparecido los otros, los distinguidos coleccionistas-, sino que han proliferado. Piden, o exigen, el autógrafo y después se registran, precipitados, nerviosos, los bolsillos en busca de un papel, de un bolígrafo. Agitadamente, meten y sacan las manos en los más recónditos escondrijos de su vestimenta, abren una cartera de plástico, extraen de ella objetos heterogéneos, una pipa, una barra de labios, un relojito sin correa, unas gafas de sol, un escapulario, una «china», y al fin, tras dejar sin envoltorio su bocata, tienen un trozo de papel adecuado para aumentar su colección de autógrafos.
-Aquí mismo, aquí mismo -dicen.
Luego, con ayuda de un muchacho que pasa por allí, tienen un boli, que por lo general no pinta.
-Ya está. Toma. El autógrafo, el autógrafo. (Algunos, muy pocos, dicen el fotógrafo).
Yo, en esos casos, me siento tentado de escribir:
«Serenidad. Azorín», pero me contengo; venzo la tentación y firmo modestamente con mi nombre.
El coleccionista se marcha, en algunos casos después de decirnos en qué ciudad ha nacido:
-Soy de Soria, de Soria.
El muchacho que pasaba por allí y que prestó el bolígrafo suele acercarse mostrando una tarjeta de visita vieja, usada, grasienta en la que hay anotados varios números de teléfono y un operación matemática y nos pide también que firmemos. Y mientras, sumisos o envanecidos, según el carácter de cada cual, lo hacemos, pregunta sin dejar de mirar intrigado nuestro grafismo:
-¿Ahí qué pone?
Los hay que expresan su ignorancia de otra manera:
-¿Y usted quién es?
Confieso que firmar los primeros autógrafos que me solicitaron, en los años de esperanzada y atemorizada juventud, me llenó de júbilo. Aquel chico, aquella muchacha, aquella señora me habían reconocido. La gente empezaba a saber quién era yo, y eso en mi oficio es muy conveniente. Pero, como casi todo en la vida, este coleccionismo callejero empieza a cansar y al final acaba haciendo la puñeta. (...)
Quizás existan compañeros a los que no les desagrade esta costumbre del coleccionismo callejero, este creer que al futbolista, al actor, al cantante, cuando se le ve por la calle o en un local público siempre hay que pedirle un autógrafo, por lo que tal hábito puede tener, a pesar de todo, de homenaje, de reconocimiento de unos posibles méritos; pero supongo que todos estarán de acuerdo en que el pretendido homenaje está mal realizado.
No deberían estos presuntos admiradores, que en la mayoría de los casos se comportan con la mejor buena fe posible, solicitar nuestro autógrafo, sino ofrecernos gentilmente el suyo.
Si las cosas fueran como deben ser, ellos deberían atreverse, todo lo más, a pedirnos un papel, un bolígrafo, y después escribir: «Le admiro profundamente» o «Es usted uno de mis actores predilectos» o «Eres el más guapo del cine español», según. Y la firma. Y si quisieran añadir lo de «Soy de Soria», que lo añadieran.
Nuestra molestia sería menor, y muchísimo mayor nuestro agradecimiento. Y los que tuviéramos suerte en este azaroso oficio, podríamos dejar a nuestros nietos una gran colección de papelitos firmados.
No falta quien pide el autógrafo y luego averigua de quién se trata mientras presume su buen ojo clínico para reconocer a un personaje importante de entre la masa. Ello ha dado lugar a situaciones en que el cazador de autógrafos se enoja con cierto personaje por no ser quien pensó que era. En relación a ello Nicolás Alvarado proporciona un ejemplo
¿La mejor anécdota de mi amigo (y compañero de ridículos en cadena nacional) Pablo Boullosa? Aquella en que, mientras pasea por la calle, se le acerca una creatura del Señor (pongamos que una mujer guapa: así queda mejor), lo atisba, se le queda viendo, deja escapar un gritito extasiado y clama de súbito “¡Noooo! ¡Es usted!”.
Pablo -quien, aunque cartesiano, suele estar bastante cierto de ser él mismo- se limita a sonreír con incómoda beatitud, como para decir “Sí, buena mujer: en efecto, yo soy yo. ¿Acaso usted no es usted?”. Pero he aquí que no, que la chica ya no es la que era antes de verlo, que ha mutado en ser instintivo y primario que no hace sino proferir gritos guturales que, merced a una traducción, querrían decir yoloadmiroyoloquieroyoloamoquéemoción. Pero se recompone lo bastante para lograr una frase inteligible, la única que importa: “¿Me da su autógrafo?”.
La chica hace aparecer una hoja sucia arrancada de un cuaderno de espiral y una pluma Bic sin tapa. Pablo hace aparecer su mejor sonrisa (ésa que luce apenas impaciente) y le contesta que sí, que muchas gracias, que será un placer. Toma la hoja, empuña el bolígrafo, le pregunta cómo se llama. “Ruperta”, quiero pensar que responde la chica. “Muy bien”, anuncia él al tiempo que garrapatea “Pa-ra Ru-per-ta, con el ca-ri-ño de Pa-blo Bou-llo-sa”.
Ya está: devuelve a la suspirante el bien por el que la cree suspirar. Ruperta, extasiada, se lleva la hoja a los ojos y -ojo: aquí viene lo bueno-  ve mudar su expresión de la catatonia extática a la ira profunda: “¡Óigame no! ¡Esto no es lo que yo quería!”. Pablo se contraría. ¿Pues qué querría Ruperta? ¿Un acta de matrimonio? ¿La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano? ¿Un cheque endosado? Para nada. Dejémosla expresar su desazón: “¡¿Pues qué usted no es El Finito López?!”. Ahora resulta que la duda de Ruperta era razonable: su interlocutor era, en efecto, un usted, pero no el usted culpable de todas sus angustias y todos sus quebrantos.
La anécdota habla bien de la chica: miope y torpe, sí, pero por lo menos sabía bien qué quería, a diferencia de tantos que se topan a alguien que sale en la tele, gritan de emoción, le piden el autógrafo… y ya luego le preguntan cómo se llama.
También hay quien aspira a ser reconocido por su admirado personaje y toma por desdén recibir un simple autógrafo sin algo más personal. Ello ha provocado situaciones chuscas, tal como lo documenta la siguiente nota de prensa. 
El excelente escritor mexicano José Emilio Pacheco participó en un acto cultural. Muchos de los participantes se le acercaron a solicitar su autógrafo, entre ellos muchos conocidos. El mismo Pacheco narra la situación:
“A mí estas cosas me cuestan mucho trabajo. Nunca quedo bien, sobre todo cuando sé que conozco a la persona pero no puedo recordar su nombre. Para librarla le pregunto: ¿Y cómo te dicen en tu casa? ‘Igual’, me responden. ¿Y cómo te decían de chiquito?, vuelvo a preguntar. ‘Igual’, vuelven a responder.
Ante eso no me queda más que escribir: ‘A mi querido amigo, con el afecto de...’ Pero no falla -suspira-: cuando lo ven me dicen: ‘¡Ay!, pero es que yo quería algo más personal’.”
Y es que dicha frustración es más que comprensible porque el autógrafo es una manera de hacer patente que se tiene alguna proximidad, sino que amistad, con el personaje de marras. Y quien nos lo va a creer cuando lo único que podemos mostrar como prueba de ello es un lacónico: “Para mi amigo con afecto” rubricado con un garabato como tantos otros. No, así no se vale.

viernes, 11 de febrero de 2011

La claque, ¿institución del pasado?

Aún no se realizaban sistemáticos estudios de mercado ni existían consultores en marketing ni se impartía la carrera de Administrador de Empresas, pero no se crea que por ello no le sabían al negocio. A poco de iniciado el siglo XIX los empresarios teatrales tenían conocimiento de que parte del éxito de las obras que estrenaban iba a depender de las primeras respuestas del público. Claro que le tenían confianza a la obra que se presentaba, pero no tanta a la reacción de la audiencia y es por ello que hace su aparición la claque. Luis Melnik ofrece algunos datos acerca de su origen y demuestra la alta especialización a la que dio lugar. 
Ilustración: Margarita Nava
Del francés, claquer, aplaudir. Cuerpo de personas contratadas para aplaudir en un teatro. El artilugio fue creado en 1820 por un tal Sauton, que puso una oficina en París [...] para asegurar con sus empleados el éxito de las obras teatrales. El productor de la obra encargaba el número requerido de claque y la dividía en grupos: los commissaires, que aprendían la obra de memoria y marcaban sus cualidades en alta voz; los rieurs, que reían aparatosamente en el momento que la acción lo reclamaba; los pleureurs, principalmente mujeres, que sujetaban sus pañuelos contra los ojos durante las escenas emocionantes; los chatouilleurs, que mantenían a las audiencias de buen humor con sus gestos y movimientos, y los bisseurs, que reclamaban en alta voz los bises que prontamente los artistas complacían.
Este trabajo no dejaba de ser peligroso ya que por aquellos tiempos era frecuente que se dieran violentos enfrentamientos entre los asistentes, por lo general en los situados en las localidades populares. Nada menos que Balzac, citado por Frédéric Rouvillois, proporciona un ejemplo de ello. “[...] Es así cómo, anota Balzac en un artículo publicado en La Caricature en septiembre de 1831 ‘hablando de un éxito de la víspera, el aplaudidor se jactará de que esa victoria le ha costado un ojo amoratado, un brazo torcido, un pie lastimado’.”

También hubo artistas que tenían apoyadores profesionales con actuaciones protagónicas. Ildefonso Julio Zavalla ilustra este punto.
Schubert solía contar, cómo le complacía a Liszt, el aplauso de sus auditorios. En rueda de artistas lo relataba así:
-Imagínense ustedes que Liszt pagaba 25 francos a varias mujeres para que se desmayaran en sus conciertos. El síncope estaba fijado para el instante emo­cional de la música. Liszt saltaba entonces de su asiento, tomaba en brazos a la dama desmayada, y dejaba al resto de su auditorio conmovido por la brillantez del trozo musical. Hubo, sin embargo, una ocasión, en que la dama contratada, estaba distraída, y se olvidó de desmayarse…
¿Y qué ocurrió?, -preguntaron a Schubert-, a lo que éste respondió:
Pues, se desmayó Liszt.
 La claque fue llegando a otros países en donde tuvo buena acogida y con el tiempo fue extendiendo su campo de acción al descubrir que no sólo podía servir para apoyar la propia obra sino para arruinar la de la competencia, lo que como veremos no siempre terminó bien. Paco Ignacio Taibo I se refiere al caso de México. 
La claque, sin embargo, pasa en ocasiones al ataque, como cuando en 1917, fue contratada por un empresario para que hundiera el estreno de El diez por ciento, una comedia musical de los señores Manuel Mañón y Antonio Guzmán Aguileras.
La revista El confeti denunció que la claque había sido pagada por el propietario de un cine cercano que tenía interés en hundir el negocio teatral.
El público, sin embargo, arremetió contra los que protestaban y El diez por ciento triunfó.
Donde ya no hay acuerdo es en cuanto a la retribución a quienes formaban parte de la claque. En algunos lugares se recibía un pago fijo mientras que por otro lado existen testimonios de quienes cumplieron esa función solamente a cambio de las entradas para los estrenos de las obras. Se trataba de verdaderos aficionados al teatro. Tal es el caso de Alberto Candeau, quien fuera un reconocido actor uruguayo, al respecto.
[…] En ese tiempo me habían ascendido en mi trabajo, de mandadero pasé a empleado, de repartidor de paquetes a vendedor con tijera y saquito de lustrina para cortar telas y lienzos y sonreir profesionalmente a las clientas. Ganaba ocho pesos mensuales más la comisión por las ventas.
Ya podía darme el gran lujo de ir al teatro con total comodidad. Una noche estando en el paraíso del Solís se me acercó un habitué para decirme:
-A usted que le gusta tanto el teatro... ¿por qué paga entrada?
-Es que gratis no me dejan entrar...
-Ya sé... ¿pero por qué no se hace de la claque?
-¿De la claque? ... ¿qué es eso?
- Son los que aplauden... yo soy claquista...  si quiere le presento al jefe a ver lo que dice, así no paga entrada.
-Bueno, preséntemelo.
Así fue como al término de la función lo conocí.
-Mire amigo, esto es muy fácil, lo único que tiene que hacer es aplaudir.
-¿Aplaudir? ¿Cuándo?
-Cuando yo le indique, en las entradas de los actores, salidas, cuando cae el telón...  ¿qué le parece?...  ¿le interesa?
-Sí, si...
-Bueno, sírvase esta chapita para entrar, además yo siempre estoy en la puerta. Venga todas las veces que quiera.
Así ingresé a la claque, esa institución de origen italiano. Pocas veces un trabajador pudo haberse sentido tan cómodo en su tarea, ya que siempre me gustó aplaudir. Aplaudía lo que me gustaba y lo que no me gustaba.
Fue el primer trabajo de mis manos en el  teatro.

Con buena dosis de ingenuidad es posible incurrir en el error de que ya no existen este tipo de estrategias, lo cual resulta muy fácilmente rebatible. En el terreno político los acarreados pueden ser considerados una versión adaptada de la claque. También es posible demostrar que en el llamado mundo del espectáculo la claque contemporánea ha asumido muy diversos rostros. Muestra de ello es que no faltan periodistas especializados que reciben beneficios materiales a cambio de hacer la crítica favorable de un estreno televisivo, teatral, cinematográfico o de espectáculo de variedades. Con el propósito de adelgazar los gastos de operación, no ha faltado quien inventa al crítico y se ahorra unos billetes. David Brooks y Jim Cason ofrecen un ejemplo relativamente reciente.
Sony Pictures, dueña de Columbia Pictures, tuvo que confesar que inventó a un reseñador de cine que elogió cuatro películas recientes de la empresa, y que esos elogios fueron utilizados para promover las cintas. Hace un par de semanas [junio 2001], David Manning habría reseñado las películas The Animal, A Knight’s, Tale, Vertical Limit y Hollow Man; todas, de Sony. Supuesto colaborador de un periódico de Connecticut, el Ridgefield Press, el tal Manning escribió –según Sony- que la primera película era “otro triunfo” y que la protagonista de la segunda era “la estrella nueva más caliente del año”. Newsweek descubrió que sí existía el periódico pero que nadie conocía al dicho Manning. Finalmente, Sony confesó, y prometió nunca repetir la hazaña. Sin embargo, una semana después debió reconocer que dos de sus empleados fueron usados como parte de otro esfuerzo publicitario. Ambos aparecieron en entrevistas como si formaran parte del público que había visto la película de Mel Gibson El Patriota, para un spot de promoción de la película. De nuevo, Sony se disculpó.
Otra manifestación de la claque moderna tiene que ver con los programas televisivos que vienen con las risas grabadas para avisarnos cuándo nos debemos reír porque parece que nos falta capacidad para decidir por nosotros mismos a ese respecto. Y no se crea que esas risas fueron grabadas en cualquier lugar. Veamos, Roman Gubern, reconocido estudioso de la comunicación, comenta que en 1974 conoció a Marshall McLuhan quien es considerado como un profeta de la comunicación. De ese encuentro Gubern rememora que “[McLuhan] me contó que se había descubierto que las risas más sonoras y eufónicas eran las del público checoslovaco y por eso Checoslovaquia exportaba risas grabadas, para alimentar las bandas sonoras de las televisiones de todo el mundo”. 

Es triste que nuestra dependencia sea tal que hasta tengamos que importar las risas, aunque pensándolo mejor -y  tal como están las cosas- en realidad nos están haciendo mucha falta. Lo que ya no sé es si son los checos o los eslovacos los que cuentan con tantas reservas que pueden exportarlas.  

viernes, 4 de febrero de 2011

Decadencia

Vaya tema el del paso del tiempo y la decadencia física. Del pago de esa factura no se salva nadie aun cuando cabe precisar que algunos pocos elegidos lo llevan de manera admirable (Sofía Loren representa un caso emblemático). Pero por lo general Cronos no resulta tan benevolente y los estragos que origina a su paso son de consideración.

Ilustración:Margarita Nava
Es necesario aclarar que esta situación no es nueva pero lo que sí resulta novedoso es la importancia que adquiere el cuerpo en la cultura contemporánea. Por una parte cambia la edad del viejazo que antes podía ser a los 35 años y ahora es mucho más tarde. Hace algunas décadas una señora de 40 podía ser una venerable matrona mientras que hoy es posible encontrar damas sexagenarias de muy buen ver. 

Por otro lado son muchos los autores que hablan del culto que ciertos sectores socioeconómicos rinden al cuerpo. En ese entorno no es posible hablar de la belleza de adentro sin la belleza de afuera. Pasaron las épocas en que era habitual decir de alguien: “pobre, es medio feúcha pero es muy bella por dentro” (ante un comentario como el anterior, un chiste de aquellos remotos tiempos preguntaba: “¿y entonces por qué no la dan vuelta?”).

En la actualidad hay quienes intentan rejuvenecer por todos los medios posibles o cuando menos mantenerse, aunque luego renieguen cuando alguien se atreve a comentarles: ¡qué bien conservada que estás! Problema de palabras: procuran mantenerse pero no conservarse. 

En años recientes la cirugía estética ha dado pasos gigantescos con muy buenos resultados, pero hay que acotar que estas intervenciones son muy caras, solamente accesibles para minorías. Además se corre el riesgo de que el reciclaje no quede tan bien como se esperaba, cuando las nuevas facciones no resultaron exactas a las escogidas en la revista o en el muestrario virtual que exhibió el galeno en la primera consulta. No falta quien queda con mucho rencor hacia su cirujano, ahora bajo sospecha de que jugó chueco. Abundan relatos de quienes pagaron una fortuna para finalmente quedar como no querían. 

Ilustración: Margarita Nava
Otro riesgo es que el resultado obtenido sea del modelo standard, esa fisonomía repetida hasta el cansancio en una suerte de clonación de rostros mediante el cual sucede que un grupo de amigas ya maduras parecen haberse convertido en gemelas. La incomodidad es manifiesta cuando al llegar a una reunión y encontrarlas a todas juntas, uno no sabe a quién está saludando y opta por no mencionar nombres propios para evitar situaciones incómodas.

Por supuesto que quien centra la vida en su apariencia física debe asumir que el pago de la factura del paso del tiempo será un golpe muy difícil de asumir; así para quienes no tienen un plan B de desarrollo personal, la coyuntura suele presentarse en forma muy dolorosa. Pero no se crea que esta situación es exclusiva de nuestro tiempo. Jorge Mejía Prieto refiere un caso particular.
El 2 de diciembre de 1852, Luis Napoleón Bonaparte se convirtió en el emperador de los franceses con el nombre de Napoleón III. Dos meses después contrajo nupcias con la condesa española Eugenia de Montijo, quien dirigió con acierto la vida social y cortesana del Segundo Imperio y acabó por adueñarse del manejo político de Francia. El emperador —hombre enamoradizo y frívolo— se entregaba en tanto a una serie de aventuras galantes.
La condesa de Castiglione, una de las mujeres más bellas de la corte, se enamoró perdidamente del hombre superficial al que Víctor Hugo puso el sobrenombre de Napoleón el Pequeño, entregándosele sin condiciones. Pero el monarca, después de vivir con ella varios años de idilio, cometió la crueldad de abandonarla la misma noche en que descubrió la primera arruga en su rostro.
Agraviada y profundamente entristecida, la Castiglione determinó vivir entre sombras a partir del desdén de Luis Napoleón, disgustada de su rostro, que le hiciera perder atractivo para el ser amado. Vivió los largos cuarenta años que aún le restaban de vida encerrada en su mansión, donde desde ese día no permitió que entrara la luz del sol ni que se encendieran las luces artificiales, escondida en la oscuridad y con la cara cubierta por un velo negro. Así llegó a la ancianidad y así murió, conocida como la viuda negra de Napoleón III.
La versión de Noel Clarasó presenta algunas variaciones en este episodio de la vida de Virginia Oldoini (1835-1899), condesa de Castiglione. 
Un famoso pintor llamado Baudry le hizo un retrato de cuerpo entero, desnuda. Parece ser que era una pintura extraordinaria. La condesa pasaba largos ratos contemplándola. Y enseñaba la pintura a sus amigos, y se gozaba en las alabanzas que hacían de la pintura, como si se las dedicaran a ella. Y, un tiempo después, como ella hubiese engordado un poco, alguien le dijo:
-Ahora, desnuda, no seríais tan bella como entonces.
La misma noche la condesa cortó la pintura a trozos y los echó al fuego de la chimenea. [...]
Así pasan años. La condesa manda retirar todos los espejos de la casa. No se siente capaz de soportar su rostro que un día fue “el más bello de Europa”, estragado ya por el tiempo implacable. Es una viejecita arrugada y ni siquiera los vecinos, aunque le conocen el nombre, han conseguido verla de cerca. Hace cosas raras y la gente, cuando habla de ella, dice:
Esa vieja loca.
Muere a los setenta años. Está enterrada en el Père Lachaise, con la Dama de las Camelias, con Sarah Bernhardt y con otras mujeres que, un tiempo, en vida, fueron famosas.
La condesa no solo no quiso preguntarle al espejo, como en el cuento, quién era la más bonita sino que optó por suprimir todo aquello que le devolviera el reflejo de su cuerpo. Quizás alguna situación similar a la anterior pudo haber inspirado el dicho popular de que “la suerte de las feas, las bonitas la desean”. Pero esta sentencia también es posible que haya surgido en la mente de alguna dama no particularmente agraciada o en la expresión de amor de un padre ante el dolor de una de sus hijas por sentirse, con razones más que suficientes, la fea de la casa. 

La condesa del relato se niega a recibir cualquier evidencia del paso del tiempo por su cuerpo. Conviene preguntarnos acerca de qué espejos (que nos reflejan estados personales, familiares, nacionales, etc.) hemos eliminado de nuestra vista en tanto buenos discípulos de la condesa de Castiglione.