No cabe duda que somos una especie muy singular.
Ejemplo de ello es nuestra costumbre de que para dar a conocer y presumir una
vivencia privilegiada -con el claro propósito de causar envidia a los demás- lo
hagamos a partir de las pequeñas deficiencias que se presentaron en la ocasión.
“En la boda podías beber todo el whisky que quisieras pero eso sí no había
Bourbon especial serie 22/73-A que es el que habitualmente consumo porque no me
provoca gastritis”; “compramos quince latas de caviar pero no estuvo tan bueno
como las del año pasado”; “estamos estrenando la camioneta pero la garantía de
fábrica ya no es por un trienio sino tan sólo por dos años y medio”, etc.
Sin ir más lejos ayer me sucedió.
En la mesa de junto en el restaurante al
que fui a comer departían dos señoras acerca de dónde habían ido en las
recientes vacaciones. La plática era francamente asimétrica dado que una de las
susodichas comentó que no habían podido salir por el trabajo de su esposo mientras
que la otra hizo la reseña de su espléndido viaje familiar a Cancún. Después de
hablar de los días espectaculares que les tocaron, de las comodidades suntuosas
del hotel, del plan todo incluido que permitía comer apetecibles delicadezas -que
enumeró puntillosamente- sin restricción alguna, concluyó afirmando que “lo
único malo era el jugo verde del desayuno ya que les quedaba un poco amargo”.
Como la conversación fue en un tono de voz muy elevado no me quedó otra más que
estar muy atento a todo el relato.
Me comprometí a vengarme por lo que ya
de regreso en casa me puse a buscar un artículo que yo sabía que en algún lado
tenía que estar guardado. No estuve tranquilo hasta dar con él; es de John
Carlin y se refiere a lo que él denomina “chulería” que podríamos traducir en actitudes
fanfarronas o propias de agrandados.
De viaje en Nueva York, me encuentro con
una nueva definición de un antiguo fenómeno social. The humble brag: la humilde chulería. El tono o el contexto son
humildes. Uno aparentemente se está menospreciando, o quejándose de la malicia
del destino. Pero el objetivo real es chulear: lanzar un mensaje que provoque
envidia o admiración. Ejemplos:
¡Hice el ridículo total! Viajé en
primera pero el vuelo a las Seychelles llegó con dos horas de retraso.
¡Qué agobio! Conseguimos un palco para
la final de Wimbledon pero los canapés en la sala VIP, un asco.
Mi hija de 10 años es la mejor de la
clase pero me tiene preocupado: se pasa las vacaciones leyendo a Dostoievski.
Marqué cuatro goles pero no hubiera sido
posible sin el apoyo de mis compañeros.
El servicio de limpieza de habitaciones
en el hotel Sofitel de Manhattan, lamentable.
Pero como el asunto viene con segunda,
Carlin profundiza en ello formulando su interpretación acerca del fenómeno en
el que suelen no coincidir las intenciones con sus resultados.
Caer en la humilde chulería es mentirse
a uno mismo. Uno necesita que el meollo presumido de la cuestión no pase
inadvertido, pero quiere creer que al agregar el matiz, al echarle ese
toquecito de autodesprecio, uno acaba cayendo supersimpático. Soy un campeón,
pero sigo siendo un tipo cualquiera.
La verdad, claro, es que al interlocutor
no le engañas. La respuesta infalible al chulo humilde es "¡Qué cretino!
Me echa en cara su estatus superior, me hace sentirme pequeño, y encima
pretende que le padezca sus desgracias".
A continuación, y sin anestesia, John
Carlin invita a sus lectores a que no nos vayamos con la finta de considerarnos
muy lejanos a este tipo de vivencias.
Lo peor es que todos hemos sucumbido en
algún momento a esta doble idiotez. El fanfarroneo es un impulso infantil que
coge fuerza durante la adolescencia, que se diluye con el tiempo -al darnos
cuenta de que genera rechazo-, pero que nunca desaparece del todo. Por eso
buscamos fórmulas menos inaceptables para comunicar lo mismo. Lo ideal, como
bromeaba mi padre, es hacer algo espléndido o generoso sin decir nada, pero que
al final la gente se entere por otros medios. "¿Sabes que fulano
contribuye con 50 euros cada mes a Médicos sin Fronteras pero nunca lo ha
contado? ¡Qué tipo más majo!".
Pero pocos tenemos la paciencia o la
modestia para esperar meses o años hasta que nuestra grandeza se descubra.
Caemos en la tentación, y demasiadas veces hacemos doblemente el tonto al
recurrir a la humilde chulería.
Y tal vez para acompañar nuestra desazón,
Carlin hace un mea culpa público. “Yo
mismo no he podido reprimir contar en la primera línea de esta columna que he
estado de viaje en Nueva York. Pero, créanme, hacía un calor insoportable,
pegajoso, y dos capuchinos en el hotel Pierre de la Quinta Avenida me costaron
24 dólares, y...”