jueves, 30 de agosto de 2018

Miserable reportaje


La existencia de diversas modalidades de periodismo abyecto no es monopolio de nuestro tiempo. Venderse a los poderosos, actuar como eco subvencionado del oficialismo, rebajarse con la esperanza de escalar en las esferas jerárquicas, son tentaciones que siempre están allí.

Marcos Ana, el preso que más tiempo pasó en cárceles franquistas, trasmite sus vivencias al respecto.

Nos llevaron al célebre campo de Los Almendros atravesando la ciudad de Alicante, ante una multitud que nos despedía en silencio, especialmente mujeres, con una mirada triste y fraterna en sus ojos. Algunas se atrevieron a ofrecernos alguna fruta y fueron brutalmente apartadas por los soldados y los falangistas.
El campo era largo y estrecho y se extendía al costado de una carretera. Allí nos fueron hacinando, aunque era muy espacioso en relación con lo que nos iba a tocar vivir poco después. Por lo menos el hambre lo aplacamos con el fruto de los almendros. Primero nos comimos la almendra al día siguiente, buscábamos las cáscaras ásperas y verdes que habíamos tirado el día anterior y, por último, nos engullimos lo que restaba: las pequeñas flores blancas, las hojas y los tallos más tiernos de los árboles, que quedaron con sus ramas desnudas, como si una plaga hubiese devastado el campo. Ya no había nada que llevarse a la boca, hasta la hierba había desaparecido. En el campo había dos o tres pozos y, después de horas de espera en colas que se formaban, conseguías un poco de agua, turbia, como caldo de barro. El hambre ya estaba haciendo estragos. Esperábamos con ansia unas anunciadas raciones de comida que no acababan de llegar. Cada vez que oíamos ruidos de camiones, nuestros jugos gástricos empezaban a funcionar. Pero en vano.

Nada difícil imaginar el hambre y la privación que sufrían aquellos prisioneros cuando aconteció un hecho inesperado.

Ocurrió algo que puso a prueba nuestra dignidad. Una mañana se presentó en el campo un equipo de reporteros italianos, cargados con sus cámaras. Les rodeamos por curiosidad. Colocaron las cámaras frente a nosotros, enfocándonos. De repente el que iba al frente del equipo, un oficial con pelo engominado, gritó: ¡Ahora! Y comenzaron a arrojar panecillos al suelo. Algunos compañeros se inclinaban ya para recogerlos (…)

Aún en esta situación límite hubo quienes tuvieron entereza, fuerza y coraje, para imponerse a la auto-denigración (entendible debido a las circunstancias que atravesaban) con que comenzaban a actuar aquellos hombres desesperados. Continúa Marcos Ana

(…) pero se alzaron fuertes voces indignadas “¡Quietos, compañeros, no cojáis ese pan!”. Otros gritaban: “Quieren filmarnos como si fuéramos perros hambrientos. No les demos ese gusto”. Nadie se movió. A mi lado un compañero tenía ya un pan en sus manos. Lo miró con ansia y lo tiró al suelo.

Ante ello, concluye Marcos Ana: “Los italianos, sorprendidos, nos miraban sin comprender y se fueron con sus cámaras sin poder realizar su miserable reportaje.”

martes, 28 de agosto de 2018

Las diferencias del cine con la vida


La película “César debe morir” (Cesare deve morire) fue dirigida por los hermanos Paolo y Vittorio Taviani en el año 2012 e interpretada por actores no profesionales que estaban presos en un penal de Roma. Llama la atención la historia del protagonista -quien fuera el único profesional en el elenco- a la que alude una nota de Néstor Tirri.

El protagonista de Cesare deve morire (…) no siempre fue actor; tiene 37 años y, si bien se llama Salvatore [Striano], se lo conoce como “Sasá”. Profesión: ex camorrista y también asesino, aunque actualmente es conocido como actor de cine y de TV. Roles preferidos: camorrista y asesino. Directores con los que ha trabajado: Marco Risi, Matteo Garrone, Toni Servillo. (…)
Papel que desempeña en Cesare deve morire: Cayo Bruto, nada menos, uno de los que ultiman a Julio Cesar (Et tu quoque, fili mi… -es decir, “Y tú también, hijo mío…”- alcanza a balbucearle César, cuando es apuñalado por él, su delfín). En esta relectura del drama de Shakespeare, Bruto se asume como protagonista.
Pero Sasá viene del mundo civil, en calidad de invitado, porque no es uno de los presos de la cárcel de Rebibbia. Lo fue, sin embargo: permaneció allí ocho años, purgó sus culpas y, ya en libertad, se convirtió en actor. Ya era conocido por sus intervenciones en Gomorra, de Matteo Garrone, y en Fortapásc, de Marco Risi, cuando los octogenarios [hermanos Taviani] realizadores le propusieron regresar a Rebibbia, no ya como reo sino como estrella, el único profesional del “elenco”.

Comenta Salvatore Striano –citado por Tirri- que la propuesta lo hizo dudar por todo lo que ello significaba en su vida.

“Al recibir la propuesta dudé un momento –confesó a la periodista Giuseppina Manin-, pero trabajar con los Taviani era una oportunidad demasiado extraordinaria. Como en un sueño, me vi transformado en Bruto en aquel extraño set, donde volví a ver a antiguos compañeros de celda, y he recitado con ellos aquel texto que parecía escrito en la piel de todos nosotros. Allí se habla de amistad y de odio, de poder y de libertad, de traición, de complot y de homicidios.”

Más adelante se refiere a la importancia del arte en el proceso de rehabilitación, lo que avala con su propio testimonio

Striano advierte que el arte, sea la actuación o la literatura, da una esperanza de renacimiento a los que están entre rejas. Y no se sorprende que, ya desde Gomorra, siempre le propongan papeles que tienen que ver con su pasado.

El final de la entrevista a Striano –siempre de acuerdo a la nota de Néstor Tirri- es contundente. “Pero –observa- la diferencia es que aquí, en la ficción, uno puede disparar sin miedo. Más aún: si matas a alguno, te aplauden y después la víctima se levanta y se va a tomar un café contigo”.

jueves, 23 de agosto de 2018

Días especiales en nuestra historia


Todos los días tienen la misma duración pero no el mismo peso. En la historia íntima de cada quien hay días que han quedado marcados para siempre y esas huellas puede conducir a momentos de felicidad o de dolor como pocas veces hemos sentido. A modo de pequeña muestra podemos recurrir al casamiento, el nacimiento de los hijos, la graduación, el triunfo en el campeonato…; una muerte, una separación, un diagnóstico adverso…

Asimismo están los días especiales en la historia colectiva, aquellas jornadas en que tuvieron lugar acontecimientos –nuevamente- dichosos o desgraciados para toda la población. Carmen Martín Gaite se interesa en la cuestión.

Un ejemplo muy significativo (…) lo proporcionan algunos episodios nacionales de índole lo bastante sorprendente como para que su sacudida deje una marca personal en cada uno de los individuos de la comunidad afectada por aquel trastorno. Cada vez que irrumpe uno de estos acontecimientos, no hay un solo vecino de la ciudad o nación donde se produjeron que no se sienta elevado al rango de narrador-testigo, caracterizado por la certeza de que su testimonio es excepcional.

Y para ejemplificar lo que viene sosteniendo evoca lo que significó para los españoles aquel 23 de febrero de 1981.

En los días que siguieron al asalto del Congreso de los Diputados, por un puñado de guardias civiles, el 23 de febrero de 1981, la excitación manifiesta en todos los ciudadanos españoles, creo que podría ser explicada tanto o más que por la envergadura del hecho en sí y sus posibles repercusiones políticas, por el pie que daba a esgrimir versiones particulares del hecho, a protagonizarlo cada cual desde un rincón y atalaya diferente, porque nos autorizaba a todos los españoles a contarlo a nuestra manera. Pude observar en aquellos días que antes de dar una opinión acerca de lo ocurrido, casi todos los conocidos con los que me encontraba se apresuraban a ofrecer datos de su circunstancia particular de esa tarde, de cómo lo supieron y por quién y en qué sitio y a qué hora; todos nos demorábamos con complacencia y orgullo en narrar los detalles de esa situación, como exhibiendo un aval de garantía para entrar por una puerta privada en el recinto público de aquella historia. Una historia que a todos afectaba, sí, de acuerdo, eso ya lo decían los periódicos, pero no porque lo dijeran los periódicos, sino porque nuestro 23 de febrero particular no venía ni podía venir en ningún periódico. Partiendo del abundante y extraordinario material de la noticia, y basándose en cómo se produjo el encuentro con ella, se elaboraron en una semana tantas narraciones distintas como españoles registrara el censo.

Esa memoria tan nítida se basa –tal como lo pone de relieve Martín Gaite- en el miedo que sentimos aquel día y que probablemente resistirá al olvido hasta el último momento de nuestras vidas.

Y la aparición del miedo, del miedo palpable que se materializa en esa contracción del estómago y que nada tiene que ver con el miedo abstracto que nos inyectan los periódicos al amenazarnos con la bomba atómica, aquel miedo personal que no puede dejar lugar a dudas era ya la más irrefutable prueba de protagonismo para el narrador a quien los latidos de su corazón, mientras desaguaba hacia la plaza de Santa Ana en zigzag ciego y acelerado, le estaban avisando de su participación directa como testigo de la historia de España.

Hay algunos días especiales que tuvieron alcance general (inicio y final de la Segunda Guerra Mundial, asesinato de John F. Kennedy, llegada del hombre a la luna, etc.) pero habitualmente estas jornadas inolvidables se relacionan con un espacio geográfico determinado (por ejemplo los terremotos que tuvieron lugar en México el 19 de septiembre de 1985 y el 19 de septiembre -¡vaya coincidencia!- de 2017). Tal como señala Carmen Martín Gaite cada uno de quienes lo vivimos narramos en innumerables ocasiones: ¿dónde estábamos?, ¿con quiénes?, ¿cómo lo sentimos?, ¿qué vimos?...

En lo dicho, todos los días tienen la misma duración pero no el mismo peso tanto en la historia personal como en la colectiva.

martes, 21 de agosto de 2018

Los distraídos


La distracción es una característica personal que se hace presente desde la infancia. Hay niños a los que tanto en su casa como en la escuela les cuesta mucho centrar su atención en la tarea que están haciendo o en escuchar las instrucciones que reciben. Para ellos hay ciertas preguntas que están incorporadas a su cotidianeidad: “¿cuántas veces te lo tengo que decir?”, “¿por qué no lees con atención las preguntas?”, “¿no te acuerdas de lo que te dije?”, “¿cómo se te olvidó darle el mensaje a tu tía?”. Mala cosa cuando esos incumplimientos son interpretados por analistas improvisados: “claro, con esto queda claro lo poco que te importo”, “vives solo pensando en ti, ¡eres muy egoísta!” En algunos casos la distracción se cura (o cuando menos se rehabilita parcialmente) con el transcurso del tiempo, en otros –por el contrario- se agrava.

Es usual que quienes conviven con el distraído lo sitúen lejos, muy lejos: “está en las nubes”, “¿no te das cuenta que vive en la luna?”. Ahora bien, entre quienes andan por las nubes hay que distinguir al que no piensa en nada en particular, de aquel que vive soñando. A éste último se lo identifica como “nefelibata” y José Luis Melero aclara el punto.

“Nefelibata” es cultismo con el que se designa al hombre soñador, al que anda por las nubes. El más famoso nefelibata ha sido sin duda Rubén Darío, que escribió de sí mismo aquellos hermosísimos versos: “Nefelibata contento, / creo interpretar / las confidencias del viento / la tierra y el mar…”
Afirma Melero que todos conocemos algún espécimen que forma parte de este grupo pero que ninguno alcanza el nivel de uno de sus amigos.
Todos conocemos algún que otro nefelibata. Ninguno de la talla y el postín de mi querido Emilio Gastón que si bien no se ha llamado a sí mismo “nefelibata” como hiciera Rubén, sí se considera “nubepensador”, que viene a ser en la práctica la misma cosa.
Tal vez en estos tiempos de corrección política en el lenguaje convendría reparar en esta categoría de nubepensador.

El escritor Germán Dehesa se asumía como un distraído de las grandes ligas, tanto que esa categoría le venía guanga y de allí que se presentara como ido. “Para los idos, la vida no es fácil, pero tampoco lo es –afirmaba- para los que los rodean y tienen que tratar con ellos.” Ahora bien, como no todos presentan la misma sintomatología, proponía dividirlos en dos: “Hay idos de entrada por salida y hay idos de planta. De los primeros se dice que están idos; de los segundos se afirma que son idos.” Hecha esa aclaración, pasa a describir su propio caso.

Confieso que yo pertenezco a esta segunda especie: vivo en la baba permanente; no hay una sola tarea práctica, por sencilla que ésta sea, que no la convierta yo en algo que oscila entre detonación nuclear y auto-inmolación. Lo único que evita que esto suceda al hacer una tarea es que se me olvide hacerla. Venturosamente para esto último tengo una gran facilidad. Soy ido desde muy pequeño y lo seré hasta mi muerte, si es que esto último no se me olvida hacerlo.

Sabido es que a una misma palabra se le pueden atribuir distintos significados y esto es precisamente lo que sucede con la expresión distraído. Comenta José N. Iturriaga que en el siglo XVI el arzobispo y virrey de la Nueva España don Pedro Moya de Contreras
(…) informa sobre sus reformas al clero y, sobre todo, sus estrictas disposiciones para evitar tentaciones diabólicas. Por ello, prohibió que los curas acompañaran a mujeres y ordenó que por ningún motivo las subieran en ancas de su montura, "aunque fuesen sus madres ni parientas, pública ni secretamente".
Abunda Iturriaga en el tema

En carta al rey de España, fechada en el año de 1575, Moya le hace pormenorizados y "reservados informes personales del clero de su diócesis". Sin revelar los nombres de los clérigos, he aquí los principales pecados que cometían, dentro de los cuales destacan los sexuales: "distraído en negocios de mujeres, mal acreditado en cosa de castidad y recogimiento, travieso en cosas de mujeres, distraído en juego y vestidos (…)”

Queda claro entonces que hay de distraídos a distraídos. Y que no sólo es cuestión del siglo XVI ni de clérigos ya que en este siglo XXI existen también muchos laicos distraídos en el manejo de las finanzas públicas, en la impartición de justicia, en cumplir con sus responsabilidades cívicas y en tantas otras cosas.

jueves, 16 de agosto de 2018

Oportunismo a largo plazo


Al oportunismo se lo vincula habitualmente con lo inmediato, con el corto plazo, tal como lo demuestran quienes tienen ese don de la ubicación que les permite situarse en el lugar adecuado en el momento preciso. Gracias a ello muy pronto obtendrán importantes beneficios. Existen varios dichos populares que les aluden: “no da puntada sin hilo”, “siempre sale en la foto”, “no da paso sin huarache”, etc. Siempre saben encontrar o construir su lugar y por ello en ocasiones se los identifica como “acomodados”. La gama de quienes se desempeñan en ese oficio es amplia y va desde los principiantes hasta los colmilludos, verdaderos expertos en el rubro.

Lo que no es tan conocida es la existencia de oportunistas a largo plazo, categoría que –según Hans Blumenberg- aplica nada menos que a los filósofos.  

A Diógenes de Sinope le preguntaron cómo quería ser enterrado. "Con la cara hacia abajo", fue su respuesta.
Viendo la sorpresa en los rostros a su alrededor, añadió que el mundo daría pronto la vuelta y que entonces yacería correctamente. (…)
Desde siempre se ha deseado que los filósofos sean clarividentes. También éste, por muy poco querido que hubiera sido, habría de tener razón al menos después de morir.

Diógenes sabía que sus opiniones eran rechazadas por erróneas, desorientadas, equivocadas, por lo que su decisión de ser enterrado al revés le permitiría tomarse (aunque él no lo viera) una merecida revancha. “Pudo ser que Diógenes hubiera pensado qué mala reputación tenía en todas partes; únicamente tras su muerte se contaría sin rodeos que su vida habría de dar la vuelta en la tumba. Y entonces yacería correctamente.” Y aquí es cuando Hans Blumenberg se refiere al vicio de los filósofos: “Lo más verosímil es que Diógenes tuviera el vicio de los filósofos: oportunismo a largo plazo.”

No es novedad que los filósofos desconfían del presente y sus urgencias. Saben que lo que hay no es lo único que puede haber; que muchas situaciones de apremiante vigencia, mañana ni siquiera serán recordadas. Como dice Blumenberg: “Pues siempre ha tenido razón quien no confiaba en la estabilidad de la situación del mundo y se ponía de parte de la siguiente revolución, con independencia del lugar del que las cosas vinieran y en el sentido en que quisieran revolucionar.”

Diógenes sabía algo de todo esto, de ahí que su decisión de ser enterrado al revés le aseguraba que a futuro “él yacería entonces correctamente”.

martes, 14 de agosto de 2018

Rivalidades entre bibliófilos


Con tantos libros leídos ya podrían haber dejado atrás celos, envidia, competencia; pero no es el caso. Nada de esto sucede con los bibliófilos tal como José Luis Melero -autoridad en la materia- lo pone de manifiesto. Antes que nada delimita el campo de conflicto.  

Las enemistades suelen surgir del roce, de los trabajos comunes, de las aficiones compartidas. Por eso será difícil que yo me enemiste, ay, con Naomi Watts, con un castrador de pollos o con un coleccionista de recuerdos militares del Tercer Reich.

Y acepta ser protagonista en el tema que nos ocupa.

En cambio no es improbable que pueda llegar a despertar animadversión entre ciertos bibliófilos tan disparatados y pintorescos como uno mismo. De hecho, cuando madrugaba para bajar al Rastro, había uno, todavía más loco que yo, con quien nunca crucé palabra, que cuando me veía llegar me miraba de forma torva, como diciendo: “ya está aquí ese otra vez, ya tengo competidor”.

Para ilustrar con un ejemplo estas rivalidades, José Luis Melero recurre a lo que cuenta otro gran conocedor de la materia.

El gran librero Pedro Vindel contó en sus memorias una legendaria enemistad entre bibliófilos: la que mantuvieron Pedro Sánchez de Toca, marqués de Somió –quien llegó a albergar en su biblioteca de la calle Serrano más de 50.000 libros-, y el bibliógrafo y médico de la Armada Juan Manuel Sánchez, el más grande bibliófilo aragonés de todos los tiempos. Nació esa enemistad el día en que este último vio que en el taller de encuadernación de Arias estaban encuadernando dos ejemplares del catálogo de la biblioteca del marqués de Jerez de los Caballeros, que por su corta tirada todavía no había podido adquirir. Preguntó Sánchez a Arias sobre la procedencia de esos ejemplares y este le confesó que eran de Somió. Pidió entonces al encuadernador que le transmitiera al marqués su deseo de que le cediera uno de aquellos libros en las condiciones que quisiera fijar. La respuesta de don Pedro cuando Arias le comunicó la propuesta de Juan Manuel Sánchez fue demoledora: “Le dice usted al señor Sánchez que si él tiene un millón de pesetas yo también lo tengo, y que, además, poseo dos ejemplares de una obra de la cual él no tiene ninguno”.

El resultado no pudo ser otro: “La enemistad, claro, fue de por vida.”

jueves, 9 de agosto de 2018

Autoestima


En décadas recientes ha tomado relevancia el concepto de autoestima (hay quienes prefieren hablar de autovaloración). Muchos son los expertos que ponen énfasis en la importancia que adquiere la valoración de sí mismo para el desarrollo personal. Es así como han proliferado cursos, talleres y encuentros que se centran en esta temática.

Están aquellos que tienen un pobre concepto en relación a su persona, lo que puede dar lugar a un conjunto de efectos negativos. Otro caso es el de quienes tienen una adecuada autoestima que constituye un factor de protección en sus vidas. Las diferencias entre unos y otros seguramente tienen que ver con temperamento, habilidades personales, carácter, educación familiar, ambiente, etc.

En un recorrido por su historia personal Federico Fellini -caracterizando a la región de Romaña a través de sus personajes- nos presenta a Giudizio.

En el Café Commercio estaba Giudizio, un retrasado mental que ayudaba a las mujeres a descargar la furgoneta (…) A las seis de la tarde, Giudizio abandonaba de pronto esos trabajos, por los que nada recibía, y se iba a dar una vuelta por el paseo marítimo, vestido como un payaso. Mezclado con los extranjeros, le daban una especie de delirios mundanos.

Luego de darnos a conocer al personaje, Fellini relata –en tanto protagonista de los hechos- lo sucedido en una ocasión.

Una noche, estábamos en el café enzarzados en las interminables discusiones de siempre, cuando se oyó en la calle el chirrido de un auto. Se abrió la puerta y aparecieron tres personas extranjeras: como Hans Albers con Anita Ekberg y Marilyn Monroe. Todos mirábamos extasiados la aparición. El hombre, que llevaba un abrigo de piel, pidió un licor de una marca que no había y se contentó con otra. Una de las dos mujeres, la más inquietante, miraba al vacío. Después salieron, se subieron a un auto fantástico y desaparecieron en la noche.

El final de este episodio no tiene desperdicio

Seguíamos todos embobados, cuando Giudizio, en medio de aquel silencio, dijo: “Si esa me diera 50 francos, me la tiraría”. Pretendía que encima le pagara.     

Todo parece indicar que el bueno de Giudizio no andaba necesitado de ningún curso de autoestima.

martes, 7 de agosto de 2018

Walter Benjamin y el teatro en China


Siempre se corre el riesgo de pensar que las cosas solo pueden ser del modo que uno las conoce. Felizmente existen muchas maneras (libros, películas, viajes, conversaciones…) que nos permiten salir de ese grave error. En este espacio ya nos hemos ocupado en otras ocasiones de los programas de radio que Walter Benjamin tuvo a su cargo en el período 1927-1933 y que fueron publicados (Walter Benjamin. Juicio a las brujas y otras catástrofes. Crónicas de radio para jóvenes -trad. Ariel Magnus-. Buenos Aires, Interzona-Hueders, 2014).

Ahora retomaremos el programa que dedicó al teatro en China que nos permite descubrir muchas diferencias con el que se acostumbra entre nosotros.

(…) el teatro chino (…) no se parece a nada de lo que nosotros concebimos como un teatro. El extranjero que se acerque a uno de ellos creerá estar ante cualquier cosa menos un teatro. Escucha un confuso ruido de tamborileos, címbalos y chirriantes instrumentos de cuerdas. Sólo de cara a un teatro como este, o si escuchó su música en algún disco, el europeo cree entender qué es la música desafinada. Y si entra al teatro, le sucede como al que ingresa a un restaurante y lo primero que debe atravesar es una cocina sucia: se topa con una especie de laboratorio en donde cuatro o cinco hombres enjuagan toallas de mano inclinados sobre tinas vaporosas.
En el teatro chino estas toallas de mano juegan el papel más importante. Con ellas la gente se limpia la cara y las manos antes y después de cada taza de té y de cada pocillo de arroz. Todo el tiempo hay sirvientes que se llevan las toallas sucias y traen otras limpias, a menudo catapultándolas hábilmente por sobre las cabezas del público.

Es así como nos enteramos que en ese ambiente de distinta formalidad no existen impedimentos para beber y comer, sin que ello represente incomodidad alguna para los asistentes (por el contrario, es parte de la fiesta que representa asistir al teatro). Continúa Benjamin con su fascinante crónica.  

Los chinos no exigen comodidad, porque tampoco la tienen en sus hogares. Vienen de una casa sin calefacción a un teatro sin calefacción, se sientan sobre bancos de madera, con los pies sobre la losa, y nada de eso les molesta. En cuanto a la ceremonia, les importa un pepino. Saben tanto de teatro que en todo momento se toman la libertad de hacer pública su opinión sobre el espectáculo. Si dejaran eso sólo para el estreno, como ocurre en nuestros teatros, tendrían que esperar bastante tiempo, pues en China hay obras que se dan cuatrocientos o quinientos años seguidos. Y aun las nuevas obras son en su mayoría adaptaciones de historias que cualquiera conoce y casi se sabe de memoria por novelas, poemas u otras obras de teatro. Así que en el teatro chino no hay solemnidad. Tampoco hay tensión dramática, no al menos de esa que depende del final de una historia.

Los actores chinos deben dominar una serie de conocimientos y destrezas cuyo entrenamiento les exige años de formación mediante una disciplina sumamente estricta.

En cambio hay otra tensión que lo mejor sería compararla con la que nosotros sentimos cuando vemos en el circo a un acróbata balanceándose en el trapecio o a un malabarista manteniendo en equilibrio una pila de platos sobre un palo que lleva en la nariz. En realidad, todo actor chino debe ser al mismo tiempo acróbata y malabarista, además de bailarín, cantante y esgrimista. ¿Por qué? Lo verán enseguida, cuando les diga que en el teatro chino no hay decorados. 
El actor no debe actuar sólo su papel, sino que también debe hacer de escenografía. ¿Cómo lo hace? Se los explicaré. Si por ejemplo debe superar un umbral, a través de una puerta que no se ve, alza un poco los pies como si estuviera pasando por encima de algo en el suelo. Los pasos lentos alzando alto los pies significan, por su lado, que está subiendo una escalera. Cuando un general debe trepar por una colina con el fin de observar una batalla, el actor que lo interpreta se sube a una silla. Al jinete se lo reconoce por el látigo que sostiene el actor en la mano. A un mandarín que es transportado en una litera lo representa un actor que anda por el escenario rodeado de otros cuatro actores que caminan con las espaldas dobladas, tal como si transportaran una litera. Cuando hacen un movimiento brusco, eso significa que el mandarían ha descendido de la litera. 
Claro que unos actores tan versátiles tienen un largo tiempo de aprendizaje, que por lo general dura unos siete años. Ahí aprenden no sólo canto, acrobacia y todas las otras cosas, sino también los papeles de alrededor de cincuenta obras, que deben estar preparados para actuar en todo momento. Esto es necesario porque rara vez la gente se conforma con la presentación de una única obra. Lo que hacen es juntar esta escena de una obra y aquella escena de otra en variopinta sucesión, de modo que en una sola noche pueden verse por turno una docena de piezas teatrales. Por otro lado, si se quisiera poner en escena una sola obra en toda su extensión, llevaría dos o tres días representarla. Así de largas son estas obras.

Claro está que en el grupo de actores hay quienes destacan por la excelencia de sus actuaciones y que –según relata Benjamin- gozan de la enorme admiración del público y los favores propios de la fama.

Pero también hay algunas obras bien cortas, en las que aparece un solo personaje. (…)
Sólo los actores más destacados representan estas pequeñas obras ante el público. La fama de estos actores es pavorosa. Allí donde se dejan ver les rinden los más altos honores. Los ricos comerciantes o los funcionarios los invitan con frecuencia a actuar en sus casas junto a su compañía.

Eso sí, no caigamos en el error de creer que todo es armonía y placer en la vida de estos pocos elegidos. La competencia, los celos, las envidias, las intrigas entre los actores chinos, convierten en un juego de niños las que sabemos que existen entre los nuestros.

Sin embargo, ningún artista europeo querría estar en su lugar. La ambición y la pasión de los actores chinos son tan grandes, que los maestros más reconocidos viven constantemente con miedo a los atentados que planean sus rivales envidiosos. Es imposible convencer a un actor o a una actriz de que ingiera algo fuera de su hogar. Están convencidos de que el menor descuido puede convertirlos en víctimas de un envenenamiento. Las hebras del té que beben durante la representación las compran en secreto y cada vez en un negocio distinto. Traen de casa el agua con que las hierven en su propia tetera y sólo uno de sus parientes puede encargarse de la cocción. Las grandes estrellas jamás pensarían en salir a escena si no dirige su propio director de orquesta, pues temen que algún rival malévolo les tienda trampas durante la función mediante indicaciones falsas o movimientos engañosos.

En vistas de lo anterior no nos asombramos cuando Walter Benjamin subraya que el mismo público que admira al actor por la brillantez de su actuación expresa con vehemencia su desagrado si lo decepciona. “El público presta una atención infernal y se despacha con silbidos y burlas al menor desliz. Tampoco le importa nada arrojar tazas de té al artista si no está conforme con su rendimiento.”

jueves, 2 de agosto de 2018

La suspensión voluntaria de la incredulidad


Si nunca pudiéramos distanciarnos de la lógica ni pedirle tregua a la realidad, nuestras vidas serían más difíciles de lo que de por sí son y, claro está, mucho más tediosas. Los creadores de cine, novela, teatro, poesía, cuento, ficción… ponen de su parte pero también requieren de la nuestra: suspender por un rato el derecho a la incredulidad, lo que nos permitirá involucrarnos en la obra.

Los que saben de esto dicen que fue Samuel Taylor Coleridge (en 1817, según Javier Marías) quien acuñó la precisa expresión de suspensión voluntaria de la incredulidad para referirse a ello. Jorge Luis Borges –citado por Esteban Peicovich- aclara la cuestión (a la que caracteriza como instancia de fe poética).

Creo con Coleridge que "la fe poética es la suspensión voluntaria de la incredulidad". Por ejemplo, si asistimos a una representación de teatro, sabemos que en el escenario hay hombres disfrazados que repiten las palabras de Shakespeare, de Ibsen o de Pirandello que les han puesto en la boca. Pero nosotros aceptamos que esos hombres no son disfrazados; que ese hombre disfrazado que monologa lentamente en las antesalas de la venganza es realmente el Príncipe de Dinamarca, Hamlet; nos abandonamos a eso. En el cinematógrafo es aún más curioso el procedimiento, porque estamos viendo, no ya al disfrazado, sino fotografías de disfrazados y sin embargo creemos en ellos, creemos en ellos mientras dura la proyección.

Son los autores más que nadie quienes saben que ese bono de suspensión de la incredulidad no es ilimitado, por lo que deberán esforzarse para que la narración sea verosímil, creíble. Ahora sí que no hay límites de validez universal sino que los pone cada quien, de tal manera que hay personas más crédulas y otras que tienen buenos detectores para encontrar fallas en la obra. Entre estos últimos se encuentran los propios escritores que, en tanto expertos, devienen en público muy exigente; Javier Marías proporciona su propia experiencia al respecto.

A quienes escribimos ficciones nos acechan las inverosimilitudes por todas partes. Dejó de interesarme la celebrada House of Cards cuando el Vicepresidente estadounidense (Kevin Spacey) mata con sus propias manos a una periodista en el metro… y nadie lo ve, ni lo capta una cámara. Lo siento, pero un Vicepresidente no está para esos menesteres. Se los encarga a un sicario, a través de intermediarios; como mínimo, a su esbirro de mayor confianza.

Y llegados a ese punto, ya no hay vuelta atrás –continúa Marías-: “Uno recobra la incredulidad muy fácilmente” y todo por algo tan simple como “un detalle o una vuelta forzada del argumento, por falta de ayuda”.