martes, 5 de junio de 2012

Genoveva

Ilustración Margarita Nava

Cuando niño mis mejores amigos eran los caracoles. En casa había un pequeño jardín, dominado por una enorme enredadera que cubría la pared que separaba nuestra casa de la de los vecinos. Allí habitaban mis pequeños amigos que se multiplicaban en tiempos de lluvia. 


En ocasiones los reunía en torno a una supuesta línea de partida con el propósito de presenciar una apasionante carrera que invariablemente se suspendía por la apatía de los participantes manifiesta en la lentitud de su marcha, en los descansos prolongados a puerta cerrada así como en reiterados cambios de rumbo. Buena parte de mi día transcurría en el jardín y con frecuencia terminaba totalmente embarrado; quitarme el barro de uñas, rodillas, orejas y codos no era tarea sencilla.

Aquel jardín estaba comunicado con el exterior, de tal manera que yo veía desfilar por la vereda a muy diversos personajes por la vereda. Algunos circulaban a ritmo veloz, otros de manera sumamente lenta; había quienes caminaban con la frente en alto, también pasaban quienes llevaban su mirada al piso buscando no sé qué cosas perdidas y que espero hayan encontrado. Algunas personas pasaron una sola vez, otras lo hacían con cierta frecuencia y también estaban los de diario transitar por mi vereda. Estos últimos eran mis amigos.


Entre ellos recuerdo a Raúl (el hijo de la carbonera como solía decir mi abuela), a los Di  Lucci, a los Herrera y a tantos otros cuyo paso detenían haciendo titánicos esfuerzos para entender lo que yo les decía desde mi lenguaje mal articulado y peor vocalizado.

Entre mis amigos evoco especialmente a Genoveva. Era una señora (o tal vez señorita, en aquel entonces no me fijaba en esos detalles) ya mayor, italiana, que trabajaba como empleada doméstica en una casa del barrio. La recuerdo vestida de negro con una sonrisa en la cara y cansada de tanto andar. Cuando llegaba ante el portón del jardín dejaba en el suelo las bolsas que invariablemente cargaba y se agachaba para recibir el beso que día a día yo le guardaba. Como el portón era muy bajito, estiraba sus brazos por encima y me tomaba de las manos. Ese era el momento en que manteníamos nuestro diálogo de sordos, los dos hablábamos de cosas distintas en nuestro -por diversas razones- dificultoso español. Pero total, ¿qué importaba?
Luego llegaba la hora de la despedida. Genoveva me miraba de una manera muy especial en la que seguramente se iba muy atrás en el tiempo reencontrando rostros así como situaciones que le habían dejado huella y la emocionaban, sus ojos se humedecían. Con sus manos transidas por el tiempo  y surcadas por el trabajo recogía sus bolsas e iniciaba su partida dibujando nuevamente una sonrisa en su rostro. Yo la seguía con la mirada y observaba su marcha bamboleante en la que su cuerpo se iba de un lado al otro de su vertical. Aun así andaba con ritmo y agilidad. Cuando se me perdía de vista, yo volvía a mis caracoles.
Una vez que Genoveva emprendía el camino ya no miraba para atrás. Sólo una vez lo hizo saludando con su mano en alto. Al otro día, ya no volvió. Ni al otro. La extrañé mucho.
Muchos años después reapareció en una oportunidad en que fue al estudio de mi padre a consultarlo por un problema jurídico que tenía con sus vecinos.
Fueron pocas veces -demasiado pocas- las que nos volvimos a ver, ya estaba muy viejita. La iba a visitar a un modesto rancho que se había construido, vaya uno a saber con cuánto sacrificio, en la ciudad de La Paz. Con los reencuentros ambos nos emocionábamos, ella lo demostraba y yo evaporaba mis lágrimas por el estúpido miedo a la cursilería propio de mis 17 años. Ya casi no caminaba, su rostro seguía teniendo la dulzura y la paz que jamás perdería.
Tiempo después, un escribano llamó a mi padre para comentarle acerca de la muerte de Genoveva. Me había legado su pequeña vivienda de la ciudad de La Paz. El escribano se apresuró a aclarar que no me hiciera ilusiones, que se iba a sacar poco dinero por el inmueble y era lo único que dejaba. Pobre escribano, ¡no entendió nada!
Con lo obtenido por la venta de aquella casa compré una motoneta usada que fue mi compañera durante algunos años.
Todo lo demás que me dejó Genoveva espero llevarlo puesto.

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