martes, 18 de septiembre de 2012

Antropología, profesión de alto riesgo


La curiosidad impulsa a los seres humanos a comunicarse con los que son distintos, con quienes tienen comportamientos diferentes y ello ha propiciado el desarrollo de diversas ramas del conocimiento. En una sociedad multicultural el confrontar diversas culturas, estudiar sus orígenes, analizar sus usos y costumbres, adquiere enorme importancia. Es aquí donde la antropología marca presencia ya que –de acuerdo con Claude Lévi-Straus- revela

que aquello que consideramos “natural”, fundado en el orden de las cosas, se reduce a limitaciones y hábitos mentales propios de nuestra cultura. De tal modo, nos ayuda a quitarnos las anteojeras, a comprender cómo y por qué otras sociedades pueden tener por simples y obvios usos que a nosotros nos parecen inconcebibles e incluso escandalosos. (…) La antropología nos invita, pues, a atemperar nuestra vanagloria, a respetar otras formas de vivir, a cuestionarnos a través del conocimiento de otros usos que nos asombran, nos chocan o nos repugnan (…)
 Claro que, como todo, en algunos momentos de la historia ello ha devenido en moda. Hay quienes sostienen, por ejemplo, que durante el siglo XVIII el oficio de ermitaño en Inglaterra gozó de pleno empleo; Edgardo Cozarinsky se refiere a ello.

En la Inglaterra del siglo XVIII no había casa de campo distinguida que no se preciara de tener su ermitaño ornamental.
En un periódico, por ejemplo, podía leerse un anuncio que ofrecía a cualquier caballero o noble que lo deseara los servicios de un aspirante a "recluso en el paisaje".
El naturalista Gilbert White hacía vestir de ermitaño a su hermano para sus celebrados picnics. Charles Hamilton, noveno hijo del sexto conde de Abercorn, publicó un aviso en el que pedía un ermitaño por un lapso de siete años; especificaba: "Deberá usar un hábito rústico, y bajo ningún concepto podrá cortarse pelo, barba o uñas, ni alejarse de la propiedad ni intercambiar una palabra con los sirvientes".
En Hawkstone, Shropshire, un ermitaño locuaz llamado Padre Francis, celebrado por sus disquisiciones sobre la muerte y la vida eterna, murió en el ejercicio de sus funciones y fue reemplazado durante algún tiempo por un (inevitablemente silencioso) autómata, que las inclemencias climáticas descompusieron; a éste sucedió un ermitaño embalsamado al que se adhirió una barba de chivo.
En Derbyshire, una familia de "ermitaños hereditarios" se transmitió el oficio durante generaciones.

Durante los años sesenta e inicios de los setenta del siglo pasado hubo cierto furor por este tipo de estudios de tal manera que ser antropólogo o tener un antropólogo en las proximidades, era buena cosa. En relación a ello no faltan descripciones incisivas como la que propone Guillermo Sheridan.

Una amiga antropóloga decía que todos sus colegas se vestían en una tienda que estaba por el mercado de Jamaica que se llamaba El Antropólogo Elegante, donde se vaciaban mensualmente toneladas de telas bordadas, rebozos, camisas de manta cruda y huaraches de suela de llanta. Las casas igual. Un antropólogo que se respeta tiene, junto a la televisión Sony Trinitrón, por lo menos dos fierros oxidados, un retablo robado un librero de tabla y ladrillo, una bola de mecate, un par de máscaras hechizas, algunos huacales que sirven a veces como sillones y a veces como refrigerador y una foto en la que aparece abrazado de su informante favorito cuando andaba en trabajo de campo. Algunos prolongan el afán hasta su Golf: junto a la palanca de velocidades hay un atado de ojos de venado.
Una vez, fuimos a visitar a unos amigos antropólogos que andaban haciendo trabajo de campo. Esto consiste en vivir unos meses en un pueblo del estado de Morelos robándose los retablos, enfermándose del estómago y preguntándole a los pueblerinos qué entienden por nahual y escribiendo cartas a los colegas que comienzan «No sabes qué gente tan maravillosa hay aquí en Chalchipotle». (Desde luego el colega, que vive en Chichalputla, sí sabe.) La gente es tan maravillosa que los antropólogos se regresan a Coyoacán, Tlalpan o San Ángel a escribir siete años sobre ella.
Estoy convencido de que las autoridades de la Ibero, donde se enseñaba antropología, habían construido ese pueblo y lo habían poblado de ex empleados suyos para llevar ahí a sus alumnos a hacer sus prácticas de campo. Incluso de que habían llevado los retablos a la iglesia para que los alumnos se los robaran impunemente. Y es que los pobladores ya se sabían de memoria la hoja de interrogatorios y hasta decían las respuestas antes que les hicieran las preguntas, o corregían al antropólogo cuando se equivocaba en el orden.

Muchas comunidades constituían el objeto de estudio de un número considerable de antropólogos así como de quienes estaban en proceso de serlo. Cuanto más apartadas se encontraran, más interesantes; cuanto más extravagantes -a ojos de los observadores- en sus usos y costumbres, más valoradas. Sin embargo la observación era recíproca porque tan extraños resultaban los comportamientos comunitarios a ojos de los estudiosos, como estrafalarios los hábitos de los expertos en la mirada de las poblaciones autóctonas. En este círculo de correspondencias no fueron pocas las veces en que los lugares se invirtieron; Juan Villoro aporta un ejemplo en el que el orden de los factores sí afecta el producto.

En Sayil presencié una escena que captura la situación de los mayas actuales. Un artesano tallaba algo que anunció como caoba y parecía triplay, pero lo sorprendente no era el material sino el modelo que usaba: ¡una reproducción en un libro de Sir Eric S. Thompson! Supongo que así se cierra el círculo antropológico: el estudioso como objeto de estudio de los estudiados.

¡Ay, qué lejos estamos de aquellos tiempos! La antropología ya no es lo que era habiendo devenido en profesión de alto riesgo. El narcotráfico y la violencia en un entorno de inseguridad creciente han obligado a modificar el protocolo de los trabajos de campo. Jorge Durand analiza el punto.

En enero de este fatídico 2010 un grupo de estudiantes de la Universidad de Guadalajara salió a hacer trabajo de campo sobre temas migratorios. Una tradición que ya tiene más de 20 años en el Proyecto de Migración Mexicana, mejor conocido por sus siglas en inglés, MMP. La selección de las comunidades que íbamos a encuestar no fue fortuita. Buscábamos localidades que tuvieran migrantes con visas H2, de trabajo para la agricultura y los servicios en Estados Unidos.
La primera opción fue descartada porque era una localidad del municipio de Guasave, en Sinaloa, donde hay una presencia reconocida de narcos en esa zona. La segunda opción era Tabasco, en concreto la localidad de El Paraíso. Tuvo que ser descartada, porque ahí se aplicó la ley del Talión con la familia de un marino que había muerto en el enfrentamiento con el jefe de jefes en Cuernavaca.
La tercera opción era ir a San Luis Potosí. Cerca de Ciudad del Maíz había varias localidades y ejidos que tenían muchos migrantes que habían obtenido visas H2. Después de dos días de trabajo en la comunidad X uno de los encuestadores fue interpelado sobre su trabajo. Lo amenazaron diciéndole que tenía que abandonar el pueblo. Para evitar problemas, ese encuestador fue cambiado de zona, para que no lo volvieran a molestar. Pero al día siguiente, el mismo fulano, en otra camioneta, le dio el ultimátum: “Si no abandonas el pueblo te atienes a las consecuencias”. En ese momento todo el equipo abandonó el lugar y dejó el trabajo a medias. (…)
Hace más de dos décadas que vamos al campo cada año, de manera sistemática y rigurosa. Hemos encuestado más de 130 localidades en 21 estados de la República (…)
Hemos realizado trabajo de campo en colonias complicadas y difíciles en sitios como Ciudad Juárez y Tijuana. Ahora sería imposible. Tenemos experiencia en el trabajo de campo y reconocemos que siempre hay incidentes, los cuales consideramos como gajes del oficio para los antropólogos. Pero en México las cosas han cambiado. Antes se podía viajar por pueblos y rancherías sin mayor temor, ni cuidado. ¡Ahora no!
(…) El campo mexicano, el lugar perfecto para hacer investigación, con gente amable, honrada y platicadora, se ha convertido en un lugar inseguro, riesgoso, peligroso. Si vas en camioneta tienes el riesgo de que te la expropien; si vas en camión te asaltan (ya nos ha pasado); si vas en coche y no te detienes ante un supuesto retén de soldados, te disparan o te ponchan las llantas (lo segundo nos ha pasado).

Hace años había padres que procuraban desalentar en sus hijos la vocación hacia la antropología por las dificultades que tendrían para conseguir trabajo y ganar un salario decoroso. Actualmente la preocupación de los padres se ha desplazado hacia los peligros que representa estudiar antropología.
¿Será que habrá llegado el momento en que nadie quiera ser antropólogo por los riesgos propios del oficio? ¿Hacia dónde migrarán quienes tienen esa vocación? ¿Se convertirán en vendedores de seguros? ¿En artesanos? ¿En asesores de imagen?

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