jueves, 10 de enero de 2013

Madres coraje


Muchos son los testimonios de madres que amorosamente asumieron sus responsabilidades hasta el final de su vida y en situaciones muy adversas.

En la Segunda Guerra Mundial los judíos italianos fueron los últimos en ser conducidos a los campos de exterminio. Esta escena tuvo lugar en enero de 1944 en la víspera de abordar el tren sin retorno y Primo Levi, citado por Mauricio Rosencof, da cuenta de ello.
                                              
Y llegó la noche, y fue una noche tal que se sabía que los ojos humanos no habrían podido contemplarla y sobrevivir. Todos se dieron cuenta de ello, ninguno de los guardianes, ni italianos ni alemanes, tuvo ánimo de venir a ver lo que hacen los hombres cuando saben que tienen que morir.
Cada uno se despidió de la vida del modo que le era más propio. Unos rezaron, otros bebieron desmesuradamente, otros se embriagaron con su última pasión nefanda. Pero las madres velaron para preparar con amoroso cuidado la comida para el viaje, y lavaron a los niños e hicieron el equipaje, y al amanecer las alambradas espinosas estaban llenas de ropa interior infantil puesta a secar, y no se olvidaron de los pañales, los juguetes, las almohadas, ni de ninguna de las cien pequeñas cosas que conocen tan bien y de las que los niños siempre tienen necesidad. ¿No haríais igual vosotros? Si fuesen a mataros mañana con vuestro hijo ¿no le daríais de comer hoy?

Marcos Ana (cuyo nombre original es Fernando Macarro Castillo) luchó con el bando republicano durante la guerra civil española. Fue detenido en 1939 y permaneció encarcelado hasta 1961, un total de 23 años de prisión ininterrumpida. En su libro Decidme cómo es un árbol. Memoria de la prisión y la vida rememora diversos momentos de su cautiverio. Entre los pasajes más sobrecogedores se encuentran aquellos en que alude a su madre.
Mi madre. A veces cuando volvíamos de los interrogatorios, tullidos y esposados, pasábamos por delante de una fila de familiares que aguardaban en un pasillo para entregarnos ropa o a pedir información sobre los detenidos. Pero los verdugos ni se inmutaban, pasaban sonrientes, exhibiendo su crueldad. Nada les importaba.
Tras una de las sesiones, cuando acababan de torturarme y me devolvían a mi “apartamento” con las manos esposadas a la espalda y la sangre fresca todavía, descubrí a mi pobre madre, menuda y pequeña, arrebujada en su toquilla oscura, con su eterno pañuelo negro sobre la cabeza. Estaba esperando junto a otros familiares, para entregarme un pequeño paquete de comida.
Al verme llegar, al reconocerme y ver lo que habían hecho conmigo, echó a correr y de rodillas se abrazó a las piernas de uno de los policías llorando.
-Por favor, por favor, tengan piedad, están matando a mi hijo, me lo están matando -repetía.
-Levántese, madre -sólo pude decir, con el corazón destrozado.
Con los pies la empujaron y se la quitaron de encima y allí quedó llorando, tirada en el suelo... Esa escena, que no olvidé nunca, fue más cruel y más insufrible que todos los martirios.

Más allá de la edad y las circunstancias en que se encuentren sus hijos, hay madres que allí están acompañando hasta límites inverosímiles. Nuevamente recurrimos a la evocación de Marcos Ana.
Cuando en 1940 pasé unos meses en la cárcel de Alcalá de Henares, donde vivía mi familia, me llevaban un poco de comida diariamente; unas patatas viudas, unas lentejas, algunas cebollas cocidas, lo que era posible en aquella época donde nuestras familias carecían de todo. Un día empezó a ocurrir algo sorprendente en mi paquete. Un plátano mordido en una esquina, una tortilla francesa a la que visiblemente habían arrancado un pequeño trozo, parte de un muslito de pollo, unos gajos de naranja... Se lo comenté a mi hermana que sospechó inmediatamente lo que ocurría. Mi madre estaba muy enferma y hacían un esfuerzo para atenderla con una alimentación especial. Cuando la familia se reunía para comer, mi madre disimuladamente daba un pequeño bocado a su comida y en un descuido por debajo de la mesa, lo ocultaba en su faltriquera. Después, cuando confeccionaban el paquete, mi madre se las arreglaba, sin que mi hermana lo viera, para introducir aquella comida, ligeramente mutilada, para su hijo encarcelado. Triste madre mía. No puedo olvidar su imagen. Vestida de negro, con un pañuelo oscuro sobre su cabeza, sollozando, agarrándose con sus manos temblorosas a las rejas del locutorio.
Como un homenaje a su padre (quien fuera asesinado en el transcurso de la guerra civil) y a su madre, fue que Fernando Macarro Castillo devino en Marcos Ana, tal como él mismo lo señala: “los dos van conmigo en mi corazón y unidos en mi nombre”.

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