No deja de llamar la atención que
entre la variada oferta de las taquerías (pastor, costilla, alambre, suadero,
frijoles charros, etc.) haga su aparición esa rara especie, menos requerida
pero nunca extinguida, que son las gringas. Nicolás Alvarado alude a su origen.
Las gringas deben
su nombre, precisamente, a las gringas. O, para ser más precisos, a dos
ciudadanas estadounidenses, Jennifer Anderson y Sharon Smith, quienes, acaso
encandiladas por el éxito del que gozaban ya sus compatriotas en estas tierras,
habían decidido instalarse en la
Ciudad de México, so pretexto de estudiar español.
Seguramente estas chicas integraban
las huestes reivindicadas por el célebre lema, citado por Alí Chumacero, de: “¡Yanquis
no, gringas sí!”. Por su parte Juan Villoro evoca el día y hora en que era más
factible poder ligar con alguna de estas féminas.
Por aquel tiempo
(fines de la década de 1960), el hermano mayor de un vecino me explicó que el
mejor día para ligar en México era el lunes. En mi ignorancia, pregunté si las
discotecas hacían descuento al inicio de semana. Nada de eso: el lunes cerraban
el Museo de Antropología pero muchas gringas no lo sabían; al ver las puertas
cerradas, se quedaban tristísimas junto a la estatua de Tláloc. El momento de
presentarse ante ellas y ofrecer una ruta alterna por la mexicanidad. Solían
estar tan decepcionadas de no ver ídolos que se conformaban con sus
descendientes.
Regresemos al tema que nos ocupa, a la
historia de Jennifer y Sharon narrada por Nicolás Alvarado.
Las gringas vivían
en una de las muchas casas de estudiantes que entonces albergaba la colonia
Anzures. Un poco por pobres y otro poco por folcloristas, comían con frecuencia
en una pequeña taquería de la calle de Leibnitz -sucursal de otra más grande
enclavada en Mixcoac y llamada, como aquélla, El Fogoncito- en la que
cabe imaginarlas suspender la masticación de los parroquianos no bien hacían su
entrada, ya sólo por su buenura.
Las gringas, sin
embargo, por sabrosas que estuvieran, no dejaban de ser gringas. Así, se
mostraban tan ignorantes de la prosapia y los rituales del taco que cometían el
sacrilegio de pedir los suyos de pastor en tortilla de harina y bañados de
queso fundido. Tanto les brillaban los ojitos azules cuando entregaban la
comanda que los meseros las complacían.
Pasadas las
semanas, los comensales de otras mesas comenzaron a pedir “lo de la gringa”,
con tal frecuencia que el establecimiento terminó por consignar el invento en
su menú y por bautizarlo, en honor a Jennifer y a Sharon, como gringa. (…)
Es frecuente que al confrontar la
historia de México con la de Estados Unidos haya quienes, descalificando a los
güeritos del norte, concluyan que “los gringos no tienen historia”.
Ante ello cabría acotar que, cuando
menos, las gringas sí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario