Difícil entender que
personas que tienen una mirada tan diferente acerca de Dios y del mundo en el
que viven, puedan formar parte de una misma Iglesia. Del Opus Dei y los
Legionarios de Cristo a la Teología de la Liberación; de los acomodados con el
poder civil a los luchadores incansables e indoblegables contra la injusticia;
de quienes se dan vida de príncipes a aquellos que sobreviven en los límites
entre pobreza y miseria; etc.
Y claro que en ese contexto
no deben faltar los encuentros ríspidos entre antagonistas que asumen formas
muy diferentes de explicitar su fe. No abundan las noticias que se tienen al
respecto y es de suponer que muchas de estas divergencias queden selladas bajo
el voto de silencio de sus protagonistas. Muy de vez en cuando trascienden
parte de los entretelones de alguno de estos desencuentros; tal es el caso que
narra Hans Küng en sus memorias y que fuera publicado en El País (España) el 26/10/2003.
Me
ha citado para el jueves 14 de octubre de 1965 a las doce en el
Palazzo del Santo Oficio, primer piso. Su aparición no habría podido
escenificarse de forma más teatral: con la primera potente campanada de la
iglesia de San Pedro, un monseñor ha abierto de un golpe las dos hojas de la
puerta de la sala, y aparece en el marco de la puerta con todas sus galas de
púrpura él: el mil veces temido Gran Inquisidor, el jefe del Santo Oficio, el
cardenal Alfredo Ottaviani. Se santigua y reza en alta voz: “Angelus Domini
nuntiavit Mariae”, (“el ángel del Señor anunció a María”). Yo le contesto en
latín con voz firme: “Et concepti de Spiritu Sancto” (“y concibió del Espíritu
Santo”). Y así, alternándonos, todo el ángelus con sus tres avemarías. No puedo
dejar de imaginarme cuál habría sido el aturullamiento de otros no
acostumbrados a estas costumbres piadosas de Roma.
(...)
Ottaviani vive y piensa (…) dentro de un paradigma distinto, sigue viviendo en
la constelación de Iglesia y sociedad medieval-contrarreformista-antimoderna. Y
por eso a mí, desde mi paradigma moderno-posmoderno, discutir con él me resulta
tan difícil como a un representante de la moderna imagen copernicana del mundo
con otro de la antigua ptolomeica. El sol, la luna y las estrellas, Dios,
Cristo y la Iglesia
son los mismos para ambos, pero la forma en que los dos vemos esas realidades
es completamente diferente; diferente, precisamente, por nuestra respectiva
constelación, por el paradigma. Vivimos en la misma Iglesia, pero en otro
mundo.
Hans Küng advierte en sí
mismo una mirada compasiva hacia el inquisidor. “Miro atentamente al cardenal
con su testa cesárea mientras mantiene su monólogo, y siento hacia él algo así
como compasión.” Concluye Küng con una categórica reflexión acerca del lema del
escudo del cardenal Ottaviani.
Él,
que lleva en su escudo el peligroso lema Semper idem (Siempre el
mismo) ha envejecido, está casi ciego y se ha quedado irremisiblemente
rezagado respecto de la marcha de la teología y de la Iglesia sirviendo a la
curia. Pero ni siquiera el roble puede ser siempre el mismo si no cambia
constantemente, pierde sus hojas, las renueva y crece.
Tal vez sea por ello que
Germán Dehesa -cabe aclarar que en un entorno muy diferente- sostenía que las
palabras tradición y traición son muy cercanas entre sí y añadía que a las
tradiciones hay que traicionarlas amorosamente para que sigan vivas.
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