Uno de
los grandes temas de nuestros días es el de la inseguridad y los medios de
comunicación, en sus diversos formatos, dan cuenta un día sí y otro también de
sucesos varios en los que se manifiestan diferentes niveles de violencia. La
expresión delincuencia organizada se ha integrado al vocabulario contemporáneo.
Nadie desconoce la emergencia del tema pero hay diversas opiniones en relación
a la gravedad del asunto: desde quienes ven en ello la inminencia de un caos
generalizado hasta aquellos que sostienen que la prensa exagera la nota,
creando de esa manera una “sensación térmica” que reviste a la cuestión de mayor
alarmismo del que ya de por sí tiene.
En este
entorno social frecuentemente se alude con nostalgia a la existencia de un
pasado armonioso, de convivencia apacible, al que se confronta con la actual
inseguridad ciudadana. Sin embargo, es posible encontrar indicios de violencia
a lo largo de la historia y Rafael Solana analiza lo que sucedía en México
durante el siglo XIX.
(…) la situación de
nuestro país era inestable; podríamos, sin exagerar mucho, llamarla caótica.
Las autoridades imperiales no lograban hacerse respetar en todo el territorio,
ni la República juarista tenía jurisdicción sobre toda la nación, en forma
efectiva. Algunos lugares estaban en poder de las fuerzas de Maximiliano y los
ejércitos extranjeros que lo apoyaban, y otros en el de las menguadas de don
Benito; había también tierras de nadie, que cambiaban de manos a cada embestida
de uno u otro bando. No era sino perfectamente natural que en estas condiciones
prosperase el bandidaje en los caminos reales; aun en las etapas, en unos años
anteriores al Imperio, en que se vivía bajo el régimen republicano, las pugnas
entre centralistas y federalistas desgarraban al pueblo y creaban incertidumbre
sobre cuál partido estaba en el poder, y ninguno conseguía imponer severamente
el orden, ni daba garantías.
Por otro
lado Ana María Cárabe también alude a este período y las drásticas medidas
aplicadas con objeto de acabar con aquella inseguridad.
Los salteadores de caminos fueron un
grave problema en el México del siglo XIX, ya que además de hacer imposible el
comercio, tan necesario para consolidar una nación nueva, los “plateados” cometían
crímenes horrorosos.
Para combatirlos, tanto Benito Juárez
como Sebastián Lerdo de Tejada solicitaron al Congreso una Ley de Salteadores y Plagiarios que consistía en suspender las
garantías constitucionales para quienes cometieran este delito, es decir, los
salteadores no podían solicitar recurso de amparo y sus juicios eran sumarios.
El delito se castigaba con la pena de muerte, según estaba previsto en el
artículo 23 de la Constitución de 1857.
Aun así, en 1880 subsistía el problema
y su gravedad era tanta que algunos periódicos de la época, como La Tribuna y La Libertad, sugirieron aplicar la Ley Lynch.
El robo
y el secuestro formaban parte de la cotidianidad de por aquellos entonces y la
credibilidad que se adjudicaba a los cuerpos policiacos no era mucho mejor que
la actual, tal como lo sugiere la siguiente nota publicada en El Telegrama de Guadalajara el 14 de
noviembre de 1885.
Policía poca y mala, ladrones muchos y
buenos; hambre e impunidad superan delitos danles ocasión cometer cotidianos
negocios, y por consiguiente se roba en coche, a pie y a caballo, dentro casas,
en calles y a todas horas del día y de la noche (…)
Al año
siguiente el mismo periódico (El
Telegrama, Guadalajara, 4 de diciembre de 1886) daba cuenta -con su
peculiar estilo de dar noticias en pocas palabras- de un ejemplo extremo de la
inseguridad que se vivía.
Familia vive por San Francisco, fue
lunes pasado enterrar angelito camposanto Ángeles; y en esquina recodo San
Sebastián Analco fue asaltada caravana por gavilla compuesta ocho o diez
bandoleros dejando dolientes padre Adán; sin escaparse querubín a quien también
desnudaron por no le valió estar muerto. Fue preciso esperar noche para volver
casa por no a mano hojas higuera, cubrir carnes.
Un siglo
después los problemas se seguían presentando tal como lo señala Rafael Solana.
Pero si ya todos sabemos, pues lo
hemos leído en la más admirable de cuantas novelas ha producido la literatura
hispanoamericana, en la caudalosa y riquísima Los bandidos de Río Frío,
de don Manuel J. Payno, que ir de México a Veracruz en diligencia, al final de
la primera mitad del siglo XIX, era aventurado e intrépido, porque se podía
sufrir el asalto de aquellos terribles macutenos, pocos aceptarán, en cambio,
que igualmente peligroso y audaz es a fines del segundo tercio del siglo XX
pretender ir, en autobús urbano, de la avenida Bucareli a la de San Juan de
Letrán, por la calle del Artículo 123 en esta metrópoli. Y, sin embargo, así
es.
Apenas el domingo pasado, a las seis
de la tarde, en pleno régimen constitucional, y en una ciudad que se apresta a
recibir a los periodistas y a los atletas del mundo para la celebración de unos
Juegos Olímpicos, en plena calle de Artículo 123, que antes se llamó de Nuevo
México, ha sido asaltado un camión de pasajeros, de la línea Tlatilco Santa
María, con una tan asombrosa impunidad, que sin duda causará pasmo en quienes
lean la noticia. No puede decirse que la policía estuviera en los toros, porque
en esa fecha no los hubo; que esté toda ella descifrando el crucigrama del
asalto a la camioneta bancaria en pleno viaducto, tampoco sería una explicación. Solo podrá
sospecharse o que no hay policía en México, o que toda ella ha caído bajo el
sopor de una maldición hipnótica, como la de la bruja del cuento de La bella
durmiente del bosque, o lo más probable, que se ha convertido en la
irrisión del hampa, que ya se burla de ella en la forma más descarada y más
cruel.
Iba el ómnibus atestado de viajeros,
ya muy cerca de San Juan de Letrán, en tan diurnas horas, todavía con sol,
cuando hizo la parada un grupo de rufianes, que abordó el vehículo, y de
inmediato procedió a desvalijar a los pasajeros, mientras el camión seguía su
marcha; en forma rápida y experta varios de los asaltantes fueron metiendo las
manos en los bolsillos de los hombres y en los bolsos de las mujeres, se hizo
con limpieza y velocidad la pizca de los relojes de pulsera y la cosecha de
carteras, mientras alguno mantenía la amenaza de mayor violencia sobre el
conductor, a quien también arrebataron las entradas del día, y sobre los
estupefactos asaltados, que no se atrevieron a moverse; al llegar al término de
la cuadra todo estaba consumado, y los bandidos descendieron tranquilamente;
tal vez hasta, para colmo de escarnio, “pidieron su parada con anticipación”.
Cabe hacer
notar que este artículo de Rafael Solana fue publicado el 4 de octubre de 1968
y muestra que a menos de 48 horas del asesinato de estudiantes, parte de la
prensa abordaba otros temas -como en este caso el de la inseguridad- mientras
guardaba silencio en relación a lo sucedido aquel día de triste memoria en la
plaza de Tlatelolco.
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