jueves, 27 de agosto de 2015

En un mundo de muros


El entorno actual presenta problemas de difícil solución. El “orden económico” ha hecho todo lo posible para que exista una injusta y desigual distribución del ingreso, que alcanza niveles escandalosos, tanto al interior de un país como en el (des)concierto de las naciones. En el primer caso los efectos tienen que ver con convulsiones internas que se manifiestan en un amplio espectro que va desde revoluciones puntuales hasta el clima de inseguridad y violencia estructural que ya se ha hecho habitual. Mientras que el segundo da origen a grandes movimientos migratorios: es inevitable que quienes no encuentran condiciones dignas de vida en sus lugares de origen procuren llegar a zonas de bienestar que, por su parte, multiplican los obstáculos para frenar su arribo.
 
 
Muchas son las personas, de todas edades, que mueren ahogadas en su intento por llegar a Europa o por la inseguridad (narcotráfico, corrupción de autoridades, maras, traficantes de personas, etc.) imperante durante su tránsito inevitable por México para llegar a los Estados Unidos. Hay quienes resultan mutilados por accidentes sufridos en el trayecto del tren conocido como La Bestia. Es necesario reconocer que en todos lados existen grupos solidarios con los migrantes y en el caso de México “Las Patronas” son ejemplo de ello.
 
 
En el mejor de los casos, al llegar a destino comienza la otra historia: evitar la expulsión ya que, como se ha reiterado en múltiples ocasiones, el sistema valida el libre tránsito de mercancías y capitales pero no de personas.
 
 
Ryszard Kapuscinski, alguien que mucho sabía de este tema debido a su trabajo periodístico por muy diversos rumbos, decía que básicamente existen tres opciones al momento del encuentro con “los otros”: violencia manifiesta (cuando se busca eliminarlos), aislamiento (no se quiere tener nada que ver con ellos) o la convivencia (el diálogo, la integración). En cuanto a lo migratorio predomina el aislamiento que se expresa en la construcción de muros, procedimientos de las autoridades migratorias que violan los derechos humanos, requisitos burocráticos de difícil cumplimiento, etc.
 
 
En estos días la cuestión migratoria se hace presente frecuentemente a través de situaciones terribles, inhumanitarias, que se convierten en habituales. Hace ya un tiempo Manuel Rivas se refería a este tema.
 
 
La mejor forma de localizar a los “sin papeles”, se dirá, es pedirles los papeles a los que tienen pinta de no tenerlos. Es una lógica implacable, pero también es una mierda de lógica. Significa aceptar lo inaceptable: el estigma. Tú que tienes esa piel, ese acento, esos ojos, ese andar, sólo por eso, tú eres más sospechoso que ese otro. Tus rasgos, ése es tu problema. ¡Cómo no entender el sueño de aquel muchacho ecuatoriano que una noche nos confió: “Me gustaría ser invisible”! (...)
En las fronteras, en los controles, en las vallas electrificadas, en los litorales donde arriban los seres invisibles está muy clara la cuestión de la identidad europea. Se trata de tener o no un pasaporte, una visa, un permiso. Un puto papel. Es eso, un simple documento, lo que puede hacer que una persona sea, en la misma playa, un turista bronceándose o un cadáver arrojado por el mar.
Es la gran cuestión de nuestro tiempo, que Europa lleva con gran esquizofrenia. Se quiere “mano de obra”, pero llegan personas. Este asunto, lo que en los informes asépticos llaman los “flujos migratorios”, sabemos que es delicado e inflamable.
 
 
De acuerdo con este mismo autor la esperanza reside en los niños que cuentan con muchos más recursos que los adultos a la hora de integrar al “otro”.
 
 
En un extraordinario librito de conversaciones con su hija, Le racisme expliqué á ma fille, dice Tahar Ben Jelloun que no hay mejor discurso contra la xenofobia que las palabras de un niño a otro en la escuela. Unos minutos de juego en el patio pueden echar abajo todo el muro de prejuicios levantando durante siglos por los adultos.
 
 
La discriminación ha estado presente a lo largo de la historia adquiriendo diversas facetas tanto en el tiempo como en el espacio de que se trate. Román Gubern narra una situación esclarecedora, en tanto crítico de cine en tiempos del franquismo, de la imposibilidad que tiene quien asume una actitud discriminatoria para comprender a quien actúa en forma solidaria.
 
 
Yo era corresponsal en Barcelona de la revista madrileña Nuestro Cine, que era de hecho un portavoz oficioso de la política cultural comunista, aunque ni su director (Ángel Ezcurra) ni su subdirector (José Monleón) fuesen militantes, sino compañeros de viaje. (...) Colaborando en Nuestro Cine sufrí los flagelos de la censura, habituales en la época: a raíz de un comentario a Shadows, de Casavettes, en que criticaba las prácticas racistas en la sociedad norteamericana, el censor de turno preguntó irritado a Monleón: “¿Este Gubern es negro?”
 
 
Ojalá que en estos tiempos se escuchen múltiples nombres y apellidos que antecedan a la pregunta “… ¿es migrante?”  Así como que sean muchos quienes descubran que no es necesario ser migrante para luchar por la defensa de sus derechos.
 
 
¡Así sea!

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