jueves, 3 de septiembre de 2015

Degradación de la vida cultural


Es posible escuchar con mucha insistencia el reclamo de que vivimos en un ambiente cultural en franco declive. Muestra de ello sería la aceptación masiva de formas de entretenimiento empobrecedoras, que no aportan mayor cosa –cuando no lo obstaculizan- al desarrollo personal y social. Al mismo tiempo que propuestas más elaboradas y valiosas, no cuentan con el beneplácito del público. Este tipo de análisis se sustenta en la idea que la vida cultural del pasado era mucho más rica.

Pero sucede que al revisar la obra de algunos cronistas del pasado, dicho aserto es puesto en duda. Tal es el caso de Nemo (Gustave Gosdawa, Barón de Gostkowski) quien en sus Humoradas dominicales publicadas en “El Monitor Republicano” el 3 de octubre de 1869, da cuenta del escaso público que acudió a un espectáculo de calidad.

El que ha visto el Teatro Nacional en la noche del jueves pasado, no ha podido menos de sentir el corazón oprimido.
¡Pobre artista! ¡Qué desilusión para ella el ver que los músicos de la orquesta formaban la mayoría de la concurrencia! ¿Es creíble que en una capital de doscientas mil almas no se encuentren mil espectadores para asistir a una función de ópera? Sabemos bien que la ejecución de Norma no podía ser perfecta, pero ¡qué importa! Se trataba de una buena obra y eso sólo sería bastante para conmover a un público que en otra ocasión había sabido merecer el dictado de generoso.

En su artículo, Nemo parece añorar –al igual que sucede actualmente- el paraíso perdido de la cultura y no parará en su crítico análisis acerca de un público “cataléptico” que ya sólo responde a espectáculos menores como el circo o el drama.

Nada ha podido conmover a ese cataléptico que se llama el pueblo mexicano. En vano los veteranos de la escena mexicana le han invocado apelando a su generosidad; en vano Delgado que es un verdadero artista le ha ofrecido los diamantes de su repertorio: nada, ha permanecido insensible y sólo el circo puede provocar en él algunas conmociones galvánicas.
Hoy día nos es necesario el drama en acción; nuestra generación gastada y escéptica ríe de lo que hizo llorar a nuestros padres. Amor de madre, La Huérfana de Bruselas, etcétera, todo eso conmueve, si acaso, a nuestros hijos. Lo que necesitamos es el Salto del Niágara, el trapecio de Buslay o los equilibrios propios para romperse el pescuezo de los hermanos Bell.


Tal estado de cosas no le permite ser optimista acerca del porvenir por lo que sus conclusiones son desesperanzadoras.

Decididamente, el tiempo no está para fiestas. No se puede ver con sangre fría el marasmo y el abatimiento que nos ahoga. (…)
Nos abandonamos a la corriente; ¿qué nos importa saber a dónde conducirá nuestra barquilla? ¿Iremos al abismo? ¿Llegaremos a la orilla? Eso nos interesa tanto como la historia de Barba Azul.
No conozco tristeza más amarga que esta postración de la inteligencia y esta estagnación de la opinión pública; no conozco cosa más terrible, que ese nada monótono, ese perpetuo nada, ese mañana cayendo siempre sobre la víspera, y cayendo siempre igual, como la nieve que cae sobre la nieve, amontonando en silencio una segunda mortaja sobre un primer sudario. 

Desde aquel lejano octubre de 1869 Nemo percibía la “postración de la inteligencia” que fatalmente conduce a “ese perpetuo nada, ese mañana cayendo siempre sobre la víspera”.  

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