martes, 8 de septiembre de 2015

De contraseñas y números secretos


Tengo claro que hay otros temas que requieren mayor atención, que existen problemas mucho más graves. Sin embargo, no puedo desconocer que en lo personal traigo un pleito de consideración con contraseñas, nombre de usuario, números secretos y códigos. Mi problema consiste en que no las puedo recordar cuando las necesito. Lo he intentado todo, pero no hay caso. Si las anoto y escondo, después no recuerdo dónde las escondí. Si hago asociaciones nemotécnicas, posteriormente no tengo ni idea de cuál fue el criterio que seguí para ello. Y la lista sigue.

Lo único que consuela y alivia mis padecimientos, es saber que no soy el único: somos varios los que jugamos en este equipo. Entre otros tantos posibles, he seleccionado dos testimonios de colegas de infortunio. Comencemos por el de Eduardo Villar
  
VadHk6g!9 cumple los requisitos de lo que los expertos consideran una contraseña segura, un asunto que hace unos años –digamos veinte- no le interesaba a nadie pero que poco a poco fue convirtiéndose en algo central en la vida cotidiana. Al menos, en la mía. VadHk6g!9 no se puede pronunciar, combina mayúsculas con minúsculas, letras con números y hasta tiene un !. El sueño de cualquier experto en seguridad informática. Tiene un solo problema: por las mismas razones que es segura, no hay manera sensata de recordarla.
Esa contradicción produce cada día malestar a cientos de millones. Es un alivio, al menos, encontrar que uno no está solo con sus problemas en el mundo. ¿Cómo elegir una contraseña que satisfaga las exigencias cada vez más extravagantes de la seguridad informática? La cuestión se complica ad náuseam si se considera que los sitios piden con frecuencia sorprendente que uno cambie la contraseña que tanto esfuerzo le costó primero inventar y después recordar. La ilusión de tener una sola contraseña –o un número sensato, digamos tres- no es más que eso, una ilusión: un sitio exige un número de cuatro dígitos; otro, de ocho; otro seis letras; otro, ni dígitos ni letras sino una combinación de ambos; otro exige que algunas de las letras sean mayúsculas. Y todos aconsejan, seguramente con razón, no anotar la contraseña ni usar para formarla datos fácilmente deducibles. El nombre de usuario también complica la cosa: el que uno propone suele ser rechazado porque ya está en uso por alguien más, de modo que también hay que inventarlo y recordarlo. (…)


Finalmente recurro a Juan José Millás que da cuenta de sus vicisitudes de cara al cajero automático.

Fui al cajero automático, introduje rutinariamente la tarjeta y me quedé en blanco. No lograba recordar mi número secreto. Tras unos segundos de incertidumbre, anulé la operación y decidí dar una vuelta a la manzana. Pensé que el número se había ido de mi cabeza provisionalmente y que regresaría en seguida. Pero no regresó. Hice memoria y recordé varios números sin dificultad: el de mi teléfono fijo, el del móvil, el del comienzo de la Segunda Guerra Mundial y el del descubrimiento de América. No me servía de nada saber en qué fecha se había descubierto América si ignoraba el número de mi tarjeta de crédito. Hay que añadir que me encontraba en una ciudad extraña, donde carecía de familiares o amigos a los que pedir socorro, y que no tenía dinero ni para el autobús.
No podía creer lo que me estaba sucediendo. Entre otros números absurdos, recordé el del teléfono de una novia de la adolescencia. Tenía en mi cabeza, en fin, todas las cifras que no necesitaba, pero no me venía la única que me hacía falta en esos momentos. Y aún no me ha venido. He tenido que llamar al banco para solucionar el problema.


Sí, ya sé aquello de que mal de muchos, consuelo de tontos… Pero que ayuda, ayuda.

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