“Sin amigos nadie escogería
vivir, aunque tuviese todos los otros bienes.” Dicen que la frase es de Aristóteles. Y si no lo
dijo, debería haberlo dicho.
Los amigos ayudan a que los momentos felices, lo sean
aún más y los dolorosos, menos devastadores. Son compañeros de ruta en el
camino de la vida que vienen en diversas presentaciones y con quienes la comunicación
asume formas muy diversas.
Alejandro Rossi alude a la necesidad súbita de ir al
encuentro de ellos. “Tengo amigos y el
deseo de verlos sobreviene de pronto, esa urgencia de comunicar algo, una
sensación, un fervor, una angustia, ahondar en la charla ese atisbo mínimo que
quizás tuvimos.” Motivaciones
para recurrir a ellos no faltan y pueden ser múltiples “(…) buscarlos para monologar, para quejarnos, para recibir
apoyo”. La
amistad tiene sus momentos de palabra fácil pero también –según Rossi- de “(…) quedarnos
callados, sin obligaciones pirotécnicas, en calma, esas conversaciones lentas,
sin tema fijo, sin conclusiones, descansadas y azarosas”.
Una vez que surge la necesidad del encuentro, hay un
tiempo para concretarlo porque son “(…) necesidades inmediatas cuya satisfacción exige un plazo”. Cuando el mismo se vence, los costos no son menores. “El entusiasmo se apaga si para encontrarnos debemos
esperar cinco días, y para esas fechas es posible que también la depresión haya
desaparecido. Existe el válium, el autoengaño y el sueño.” Ante ello, sostiene Rossi que la proximidad es
fundamental.
Me gustaría, entonces, que mis amigos estuviesen cerca,
que nos reuniéramos caminando apenas unas cuadras o en algún sitio que la
costumbre haya establecido. Quisiera que la amistad recogiera esas efusiones
momentáneas, los instantes del abandono o de la sinceridad, la trama viva de
nuestras horas.
Y claro está que la Ciudad de México no colabora mucho
respecto a este punto.
La ciudad no favorece esa intimidad. Ni uno solo de mis
amigos vive en la misma zona. Nos frecuentamos, todavía hablamos, pero hemos
perdido ese trato cotidiano. La lejanía y las ocupaciones imponen estrategias
complicadas: mañana es imposible, pasado mañana soy yo el que no puede, habrá
que hacer una cita para el fin de semana, no éste, claro, porque saldrá fuera
de la ciudad, tal vez el próximo, o mejor esperar una vacación, ya se acerca el
día de los muertos y, además, no falta tanto para las navidades. La amistad se
nutre de cenas planeadas con anticipación protocolaria, de encuentros
esporádicos y fatigosos, porque él, obviamente, vive en el Sur y yo en el
Norte.
Pero no todo mundo estaría de acuerdo con los
requisitos básicos -en cuanto a proximidad y comunicación- que establece Rossi
para todo vínculo amistoso y en ese sentido va el ejemplo que proporciona Hugo
Gutiérrez Vega.
Hace años un amigo español me contó que por fin había logrado
consolidar una verdadera amistad inglesa: se había iniciado suspendiendo las
confidencias y ya habían cancelado el diálogo. Estaban felices. Se sentaban en
los mullidos sillones de su club y se miraban largamente. Iban a comer a veces
y nada sabían el uno del otro. Al poco tiempo me enteré de que esta perfecta
relación había terminado. La impertinente señora de la guadaña se había
presentado intempestivamente. En el sepelio de su amigo, el español derramó
unas lágrimas que ocultó con su bufanda. Conoció a la viuda y a los hijos de su
querido amigo, se quedó de pie todas las horas que duró la cremación y, ya
controlado su dolor, se despidió de la familia haciendo algunos breves
comentarios meteorológicos. Se detuvo frente a una tumba que tenía a un ángel
con la cara entre las manos y, calladamente, salió del cementerio acompañado
por la sombra de su amigo. Los dos guardaban silencio.
Así pues hay
amistades que se construyen con palabras y también están las otras, las que se
desarrollan a la sombra de los silencios.
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