martes, 19 de abril de 2016

Antonio López de Santa Anna y el gusto por el oropel


Difícil resistir a las mieles y la cultura del servilismo que habitualmente rodean al poder. Pocos son quienes lo logran y muchos los que claudican en formas más o menos grotescas. Uno de estos casos fue el de Santa Anna de quien una nota publicada en la revista Relatos e Historia en México da su perfil.

Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna de Lebrón es el personaje que mejor explica el siglo XIX en México. Nacido el 21 de febrero de 1794 en la entonces Nueva España, desprovisto de las luces que preceden siempre a los grandes personajes de la historia, era, sin embargo, alguien que nunca pasaba inadvertido. A lo largo de su vida, Santa Anna ocupó once veces la presidencia de la República y osciló siempre entre la traición y la lealtad, entre la victoria y la derrota, entre la gloria y la sombra. Después de su frustrada resistencia militar en Texas en 1836, cedió a las pretensiones de anexión que los Estados Unidos tenían sobre ese territorio, y sólo dos años después perdió su pierna defendiendo heroicamente a la nación en la Guerra de los Pasteles. Mitómano, engreído e ignorante, le gustaba peinarse como suponía que lo hacía Napoleón, aunque la única imagen que conoció del emperador francés fue el cuadro que pintó Louis David, titulado Napoleón atravesando los Alpes, donde Bonaparte tiene el cabello girado hacia el rostro porque el viento lo despeinó. “Su Alteza Serenísima” –título que Santa Anna adoptó hacia la mitad del siglo- impuso esa moda entre los cortesanos mexicanos.

Una muestra de su gusto por el elogio inmoderado la presenta Alberto Barranco cuando alude a la colocación de la primera piedra de la plaza del Volador.

La primera piedra la colocaría el 31 de diciembre de 1841 el presidente Antonio López de Santa Anna, en cuyo honor se pronunciarían enmielados discursos. “El genio de vuestra excelencia —diría el contratista Oropeza— concibe el bien y su voluntad fuerte y decidida lo realiza. Que por los nobles y constantes esfuerzos de vuestra excelencia nuestra cara patria se vea próspera y feliz, para que nuestros hijos, al pasar delante de los monumentos que el reconocimiento erija en su honor, se detengan y digan: ‘Condujo a la victoria a nuestros padres y puso los cimientos del engrandecimiento de nuestra patria’.”
Para no quedarse atrás, el síndico del Ayuntamiento Manuel García Aguirre, dijo a su vez: “México se regocija al contemplar que su regenerador, que el protector de sus libertades, que el general Santa Anna será comparado por las generaciones venideras con el Washington norteamericano...”
El caso es que para dejar constancia del solemnísimo acto, se mandaron acuñar dos medallas de plata, a cuyo anverso se grabó en latín la leyenda “Puso los fundamentos de libertad y del ordenamiento de la Patria el ilustre general presidente de la República, Antonio López de Santa Anna.”

Durante su paso en varias ocasiones por la presidencia, procuró rodearse de un ceremonial que estuviera de acuerdo a la calidad de su investidura; Raoul Fournier profundiza en el punto.

En su último paso por la presidencia, Santa Anna se hizo llamar Su Alteza Serenísima –seguía picado con Iturbide- y con el dinero de la Mesilla encargó a su ministro en Francia que contratara tres regimientos de suizos para formar una guardia semejante a la del Papa. Envió al embajador quinientos mil pesos, encareciéndole prontitud. Como el diplomático tardara –“quien hace los mandados se come los bocados- improvisó un regimiento. Escogió a los más corpulentos de sus “juanes” y les puso barbas postizas negras, relucientes y rizadas, todo porque vio unos grabados del Zar de todas las Rusias rodeado de militares barbones.
Don Antonio quería ser más que Iturbide. Creó los “Lanceros de la Guardia de los Supremos Poderes” con lujosos trajes de paño blanco y rojo, cascos a la prusiana, lloronas de seda y botas federicas. Restableció la Orden de Guadalupe y se autodesignó Gran Maestro con derecho a usar el uniforme blanco, con manto azul forrado de tafetán con vivo violado, llevando por toda la orilla un bordado de oro que figura círculos, laureles y palmas. El manto se ataba con grandes cordones de hilo de oro, con borlas del mismo material.
Al cuello llevaba el collar de la Orden, que era de eslabones de águilas explayadas, alternadas con círculos de laureles y palmas, dentro de los cuales había en cifra una I. y una S., iniciales del fundador y restaurador de la Orden. Pendiente del collar llevaba la Gran Cruz (del tamaño de la mano) que era de oro, con los brazos esmaltados de los colores de nuestro pabellón, una elipse en el centro, y en el fondo, sobre campo blanco, la imagen de la Guadalupana. Encima del brazo superior de la cruz estaba un águila, en el inferior una palma y en la otra una rama de oliva. Llevaba alrededor de la elipse esta leyenda: “Al patriotismo heroico”.

No toleraba que se le formularan críticas y acostumbraba reaccionar en forma vehemente; un ejemplo de ello lo proporciona Guillermo Prieto, citado por Carlos Monsiváis.

(…) en Memorias de mis tiempos, Prieto nos informa de una escena de 1853. El mismo Prieto en El Monitor y Eufemio Romero en El Calavera, han escrito contra Su Alteza Serenísima Santa Anna “con ponzoña de alacranes”. El dictador los manda llamar:

Al vernos en su presencia, se dirigió impetuoso a Romero, señalando el artículo en cuestión, y le dijo con la voz sorda de cólera:
¡Eh! ¡Dígame usted de quién es este artículo para arrancarle la lengua!
—En estos casos, respondió Romero con frialdad extraordinaria, se hace la denuncia al Juez, se ve quién firma el artículo y se procede como la ley manda.
—¡Yo lo he llamado a usted, so escarabajo, para oír de sus labios, quién es el infame que ha escrito el artículo!
Y contestó Romero con la misma imperturbable sangre fría que antes:
—En estos casos, señor, se hace la denuncia al Juez, se ve quién firma el artículo y se procede como la ley manda.
—¡Indecente!, continuó Santa Anna, ¡haga usted lo que le digo!
—Pues señor, en estos casos...
—¡Silencio, quíteseme usted de delante!
Romero se aprovechó del iracundo pasaporte, y puso pies en polvorosa.
Santa Anna, todavía excitado por la cólera, se volvió a mí, y me dijo:
—¿Usted es el autor del artículo del Monitor?
—Sí señor.
—¿Y no sabe usted que yo tengo muchos calzones?
Yo como había escrito en tono sarcástico, aunque con miedo, quise seguir la broma, y le respondí:
—Sí, señor, ha de tener usted más que yo.
—Me parece que usted es insolente, y yo sé castigar y reducir a polvo a los que se hacen los valientes; eso lo ejecuta cualquier policía, pues usted o se desdice de sus injurias y necedades o aquí mismo le doy mil patadas. ¿Qué sucede?
—En esas estoy, en ver lo que sucede.
A estas palabras, Santa Anna, apoyándose en una mesa que allí había, y levantando el bastón, se acercó a mí, y yo, por una puerta excusada, me escurrí violentamente; no sé si más temeroso o iracundo de la entrevista con el Dictador.
          
Santa Anna disfrutaba los homenajes públicos que se le tributaban,  tal como lo refiere Jorge Mejía Prieto: “De tal manera que cuando algún lambiscón se le acercó para proponerle el tratamiento de Alteza Serenísima, le agradó tanto la propuesta que la aceptó de inmediato. De igual forma aprobó complacidísimo la dorada estatua de bronce que lo representaba de cuerpo entero, con un brazo extendido en actitud de señalar algo a la distancia.”

En aquel entonces, como ahora, existen héroes cuyas acciones viven entre las altas y las bajas en el mercado de valores patrios; al respecto prosigue Mejía Prieto

¡Y vaya que se vanagloriaba Santa Anna de sus efigies, que tomaba por genuinas demostraciones de amor del pueblo! Sin embargo, el mismo populacho que antes lo aclamó enardecido, el seis de diciembre de 1844 se lanzó a la calle para insultarlo y maldecirlo. (...)
La efigie del teatro Nacional y el busto colocado en el hotel de la Bella Unión fueron despedazados asimismo en medio de las injurias y el regocijo de la plebe. Y si la estatua de bronce del mercado del Volador se salvó de ser destruida fue porque un grupo de partidarios, protegidos por elementos de tropa, la desmontaron de su pedestal y fueron a esconderla en lugar seguro. Tiempo después fue sacada de su escondite y permaneció arrumbada como inservible cacharro en una cochera del Palacio Nacional. En 1852, hallándose de nuevo López de Santa Anna en el poder, algún adulador la encontró en la cochera y mandó desempolvarla y pulirla para ponerla otra vez en un pedestal. Mucho satisfizo al gobernante la recuperación de su imagen en bronce, la cual se mantuvo en exhibición hasta que a la caída definitiva del déspota, un empleado de gobierno, Luciano González, la enterró en su casa, con la ilusión codiciosa de desenterrarla cuando el dictador empuñara de nueva cuenta las riendas del gobierno, ocasión que jamás se presentó.

Vendrían tiempos aciagos para Santa Anna en los que fue derrotado y debió permanecer fuera del país. Sus últimos años, cuando se le permitió regresar, transcurrieron muy lejos del reconocimiento público en medio de austeridad y privación que sólo se rompía en forma imaginaria por el teatro montado por su esposa, quien amorosamente quería evitarle los sinsabores de la hora. De ello da cuenta Fournier

Más tarde, ni siquiera el ojo de la historia advierte la presencia de Santa Anna cuando Lerdo de Tejada le concede, al fin, regresar a México. El ex dictador vive de los menguados ahorros de su mujer y nutre su soledad con la farsa que representa una corte de pedigüeños y comparsas sobornados por doña Dolores Tosta de Santa Anna. La señora, en delicado e inteligente acto de caridad y mediante un peso por barba, hace que los improvisados actores halaguen y revivan las apagadas vanidades de su alicaído marido. Todas las mañanas acuden al estrado de una casa de las calles de Vergara en solicitud de supuestos favores e imaginarios planes y pronunciamientos revolucionarios. Nuestra insidiosa amnesia histórica encubre los últimos días de Santa Anna. Sólo nos queda un acta de defunción y las escuetas gacetillas de los diarios dando fe de que el gran cursi “héroe de Tampico” se rindió, ahora sí, en la madrugada del 21 de junio de 1876.

En esta oportunidad no llegaron mejores tiempos para la estatua que don Luciano enterró en su casa mientras esperaba la ocasión de sacarla a relucir; Mejía Prieto informa acerca de su destino. “Transcurrieron los años y los descendientes de don Luciano exhumaron un día la estatua para venderla al peso a unos mercaderes en metales viejos. De tan prosaica y deslucida manera terminaron los sueños de gloria y eternidad de Antonio López de Santa Anna.”

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